La guerra como obra de arte
Como es habitual que yo me dedique en esta página de “Nueva Alcarria” a hablar generalmente de tiempos pretéritos, decir ahora la palabra guerra es referirme a tiempos antiguos, muy antiguos, y así evocar momentos (siempre malos, los de las guerras) pero lustrosos y con mensaje: telas de colores, sonidos de trompeta, prisioneros ilustres y una comedida razón de “bellas artes” aplicadas [desde el prisma del Renacimiento] a las batallas campales y sus prolegómenos.
Durante la Edad Media, el profesional de la guerra se formaba a conciencia en el manejo de las armas, apareciendo muy de vez en cuando algún inventor o innovador que mejoraba las técnicas de ataque, asedio y fortificación. El Renacimiento, sin embargo, aportará un sentido de mayor participación, (de democratización de la guerra, si se me permite la expresión) al dar opción a una participación más personal de guerreros del pueblo, de gentes que sin ser capitanes pueden demostrar su valor, así como al uso de elementos diseñados por ingenieros, estudiosos y miembros de la burguesía que colaboran así en la capacidad defensiva o de ataque de su comunidad, de su estado-ciudad, de su señorío… en definitiva, el Renacimiento trae a la guerra un nuevo aire de individualismo, de diversificación de tareas y posibilidad de aportes personales.
Venido de Italia es el modo en que se cuentan las historias y sus guerras. Existen cronistas que describen las batallas y su conjunto, la guerra, las actitudes de los reyes, de los capitanes, de los grandes aristócratas: se hincha su valor, y sobre todo, se les compara con los héroes antiguos, con los generales romanos, con los emperadores; se evocan en estas crónicas batallas de la Antigüedad, y se parangona a los soldados y capitanes actuales con los de época romana. Para el vencedor había encomios relacionados con las figuras antiguas, se le elevaba a la categoría mitológica de un Marte, de un Júpiter, y a sus capitanes se les consideraba estrategas como Escipión o Alejandro Magno.
Como un ejemplo de lo que significa la guerra y la batalla como juego en el contexto de la sociedad renacentista, hay que recordar el hecho del sonado “Paso Honroso de Torija” que tuvo lugar en 1545, cuando vino prisionero desde Pavía el rey de Francia, don Francisco I, y que acompañado de los Mendoza fue llevado hasta la presencia de Carlos I en la Torre de los Lujanes de Madrid. Antes se alojó en el castillo de Torija y en el palacio del Infantado de Guadalajara. En su homenaje, se preparó ese “Paso Honroso” que no era sino un simulacro guerrero, hecho al medieval modo, pero con el objetivo de demostrar la preparación militar, el valor y la elegancia de los caballeros de la corte renacentista de los Mendoza, y más en concreto de los señores de Torija, del linaje de los Suárez de Mendoza.
La familia como ejército
A estas disquisiciones acerca de la guerra como una de las bellas artes, y al mismo tiempo expresión de una forma de hacer política, y del genio de un pueblo, pueden añadirse la visión que en la figura de Iñigo López de Mendoza, marqués de Santillana, cabe de la guerra, como una actividad en la que se involucra la familia entera, que él dirige, y que utiliza para adquirir honores, títulos, relaciones, poder en definitiva. La utiliza también para deslumbrar con sus ceremonias. Me entretengo ahora con la descripción de algunas acciones, tomadas de la actividad militar del marqués de Santillana, en las que se ve la esencia de la guerra en el contexto del Renacimiento alcarreño.
De una parte, la consideración de la propia familia como ejército personal. Con Iñigo López de Mendoza alcanza esta familia una gran cohesión. El monarca reconoció siempre en los Mendoza una fuerza única, solidísima. Sabía que tratar con Iñigo era hacerlo con una parcela numerosa de la nobleza castellana. Aunque su familiaridad sanguínea fuera lejana, entre sí se llaman “primo” y “tío”.
La familia Mendoza, que en Iñigo López reconoce un solo capitán, puesto en camino con sus solos señoríos de Hita y Buitrago, acumulará títulos de nobleza a lo largo del siglo XV, haciéndose más necesaria a la monarquía, más fuerte, pero quizás también más prolífica de “cabezas tituladas”. No es exagerado considerar a la familia de Santillana como su ejército personal. La educación que dio a sus hijos, estaba llena de ideas de respeto y apoyo al jefe. En uno de sus Proverbios dice: a los padres es debida / reverencia / filial e obediencia / conoscida. En ese punto puede radicar una de las más significativas claves del éxito de Mendoza, en la cohesión familiar. Cuando se repasan los cargos y bodas de sus hijos, se percibe una estrategia ingeniosamente elaborada, tendente a un objetivo: preservar la persona, el mayorazgo, el apellido, más fuerte que cualquier otro, en clara tendencia renacentista de fortificar al individuo y hacerle sujeto de la historia. Esos hijos, parte esencial de su ejército, que batallan y maridan, que forman casas y adquieren títulos, están creando una sociedad con un nuevo carácter, preparada además sobre las bases del enriquecimiento a través de las alianzas.
De entre sus hijos, el marqués de Santillana destaca al mayor, Diego, que será nombrado duque del Infantado por los reyes; Pedro Hurtado, que alcanzará a ser el Adelantado de Cazorla (así se denominaba al Capitán General del poderoso ejército del Arzobispo de Toledo); Pedro Laso de la Vega, campeón en La higueruela; Íñigo López, el gran Tendilla, el hombre que alza el pendón castellano en lo más alto de la Alhambra, enero de 1492. Y el Cardenal Mendoza, capitán de todo, de clérigos y navegantes, de caballeros esforzados…
Habrá un momento, especialmente en la batalla de Olmedo, y en ciertas ocasiones posteriores, en que don Iñigo llevará tras sí a todos los hijos, vestidos de capitanes, y a nietos, sobrinos, primos, yernos y un largo etcétera que aglomera un porcentaje significativo de la nobleza castellana. Aún en otras ocasiones llama con calor familiar a gentes que necesita en cada momento. Al conde de Alba le dice más que hermano, y le recuerda que se miraron siempre con leales ojos y con sincero e amoroso acatamiento. Pero ese absorbente uso que don Iñigo hace de la familia, es en ocasiones en reciprocidad entregado. Cuando a su hijo mayor don Diego, le plantea batalla el conde de Benavente por cuestión de la posesión de Carrión, toda la familia se hace de nuevo una piña, y a él unida muestra “sus poderes” en ese frente.
Los cronistas de la época enumeran con detalle, con minucia espléndida, los desfiles brillantes de la corte mendocina rumbo a cada guerra, sonando sus trompetas al inicio de cada batalla, y convirtiendo el ejercicio militar en una obra de arte. El espectáculo se repite: 1431, la primera batalla contra Granada; 1436, la defensa de la frontera de Jaén; 1438, el sorprendente asedio y conquista de Huelma; 1445, la victoria definitiva de Olmedo, y después, 1455, otra vez a Granada, en la más vigorosa muestra de un poder firmísimo.
Y la batalla como afirmación
Visto el proceso en que el Marqués de Santillana esgrime su manifestación vital “guerrera” sobre el solar que es su patrimonio territorial, con un ejército que supone toda su familia, y una actitud política de planteamiento continuo de alianzas, solo le queda pasar a ejercer la afirmación final de su personalidad en forma de una batalla definitiva.
Son varias las batallas memorables en las que Santillana intervino con éxito. En algunas, como la de la Higueruela, en 1431, uno de los primeros y más serios embates de la guerra de Granada, participó en el ejército de don Alvaro de Luna, demostrando su arrojo valeroso. En la toma de Huelma, en 1438, la participación de este personaje fue más notable, pues además de figurar en ella como Capitán Mayor del ejército atacante, participó directamente en combates cuerpo a cuerpo, en uno de los cuales, perdido ya el caballo y peleando a pie, fue socorrido por su hijo, Iñigo, quien a sus veinte años demostró en esta peligrosa batalla el arrojo de su estirpe. Finalmente, en Olmedo, en 1445, cuando el definitivo encuentro con los infantes de Aragón, Iñigo López de Mendoza y su gente intervino con tal fuerza que tras realizar prodigios de valor consiguieron inclinar a su lado la balanza en dos horas de combate.
