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marzo, 2016:

La cabecera catedralicia de Sigüenza

Sigüenza_Catedral_CabeceraLa catedral de Sigüenza es, sin duda, el edificio más grandioso de nuestra provincia. Un edificio que comenzó a construirse en el siglo XIII y que tras numerosos avatares, como su casi destrucción durante la Guerra Civil, vuelve a mantenerse en primera línea, cuidado y perfecto, hecho un muestrario de arte y un centro neurálgico de la espiritualidad cristiana. Entre todos debemos defenderle y darle a conocer, como pretendo con estas líneas, en las que subo a la cabecera del templo, y describo cuanto allí se ve.

El altar de Santa Librada

Construido de 1515 a 1518 por encargo del obispo don Fadrique de Portugal, con diseño probablemente debido a Alonso de Covarrubias, habiendo intervenido en su realización los artistas Francisco de Baeza, Sebastián de Almonacid, Juan de Talavera y Peti Juan, muestra un estilo renacentista pleno y sosegado, estructurado en forma clara como un retablo. Tiene un zócalo con temas ornamentales, y sobre él se desarrollan tres cuerpos. La calle central, más ancha, presenta de abajo a arriba un hueco que alberga el altar y retablillo pintado, obra magnífica en óleo sobre madera, debido al pincel de Juan de Soreda, también a comienzos del siglo XVI, y en el que se representan escenas diversas de la vida y martirio de Santa Librada y sus hermanas. Más arriba, también en el centro, gran hornacina, cerrada por bonita reja hecha por Juan Francés y Martín García, en la que se guarda la urna que conserva las reliquias de Santa Librada; dicha urna es de piedra, y dentro de ella hay otra de madera chapeada con plata, obra del siglo XIV. Encima aparece el remate en forma de frontón, con bello grupo escultórico representando a la Asunción de la Virgen, titular de la catedral. Escoltando esta calle central, se ven ocho hornacinas en las que aparecen en talla otras tantas esculturas de santas, muy bellas y bien compuestas: son las ocho hermanas que la leyenda dice tuvo Santa Librada: Genivera, Victoria, Eumelia, Germana, Gémina, Marcia, Basilia y Quiteria. Las calles laterales se ocupan con diversos elementos ornamentales, carteles, ángeles tenentes del escudo episcopal de Fadrique de Portugal, y las escenas de la Anunciación y la Visitación. Todo ello escoltado por pilastras y balaustres, frisos y roleos cubiertos de una densa decoración de grutescos de estilo plateresco.

El mausoleo de Fadrique de Portugal

Formando ángulo con este altar, vemos el mausoleo de don Fadrique de Portugal, realizado en la misma fecha y por los mismos artistas. Se levantó hacia 1530, y al morir en Barcelona este prelado, fue traído aquí su cuerpo. Está estructurado conforme a un retablo, y consta de zócalo, tres cuerpos y coronamiento. El zócalo está profusamente adornado con grutescos, cartelas y detalles vegetales. En su centro aparece gran cartela con la inscripción o epitafio del obispo. Encima, un gran escudo del mismo, escoltado por las imágenes de San Andrés y San Francisco, en talla exenta y cobijadas por hornacinas aveneradas. Un magnífico friso del estilo lo separa del segundo cuerpo, que se centra por composición en que aparece don Fradrique, de rodillas, acompañado de dos familiares que le sostienen la mitra y el cirio, todo ello incluido en hornacina escoltada de balaustres y coronada por venera. A los lados, San Pedro y San Pablo. El tercer cuerpo muestra un grupo de la Piedad acompañado de los escudos del magnate. Y como remate del espléndido conjunto, un Calvario en relieve, de extraordinaria factura.

La Sacristía menor

Pasamos desde el crucero a la girola, y siguiendo nuestro camino, encontramos primeramente la Sacristía menor o de los Mercenarios. Es obra del siglo XVII, trazada y ejecutada por el arquitecto Domingo de Villa, con portada barroca y un interior poco luminoso, con alta bóveda de crucería gótica, en tradición.

El sepulcro de Bernardo de Agen

Sobre el muro de la girola, se encuentra adosado el enterramiento de don Bernardo de Agen, primero de los obispos seguntinos. Bajo un arco escarzano se ve su estatua yacente, que fue tallada en 1499 por Martín de Lande, y a ella la acompañan algunos relieves representando un Calvario y ángeles tenentes de símbolos de la Pasión. Bajo el enterramiento, hay larga leyenda explicativa.

La Sacristía de las Cabezas

Es este uno de los espacios arquitectónicos capitales del Renacimiento español: Su fachada, en piedra, de estilo manierista, fue construida en 1573‑74, por Juan y Pedro de Buega, bajo la dirección del arquitecto Juan Sánchez del Pozo, que fue el diseñador de toda la girola. En su parte alta sobresalen las tallas de algunos apóstoles, y San Antonio Abad en el centro. Los batientes de la puerta, en nogal tallado, obra del maestro Pierres en esa misma época, forman un conjunto iconográfico de interés, por cuanto muestran colocadas en casetones, talladas en mediorelieve, las figuras de 14 vírgenes y mártires, puestas en este lugar como una prefiguración de la puerta de la Gloria que es lo que viene a significar el interior.

Se trata de una gran estancia rectangular, en cuyos lados mayores se abren amplias hornacinas, en las cuales se alberga la cajonería con talla profusa, magnífica, plena de figuras y simbolismo. En las enjutas de los arcos aparecen enormes medallones representando bustos de profetas y sibilas. Entre ellos, pilastras adosadas y rematadas de bellísimos capiteles. Sobre la corrida cornisa se inicia la gran bóveda, de medio cañón, seccionada en cuatro partes, en las cuales aparecen varios centenares de casetones circulares, bien alineados, ocupados por rosáceas y cabezas humanas, estas últimas todas diferentes, provistas de una expresividad increíble, debidas a un verdadero genio del arte: Alonso de Covarrubias, que fue el diseñador de este recinto, aunque la talla directa se hizo, años más tarde, hacia 1550, por Martín de Vandoma, que en esta pieza se consagró como un consumado artista. Muchas de estas cabezas (hay 304 en total) son retratos de personajes de la época, incluyendo al Papa, al Emperador, a la mujer de éste, a diversos canónigos, cardenales, oficiales del templo, etc.

Frente a la entrada de esta sacristía, se abre la capilla del Espíritu Santo o de las Reliquias, guardada por la más bella reja de la catedral, obra del conquense Hernando de Arenas, labrada a expensas del obispo Fernando Niño de Guevara, cuyo escudo aparece grabado en ella. La capilla es una estancia de planta cuadrada, en la que luce un completo programa iconográfico, todo él argumentado en infinidad de tallas que lucen con profusión por muros y cúpula, viniendo a dar la imagen de la Iglesia, concebida como un edificio en el que los gentiles aparecen (como estípites) sosteniendo con sus brazos los arcos donde medallones con efigies de profetas y angelillos con los símbolos de la Pasión, mantienen a su vez la gran cúpula, que descansa sobre medallones con los cuatro Evangelistas en las pechinas y numerosos casetones con efigies de santos en la bóveda, rematado, por encima de la linterna, en la figura de Dios Padre y del Espíritu Santo. En las hornacinas y altar de las reliquias, se conservan también obras capitales del arte seguntino, entre ellas la gran Custodia procesional de plata, y ahora el cuadro de El Greco La Anunciación de María. En la sacristía no deben dejar de admirarse los batientes de madera de la ventana del fondo, con tallas bellísimas de los Evangelistas y Padres de la Iglesia, obra del maestro Pierres, también mediado el siglo XVI.

Otros altares

Siguiendo la girola, aparecen en ella colocados diversos altares, de época más moderna, casi todos del siglo XVII, con portadas de tono barroco y altares del mismo estilo. Son, en el orden en que estamos haciendo el recorrido, el altar de San Ildefonso, el altar de San Felipe Neri, con lienzo representando al titular, obra de Jusepe Martínez, el altar de Nuestra Señora del Rosario, con talla de la misma, muy bellamente pintada y estofada, el altar de San Roque, el altar de San Pedro Arbués, y la capilla del Santo Cristo de la Misericordia, construida en 1498 por Miguel de Aleas y Fernando de las Quejigas, con portada de estilo plateresco, arco de medio punto, y en lo alto un frontón triangular que muestraflameros recargados, escudos, volutas, niños y mascarones en su remate. Se cierra por sencilla reja labrada en 1649 por Domingo de Zialceta. En su interior, destaca la bóveda gótica, de gran efecto, y la magnífica talla del Cristo titular, obra anónima del siglo XVI.

La capilla de San Juan y Santa Catalina

Pasando de nuevo al crucero, en su brazo sur encontramos la capilla de San Juan y Santa Catalina, que fue primeramente uno de los ábsides catedralicios, luego dedicada a Santo Tomás de Canterbury, más tarde panteón episcopal, también de la familia La Cerda, y finalmente, desde finales del siglo XV, propiedad de la noble familia seguntina de los Arce, que la dedicaron a enterramiento de los suyos. La portada es obra de estilo plateresco, trazada y ejecutada por Francisco de Baeza, Sebastián de Almonacid, Juan de Talavera y Peti Juan, siendo Juan Francés el autor de la magnífica reja. En el frontón de la portada, luce un encantador grupo de la Epifanía, y los escudos de la familia patrocinadora aparecen por ella distribuidos.

De los sepulcros que aquí se guardan, sobresale especialmente el de Martín Vazquez de Arce, el Doncel, joven muerto en la lucha contra los moros de Granada, en el año 1486, a los 25 de su edad. Según Ortega y Gasset, la estatua más hermosa del mundo. La importancia de esta escultura merece un capítulo aparte, y a ello pienso dedicar la colaboración de la semana próxima.

Una divertida anécdota del Madroñal de Auñón

El Madroñal de Auñón

El Madroñal de Auñón

La reciente aparición impresa de una obra capital de Francisco Vaquerizo Moreno, titulada “El Santero del Madroñal”, que tiene por protagonista al santuario de Nuestra Señora del Madroñal, en lo alto de un cerro de la más pura Alcarria, nos sirve para recordar una vez más ese entorno, y sus historias pretéritas…

No estará de más recordar hoy Auñón, su ermita y enclave del Madroñal, en lo alto del monte desde el que se divisa el valle del Tajo, hoy ocupado de las [pocas] aguas remansadas de Entrepeñas. Y decir algo de ese lugar, de la devoción a su Virgen, de fiestas antiguas y jolgorios diversos. Sobre todo, de la ingeniosa comedia que ha inventado Paco Vaquerizo, a propósito de cierta leyenda que por allí queda desde hace siglos. Luego diré de qué va ese invento.

Ahora recordar, muy brevemente, a Auñón y el Madroñal.

Al pueblo lo encontramos como alzado en una cresta que otea vallejos que desde la meseta alcarreña bajan hacia el Tajo. Algo aislado de la nueva carretera hacia Cuenca, por mor de esa desviación que nos lo pone más rápido, pero también más «inhumano», el camino a Sacedón. Siempre que lo veo, en la lontananza, me recuerda un tanto a las «casas colgantes» de Cuenca. Aparte de su caserío típico, de sus calles estrechas y cuestudas, de su gran iglesia parroquial del siglo XVI, dedicada a San Juan Bautista, con su antiguo retablo plateresco, y de la capilla del famoso Obispo de Salona, don Diego de la Calzada, nos queda quizás lo mejor, o lo más querido por todos: el espejo que está puesto en lo alto del monte, y en medio del pinar. La ermita de la patrona, la Virgen del Madroñal.

La ermita del Madroñal

La ermita del Madroñal asienta en lo alto de unos riscos que dan sobre el curso hondo del Tajo, en un rellano de la abrupta montaña, en la margen derecha del gran río, y entre espesos bosques de pino, roble y encinas, aparece el edificio de la ermita, construido como hemos dicho a principios del siglo XVII, lo mismo que las edificaciones que la rodean, formadas por casa del santero, albergue­ría, y un patio anterior con fuentes, arboledas, formando un conjunto encantador, de increíble belleza, que inspira una profunda sensación de paz a quien lo contempla. El interior de la ermita, que es de grandiosas proporciones y tiene un retablo barroco con cama­rín posterior, es interesante, especialmente por las muestras que el fervor popular ha ido dejando colgadas en sus paredes, en forma de ex‑votos, cuadros relatando milagros, etc.

Cuando hoy se habla del patrimonio natural, ecológico, medioambiental, y paisajístico de Castilla-La Mancha, pocos se acuerdan de este lugar del Madroñal, en Auñón. Pero yo lo pondría a la cabeza, entre los más destacados anaqueles de ese muestrario de bellezas naturales de nuestra provincia y región. Un lugar al que merece la pena ir, de vez en cuando, a encontrar las razones verdaderas, firmes, por las que uno ama a su tierra, y la prefiere a cualquier otra.

El santero del Madroñal

Nuestro buen amigo Francisco Vaquerizo, que tantas muestras ha dado de buen escritor, enorme poeta y fabulador imparable, acaba de publicar un libro que con este título que arriba digo pone en ebullicin la memoria de aquel lugar. ebullicitulo detantas muestras ha dado de buen escritor, enorme poeta y fabulador imparable, acaba ón la memoria de aquel lugar.

Es una comedio breve, en tres cuadros y un epílogo, y en la que ambienta una anécdota que en Auñón recuerdan como ocurrida en la Guerra de la Independencia. Pone de personajes a Miguel López, “El Santero del Madroñal”, frente a un coronel Hugo y un capitán Faurier que vienen ciegos de quemar y prender cosas y gentes. Junto al primero, los vecinos de Auñón, los curas, los procuradores, los músicos. La secuencia: el día en que los franceses se ven acosados por el Empecinado en Auñón, y quieren “morir matando”. Deciden subir al Madroñal a robar y destruir, y mandan a unos soldados a ello. Pero el santero, informado previamente port “el tío Coplas” de Alocén, llama a numerosos vecinos y organizan una fiesta y un simulacro de procesión. Y cuando llegan los franceses les invitan a la jarana. A lo que primero se resisten pero luego caen redondos, tras beber vino a discreciçon y bailrar y cantar. Abajo, en el pueblo, el ejército francés se bate en retirada, y a arriba, en El Madroñal, no ha pasado nada y la ermita se ha salvado.

Esta representaciçon, que está escrita totalmente en verso, es entretenida y hermosa de ver. Ya se representó en ocasiones previas en Auñón, donde el autor fue párroco algunos años hace. Ahora este libor ha caído muy bien en el pueblo, y como es fácil de leer, divertido y sonoro, seguro que hasta horas anda ya agotado.

Vaquerizo ha querido dedicar este libro a Fidel Santos Hernández y Francisca Sevilla López, quienes fueron (de verdad) santeros del Madroñal, entre 1967 y 1984, los últimos de una larga lista. En esa dedicatoria va incluida la larga historia de los santeros de la altura, durante siglos. Vaquerizo les dice que con esta obra “rinde un homenaje de gratitud, de admiración y de cariño” a todos los santeros y santeros de la historia. Allí en el Madroñal.

Madroñal imprescindible

Aparte la anécdota que Francisco Vaquerizo rima en este nuevo libro suyo, quiero acentuar el mensaje de admiración hacia aquel lugar, que es un poco el corazón de la Alcarria, porque en su edificio, y en su historia, se resume la de la comarca toda: milagros, leyendas, hasta relatos de templarios y tibias certezas esotéricas quedan en su entorno.

El paisaje, en la primavera que ahora apunta, es soberbio. La distancia entrevelada de carrascos y encinares, se funde en el horizonte con las planicies de la tercera Alcarria, mientras el río Tajo, manso y estrecho ahora, discurre por abajo, soltando brillos cuando el sol se pone firme.

Así es que una buena propuesta es ir a pasar un día a Auñón, ver sus calles empinadas y su curioso y típico patrimonio. Y subir (hay indicaciones desde el pueblo para hacerlo) hasta el Madroñal, hasta la ermita, y allí recordar historias como esta del Santero, o disfrutar simplemente oyendo la fuerza del viento cuando se enfrenta a las ramas que le afean, ariscas, su improceder.

El Señorío de Molina, esencia de Guadalajara

Castillo de Molina de Aragón

El castillo de Molina de Aragón es una de esas 100 propuestas esenciales para conocer Guadalajara.

En el libro “100 Propuestas Esenciales para conocer Guadalajara” que acaba de ser presentado (y aplaudido por muchos) aparece la densa presencia del Señorío de Molina a través de muchos de sus espacios, personajes, fiestas y elementos a considerar. Son una llamada generosa para que acudan más viajeros a sus caminos.

Entre las 100 propuestas esenciales para conocer Guadalajara no podían faltar edificios, espacios, paisajes y fiestas del Señorío de Molina. Unos han sido escritos por mi pluma, y a continuación los pongo, porque quiero que sirvan de reclamo para visitar esa alta tierra. Otros han sido escritos por otras manos, más sabias sin duda que las mías, y que merecen destacarse, porque también sus propuestas son acertadas, merecedoras de una visita, esenciales, en suma.

Las Casas Grandes molinesas

A lo largo y ancho del territorio del Señorío de Molina, existe una serie de elementos arquitectónicos que deben considerarse como muy singulares de su territorio, y que en ninguna otra parte de la región castellano‑manchega se encuentran. Se trata de lo que podríamos denominar las casonas molinesas, o casas grandes, como también se las llama popularmente, edificios que destinados a diferentes menesteres, tienen en común su estampa recia, sus bien tallados muros, sus portalones generalmente rematados con escudos heráldicos, sus patios adosados, sus escaleras amplias y una serie de características que les dan un rango de preeminencia sobre el resto de las edificaciones del entorno urbano o rural en que aparecen.

Estas casonas están construidas generalmente en los siglos XVII y XVIII, aunque las hay mucho más antiguas, expresión de otros modos de vida, más guerreros, de la Edad Media, frente a los residenciales de los tiempos modernos. Su estructura deriva claramente de las grandes casonas urbanas y fincas de labor del país vasco‑navarro. Ello se debe al hecho de haber llegado hasta el Señorío molinés, desde el siglo XVI en adelante, muchos inmi­grantes norteños, algunos de los cuales, una vez acaudalados agricultores o ganaderos, y con la prosapia de sangre que las gentes de la España verde suelen traer en sus arcas, pusieron la representación de su jerarquía, de su riqueza y de su linaje en forma de permanente arquitectura.

De las varias docenas de casas grandes que podemos admirar en Molina, es destacable la abundancia de las mismas en la propia capital del Señorío, y en su franja septentrional, especialmente en las sesmas del Campo y del Pedregal, donde la riqueza emanada de la agricultura fue mucho mayor. Así, en la ciudad del Gallo, pueden admirarse la casa palacio de los marqueses de Embid, en la plaza mayor, la casona de los Fúnez, en la plazuela de San Miguel, o la de los Arias, muy cercana, frente a San Gil, así como el aislado caserón que el obispo de Sigüenza Gil de la Guerra construyó para almacenar los impuestos cobrados en el Señorío, así como la finca y casona “del esquileo” en las afueras meridionales. Repartidas por el Señorío merecen visitarse los conjuntos de casonas existentes en Milmarcos, Hinojosa, Tartane­do, Rueda, Tortuera y Embid, sin olvidar algunos magníficos ejemplares en El Pobo de Dueñas, Checa, Peralejos de las Truchas y Valhermoso.

Todos estos elementos de una arquitectura autóctona muestran la reciedumbre de sus muros, la belleza de sus portones y ventanales, cuajados muchas veces de hierros artesanalmente trabajados, rematadas sus fachadas con limpios escudos de armas, y bien distribuidos sus interiores con zaguanes amplios, en ocasiones bellamente empedrados, escaleras sorprendentes, corra­les resguardados de altas tapias y, en definitiva, el aire en torno de la hidalguía antigua y reciamente hispana.

El castillo medieval de Molina de Aragón

El castillo de Molina es una típica alcazaba bajomedieval en la que un ámbito amurallado muy amplio recoge en su interior, hoy yermo, la edificación militar propiamente dicha. Todo el conjunto se encuentra sobre fuerte cuestarrón orientado al mediodía. Desde la remota distancia, llegando a Molina por Aragón o por Castilla, sorprende lo airoso de su estampa, y en llegando cerca se hace especialmente llamativo el color rojizo de sus sillares, lo bien dispuesto de sus torres, de sus muros, la magnífica prestancia del castillo que sin exageración podemos calificar como el más grande y señero de esta tierra.

Las dimensiones de la fortaleza interior son de 80 x 40 metros, lo que ya supone una grandiosidad desusada para lo que solían ser los castillos en la Edad Media. En el muro de poniente, y escoltada de sendos torreones cuadrados, se abre la puerta principal de acceso, coronada por arco de medio punto en forma de buhera.

De las ocho torres que llegó a tener el alcázar molinés, según refieren antiguos cronistas, hoy solo nos han llegado en pie y en relativas buenas condiciones, cuatro: son las de doña Blanca, de Caballeros, de Armas y de Veladores. Todas ellas se encuentran comunicadas entre sí por un adarve protegido de almenas. En el interior de las torres, aparecen diversos pisos, de amplia superficie, comunicados por escaleras de caracol que en todos los casos permiten ascender hasta las terrazas, fuertemente almenadas. En los muros de las torres aparecen vanos de función diversa, pues encontramos en ellos desde simples saeteras o flecheras, a troneras e incluso amplios ventanales, de posterior construcción.

El recinto externo de la fortaleza, lo que podríamos denominar albácar de la alcazaba, o campo de armas, es extraordinariamente amplio. Sirvió, en tiempos de doña Blanca, para albergar todo un barrio presidido por su correspondiente iglesia de estilo románico, de la que hoy puede verse completa su planta y el arranque de los muros y columnas de su presbiterio y ábside. En él destacan hoy los fuertes muros que le contornean, lo que en tiempos medievales se denominó el Cinto. Se penetra a este recinto por la llamada torre del Reloj, que ha quedado muy baja y desmochada de almenas. En el interior de este albácar aún puede verse la entrada a la que llaman cueva de la Mora, que se supone alcanza, en forma de galería tallada en la roca, hasta la parte inferior de alguna de las torres.

Es destacable en el castillo molinés la presencia de una gran torre aislada, al norte de la fortaleza, y en su punto más elevado, que se denomina la torre de Aragón. Fue la primitiva construcción, sede del castro celtíbero, puesta en forma de defensa por los árabes, y diseñada por sí sola como un auténtico castillo independiente, que sin embargo estuvo comunicado siempre con el castillo mayor a través de una coracha subterránea, en zig‑zag, cuya traza aún se observa hoy perfectamente.

Esta torre es de planta pentagonal, apuntada hacia el norte, está rodeada de un recinto muy fuerte almenado realizado con mampostería basta. La torre, centrada en este ámbito, muestra sus esquinas realzadas con sillares bien labrados de piedra arenisca de tonos rojizos. Su ingreso estaba formado por un entrante en el muro, rematado en elevado y airoso arco en forma de «buhera», ya hundido. El interior, de amplia superficie, tiene varios pisos comunicados por escalera, todo ello moderno, y en la altura se encuentra la terraza almenada, desde la que puede contemplarse con facilidad la estructura de toda la fortaleza y de la antigua cerca amurallada de la ciudad de Molina, de la que aún sobresale la torre de Medina, y buena parte de las murallas.

Más lugares esenciales para conocer Molina

También este autor nos propone viajar al Barranco de la Hoz, que forma el Gallo a la altura de Corduente, entre Terraza y Torete, y aparte de admirar las bellezas paisajísticas del lugar, recordar el sentido simbólico de la ermita cavada en la roca, de las leyendas medievales, de las romerías y dances ante la imagen de una talla chiquita de la Virgen, morena y triste.

O aplaudir la intervención de Santiago Rarauz de Robles, evocando otros tiempos en su casona de la Vega de Arias, por donde pasó el Cid Campeador, y por donde la historia toda de Molina se ha desplegado, entre los verdes prados que bajan de las montañas y los senderos (que parecen almenados) discurriendo entre las arboledas oscuras de sabinas y enebros.

Aprender la historia y tomar las ganas de contemplar en directo el conjunto de ángeles virreinales que, ya restaurados por su mediación, nos descubre y describe Teodoro Alonso Concha: esas doce figuras de asexuados seres, vestidos a la militar, con escudos y polainas, broches y manteos coloristas, que ensalzan a la Virgen por medio de los símbolos de su letanía. La generosidad y el buen gusto de un Carlos Andrés Montesoro y Rivas, que tuvo negocios en las Indias, y del virreinato del Perú se los trajo a Tartanedo, quedan patentes en esta capilla del Rosario y San José, que debería ser meca de los viajeros por Molina.

Y aún las fiestas, que para otro día dejo su descripción (la Soldadesca de Hinojosa, el Carmen molinés, los dances y auto de la Loa a la Virgen de la Hoz….) o el recorrido por el valle del río Mesa, que tantas sorpresas depara. No sin olvidar (a través de la palabra de Layna Serrano) la valiente silueta del castillo de Zafra, puesto otra vez de moda, -si es que alguna vez no lo estuvo- por el rodaje este verano de una serie de “Juego de Tronos” en su entorno. Y aún destacar otro magnífico espacio, que representa al Alto Tajo todo, en el conjunto de la laguna de Taravilla y el salto de Poveda, que tan certeramente nos pinta Agustín Tomico, rutero incansable de las trochas molinesas.

Las salinas de Rienda

Las salinas de Rienda

Las albercas de las salinas de Rienda

Un paseo por los recuerdos de un pueblo [Rienda] y por las formas de vivir de sus gentes, nos ha llevado al corazón mismo de su existencia, que fue durante siglos el salinar, el espacio serrano donde el agua acumulada se evaporaba en verano y dejaba su huella blanca y salada.

Las salinas

En el valle del río Salado, que discurre desde los altos que limitan Soria con Guadalajara, en el extremo norte de la provincia, y que discurre hacia el sur, desde hace siglos se abren como heridas blancas y cicatrices lentas las instalaciones salineras. Desde la primera de todas, en Rienda, hasta el final de Santamera, pasando por Bujalcayado, La Olmeda, Riba, Imón y alguna otra.

En una de ellas fijamos hoy nuestra atención, porque acabamos de leer un libro en que se describen y evocan con precisión y pasión. María del Rosariuo de Francisco Chicharro vivió, y creció, y se divirtió, entre las montañas brillantes de la sal recogida. En Rienda. Y ella nos cuenta cómo eran.

De origen romano, al menos en los primeros siglos de nuestra Era ya se explotaban. Se encuentra el campo de salinas a una breve distancia del centro del pueblo, no más de un kilómetro, y consta (aún se reconocen, aunque todo es ruina) de dos norias, cuatro recocederos, cuatro calentadores, unas 130 albercas, varios edificios, un huerto, y los prados del entorno. La esencia de la explocación minera (minería es, al fin al cabo, la industria salinera) era el río, al que como es lógico se llama “Salado”, que enseguida se distribuía por las albercas, divididas por partidas, y separadas por caballones.

La explotación era sencilla y muy artesanal: se sacaba el agua de pozos, en el interior de unos edificios de planta hexagonal que tenía una noria, movida por mulas o burros, a los que ponían anteojeras y un cencerro, de tal modo que si el animal se paraba, el encargado se daba cuenta y acudía a ponerlo en marcha otra vez. Esa agua extraída por la noria del pozo se conducía a los recocederos a través de unas canaletas de madera.

Con todas las albercas llenas (espacios planos, de escasa profundidad, para que la evaporación fuera uniforme y rápida) en el verano se esperaba a que el agua desapareciera evaporada por el sol y el calor, quedando las albercas cubiertas de sal, que se arrastraba con escobones y rastras de madera, hasta los caballones, de donde con palas se cogía y se metía en los serones que las mulas llevaban al almacén.

En el gran edificio de las salinas de Rienda, vivían los encargados y capataces, los obreros temporeros, y en verano, en ocasiones, hasta los dueños. Eran estos, hace un siglo, un matrimonio peculiar, a los que en rienda conocían como “don Pablo y doña Angelina”. Él había sido sacerdote, pero se sintió llamado más por el amor de una mujer que por el de Dios, y así se formó este matrimonio, del que nacieron hijos que continuaron la tarea. Se calcula que se construyó en 1874 y aún recibió ampliaciones posteriores, porque antes de la guerra la industria salinera era muy próspera. Además de la casona, se levantaba un almacén enorme, donde se amontonaba la sal, en cerros blancos, y otros para acoger las carretas, y aun las caballerías de quienes desde lejos venían a comprar la sal. La gente que las mantenía, los obreros, vivían un poco aislados, y en el invierno tenían que acudir al pueblo: gracias a una mula con aguaderas, recogían de la fuente el agua que transportaban en cántaros y garrafas, subiendo además al horno y al lavadero. Y en días de fiesta, y los domingos, a la misa en la iglesia, mientras los chicos iban a diario a la escuela, aunque la comida la hacían en casas de amigos y conocidos. En el edificio no había luz, por lo que se alumbraban con carburo. Al mismo tiempo, las salinas eran un territorio amigo para los del pueblo, porque si pillaba alguna tormenta o el tiempo se ponía muy malo (nevadas de las de verdad, no como ahora) allí se refugiaba la gente. Había muy buena relación entre los dueños y encargados de las salinas, y el resto del vecindario. Incluso los chicos, -según nos cuenta Charo de Francisco- después del misa, se iban los domingos de paseo a las salinas, y allí se divertían mojándose los pies en aguasal, dando saltos en la sal del almacén, transportándose unos a otros con el carretillo, observando cómo medían y cargaban la sal en las mulas y carretas… las salinas para rienda, minúculo pueblecito de la serranía atencina, fue siempre un lugar ilusionante, maravilloso y entretenido.

Esta era la copla que la gente del pueblo cantaba, hace un siglo: Qué bonito es Rienda / Con el morro de las Rivillas / Y un poquito más acá (bis) / La mina de las salinas.

En tiempos medievales, y como toda la minería del país, las salinas eran propiedad de la corona. Sin embargo, los sucesivos reyes de Castilla fueron concediendo su beneficio a señores e instituciones que le ayudaban. Especialmente, en nuestro caso, en el norte de la provincia y sierra de Atienza, se lo dieron al Obispo de Sigüienza y Cabildo de la Catedral. Dicen las leyendas que esta, la catedral seguntina, se levantó con el dinero que producían las salinas de Imón y su entorno. Es una exageración, pero algo de fruto sí que aportaron. Después pasaron a ser propiedad de particulares, empresas y adinerados terratenientes. El propio ayuntamiento, sin embargo, tenía derecho a una parte de la producción de la sal. Concretamente 30 quintales, que en septiembre recogían los vecinos y se distribuía equitativamrnte entre las familias de Rienda. La distribución, en realidad, se hacía en función de la cantidad de baldíos que cada uno tenía. Y aún nos cuenta Charo de Francisco, en su magnífico libro sobre Rienda, la forma en que se llevaba la contabilidad del centro. Nos dice que ella recuerda cómo el almacén tenía tres puertas: la puerta oeste, que siempre la vio tapiada; la puerta norte, que era la de acopio, y la puerta oriental, que era la de servicio y venta. A la izquierda de la puerta norte tenían un ábaco y cada carga que entraba al almacén movían bola, y cada vez que completaban el ábaco hacían registro escrito en una libreta.

Y ahora, en 2016, se lamenta, como todos, en el pueblo, y en la provincia toda, que aquella explotación minera haya quedado en nada. Las casas primero deshabitadas, luego hundidas. Los cocederos vacíos, las norias paradas, las casetas en ruina, las albercas vacas, peladas o con agua de lluvia solamente. Aquellos tiempos de actividad, y de alegría, de cantares y campanillas de mulas, de chiquillería y mozos, han pasado. No queda nada. Silencio.

Gentes de Rienda

En el libro que ha escrito María del Rosario de Francisco Chicharro, profesora ya jubilada, que demuestra saber escribir, y describir, con maestría, los fastos de un lugar tan chico y cordial como rienda, aparecen nombres y rostros, personajes y atavíos. Yo he disfrutado mucho leyendo lo que nos cuenta de aquel pueblecillo serrano, hoy casi apagado, aunque en fiestas renace, y hasta celebran un festival de rock al que llaman “Rienda Rock” a mediados de agosto, llegándose muchos hijos y descendientes del pueblo en la Semana Santa, uniéndose y contándose unos a otros sus peripecias.

Duante siglos pasados, y especialmente en el XX, la vida era densa y bien articulada. Nos cuenta Charo quienes eran sus padres, hermanos, tíos y demás parentela. Todos recios, trabajadores, sabios en lo suyo, buenos en todo, hasta guapos. Los hombres al campo, al ganado, a la mili en su tiempo, a buscar el pan de la familia. Las mujeres a sus labores, a sus cacharros, a sus embutidos, a sus planchas y rezos. Cuando alguien dice que esos eran tiempos atrasados, y miserables, yo disiento. Porque en ellos había felicidad también, entraña familiar, anhelos, esperanza sobre todo, y buen tiempo. Y Dios que proveía en cosechas y en camadas. Y eso – creo yo- es la esencia de la vida humana sobre la faz de la tierra ¿O no buscamos, todos, y cada uno, esencialmente, la felicidad? A tope algunos, a pequeños bocados otros.

Nos cuenta la autora quienes fueron los médicos de Rienda. Hubo uno, don Antonio Aberturas, médico titular, que presenta una figura titánica, una figura que ya no se encuentra. Dice de él que tenía casa propia y con su familia vivía en rienda perfectamente integrado. No tenía aparatos, ni rayos X, ni hacía análisis, pero con su mano tocando la muñeca de la gente y mirando al trasluz su orina, sabía casi siempre lo que se iba a curar o lo que amenazaba muerte. Atendió a los habitantes de Paredes, Rienda, Valdelcubo y Tordelrábano durante cuarenta años. Su salario consistía en una media de trigo, por vecino, al año. “Era muy solícito, se preocupaba mucho por sus pacientes, y acudía andando (más tarde lo hizo en bicicleta) a los distintos pueblos para realizar las consultas y hacer seguimiento de los enfermos. Las consultas tenían lugar dos días a la semana. Si había aviso acudía con premura y si era por la noche, le solían transportar con caballería”. Como nadie por allí tenía seguro, don Antonio procuraba no mandarles a los hospitales ni recetar medicinas caras. Se apañaban, todos, con lo que había. Porque como dice el refrán, “el tiempo todo lo cura, menos gálico y locura”. Otros médicos vinieron luego. A todos los recuerda con aprecio. Como a los sacerdotes, que solían vivir en Paredes, pero iban a Rienda, montados en mula, los domingos a decir misa y entre semana de vez en cuando, a confesar sus pecados a las gentes, a rezar el miserere en cuaresma, y siempre que alguien agonizaba el pedía la extremaunción. Cuando las fiestas, comían en el pueblo, eran invitados mayores, y hasta que el obispado les puso paga, cobraban en septiembre a los vecinos una media de trigo, aunque aparte cobraban, en dineros, las bautismos, las bodas, los entierros y las rogativas. Don Cayetano Benito fue el primero que se motorizó, ya venía en moto a Rienda, y luego don Juan Ochayta, que pilotaba en Seat 600. Después de ellos, por allí pasaron don Luis Calvo, don gonzalo y don Braulio Carlés… hijos del pueblo dedicados a la Iglesia ha habido muchos, pero ella destaca a los que de algún modo son familia suya: don Severino de Francisco de Miguel, pope castrense que ha llegado al grado de coronel; don Anselmo Andrés Piuerta, que estuvo de misionero en Filipinas y llegó a dominar siete idiomas, o Esperanza de Francisco Chicharrro, que ha dedicado su vida a los pobres y ancianos como monja hermanita de los Ancianos Desamparados.

Cuánta buena gente. Y aquellos sacristanes, que hace un siglo eran además los maestros de primeras letras, y sabían tocar la campana con un arte ya perdido. O el barbero, que venía de Barahona, y atendía en Rienda los viernes, a quienes llegaban a pedir su servicio de navaja. ¿Y el lucero? Un buen plantel de profesionales anduvieron administrando por aquellas sierras el prodigio de la electricidad, desde que la gente pudo usarla. Hace más de un siglo, había que alumbrarse en la noche con carburos, velas y candiles de aceite. Luego usaron los molinos para producir una electricidad minúscula, que iba y venía a merced del viento. Los lluceros eran ya técnicos especializados en electricidad, que sabían leer los contadores, reparar las averías de la línea, y poner las bombillas en las farolas de las esquinas. Charo recuerda a los luceros de rienda: al tío Paco, dueño de la primera central en el molino. A Antonio y su hijo Cecilio, que venían de Paredes. Al tío Matías, que procedía de Madrigal. Repito: cuánta buena gente.

Una historia sin fin

Ojalá la historia de Rienda no tenga fin. No acabe este pueblo, en el que ahora en invierno viven no más de 10 personas. No acabe la memoria de quienes le hicieron, si no grande, al menos hermoso, en la memoria de quienes allí nacieron y vivieron su infancia. Por eso aplaudo la iniciativa que ha tenido María Rosario de Francisco Chicharro, de juntar muy por menudo sus recuerdos, elaborarlos con tino, y plasmarlos en un libro de 180 páginas que ha traído al mundo la editorial Aache, de Guadalajara y que se titula “Rienda. Historias y Tradiciones”. Porque ahí reside esa esencia, esa raíz, y esa valiente memoria a la que nadie debería renunciar, la memoria de sus tiempos viejos, el manantial de donde se nutre su vivir.