Avanzando entre torres por la sierra del Ducado
En los alrededores de Sigüenza pueden encontrarse numerosos testigos de su pasado estratégico, señorial y caminero. El valle del Henares fue un punto de comunicación entre ambas mesetas, pero también la sierra del Ducado cabalga Castilla y Aragón, y por sus caminos desfilaron antiguamente guerreros y recueros. Las torres que defendían pasos, puentes y caminos quedan todavía en pie. Veamos algunas.
El castillo de la Luna en Torresaviñán
Desde Sigüenza se llega a la Torresaviñán atravesando el río Dulce por Pelegrina. Pasados los cortados donde se puso mirador y recuerdo a Félix Rodríguez de la Fuente, se levanta el camino y se asoma a la llanada alta de la paramera en la que alza su frente el castillo –o lo que queda de él– al que llamaron de la Luna. También se le ve cuando circulamos por la autovía N-II de Madrid a Zaragoza, al atravesar los altos y pelados páramos de la Alcarria alta, haciéndose sorpresa el avistar un castillo montano que parece anclado, en permanente atalaya, sobre el borde de un cerro ofreciendo su escueta torre a la luz y el sueño.
En muy antiguos tiempos, este otero sirvió de habitáculo a los pueblos celtibéricos. Sobre él se construyó, durante la dominación árabe, un torreón vigía, y tras la reconquista y repoblación de la comarca, efectuada en el siglo xii por don Manrique de Lara, se reforzó la torre, levantando verdadero castillo, y poniendo en su derredor un humilde y escaso caserío, con pequeña iglesia dedicada a San Juan o San Illán. El Rey Alfonso xi, en 1154, se lo donó al obispo de Sigüenza, don Pedro de Leucata y a su Cabildo catedralicio, para que lo disfrutaran en señorío, así como su aneja aldea de la Fuente, hoy Fuensaviñán. Pasó posteriormente a ser propiedad del infante don Juan Manuel, quien reforzó el castillo, y de este caballero feudal, en 1308, a través de venta realizada por su hijo, pasó al obispo de Sigüenza don Simón, quedando a partir de entonces bajo la jurisdicción de los prelados seguntinos. Bajo este señorío, la población de La Torresaviñán se trasladó a más acogedor y templado lugar, abandonando y dejando solitario el castillo en lo alto del cerro.
El castillo, que las gentes de la comarca llaman de la luna, posee una bella estampa sobre el otero en que asienta. Constaba de un breve recinto cuadrangular, de altos muros de mampostería, con cubos en las esquinas y una gran torre del homenaje en su ángulo suroriental, que es casi lo único que permanece. Rodeado de fosos, hoy ya casi cegados, mantenía una defensa no demasiado fuerte. En realidad, su misión era más de vigilancia que de defensa de un territorio. Lo que queda actualmente muestra las señales de los cuatro pisos que tuvo, con entrada a nivel del primero de ellos, al que sólo podía llegarse por medio de una escala de mano. La estancia baja, con muros de más de dos metros de espesor, sólo tenía la luz que le permitía pasar un estrecho agujero hecho en el suelo de la primera planta. Quizás se utilizó como mazmorra.
La visita de este castillo, que cuando se le ve de cerca es mucho más grande de lo que parece, puede hacerse cómodamente aparcando el coche en la cuneta de la carretera que va hacia La Fuensaviñán, y atravesando los campos se trepa sin dificultad por la loma que nos conduce a su altura. Allí los muros derruidos de la cerca, y la gigantesca presencia de la torre del homenaje, nos dicen claramente de su grandiosidad primitiva.
La torre de las Cigüeñas en Anguita
Anguita está a corto trance de Sigüenza. Total, es subir hasta Alcolea, cruzar (como se pueda) la N-II), y enfilando hacia Molina, mirar primero la rocosa ferocidad de Aguilar, y luego llegar hasta Anguita, donde nos sorprende la situación del pueblo sobre una alta y rocosa lastra que se rompe al norte de la población, lamiendo sus costados el río Tajuña. En ese lugar, de fuerte impacto paisajístico, se creó la primitiva población, y aunque desde época prehistórica fue ocupado, es en la Edad Media cuando adquiere importancia.
Dicen en Anguita que a la población que hubo aquí inicialmente la llamaron las cuevas de Lonzaga, y que en este lugar es donde acampó el Cid Campeador en su camino del destierro hacia Levante. La verdad es que el texto del “Cantar de Mío Cid” deja bien claro que allí pasaron un tiempo, don Rodrigo y sus mesnadas. Poor lo menos una noche, si no fue más, porque el lugar (que hoy es el “barrio de las cuevas”) invita a quedarse.
Asentado ya el dominio cristiano de la zona, se levantó en el borde de la lastra una elevada atalaya vigilante del estrecho paso sobre el Tajuña, símbolo del control militar de esta zona por los duques de Medinaceli, señores de estas sierras pinariegas. Lo que hoy nos queda de esta torre, a la que llaman de las cigüeñas los lugareños (y no es difícil ni arriesgado suponer por qué) es un murallón empinado y valiente, que ha sido restaurado y se supone que con pretensiones de aguantar ahí, templado al sol y al viento, otros ocho siglos más.
Anguita fue poblada desde varios siglos antes de Cristo por pueblos celtíberos, y su paso estrecho sobre el Tajuña fue lugar de vigilancia y defensa. Tras la reconquista, quedó incluida en el alfoz o Común de Villa y Tierra de Medinaceli, para tras el siglo XV reconocer en señorío a los de la familia la Cerda, y así formar en el llamado ducado de Medinaceli, de cuyas sierras es uno de los más importantes núcleos de habitación.
Aparte de admirar esta torre, incluso de subir hasta su base, pues se ha hecho un camino fácil escoltado de pasamanosde madera, yo recomendaría al viajero que entre en el pueblo, recorra sus calles anchas, en cuesta, mirando caserones de sillar y la gran iglesia con retablos barrocos. A la iglesia parroquial se le dio tradicionalmente calificativo de ermita, mientras que la auténtica parroquia, dedicada a San Pedro, con ciertos visos románicos, estaba junto al río, en el barrio de las cuevas. La iglesia está dedicada a la patrona del pueblo, que es la Virgen de la Lastra (accidente geográfico que supone asentarse en lugar seguro y bien defendido), mientras que junto al río permanece cerrasda, aunque hoy bien compuesta y restaurada, la que fuera parroquia de San Pedro, con unos arcos góticos en el interior que recomiendo también, a quien lo pueda hacer, admirar de espacio y sonriendo.
El torreón de la Cueva de los Casares
Nos vamos ahora de búsqueda arqueológica. Yo siempre he pensado que los aficionados, y los profesionales, de la Arqueología, son como fieles de una religión antigua, porque creen en lo que no ven, y disfrutan simplemente con estar en los lugares donde, imaginan, hubo una ciudad, un templo, un campo de batalla… de los que no queda absolutamente nada.
Pero siguiendo la carretera que de Sigüenza nos ha llevado a Alcolea, y por ella prosiguiendo nuestro camino del Ducado, arribamos a Riba de Saelices, y desde su caserío tomamos el carril que nos lleva unos kilómetros más arriba, a la cueva de los Casares, que se abre en la orilla izquierda del río Linares, en el costado del Cerro del Mirón, en un paraje abrupto por el que el río discurre encajonado a la puerta de lo que fueron unos pinares que se quemaron, en el Valle de los Milagros.
Aunque no nos iremos de aquí sin entrar en la cueva y admirar sus grabados paleolíticos, lo primero que haremos será admirar el torreón que levantaron los árabes en sus remotos siglos. Así vemos, en lo alto del cantil, una torre desmochada, que ha sido fechada en el siglo IX y que se alza sobre la roca en la que se abre la cueva; esta torre tiene varios rasgos típicamente islámicos en su obra, como son la zarpa o zócalo escalonado sobre el que se asienta, la puerta elevada con respecto al nivel del suelo, la tendencia a regularizar con lajas las hiladas de piedras desiguales, el uso de losas puestas de canto y las bovedillas por aproximación de hiladas al interior de los vanos de la puerta y del pasadizo de la escalera interior. De esas misma y remota época datan un aljibe abierto en el vestíbulo de la cueva, además de restos de cimentaciones que han dado al paraje su nombre de «Los Casares». Todo esto se puede visitar hoy sin peligros, porque hay guías que lo enseñan.
El interior es algo más, mucho más. Es un templo del arte, de la magia, de la evocación del hombre en sus principios. Descubierta por el doctor Layna Serrano, a indicaciones de don Rufo, el maestro del pueblo, sería excavada y analizada con rigor por Juan Cabré y luego por Barandiarán, Balbín, Acosta, Alcolea y otros equipos. Lo más interesante, sin duda, son las representaciones talladas de los animales que constituían la base de la subsistencia de sus habitantes: caballos, ciervos, rinoceronte lanudo, glotón, algún mamut… y algunas figuras humanas. Destaca «la magnífica cabeza de caballo en la que se ha logrado genialmente una obra maestra… es una gran creación artística lograda con pocas pero certeras líneas grabadas» (según digo de ella Martín Almagro). La época de talla y ocupación, aunque siguen existiendo discrepancias, estaría en torno a la última glaciación, unos 15.000 años a. de C.
Salimos de la cueva, bajamos del cerro, tomamos el camino…. Y regresamos por Riba y Alcolea nuevamente hasta Sigüenza.