Teoría de Millana

sábado, 4 septiembre 1971 0 Por Herrera Casado

La plaza mayor de la villa de Millana

 

Millana es un pueblo femenino. Algo así como una puebla. Millana está escondida en superficial ahogo del terreno, dentro de ese otro gran naufragio que es la Hoya del Infantado. A caballo entre Cuenca y Guadalajara, como un chorro de sangre de la Alcarria, Millana hace pinitos para miraras en las aguas del Buendía, que allá abajo, en el fondo plano del valle, baña irresoluta y desmadejadamente las tierras de Alcocer. De otro lado, a Millana aún le cae lejos el arriscado Tajo, que en Zaorejas aún refleja en sus nocturnales aguas a la media luna mahometana.

Tal vez no fue el momento adecuado para llamar a sus puertas, pero llegué a Millana un mediodía ardiente del verano, cuando acabada la siega, el campo es un rescoldo pleno de cenizas doradas. Las largas tierras secas, ondulándose para quitarse algo de calor. Pálidos olivos de tristeza. Ni una nube que promete noche fresca. Todo abrasado en un fuego mudo, cruel, de hoguera medieval. En unas eras, tres mulas predican el más ab­surdo sermón del conformismo.

Pero no siempre es Millana tan ascua y tan hoguera. También sabe de audaz primavera azul y verde, limpia jugarreta el invierno, tan enfermo siempre de la billa. Y sabe además Millana de otoños plisados en el viejo oro de la tierra desmenuzada y perdurable de esta Castilla que, despeñándose y abrigándose entre pinos, chaparrales y pedregosas praderas, todavía un poco más, y es hará Mancha.

Millana nos habla con la antigua voz de la Historia. Con el orgullo de haber tenido por ascendientes a los hombres valientes e incansablemente creadores de una Roma multicontinental. En las cercanías del pueblo se descubrieron ya hace años los restos de un poblado de la época romana, con su necrópolis adyacente y múltiples trozos de cerámica y aun baldosines romboidales que pregonaron su limpieza de sangre.

Después de su aventura romana, Millana alzó su definitivo estandarte de iberismo  cristiano con él clavado en la plaza ha llegado hasta nuestros días. (También, también tuvo MIllana sus moros y sus inciertas noches de correría, pero nada queda de aquello.)

Cuando la Cruz sentó definitivamente plaza entro los olivares y los ondulados mares de nostalgia emillanense, sus hombres, ya mezcla de una raza Ibera, de una civilización romana, y unas galopadas de visigodos y árabes, se dispusieron a la vida tranquila del trabajo con las manos y dispusieron hacer un templo para pedirlo a Dios que bajara con ellos a dar unas cuantas patadas en la tierra, y allá por las nubes, que a El le quedaban más cerca. El caso era tener un campo agradecido, unas mujeres y unos hijos que hicieran brillar sus ojos y sus corazones de gozo, y encima de los hombros, ellos mismos una cabeza que les hiciera ser, de verdad, reyes de la Naturaleza. Lo consiguieron. Y levantaron su templo.

La iglesia de Millana es grande. Queda siempre, sin embargo, dentro de sus orillas. Tiene el ancho corpachón del siglo XVI. Es una Iglesia masculina. Casi un iglesio. Lo más fabuloso de ella es la portada. Es lo que justifica hacer un viaje hasta allí. El ovillo del que sacar su teoría. Se puede suponer de finales del siglo XII o principios del XIII. Sus arcos lisos, simétricos, aún de perfecta curva homogénea y semicircular, nos hacen pensar en el arte cisterciense que sin Europa ha comenzado a Imponerse y que todavía tardará casi un siglo en llegar a Castilla. La puerta de la iglesia de Millana es un gran tambor para cantar el Gloria. Para despertar a los montes y a las urracas que viven en los montes y a los insectos que se comen las urracas. Los lisos arcos semicirculares (son cinco en total), se apoyan a cada lado sobre unos capiteles que en su tiempo estuvieron llenos de una gracia campesina y un arte irónico y popular. Con el paso del tiempo, a esas virtudes tienen que añadir un color dorado que les hace brillar como si fueran nobles joyas, y el peculiar encanto que el tiempo añado a todo lo que con tesón ha acariciado. En la izquierda se ven dos aves extrañas, frente a frente. Dos hombres a caballo, cualquiera sabe si a conquistar infieles o de por leña. Dos son, y van y vienen. También hay dos bichos con alas y con cuatro patas cada uno (¡el poblado mundo del Medievo, al que no alcanzó Linneo!) y aún dos aves pisando gozosamente unas serpientes. Los cuatro capiteles de la derecha aún nos presentan un mayor contraste entro el cristianismo y el fondo de superstición que árabes y visigodos habían depositado en las tierras españolas por donde pisaron. En él primero de ellos, se ve un demonio con cabeza bovina y un ángel, en perenne lucha. ¿Qué es están disputando? Las almas de los de MIllana, sin duda. Dos animales salvajes con cabezas humanas dan al segundo un tinte de escalofrío. Le sigue una escena piadosa, en que se ve perfectamente cómo las santas mujeres van a visitar el sepulcro de Cristo. En el último capitel de la derecha hay una escena que nos hace suponer la visita de la Virgen a su prima Santa Isabel.

La puerta hace saliente en la fachada (en la que luce, a medias solamente porque está algo tapada, su primitiva belleza una ventanita románica), y está cubierta por un tejadillo bajo el cual aparecen algunos Interesantes canecillos, rústicos y simples, pero de gran valor para hacernos comprender lo eminentemente popular que es el arte románico. Entre los canecillos, unas rosetas, en hueco, que completan el conjunto y hacen de esta iglesia un inestimable monumento digno de ser admirado por todos los que gustan del arte y de la historia.

Calles retorcidas, ventanas con flores, calladas gentes que miran interrogantes desde sus sillas bajas. Una antigua y blasonada casona demuestra la nobleza de la sangre emillanense. Ni perdida ni hallada queda Millana. Femenina y dura. Larga aventura para contar a sus hijos. Un poco de sol y otro poco de lluvia. La tierra en derredor. Todo lo que es necesita para ser feliz, está en Millana.