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mayo, 2016:

Pastrana esencial

Los_Tapices_de_Pastrana_son_Hoy_el_mas_llamativo_reclamo_de_esta_villaComo era de esperar, en el libro (ya clásico aunque acaba de aparecer) que han escrito varias docenas de alcarreños y asimilados y en el que dan a conocer, con veracidad, paciencia y buen decir un centenar de propuestas esenciales para conocer Guadalajara, no podía faltar la presencia de Pastrana. Aquí el recuerdo de todas esas propuestas.

Entre lo que podemos considerar esencial de Pastrana, están tres cosas dispares: el gran palacio ducal, majestuoso y cuajado de historia; la fuente de los Cuatro Caños, humilde y paradigmática; y la Cueva del Moro, arcano cuajado de misterios, que aquí se desvelan, en parte.

Pero hay otras cosas como especialmente la Colegiata, y dentro de ella el Museo Parroquial, que a su vez tiene como banderas del arte y la admiración la colección de tapices que analiza Juan Gabriel Ranera, o la memoria de doña Ana de Mendoza y de La Cerda, princesa de Éboli, que trae a nuestra visión la pluma del científico, ya fallecido, José Luis García de Paz.

La Cueva del Moro

Una catedral tallada en la roca. Así podría definirse esta Cueva del Moro de Pastrana, que en realidad es un conjunto de cuevas y espacios albergados en el interior de una inmensa estructura rocosa.

Se trata de un bloque amplio de roca arenisca, abierto por numerosas bocas de perfecta talla. No son espacios subterráneos formados por el discurrir de las aguas, por hendiduras kársticas ni movimientos telúricos: es una compacta masa rocosa, emergente unos 15 metros sobre el contexto del valle, que ha sido tallada con perfección y mucho ánimo, a lo largo de mucho tiempo, por la mano del hombre. Sus entradas están hechas a pico, son regulares. Todo el interior es un espacio complejo en el que encontramos dos grupos de galerías. La más al Poniente, a la que se entra a través de un gran orificio, nos lleva a la galería más grande, de 25 metros de longitud, de la que en su parte media emergen dos hondas galerías sin salida.

El segundo conjunto de galerías, el de más a Levante, es mucho más complejo. En él están, frente a la entrada principal, las dos galerías trapezoidales que son, con mucho, lo más espectacular de este monumento. Su altura, de 5 metros. Su anchura, dos metros y medio a nivel de suelo, y un metro en la altura. Su profundidad, 12 metros. Un complicado laberinto de galerías, en la más absoluta oscuridad sumidas, permiten descubrir un fascinante mundo hoy silencioso y espectral.

Esas galerías tiene a su vez pasillos que acaban en paredes cerradas. Y otras que salen de nuevo al exterior. En las paredes hay excavados huecos para colocar antorchas y velones.

Añade de interés este conjunto de cuevas los petroglifos esculpidos en el exterior de la masa rocosa. Aunque están desgastados por el tiempo, y las inclemencias atmosféricas, aún se ven signos extraños que recuerdan a los clásicos petroglifos de los espacios cavernosos de época neolítica.

Dentro de la Cueva del Moro se siente una fuerza especial, una trascendencia, una innegable vibración de grandiosidad al saberse dentro del vientre de la Tierra. Como en todo interior de montaña hueca, más aún tallada artificialmente, el magnetismo es mucho más intenso que en campo abierto.

¿Cuándo fueron talladas estas cuevas? Es difícil saberlo. No existen documentos que hablen de ellas. Lo que sí está claro es que el contexto, el roquedal horadado, las celdas mínimas adosadas, la cercanía de otra roca con cuevas ocupadas por eremitas, y el contexto geográfico, el valle del Arlés en su comedio, donde está enclavada, confieren al lugar un sentido de “Desierto Eremita” indudable.

Fue este, sin duda, un eremitorio de origen visigótico, utilizado en el Medievo, que podría tener un origen mucho más remoto, prehistórico incluso, y que se utilizaría como espacio sacro, como iglesia, y en su torno, adheridas a la roca, las múltiples chozas o eremitorios de los que todavía quedan restos.

El palacio ducal

  • La frente de piedra iluminada, la masa rectangular y firme del edificio nos habla de largos años y de extraordinarios sucesos. El palacio de los duques, en Pastrana, es una muestra del arte renacentista rural y una página abierta de la historia de la Alcarria.
  • Ocupando el costado norte de la gran “plaza de armas” que ante él se abre, y con planta cuadrada, ofrece al estilo clásico un patio central rodeado de edificaciones, con otro amplio patio o jardín escalonado en la parte posterior. Lo que vemos al llegar es su gran fachada, abierta a la luz del sur, consistente en un paramento hermético, de sillería tallada en piedra de tono dorado, con escasos vanos. A sus lados, levemente adelantadas, sendas torre espesas. En su centro, la portada principal, único acceso, que consta de un arco semicircular escoltado de sendas columnas exentas apoyadas en altos pedestales, y rematadas en capiteles corintios que sujetan un entablamento ó arquitrabe en el que se lee la leyenda DE MENDOÇA I DE LA CERDA. Un par de medallones circulares con bustos clásicos ocupan las enjutas. Se trata, evidentemente, de un elemento plenamente renacentista y de raigambre serliana. Años después de su construcción, se abrió un amplio balcón con barandilla de hierro forjado, muy volada, justo sobre la puerta, que resultó dañada en su estructura superior, y muy afeada en su aspecto. Y así quedó para siempre.
  • El palacio de Pastrana es como una frente iluminada y feliz, toda hecha piedra

  • Al pasar al interior, tras atravesar el amplio vestíbulo, nos encontramos en el patio, también de planta cuadrada, que si fue proyectado, como todo el palacio, por Covarrubias con arquería, piso alto, ornamentación clásica, etc., nunca llegó a construirse, y hoy se ha rematado con una restauración de corte absolutamente moderno, con pilares metálicos, y el espacio cubierto, sirviendo de sorprendente contrapunto a la tradicional estampa de mole pétrea que presentaba el palacio.
  • Del interior, destacan los salones principales de la primera planta, los que dan a la plaza en su fachada principal. Existen tres grandes salones, rectangular y mayor el central, y uno estrecho y cuadrado que clásicamente se denominó como capilla. En todos ellos aparecen unos extraordinarios artesonados de estilo renacentista, de madera tallada, con casetones y frisos en los que se derrama toda la imaginación y el buen gusto de los tallistas del comedio del siglo XVI.
  • Construido a pocos, desde 1530, por orden de la entonces señora de la villa doña Ana de la Cerda, fue luego residencia y al fin lugar de muerte de su nieta, doña Ana de Mendoza y de la Cerda, la tuerta princesa de Éboli.

La fuente de los Cuatro Caños

Destaca en Pastrana, en una recoleta plaza que, sin embargo, fue la principal de su mercado hasta el siglo XVI, la llamada fuente de los Cuatro Caños, que consta de un gran pilón poligonal y una enorme taza en forma de bola decorada con estrías, de la que surgen cuatro grandes chorros de agua. Fue mandada construir por el Concejo en 1588, siendo el diseñador y director de la obra el arquitecto Francisco de Tuy. Sin embargo, en uno de los sillares del pilón de la fuente aparece la fecha de 1731, que fue cuando bajo la dirección de Francisco Ruiz se le hicieron unos aderezos y reformas. En el año 2002 ha vuelto a restaurarse, siendo en esta ocasión el arquitecto Carlos Clemente el artífice de su limpia recuperación.

En la plaza que hoy preside la Fuente de los Cuatro Caños, se celebró el mercado semanal, desde la Edad Media. Por eso siempe aprovechó el manantial que allí existe para construir fuente de uso público. Que fue en principio muy sencilla, de pilón cuadrado, y que a propuesta del duque a finales del siglo XIX, el Concejo contrató los servicios del maestro de obras Francisco de Tuy, para que viera de hacerla mejor, más grande y hermosa. Él hizo la traza, y las labores de cantería corrieron a cargo de Asensio de Marquina, siendo el constructor obligado Juan de Almaraz. Del arquitecto diseñador, Francisco de Tuy, a la sazón vecino de Budia, sabemos que alcanzó a ser maestrro de obras de la Catedral de Sigüenza, por lo que muy pocos casos se conocen de fuente pública “firmada” por un profesional de la categoría de Tuy.

La estructura de la fuente consiste en un pilón ochavado con sus lados moldurados, y, en el centro, sobre una columna de fuste estriado, y sobre su capitel de hojas talladas, se levanta la gran copa también estriada, en cuyos cuatro vértices aparece sendos mascarones tallados de los que surgen los caños por los que sale el agua y cae al pilón.

Esos cuatro mascarones han dado mucho que hablar, porque se les supone un significado que va más allá del oficio de conducir el agua. Uno de ellos presenta el rostro de un varón con bigote y barba (la ancianidad), otro el de una mujer de larga cabellera (el espíritu femenino), otro el de un joven con el pelo encrespado (la juventud) y otro de severa solemnidad (la edad adulta). Pudieran tener el sentido de marcar las cuatro etapas dela vida, o bien el de señalar los cuatro puntos cardinales. En cualquier caso, la forma semiesférica de la copa, y la esfera armilar con que se remata el conjunto, no parece dejar duda de que nos está diciendo la función añadida que la fuente tiene de recordar la esencia de la vida y la estructura regulada del mundo, como un mensaje explícito del poder de Dios sobre los hombres.

En el centenario de María Diega Desmaissières

Condesa de la Vega del Pozo, escultura de Sanguino en Fernández Iparraguirre

Condesa de la Vega del Pozo, escultura de Sanguino en Fernández Iparraguirre

Hoy se presenta, en el Colegio de las Adoratrices de nuestra ciudad un libro que ya tuvo su recorrido hace 20 años, y que agotado ha vuelto a sacarse a la luz, esta vez por decisión y en conjunto de la Excmª Diputación Provincial de Guadalajara y el Patronato de Cultura de la ciudad. Una obra que nos entrega, transparente, la vida y la obra [social] de doña María Diega Desmaissières y Sevillano, condesa de la Vega del Pozo, cuando ahora se ha cumplido el primer centenario de su muerte.

Como decía Benito de su hermana Escolástica, María Diega es un “hortus conclusus”, un huerto cerrado, un lugar misterioso, que se adivina, pero que no se ve. Ella siempre ejerció de ello: callada, inaparente, llena de vida en su interior.

Aún recuerdo cuando, a mitad de siglo pasado, ya vacío y medio abandonado el palacio de los vizcondes de Jorbalán, detrás de la Diputación, visité su jardín: era espeso, oscuro, con especies raras, algunas palmeras, aquél enorme cedro del Líbano sobre el que se posaban las cigüeñas, que por entonces (yo las veía en el inicio de la primavera posadas en la mullida copa) se iban en invierno a África y volvían por San Blas, y rosas, magnolias, adelfas gigantes. Aquello se perdió del todo, como la memoria de esta mujer tan especial, que ha sido denominada “la gran desconocida” y yo reivindicaría como “la gran olvidada”. Era, en definitva, una señora rica, que solo sabía usar su dinero en levantar edificios gigantescos, y en dedicar enormes sumas a dar de comer y de vestir a los pobres, que a principios del siglo XX eran muchos, demasiados, entre nosotros.

Como ese jardín (del que en este libro que hoy se presenta se recuperan algunas fotos) oscuro y silencioso: así fue la vida de María Diega Desmaissières y Sevillano, y de ese silencio la rescató hace años el investigador Pablo Herce Montiel, que a base de brujulear por infinitos espacios archivísticos y por hemerotecas, sacó a luz una estampa de esta mujer, que tuvo muchos perfiles, pero todos opacos. Veamos algunos.

Su religiosidad y su vocación social

Será recordada por dos cosas, doña María Diega: por su afán constructor, y por su ardor benefactor. Manda construir con sus dineros grandes edificios, conjuntos urbanos sorprendentes. Y entrega fondos sin fin a los menesterosos: funda asilos, colegios, da de comer a los pobres, mejora salarios y condiciones de trabajo, crea estructuras para mejorar la alimentación y la salud de las embarazadas, se preocupa de los parados que no tienen con qué sustentarse. El enorme caudal que había heredado de su familia, de la que llegó a ser ella sola y única heredera, trató de administrarlo con el rigor y la caridad que muchos la inculcaron.

La primera de todos, su tía, la hermana de su padre, María Micaela Desmaissières y López de Dicastillo, que fundó a mediados del siglo XIX el instituto de las Religiosas Adoratrices, y que accedió a la santidad en 1934, en solemne ceremonia de la que queda el estandarte enorme colgando del muro principal de las escaleras del actual Colegio de Adoratrices. De su tía heredó, sobre todo, ideas de caridad y beneficencia.

Muy sonadas fueron siempre las continuas visitas que de altos cargos eclesiásticos recibía en su casa, primero de Madrid y luego de Guadalajara. Sabiendo que estaba dispuesta a emplear sus caudales en obras benéficas, las máximas autoridades de la Iglesia española se entrevistaron con ella. Algunos, de vez en cuando (el Nuncio de su Santidad, Aristide Rinaldi; el Arzobispo de Toledo, Ciríaco María Sánchez y Hervás; el obispo de Madrid, Victoriano Guisasola) por dar algunos nombres, y otros casi a diario, como los sacerdotes que ella misma escogió para atender sus más intimos templos: el de San Sebastián, en su palacio de Guadalajara, que regía don Pedro Fernández, y el de Villaflores, en el monte Alcarria, que gobernaba el sapientísimo cura horchano Pedro Cortés Calvo, quien acabaría sus días en septiembre de 1936, de un par de tiros junto a la fuente del Sotillo.

A mí me ha dado, al ir enterándome de las ansias benefactoras y piadosas de María Diega Desmaissières, por compararla con algunos personajes literarios del siglo XIX, y más concretamente por entrever su silueta entre las páginas de don Benito Pérez Galdós, quien en sus novelas “Nazarín” y “Halma” retrata un personaje rico y retirado que solo quiere fundar, socorrer a los pobres, construir… es Catalina de Artal, y la novelas son de 1895, que muchos años después Buñuel la personificaría en “Viridiana”.

También Pérez Galdós hace aparecer a la tía, todavía sor Micaela Desmaissières, rigiendo la institución para jóvenes descarriadas que funda en Chamberí, y que en “Fortunata y Jacinta” aparece como ese reformatorio severo de las “Madres Micaelas” donde encierran contra su voluntad a la protagonista.

Sin duda que la teoría donde bebe la duquesa de Sevillano sus ideas caritativas es la encíclica “Rerum Novarum” de León XIII (que gobierna la Iglesia de 1878 a 1903, justos los años en que nuestra homenajeada empieza a construir, y a repartir sus riquezas). La ciudad de Guadalajara, orgullosa de tenerla como vecina, la nombró en 1888 Hija Adoptiva de la misma, y en un precioso Libro de Firmas con encuadernación de bronce (que hoy ha quedado en manos de una noble familia asturiana, heredera suya) se recogieron las miles de firmas de los alcarreños que quisieron manifestar su afecto a Diega. Los mismos que, en marzo de 1916, acudieron a su entierro, cuando en tren, y desde Francia, llegaron a la estación del ferrocarril de Guadalajara para ser subidos, en manifestación solemne y luctuosa (también de ella hay fotos en este libro) hasta el Panteón donde fueron depositados sus restos.

La muerte

Sorprendió la muerte a doña María Diega en su habitación del Hotel de France, en Burdeos. A pesar de la Guerra (Mundial) que en Francia se cebó sobre todos los estamentos del país, ella quería pasar temporadas vigilando sus negocios en el bordelés. Que sin duda iban mal, porque entre la filoxera, y los bombazos, estaban resultando muy mal paradas sus explotaciones vitivinícolas en torno al Garona. Fue la época en que ese declive de los vinos bordeleses permitieron el renacer, ya imparable, de los caldos riojanos. Aunque también se cuidó muy bien de tener aquí abundantes viñedos, que controlaba desde su palacio de Dicastillo, en Navarra, cerca también de la orilla izquierda del Ebro.

Dada su discreción en todo, nadie sabía que la señora estuviera enferma. Quizás pueda colegirse una afección cardiaca por el detalle de que poco antes mandara construirse en su palacio de Guadalajara un ascensor movido por energía eléctrica que fue el primero que se puso en un edificio de la ciudad. Decía costarla mucho subir las escaleras… el caso es que sin previo aviso, apareció muerta en su cama al amanecer del 9 de marzo de 1916. Llamadas a España, llegada del cónsul, susto de las sirvientas… nada se pudo hacer sino certificar su muerte y disponerlo todo para la repatriación del cadáver, que una semana después llegaba, en tren, a su querida Guadalajara.

El problema vino después, al descubrir (solo unos pocos, entre ellos su fiel administrador don Luis Bahía, lo sabían) que la señora no había escrito ningún tipo de testamento. Nadie quedaba para reclamar de hecho su fortuna. Siempre quedó soltera, no tenía hermanos, los padres ya habían muerto… menos mal que en España presidía el Gobierno un político de altas y largas miras, don Alvaro de Figueroa y Torres, Conde de Romanones y, como doña Diega, muy afecto a Guadalajara. Él organizó el reparto. Pero este es un tema que debe quedar para ocasión futura.

Los edificios

Ahora lo que sí quiero es destacar, y especialmente en Guadalajara, las construcciones que mandó hacer doña Diega. A partir de ese momento (1887) en que se dispone a mover los caudales de su patrimonio, llama al mejor arquitecto que en España está construyendo solemnes edificios, especialmente para el Estado. Llama a Ricardo Velázquez Bosco, a quien encomienda, en principio, tres cosas: la primera, la construcción de un complejo enorme y polimorfo, consistente en asilo, escuelas, iglesia y mausoleo, sin tener todavía una idea muy concreta de para qué se iba a destinar, por lo que el arquitecto tuvo que apurar sus mejores dosis de creatividad: era el actual Colegio de Adoratrices, iglesia de Santa María Micaela, y Panteón ducal. La segunda, la construcción de una Colonia Agropecuaria que debía ser un modelo, a nivel estatal, de explotación agrícola y ganadera, y que sería llamado Villaflores. La tercera, las reformas sustanciales del viejo palacio de los vizcondes de Jorbalán, que Diega quiso convertir en un palacio moderno, agradable y abierto a la gente de la ciudad.

Además, al mismo Velázquez Bosco encargó construir, sobre unos palacios viejos de sus abuelos, en Dicastillo (Navarra) una gran mansión en estilo goticista inglés, para allí pasar las temporadas de la vendimia. Maravilloso edificio que a lo largo del siglo devenido tras su muerte ha sufrido diversas alteraciones y ha acabado sirviendo de fábrica de pacharán, así de sencillo.

Finalmente, ya a comienzos del siglo XX, en Madrid quiso doña Diega alzar otra de sus fundaciones memorables, fundada primero en un piso del barrio de Salamanca, y luego alzando un colosal conjunto arquitectónico que mandó dirigir al arquitecto Manuel Aníbal Álvarez Amorós. Concretamente, el Colegio del Pilar, en la manzana que va de la calle Castelló a la de Príncipe de Vergara, y que hoy pertenece a los hermanos marianistas y en el que sigue recibiendo enseñanzas la gente de posibles que luego toca el poder tras pasar por ese portalón que sigue teniendo grabadas las palabras que la fundadora quiso poner en su ingreso: “La Verdad os hará Libres”.

En definitiva, y como es evidente que el tema de la Condesa de la Vega del Pozo da para mucho, para varios artículos como este, para un libro y otros más, para un recuerdo permanente y una admiración continua, acabo aquí mi pesada añoranza, pero invito a mis lectores a que visiten esos restos espléndidos del Panteón y Fundación de San Diego de Alcalá que dejó vivos, y hoy lo siguen estando, esta mujer excepcional, callada, entera, y con las ideas claras.

Muchas propuestas, y todas esenciales

La fuente de los trece caños de Albalate

La fuente de los trece caños de Albalate

Acaba de celebrarse la Feria del Libro de Guadalajara. Y de cuantas novedades se han ofrecido, según me dicen uno de los libros que más se han vendido, ha sido el titulado “100 Propuestas Esenciales para conocer Guadalajara” que tuve el placer de escribir, acompañado en la firma por otros cincuenta amigos y amigas que conocen muy bien nuestra tierra. Con ese libro en la mano, ha habido ya unos cuantos viajeros, y grupos de aventureros, que han iniciado el metódico paseo por la provincia, a descubrir nuevos entornos, edificios olvidados, y paisajes espléndidos.

Fuentes …

En la tierra de Guadalajara encontramos fuentes que entusiasman, tanto por su construcción como, sobre todo, por su localización, por el entorno que crean. El silencio de la mañana roto por el sonido del agua que brota, la crudeza de las piedras calizas, y el rumor de las hojas de los álamos al chocar entre sí, transforman a veces un lugar tan simple como el valle del río Arlés en Fuentelencina en un espacio de epopeya: allí está la Fuente de la Vega, con cuatrocientos años, por lo menos, a sus espaldas, dejando fluir el agua de sus caños protegidos por rostros de leones.

Y en Albalate de Zorita están los severos caretos de unos personajes que también conceden el beneficio del agua a quien pasea cerca, en una fuente a la que llaman “de los trece caños” pero que al frente tiene solamente ocho bocas de húmedo empeño, la mitad hombres, la mitad leones. Su mecanismo interior, su elaborada reconducción y aprovechamiento de aguas, para la bebida y el regadío, es algo que solo puede proceder de una mente romana, como al parecer fueron quienes primeramente la construyeron hace muchos siglos.

Pero aún hay otras fuentes mágicas. Es una de ellas la de los Cuatro Caños, en Pastrana, de piedra bien tallada, con firma de autor (el arquitecto Tuy) en el siglo XVI, y con una pose de estrella de cine, en la que muchos se preguntan que significarán los mascarones que en su copa esférica escupen el agua sin parar. Esos cuatro mascarones han dado mucho que hablar, porque se les supone un significado que va más allá del oficio de conducir el agua. Uno de ellos presenta el rostro de un varón con bigote y barba (la ancianidad), otro el de una mujer de larga cabellera (el espíritu femenino), otro el de un joven con el pelo encrespado (la juventud) y otro de severa solemnidad (la edad adulta). Pudieran tener el sentido de marcar las cuatro etapas dela vida, o bien el de señalar los cuatro puntos cardinales. En cualquier caso, la forma semiesférica de la copa, y la esfera armilar con que se remata el conjunto, no parece dejar duda de que nos está diciendo la función añadida que la fuente tiene de recordar la esencia de la vida y la estructura regulada del mundo, como un mensaje explícito del poder de Dios sobre los hombres.

Y si nos adentramos por la Alcarria, y nos dirigimos a Solanillos del Extremo (muy cerquita de Cifuentes), vamos a encontrarnos con otra fuente de antología. La que llaman “la fuente del Pozo” a la que se llega desde la plaza mayor de la localidad. Bajando unas cuantas calles, en recodos, desde la plaza mayor, en dirección al barranco o camino de Cifuentes, se encuentra enseguida la “calle del Pozo” que lleva hasta ella. Vemos que se puede llegar en coche, aunque es conveniente y hasta relajante bajar andando desde la plaza: escolta el camino ancho y como ahora tiene fugas lo pone todo perdido de agua y verdines. La fuente es un enorme muro de piedra caliza muy bien tallada, con sillares perfectos, que el tiempo ha puesto grises. Un muro central nos muestra una especie de capilla por donde sale el agua, sumándose en lo alto de un ventanal, que le da airosidad. El agua se vierte a un pequeño pilón, del que corre a los dos lados, por medio de ancha conducción de piedra. Pero también deja escapar parte de su caudal al centro, quedándose en un enorme y cuadrado pilón donde beberían antaño las caballerías y las mujeres bajarían a lavar. Luego recibe, en su parte izquierda, el caudal más breve de otro manantial dulce, y finalmente las aguas por conductos subterráneos salen del entorno, atraviesan el camino, y se van hacia los huertos, a regarlos generosamente.

Más fuentes que nos llaman: la grande de la plaza de Pozancos, que parece haber sido tallada por un clérigo o arquitecto barroco salido de algún severo colegio diocesano. La fuente del Lavadero, que así la llaman, es muy curiosa y de estructura poco vista. En la calle principal de la villa, ante un enorme caserón y junto al lavadero, podremos echar un trago en esta curiosa fuente, que consta de un largo pilón rectangular del que emergen tres monolitos de piedra y de cada uno de ellos los caños. Toda entera tallada en la piedra arenisca intensamente rojiza de la zona.

Y si nos animamos a acudir hasta Budia, uno se entretendrá en hacer fotos, y admirar la gran fuente de l aplaza, que surgen de un muro que hace causa común con el Ayuntamiento. Esa fuente, de más de cuatro siglos de antigüedad, separa al edificio concejil (de arcos y arquitrabes, de capiteles renacentistas y rejas severa) de la Cárcel vieja donde (dicen) estuvo Camilo José Cela introducido a su conveniencia una noche de junio de 1946, cuando hizo a pie su “Viaje a la Alcarria”.

… Y Puentes

Si hubiera que elegir uno, como el más bello, de todos los puentes que tiene la provincial de Guadalajara, yo quizás me inclinaría por el de la Tagüenza, en término de Huertapelayo, en el Alto Tajo. Es ese un lugar que puede calificarse, sin duda, como uno de los más espectaculares de la provincia. No pasa carretera sobre él, solo camino, y la mejor forma de acceder a él es a pie, bien desde Huertahernando, lo cual es relativamente fácil y cómodo, aunque más largo, bien desde Huertapelayo, más corto pero más difícil. Era este un puente muy utilizado porque ponía en comunicación a las gentes del Señorío de Molina con las de la serranía del Ducado. Se encuentra asentado sobre unas altas y verticales rocas, y sus cimientos son a ambos lados la misma piedra, que el agua en el trascurso de los siglos ha ido afilando para poder salir y seguir su curso. Construido desde hace siglos, primero en madera, y luego en piedra, fue volado en la Guerra Civil de 1936-39, siendo restaurado de nuevo al acabar la contienda, con el resultado que puede verse junto a estas líneas.

Otro de esos puentes mágicos, hermosos sin tacha, y misteriosos porque no llevan a ninguna parte, es el puente de Cerezo, sobre el río Henares. Es el puente que los pescadores del coto de truchas usan para para ponerse las botas y pescar con caña desde el pretil. Se llega por un camino cómodo y llano que atraviesa la vía del tren y baja hasta el río, donde se acaba. El puente se hizo a principios del siglo XX para dar comunicación a la Campiña con las tierras montuosas de la Alcarria. Pero luego no se continuó la carretera, y se quedó ahí, hermoso y grandioso, sin más uso que el de dejar paso a algún tractor y componer un paisaje idílico, porque cincuenta metros aguas arriba del puente se construyó un amplio azud para recoger las aguas del Henares y con ellas crear un canal estrecho que sirviera para dar fuerza a una Central Hidroeléctrica que se levantó aguas abajo. Hoy el azud está seco, y el caudal del río pasa entero por una estrecha compuerta creando ancha poza delante del puente. Este tiene siete ojos, de siete metros cada uno de ancho, con tajamares puntiagudos contra la corriente. Todo él de ladrillo sobre los pies de piedra caliza, con pretil de lo mismo, un tanto deteriorado, pero, sin duda, uno de los más bonitos puentes de todo el Henares. Para este cronista, el puente de Cerezo tiene además otra emoción aneja, la de haberlo visitado un día de primavera en muy buena compañía.

Otra de esas propuestas esenciales que a nadie debe escapar es el gran puente árabe de Guadalajara, el que cruza sobre las aguas del Henares en la capital provincial. El “puente árabe”, tiene ya sus holgados doce siglos de existencia, con ese pavimento cuidado y pétreo que vemos al asomarnos desde el pretil, y que nos evoca las riadas antiguas, aunque hoy son mejores sus risueños acordes de agua y pájaros que suben desde el centro y las orillas.

También debe ser admirado el gran puente de Trillo, sobre el Tajo, de un solo ojo, aparatoso y valiente, que fue esencia de la población desde la Edad Media (el “torrillo” que le dio nombre, era castillete que vigilaba el paso del puente) y que en la Guerra de la Independencia fue echado abajo por circunstancias estratégicas, a costa de los franceses, dejando paso a que en 1826 lo reparara el Estado por orden de su jefe, el rey Fernando VII, de quien dicen que es la frase que a su entrada se talló, y que aun hoy leemos: “Monumento eterno de heroismo de los españoles. De los paternales desvelos de S.M. y de la gloria de su trono”.

Y aún hago a mis lectores otra propuesta final, otra esencia de las que conforman el paisaje monumental de la provincia, aunque esté escondido, y muy pocos sepan de él. Se trata del “puente de Catrueña” en término de Fuentenovilla, sobre el cauce del río Tajuña. En las Relaciones Topográficas ya se alardeaba de él, y de los molinos en su proximidad, porque siempre fue espacio clave del cruce del cauce en este valle estrecho y transitado. En medio del principal de sus arcos, se alza entera una lápida de piedra caliza, grisácea y solemne, en la que aparecen talladas limpiamente en romanas letras esta larga frase, que le fecha y concreta: “Reinando Carlos III a los 28 años de su coronacion se fabrico este puente i casa venta con caudales del fondo publico de caminos i de los propios y arvitrios de la villa de Fuente-Novilla Año de 1786”. Hay que localizarlo en un mapa, parar adecuadamente el vehículo, y acercarse a verlo.

Y entre fuentes y puentes, hemos andado hoy el camino. Son propuestas que me atrevo a hacer a mis lectores. Propuestas de viajes y admiraciones. Hay muchas más, pero estas (y algunas otras, en torno al centenar) son las esenciales…

Cien años de Cela

Cela. Retrato de un Nobel

Cela. Retrato de un Nobel.

En este 2016, tan pródigo en centenarios y aniversarios que persiguen revitalizar la memoria de nuestros paisanos más destacados, el mes de mayo va a ser el epicentro, o cronocentro, del recuerdo a un gallego universal, uno de los mayores ejemplos de la literatura hispánica, Premio Nobel y vecino durante muchos años de Guadalajara. El Centenario de Camilo José Cela nos da pie a recordarle, entre anécdotas personales y alabanzas a su obra.

Además es precisamente hoy, viernes 6 de mayo, y a las 8 de la tarde, en la carpa central de la Feria del Libro que se está celebrando en la Plaza Mayor, cuando Francisco García Marquina va a presentar su libro sobre Cela. Concretamente el titulado “Cela. Retrato de un Nobel”, en el que a lo largo de 640 páginas refiere con minucia y conocimiento de causa la peripecia vital del escritor homenajeado, añadido de miles de notas complementarias, muchas fotografías, índices que facilitan la búsqueda de temas y autores, etc.

No entraré a catalogar y analizar el libro, porque lo van a hacer a partir de hoy muchos españoles en muchos medios de comunicación y tribunas varias, pero sí quiero dejar mi recuerdo personal de Cela, en la hora en que se cumplen los cien años de su nacimiento.

El “Viaje a la Alcarria” de Cela fue uno de los primeros libros que leí cursando el Bachillerato. Llevaba ya diez o doce años en la calle, y al Régimen no le gustó mucho aquello, porque retrataba una España mísera y atrasada. El problema es que todavía lo era, la gente iba andando, en alpargatas, y llevaba las mercancías en burro, o en un carro. Por la calle Topete pasaba todos los días el “guadalajarilla” arreando a sus mulas, y los albañiles que trabajaban en el Hispano se cubrían la cabeza con pañuelos anudados en las esquinas. La alegría del domingo sin trabajo se remataba por muchos en “El Casinillo” y por algunos leyendo el ABC en los viejos chester del Casino de la calle Mayor.

Yo quise hacer ese viaje a la Alcarria, y pocos años después lo pude conseguir, conduciendo mi padre el Seat 600 que se compró al principio de los años 60. A mí me parecía un país de ensueño, esa Alcarria por la que antes había pasado Cela, y Layna había descrito con los agudos perfiles de su historia.

A Cela, andando los años, le conocí personalmente, traté con él en muchas ocasiones, y hasta cuidé de su salud, en las contadas veces en que le falló un poco. Siempre me admiró su carácter, su personalidad, su fuerza. Su facilidad para expresarse, su saber filológico, su retranca. Y puedo decir que me he leído casi todas sus obras consistentes, algunas de ellas difíciles de digerir, pero siempre asombrosas.

Vida y milagros de Cela

El relato de la vida de Camilo José Cela que hace García Marquina en su libro es, por centrarme en un solo adjetivo, asombroso. Aunque todos estamos ahora insistiendo en que a Cela solo debe considerársele un escritor, del que hay que leer sus libros, y aprender de sus conocimientos, la verdad es que su vida, bien trabada y analizada, da para un libro de aventuras. Una apasionante y sorprendente aventura. En la que pasan mil cosas. Que, como en los grandes personajes siempre ocurre, unas son reales y otras inventadas.

Cuenta su infancia en Galicia (en los años de la infancia se forja la personalidad de la gente, y en ella todos tenemos, -se sabe desde hace tiempo- nuestra verdadera patria), luego su vida en Madrid con veranos en la Sierra. Más tarde los años de madurez en Mallorca con su esposa Charo Conde y su hijo Camilo, y al fin la vuelta a la península, y más concretamente a Guadalajarta, donde vuelve a casar, esta vez con Marina Castaño, pasando al fin, como en un exilio involuntario, a Madrid donde muere.

En esa vida –lo cuenta García Marquina en su libro con todo lujo de detalles- ocurren tantas cosas que es imposible resumirlas. La expulsión de todos los colegios a los que iba, las novias sucesivas, el ingreso en el sanatorio antituberculoso, la guerra civil… Camilo José Cela vió morir, ante él, en una jornada de bombardeos sobre el Madrid republicano, a su novia Tránsito, a la que le cayó un obús encima y la decapitó ante los ojos atónitos del novio, que se quedó paralizado. Solo por ese detalle, ya es lógico que uno se quede traumatizado de por vida. Pero a Camilo le pasaron cientos, miles de cosas más, todas sorprendentes.

De las infinitas apreciaciones que García Marquina hace de Cela, fruto de su conocimiento claro, está esa frase que nos deja caer en la página 300: “Cela era un hombre de fachada imponente y corazón delicado, que había recibido una educación antisentimental y que defendía su intimidad a golpes de efecto. Quién diría que bajo su aspecto peleón había una persona frágil ante los ataques. José-Carlos Mainer lo emparenta con Quevedo, que también sabía disimular una dramática vulnerabilidad con una máscara de violencia”.

De sus milagros, y después del viaje en etapas (en muchas etapas, unas a pie, otras en autobús y otras en automóvil particular) por la Alcarria, Camilo José Cela vuelve varias veces por aquí, y así lo encontramos en el 72 inaugurando las placas de cerámica por lo lugares que describe en su libro. En junio de 1985 “el antiguo vagabundo volvió a recorrer la Alcarria, pero esta vez en Rolls, con una choferesa negra, un par de juglares y un séquito de promotores, periodistas y autoridades locales”, nos cuenta Marquina, que vivió ese periplo en primera línea, dedicándole una comida multitudinaria en su “molino de Caspueñas”, donde luego se retiró a vivir los inicios de su nuevo amor con Marina.

La obra de Cela es también analizada con detenimiento por Francisco García Marquina. Si la biografía es curiosa, entretenida y hasta divertida en cien pasajes, el estudio de la obra del Premio Nobel es de antología. Nos dice de su estilo, de su ritmo y melodía, de sus invenciones, diálogos, prólogos y accesos de humor. Analiza su “literatura viajera”, sus artículos periodísticos, y sus heterodoxias expresivas. Examina la primera gran prueba del genio, esa “Familia de Pascual Duarte” que sobrecoge, mientras que por “La colmena” desarrolla su visión de la profunda España, y por el “Oficio de tinieblas” inicia su andadura de la “vivificante antiliteratura” como la definía el autor.

En la página 530 y siguientes, García Marquina se explaya sobre “La muerte según Cela”, una visión de las postrimerías que siempre tuvo reflejo en su obra, y que al final la aceptó como algo inevitable, aunque siempre que pudo la desafió.

Y termino: si en este año 2016 celebramos el centenario del nacimiento de Cela, y en esta tierra que él amó (de eso no hay ninguna duda) con sinceridad se le está dando el merecido toque de campanas (Diputación Provincial, Junta de Comunidades, Ayuntamientos varios…) este libro que en plena Feria del Libro pone Aache en las manos de los lectores españoles es, sin duda, el mejor y más eficiente servicio a la memoria del Premio Nobel gallego. La obra que ha culminado García Marquina es, por sí misma, todo un monumento literario, evocador, entretenido, que no aburre en ninguna página, que admira y hace aprender. Hace recordar y hace aplaudir, finalmente.