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noviembre, 2015:

Perfiles de Jadraque

Jadraque_y_su_castillo_desde_el_HenaresLlegar a Jadraque, encontrárselo hundido por el sur bajo unos montes de aterciopelada carne yerta, y el septentrión abierto sobre el valle de Henares, reúne abundantes posibilidades donde dar camino al asombro, y luz a la admiración incansable. Su dulce olear de tejas y chimeneas, la empinguruchada estampa del castillo, y esa trenza gris y ascética de la iglesia, dan marco, óleo y carisma al pueblo alcarreño en el que subyacen tantas cosas, tantas historias y tantas obras de arte que merecen ser conocidas.

El Jadraque de Ochaita

Su poeta, su gran poeta muerto hace ya más de cuarenta años, cuando en Pastrana se decían en la medianoche del verano, versos y más versos de divina altura, describe así su villa:

“Nací donde Castilla se viste de perfume:

            la Alcarria es una cera que en olor se consume,

            y cerca de mi villa, que tiene un nombre moro:

            Charadraq –hoy Jadraque-, se alza un castillo de oro

            Que pone por las tierras, siempre ásperas y mozas,

            La sombra apasionada de los graves Mendozas”.

José Antonio Ochaíta, recordado y admirado cada día, me enseñó desde su breve cuerpo, con su alta y bien templada voz, la villa de Jadraque. Fue un placer inestimable que ahora, cada vez que vuelvo por allí, parece acrecerse y renovarse en cada esquina. Estas son, en fin las cosas que, para quien lleva prisa ó no puede parar más de tres horas en la villa, tiene Jadraque y brinda con gracia de Castilla. Para aquel otro que vaya por lo hondo, con más de una semana por delante, serán muchas otras, casi siempre nuevas, las sorpresas que se le aparezcan.

El castillo del Cid

Viniendo de Guadalajara, y al comenzar el descenso hacia el valle desde la alta paramera alcarreña, lo primero que se le aparece al peregrino es el castillo, en magnífica estampa de reminiscencia medieval, para el cual se hicieron, no ya las más hermosas palabras, sino los más sugestivos silencios. En alguna parte, donde comienza el caminillo que hasta su altura lleva, se titula “Castillo del Cid”, y no porque tuviera relación con el noble castellano del siglo XI, sino porque, ya al fin de la Edad Media, don Pedro González de Mendoza, Gran Cardenal de España, lo hizo construir para su hijo don Rodrigo, que poco antes había conseguido de los Reyes Católicos, no sólo la oficial paternidad del prelado, sino el título honroso del conde del Cid. Allí tuvo también su corte de amor el marqués de Cenete –que con los dos títulos se trataba el personaje-, y de su posterior ruina fue salvado, aunque sólo a medias, por la voluntad recia de los vecinos de Jadraque que subieron piedra y volcaron sudor reconstruyéndole.

Ermitas en cada esquina

Ya en la entrada de la villa, junto al lugar conocido por “los cuatro caminos”, se alza la que durante siglos fue ermita grande y aglomeradora de las devociones populares: la de Nuestra Señora de Castejón, con muros de recia mampostería, sencilla portada del siglo XVII, y hoy vacío interior, al menos en los sentimental, desde que en guerra quemaron la imagen románica de la Virgen. No obstante, su cuidada restauración la convierten en un ámbito de hermosa presencia.

De la otra ermita, la de San Isidro, junto al cementerio, sólo mencionarla. Aunque también concita los quereres de sus hijos, que en su torno tienen enterrados a sus mayores.

La iglesia barroca

Y pasar ya a la iglesia parroquial, obra de gran envergadura que trazó, por lo menos en su estado actual, el arquitecto montañés Pedro de Villa Moncalián, a fines del siglo XVII. La portada es obra de claro signo manierista, con elementos que rompen totalmente la serenidad del clasicismo, y se interna en un mundo de imposibles formas ornamentales. El interior es severo y sencillo. Bajo la advocación de San Juan Bautista, el retablo es traído de una iglesia de Frómista, en Palencia, y su arte barroco no ofrece ninguna particularidad notable, aunque siempre sorprende por su grandilocuencia dorada. En las pechinas de la cúpula se ven pintados los cuatro evangelistas, y se cierra el presbiterio con una reja ochocentista notable. Quizás sea el eje de la visita a esta iglesia la pintura de Zurbarán, como obra cumbre de su último estilo tenebrista, pues está firmada un año antes de morir. Tan sólo una mancha tenue de carne, y un rayo blanco que da la ropa emerge sorprendido, dan el tono último a esta obra maestra, de la que decía Ochaíta, en ese alarde de síntesis y poesía que era su palabra, “parece una llama”.

Otro Cristo, este de talla, y atribuido a Pedro de Mena, encontramos en la capilla de San Pedro. Todavía en los pies de la iglesia se encuentran unas lápidas sepulcrales de varios personajes (el caballero Juan de Zamora, su mujer María Niño, y el cura de la parroquia Pedro Blas) del siglo XVI y algunos escudos nobiliarios, dignos de admiración, y hoy bien mostrados tras rejas protectoras. La torre del templo, en fin, dibuja sobre el cielo un requiebro de gracia y va llena de sentimental nostalgia.

Casonas y escudos de nobles antiguos

Entre las varias casonas nobles que posee Jadraque, una de ellas, la de la familia Verdugo, en la calle principal, no es sólo notable por su fachada severa y su gran escudo nobiliario, sino por lo que fue uno de sus salones de la planta baja.

En él estuvo alojado, durante unos meses del período de la invasión francesa, el ilustre político y escritor don Gaspar Melchor de Jovellanos, y allí recibió a ilustres personalidades, de entre ellas al pintor Goya, que le retrató. Del arte de Goya quedaron en propiedad de esa familia varios cuadros, que no hace muchos años fueron vendidos, y algunos emigrados al extranjero. Otro de la colección, una Purísima Concepción, de Zurbarán, fue llevado al museo Diocesano de Sigüenza, donde hoy puede admirarse. La Institución Provincial de Cultura “Marqués de Santillana” dependiente de la Diputación Provincial, se encargó hace años de la restauración necesaria de esta “saleta de Jovellanos”, que desde entonces puede ser visitada en su sencilla elegancia.

En la Plaza Mayor se conserva aún la casa donde se alojó la segunda esposa de Felipe V, doña Isabel de Farnesio, y sobre ella aparece, ya medio desmochado y apedreado, un escudo de la Inquisición, como señal de haber sido esa casa del Santo Oficio. Y aún luego, por callejuelas y placillas, siguen apareciendo escudos, casonas y retazos como en coagulación permanente, voluntariosa y decidida, de una vida y unas costumbres pasadas. Recordar el convento de los capuchinos (sobre cuya fachada aún se ve un gran escudo mendocino), los que fueron hospitales de Santiago y San Juan de Dios, y los natalicios en la villa de fray Pedro Urraca, famoso evangelizador de Indias, y don Diego Gutiérrez Coronel, historiador de nota, es último punto que debe tener presente, para dar el hálito preciso a las cosas vistas, quien haya hecho este corto, pero evocador periplo por la alcarreña villa de Jadraque.

Fiestas y Libros

De vez en cuando, Jadraque es noticia en la prensa provincial por sus fiestas, que reúnen a cientos, a miles de personas en torno a acontecimientos gastronómicos o culturales. Una de esas fiestas es la de “las migas”, y otra la subida al castillo del Cid y evocación de tiempos idos con devoción a la Virgen antigua de Castejón y memoria de Rodrigo Díaz, Alvar Fáñez y cardenales/capitanes varios. La Fiesta de “Las Migas de Jadraque”, próxima a celebrarse, tiene lugar todos los años en el segundo fin de semana de diciembre. Organizada por el Ayuntamiento y la Asociación Cultural “Reconquista”, ofrece degustación del plato típico castellano, y por supuesot numerosas actuaciones y celebraciones anejas que concitan la tradición y la alegría.

Entre los libros que merecen ser repasados, porque tienen enjundia y sobre todo claridad en lo que cuentan, están un par de historias que referencian a Jadraque como lugar de evocaciones y patrimonios.

La primera de esas historias, cuajada en “El libro de Jadraque” se debe a José María Bris Gallego, ilustre hijo de la villa, y su historiador por excelencia, pues en esa notable obra dejó plasmado cuanto se puede y se debe saber sobre Jadraque.

La segunda, más breve pero más ambiciosa territorialmente, pues abarca la historia de la “Tierra de Jadraque” completa, que en la antigüedad se extendía por las asperezas preserranas de en torno al Bornova y el Cañamares, es obra de Andrés Pérez Arribas, y añade datos de piezas patrimoniales muy difíciles de ver hoy en día.

Promocionando nuestros jardines

La estatua manierista de la Mariblanca, en el Paseo de La Concordia de Guadalajara.

La estatua manierista de la Mariblanca, en el Paseo de La Concordia de Guadalajara.

En estos días ha estado en candelero el Paseo de la Concordia de Guadalajara, por una conferencia, un libro y una petición, para que se le considere en la categoría de Bien de Interés Cultural, parangonable a los edificios y monumentos históricos, porque es un sitio con solera, con tradición y valores urbanísticos suficientes para ello. Ahora recordamos otros jardines, parques y espacios naturales que en nuestra tierra acumulan años y añoranzas.

En la región autónoma de Castilla-La Mancha, el número de Parques y Jardines catalogados como BIC (Bien de Interés Cultural) es CERO. En otras comunidades, en cualquiera de las otras que integran España, más o menos hay unos cuantos. Madrid luce, por ejemplo, los Jardines de El Capricho en la Alameda de Osuna, y el Jardín Botánico, o en Andalucía el Jardín de las Delicias de Arjona, en Sevilla, o en Galicia la Alameda de Santa Susana en Santiago de Compostela. En definitiva, en esta como en muchas otras cosas relacionadas con “lo público”, lo único que se pone en evidencia es la sensibilidad de los responsables de estos temas. En Castilla-La Mancha, hasta la fecha, la sensibilidad ha sido CERO.

Pero todo eso tiene un remedio. Que es ponerse, por parte de los responsables, a pensar en proteger y nombrar BIC algunos emblemáticos y reconocidos parques y jardines de la región y sus poblaciones. Con el apoyo de los ciudadanos, que en este caso no pasamos factura alguna por aportar datos e ideas. Sinceramente, creo que este es el momento de que la Junta de Comunidades inicie el proceso de declaración de BIC para el “Paseo de la Concordia de Guadalajara”, y se ponga a mover papeles para hacer lo mismo con los “Jardines de la Fábrica” de Brihuega y “La Alameda” de Sigüenza. Por empezar por algún sitio.

Otros lugares emblemáticos

Uno de los recuerdos más antiguos que tengo por la cabeza, -no sé la época, pero debe ser de hacia 1953- fue una visita que con mi tía hice a los jardines del palacio de la Condesa de la Vega del Pozo, a los que se entraba por el callejón de San Sebastián, por un portalón que hay poco más arriba de la torre del mismo nombre. Rodeaban por el sur y levante el gran palacio que mandara agrandar y dejar en suculento uso doña María Diega Desmaissières, a finales del siglo XIX. Rodeados de una alta muralla, constituían un tupido mundo de arrates, caminos, arroyos y cascadas, cenadores, bancos, emparradas y matas de boj. Cómo se conseguía humedecer y regar todo aquello en un clima tan seco como el de Guadalajara es algo que no me explico. Pero de aquella visita me llevé la impresión de haber estado en un bosque mágico, suculento y enorme de los que ya sólo quedan en los cuentos. Años después, ese palacio fue adquirido por los Hermanos Maristas, convertido en Colegio (tal como hoy sigue) y el bosque y jardines totalmente arrasados para abrir en su lugar unas pistas deportivas. Ya por entonces empezó la acometida del fútbol contra la sensibilidad humana. En ello seguimos.

Este mínimo y remoto recuerdo lo traigo (a pesar de confesar con él que son ya bastantes los años desde los que guardo recuerdos) a propósito del repaso que quiero dar, en vuelapluma somera, por los que fueron, o aún son, jardines y parques de nuestra tierra alcarreña.

Entre los más conocidos, sin duda aparecen los “jardines versallescos” de Brihuega. En el costado sur de la Fábrica de Paños, y a instancias de quien compró el conjunto fabril, a mediados del siglo XIX, don Justo Hernández Pareja, sobre una amplia terraza con magníficas vistas al valle del Tajuña, se encuentran los jardines de la fábrica, construidos hacia 1850 al estilo francés, con un gusto versallesco y una elegancia que hoy proporcionan unos minutos de relajación a quienes en cualquier época del año los visita. De ellos escribía Camilo José Cela en su «Viaje a la Alcarria», aún con la emoción de su hallazgo prendida a la pluma: El jardín de la fábrica es un jardín romántico, un jardín para morir, en la adolescencia, de amor, de desesperación, de tisis y de nostalgia. Un lugar increíble, en cualquier caso, donde parece reposar la sombra de la felicidad, el entrañable sosiego de los lugares antiguos y humanizados.

De este estilo, aunque más pequeños todos ellos, y en espacios más cerrados, más privados sin duda, hay que destacar algunos jardines neoclásicos: entre ellos mencionar el jardín del palacio de los marqueses de Chiloeches, en la cercana población alcarreña. Sirve por su parte trasera a la dimensión señorial de la construcción, y consta de un jardín central y una serie de bancadas que en una mezcla de jardín y huerto aprovecha el pronunciado declive del terreno hasta el cercano arroyo. En su centro, una monumental fuente de tallada piedra, con una aguda pirámide en su centro, evocadora de antiguas sabidurías.

Son interesantes del mismo modo los jardines del palacio de los Almenara en Galápagos, que se pusieron laterales al barroco edificio, pero se extendieron, comunitarios, al gran plazal que le precede.

En Tendilla hubo también jardines, privados: concretamente los que los Solano y López Cogolludo pusieron en la parte posterior de su gran palacio barroco, en una extensión enorme que llega hasta el arroyo del Pra. Hoy están abandonados, como el propio palacio, y perdidos, como ocurrió con los cercanos jardines del palacio que algo más arriba construyera en el siglo XVIII don Manuel de la Cerda y Soto, incluyendo en ellos un molino. Todo vino al suelo y aparcó en el olvido. Como los jardines que mandó poner en su palacio de Mandayona el obispo Francisco Delgado y Venegas, o los que en torno a su palacio, primero hundido y luego derribado, puso en Illana don Juan de Goyeneche, ministro de Hacienda y uno de los ilustrados más dinámicos que ha tenido este país.

De los jardines que hubo en el Sitio de Heras, aquella finca palaciega de junto al Henares, que tuvieron como espacio deleitoso los Mendoza, nada queda. Por allí vivieron largas temporadas, en los veranos, los duques del Infantado, y allí recibieron y se alojaron los monarcas que por el Camino de Navarra pasaban, cruzando el Henares, hacia Sopetrán e Hita. Pascual Madoz los describe en su “Diccionario” diciendo de ellos que se componían de un gran paseo de plátanos, acacias y otros árboles, junto a las tierras de cultivo y otros bosquecillos de olivos y nogales entre las viñas. En el Archivo de la Nobleza que se custodia ahora en Toledo, se custodia un estupendo plano que dibuja el palacio, las casas y los jardines del “Sitio de Heras”. Otro nombre más de nuestro “Patrimonio Desaparecido”.

Los jardines sacros de los frailes reformados

En La Salceda, un monte alto y seco, perdido en medio de la Alcarria, entre los términos de Peñalver y Tendilla, y del que hoy solo quedan ruinas lastimosas y progresivas, se fraguó la reforma de los franciscanos, a fines del siglo XIV, con la iniciativa de fray Pedro de Villacreces. En término de Pastrana, pero ya a orillas del Tajo, frente a Sayatón, en un lugar todavía hoy muy difícil de llegar, los carmelitas reformados bajo la dirección de fray Diego de Jesús María pusieron su Desierto de Bolarque. Unas ruinas impresionantes, comidas del bosque, con árboles que han nacido sobre los muros del templo y del claustro, dan fe de aquella aventura humana y espiritual. En ambos lugares, y por necesidades de la nueva visión del encuentro con Dios, los frailes reformados pusieron jardines, en los que se establecían caminos, sendas que imitaban la subida al cielo, al monte Tabor, al Calvario, a las alturas sacras, y en ellos se alzaban pequeñas ermitas, altares minúsculos, carteles y emparrados por donde avanzaban, varias veces al día, los monjes para reunirse y luego orar en solitario. Han quedado interesantes descripciones de esos jardines espirituales, pero ni una sola huella palpable de los mismos.

“Las Cascadas” de Gárgoles

Entre los más impactantes y desconocidos jardines de la provincia de Guadalajara figura la finca “Las Cascadas” en término de Gárgoles de Arriba. En el cauce del río Cifuentes, que nace en este pueblo y desemboca en Trillo al Tajo, con un recorrido de poco más de 10 kilómetros, se colocó hace siglos una fábrica de papel, en la que se producía (dicen los entendidos) el mejor de España, de tal modo que sirvió para imprimir los primeros billetes de Banco.

Aprovechó de mil maneras las aguas del río, que siempre mantiene un buen caudal, y se le desvió en acequias, túneles y saltos que produjeran el movimiento de las maquinarias y de los batanes.

Años después, a principios del siglo XIX, se añadieron a la finca una serie de construcciones y sobre todo de disposiciones del terreno y la masa vegetal, de tal manera que se intentó crear un jardín inglés monumental, en el que (frente al constructivismo y equilibrio francés) se recreara “la Naturaleza virgen”. Es muy difícil crear un jardín de estilo inglés en España, en Castilla incluso, en la Alcarria todavía. Pero en esta finca se intentó y se consiguió con creces. Aquí el protagonista es el agua: hay arroyos, cascadas, estanques, láminas, terrazas, túneles, hasta un gruta con rocallas tras una gran catarata. En su torno se crearon, artificialmente, montañas, valles, lagos, y se pusieron edificios adecuados, encantadoras casitas, un palacete, y hasta unas románticas ruinas góticas. Más un montón de puentes, caminos, emparrados, subidas, escalinatas…. Muy poco visitado, no estudiado, y apenas conocido, este Jardín de “Las Cascadas” en Gárgoles de Arriba es sin duda la estrella de los jardines romáticos de nuestra tierra.

En el entorno del Tajo, y no lejos de aquí, surgieron otros jardines que se han mantenido vivos en los planos, en las descripciones de los viajeros, en antiguas fotografías amarillentas. Porque de ellos nada ha quedado. En este crónica de memorias y derrumbes, cabe recordar los jardines del Real Sitio de La Isabela, aquel balneario de junto al Guadiela que se creó para el recreo de Fernando VII y su familia, pero que finalmente fue utilizado para deleite de viajeros y gentes varias, acabando durante la guerra como hospital psiquiátrico y centro de reclusión, y ahora en un charco de escasas aguas al que llaman “Embalse de Buendía” y que deja ver, en años de sequía como este, el esquelo pálido de aquel lugar.

Aguas arribas del Tajo estaban los Reales Baños de Carlos III, junto a Trillo, en los que también hubo jardines de frondosidades epopéyicas, y que aún, mal que bien, se mantienen.

Y en Sigüenza “La Alameda” fue creada por uno de sus obispos, don Pedro Inocencio Vejarano, en 1804, “para solaz de los pobres”, pero que al fin y a la postre han devenido en una de las señas de identidad de la Ciudad Mitrada

El laberinto y otros jardines de Guadalajara

Enmarcado en el grupo de la jardinería renacentista, y dentro de los jardines ducales, Guadalajara tuvo uno de los más interesantes laberintos del Renacimiento en Europa. Lo pusieron los Mendoza en su palacio, en el centro de los jardines de poniente, y lo diseñó su arquitecto Acacio de Orejón, en la segunda mitad del siglo XVI.

Se trataba del “Laberinto de Creta”, ingeniosamente dispuesto de tal modo que venía a ser un complicado conjunto de corredores, pasadizos y acequias circulares por las que se accedía a una estrecha isla central en la que residiría el minotauro. Sobre este elemento del jardín del palacio del Infantado sólo nos ha quedado la referencia gráfica que aparece en uno de los croquis que hizo Orejón cuando la gran reforma palaciega del quinto duque, pero no se conoce otra referencia ni documento escrito alusivo a él. Su significado se nos muestra fácil y consecuente con el conjunto manierista del programa implantado por el duque en su mansión alcarreña: la utilización de un mito cretense como es el del laberinto, el minotauro y la lucha de Teseo contra este ser, pudiera parecer, en principio, muy desligada de la tónica general del conjunto, en el que priman alusiones a la historia romana y a la mitología olímpica. Pero basta con conocer la general utilización de este elemento «laberíntico» en la mayoría de los jardines del Renacimiento italiano para comprobar que su utilización en Guadalajara no hace sino afianzar el clasicismo de todo el programa.

En Guadalajara hubo algunos jardines de interés. María Diega Desmaissières, condesa de la Vega del Pozo, muy chapada a la francesa, quiso poner jardines de tipo galo en torno a su fundación de “San Diego”, lo que hoy es el conjunto de las Adoratrices y el panteón mortuorio de la familia. Un hermoso jardín se puso centrando el claustro del edificio central: un revival románico espléndido, muy poco conocido, en cuyo centro, además de una fuente, con paseos, paredes de boj y acequias sonoras, se alza un gigantesco cedro del Líbano. Para acompañar al visitante que desde el paseo de San Roque, y atravesando la portalada de piedra y hierros que se encuentra en el costado de este paseo, se dirigía hacia el panteón, la duquesa encargó a Cirilo Rodríguez que le preparara unos magníficos jardines al estilo de los del Retiro de Madrid. En ello se puso el jardinero, pero no se llegaron a construir por la muerte de la señora. Que, sin embargo, sí logró montar otro tupido y romántico jardín en su palacio del centro de la ciudad. Ese jardín que aún rebulle en la memoria de quien esto escribe.

Covarrubias, arquitecto en Sigüenza

Covarrubias_Sigüenza_Medallones_SacristiaSiempre que visitamos el interior de la catedral de Sigüenza, y admiramos algunos de sus detalles más llamativos, como la Sacristía de las Cabezas, o los altares del crucero, aparece en la cuenta (bien porque lo leemos en algún libro, bien porque nos lo recuerda el guía) la figura de Alonso de Covarrubias, el arquitecto toledano que tanta huella dejó entre nosotros.

Nació Alonso de Covarrubias en la localidad toledana de Torrijos, en 1488, hijo de Sebastián de Covarrubias y Leiva y de María Rodríguez. Tuvo un hermano, Marcos, que fué famoso bordador asentado en Alcalá. Casó con María Gutierrez de Egas, sobrina de los afamados maestros arquitectos Egas. Y de élla tuvo 5 hijos, todos éllos de alto rango, muy especialmente don Diego de Covarrubias y Leiva, nacido en 1512, que alcanzó a ser obispo de Sevilla y de Ciudad Real, y finalmente presidente del Consejo de Castilla. Nuestro autor murió en 1570, ya de avanzada edad, siendo enterrado en su capilla personal de la iglesia de San Andrés, en Toledo.

Las más fiables noticias biográficas sobre Covarrubias las aporta con la suficiente consistencia documental el profesor Fernando Marías Franco en su libro “La arquitectura del Renacimiento en Toledo (1541‑1631)”, Toledo, 1983, donde además aparece un magnífico estudio de Covarrubias.

La actividad de Covarrubias abarca un amplio espacio del Renacimiento castellano. Sus primeras obras están documentadas, aun como simple tallista o aprendiz, en 1510, y las últimas llegan hasta practicamente el momento mismo de su muerte: a 1569. Toda una vida cuajada de actividad, de ideas, de realizaciones en las que su ingenio y su técnica se pusieron al servicio de la belleza plástica, quedando, por perdurables las construcciones que levantó, una buena cantidad de obras diseñadas por él.

El estilo de Covarrubias, siempre dentro del Renacimiento castellano, del que es el mejor intérprete, fue evolucionando a lo largo de los años. Y así, siguiendo a Muñoz Jimenez en su estudio sobre el Manierismo en Guadalajara (La arquitectura del Manierismo en Guadalajara, Institución Provincial de Cultura «Marqués de Santillana», Guadalajara, 1987, especialmente las páginas 71 a 84), podemos reconocer varias etapas, que en resumen serían: 1ª) de formación y aprendizaje (1510‑1526) en la que aparece colaborando con figuras de importancia en ese momento, como los Egas, Torrollo, etc., y trabajando ya por entonces en la catedral seguntina. 2ª) de obras platerescas (1526‑1541) en la que surge con fuerza su inspiración clásica con decoraciones profusas y muy personales, como el templo de la Piedad en Guadalajara, la sacristía de las Cabezas de nuestra catedral, y otras. 3ª) del Manierismo serliano (1541‑1570) en la que rompe con las normas anteriores, progresa en su concepto estructural y decorativo, y deja obras de la talla del Alcázar toledano, la parroquia de Getafe, o el monasterio de San Miguel de los Reyes en Valencia. En cualquier caso, su obra se distribuye casi con exclusividad a lo largo y ancho del territorio del antiguo arzobispado toledano, que viene a quedar incluido casi en su totalidad en la actual región de Castilla‑La Mancha. Numerosos seguidores e imitadores llenarían luego estos territorios de obras que, sin estar bien documentadas, recuerdan en todos los modos covarrubiescos.

Actividad Arquitectónica

La actividad de Alonso de Covarrubias en Sigüenza fue muy amplia a lo largo del tiempo, y sumamente interesante en el aspecto cualitativo. Desde el inicio de su carrera, hasta poco antes de su muerte, aparece su nombre en los documentos del archivo catedralicio, lo que prueba el prestigio que siempre gozó como profesional de primera línea entre los poderosos miembros de la curia seguntina.

Las primeras referencias son del año 1515: en esa fecha cobra una pequeña cantidad por la talla de una piedra para el enterramiento de Dª Aldonza de Zayas, una familiar de los Mendoza que poseía el patronato de la capilla de Santiago (copia parte del documento Manuel Pérez Villamil en La Catedral de Sigüenza, Madrid, 1899, y la referencia es la siguiente: «…siete ducados… a Covarrubias… por la piedra que hizo para la sepultura de la señora doña Aldonza de Zayas, por mandado de los señores provisor y dean, diputados para avenir y mandar pagar las obras de la fabrica«.). Poco después, en 1517, cobró doce reales por tallar un balaustre para una pila de agua bendita (en la misma obra: «…a Covarrubias doce reales por una balaustre que fizo para la pila del agua bendita porque se quebró otra que tenía…»). Poco más debió hacer en esa época. Acompañaba como un tallista o picapedrero más, al grupo de arquitectos y escultores toledanos formado por Sebastián de Almonacid, Talavera, Guillén, Egas, Vergara el Viejo, etc., y junto a éllos se formaba y colaboraba con su trabajo manual.

Pero el aprendizaje de esa primera etapa fue crucial, y pronto afamado y con obras reconocidas de gran importancia, en 1532 el Cabildo de la Catedral seguntina mandó llamar a Covarrubias y le pidió que ejecutara las obras de una nueva Sacristía o Sagrario mayor (lo dice Pérez Villamil en las páginas 129-132 de su obra citada). Ocurrió esto a principios de ese año, el 12 de enero, que el Cabildo le solicitó en forma la realización de dicha obra, y el 4 de marzo se ordenó la realización y firma de las condiciones y el contrato. En un momento no determinado de ese año 1532, Alonso de Covarrubias estuvo en Sigüenza, viendo el lugar donde habría de hacerse la obra, y durante 9 días estudió el terreno y trazó el proyecto del recinto. Cobró entonces 12.500 maravedises. Durante 2 años, hasta marzo de 1534, Covarrubias dirigió las obras de esta sacristía, que se iniciaron de inmediato. Aunque no residía en Sigüenza,él estaba en contacto con los oficiales encargados de ejecutarlas. En esa última fecha, Covarrubias solicitó del Cabildo seguntino la resicisión de su contrato, recomendando para que siguiera de director Nicolás Durango.

Las obras de la Sacristía de las Cabezas fueron, pues, dirigdas por este Durango (de 1534 a 1545) después por su hijo o hermano Juan Durango (hasta 1554) y finalmente por el maestro seguntino Martín de Vandoma, quien las dió por concluidas en 1563. Las trazas dadas por Covarrubias, no obstante, fueron siempre respetadas, y tanto en el aspecto estructural como en el decorativo, esta importante pieza arquitectónica de nuestro templo mayor lleva bien granado el sello inconfundible y magistral del arquitecto toledano del que no hace mucho se cumplieron los cinco siglos de su nacimiento.

La Sacristía de las Cabezas, todos la conocen, es una obra única, espléndida, que por sí sola daría fama a nuestra catedral. Tradicionalmente se la ha incluido en el concepto estilístico del plateresco renacentista, y, aunque sumamente cuestionado el término plateresco, y siendo evidente su existencia, la obra de Covarrubias para la Sacristía Mayor de Sigüenza rebasa ampliamente ese subestilo, y entra totalmente dentro de lo que debe considerarse el Manierismo. Al parecer se inspiró en la techumbre del Mauselo de Santa Constanza en Roma, que él conoció mediante un dibujo del mismo que aparece en el libro de dibujos renacentistas de Diego Hurtado de Mendoza.

Su estructura podría calificarse de Renacimiento puro: es una nave, abovedada, de planta rectangular, de 22,65 mts. de longitud por 7,5 mts. de anchura, en una perfecta relación 1:3, muy propia de los salones clásicos. En cada lado aparecen cuatro arcosolios rebajados, de 1 metro de profundidad, que albergan la cajonería de la sacristía, con el intradós decorado de rosetas, y entre dichos arcos adosadas unas medias columnas que sostienen un entallamiento profusamente decorado, a partir del cual se alza la bóveda, que es de medio cañóm perfecto, y está dividida a su vez en otros cuatro tramos iguales, separados por arcos fajones (Una descripción muy minuciosa de este ámbito arquitectónico puede leerse en mi trabajo Sigüenza: la sacristía de las cabezas, que publiqué en un libro hoy ya muy raro de encontrar, el «Glosario Alcarreño», Tomo II (Sigüenza y su tierra), Guadalajara, 1976, pp. 81‑90.)

Es, sin embargo, en la decoración, donde la Sacristía de las Cabezas entra de lleno en el Manierismo (Arnold Hauser: El Manierismo (crisis del Renacimiento y origen del arte moderno), Edic. Guadarrama, Madrid, 1965). Una serie de elementos, fundamentalmente el conglomerado de sus 304 cabezas diferentes puestas en sendos medallones sobre las bóvedas, sorprenden de tal manera, y la hacen tan distinta a todo lo conocido, que la obra puede y debe calificarse de genial. Por una parte, podemos encontrar el factor «lúdico» de la lectura y descubrimiento de las cabezas. El espectador que se coloca bajo las bóvedas de la Sacristía Mayor de la Catedral de Sigüenza, se «entretiene» en ver, en interpretar, en reconocer personajes. Es una función nueva, inhabitual de la arquitectura. Es un signo eminentemente manierista. La bóveda tiene, pues, un aspecto «heterodoxo», no normal, fuera de lo establecido hasta entonces. Su función va más allá de lo que era de esperar. No sólo sirve para cerrar un espacio en su altura: se han puesto en élla retratos y personajes que piden ser mirados. Todavía otro caracter del Manierismo más preciso se da aquí: el compromiso de los temas arquitectónicos con estructuras decorativas de diferente naturaleza: las impostas y entablamentos tienen funciones exclusivamente decorativas; las bóvedas dan sensación de no pesar, etc. Indudablemente, y a pesar de las interpretaciones dadas por Pérez Villamil acerca de que el diseño final de este ámbito fuera hecho por alguno de los Durango, solo un genio como Covarrubias pudo ser su autor. Las trazas originarias del toledano, hechas en 1532, fueron las que se mantuvieron hasta el fin (Apoya estas teorías fundamentalmente José Miguel Muñoz Jiménez en su ya citada obra sobre “El Manierismo en Guadalajara”, pp. 232‑233).

Todavía en enero de 1569, los señores del Cabildo seguntino pensaron en el arquitecto Alonso de Covarrubias para llevar adelante la obra que planteaban del trascoro o girola, y como sabían que andaba ya achacoso y viejo, se la encargaron finalmente a Juan Vélez, aunque pidieron que se consultase a los mejores arquitectos, «…y sobre todo a Covarrubias, tan conocedor de esta Iglesia» (Archivo Capitular de Sigüenza, Libro de Actas del Cabildo catedralicio, nº 14, años 1564‑1571. Cfr. José Miguel Muñoz Jiménez, op. cit., nota 54 del capítulo 5).

No pudo ser así, pues el maestro andaba ya enfermo y pocos meses después moriría. Lo que sí es evidente conclusión sacada de tan escueta frase documental, es el cariño que el Cabildo seguntino tuvo siempre hacia Covarrubias, la admiración que su obra produjo en todos cuantos entendían de arte, y lo que, en definitiva, la ciudad de Sigüenza debe a este gigantesco artista castellano.

Covarrubias en Guadalajara

Dos son las huellas que Covarrubias deja en Guadalajara. En la capital y el resto de la provincia. De una parte, sabemos de su participación en la construcción y decoración de la iglesia de La Piedad, en la ciudad del Henares. Doña Brianda de Mendoza le contrató expresamente para diseñar el templo anejo al palacio que había heredado de su tío don Antonio de Mendoza. Y Alonso marcó con su genialidad no solo el ámbito espacial, sino la decoración de su portada.

En Yunquera de Henares, en el templo parroquial, sabemos que participó como tracista, dejando allí muy somero testimonio de sus formas cada vez más clásicas. Y luego están, repartidas por toda la Alcarria, desde Peñalver a Cerezo, y desde Padilla del Ducado a Budia, su herencia de formas, que cuaja en esas portadas a las que hemos dado en denominar “covarrubiescas” porque si no de su mano, sí salieron de las manos de sus alumnos, seguidores y herederos artísticos.

El parque de la Concordia, corazón verde de la ciudad

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Un libro en que se resume la historia moderna de Guadalajara

Dentro de pocos días, concretamente el miércoles próximo, 11 de Noviembre, a las 7 de la tarde y en el Salón de Actos de la Biblioteca Pública Provincial del Palacio de Dávalos, va a ser presentada por su autor, el historiador alcarreño Pedro J. Pradillo y Esteban, una obra que nos entrega entera y verdadera la larga historia del parque de la Concordia.

En mil ocasiones, y por variados motivos, hemos pasado y paseado por La Concordia, en días de húmeda neblina y en atardeceres veraniegos cargados de vencejos y golosinas. Las Ferias tuvieron sus entrañables luces recogidas entre los árboles, y diversos desfiles, juras de banderas y proclamas políticas y ciudadanas se repitieron –de esto hace ya muchos años- sobre el arenal de su salón central. La Concordia ha sido, no cabe duda, el lugar de referencia de una ciudad que ha crecido por sus cuatro costados, que se ha hecho mayor y sabia, pero que mantiene su corazón con el mismo latido y en el mismo lugar de siempre. Su corazón verde. La Concordia.

Una memoria de la ciudad entera

Curiosa forma, la que nos sorprende cuando ponemos entre las manos este nuevo libro de Pradillo. Curioso modo de abordar la historia del Paseo de la Concordia. Plural y atractiva. A lo largo de sus doscientas páginas, primero estudia, año por año, las decisiones que posibilitaron su creación, los sucesivos y progresivos añadidos, las mejoras paulatinas, formas y colores, árboles, fuentes, kioskos, fiestas, solemnidades, juras de bandera y fiestas de scouts… y en una segunda parte se entretiene en cribar los periódicos de la ciudad, las actas concejiles y los poemarios de bardos locales: en resumen, todo lo que se ha escrito sobre el Parque a lo largo de sus 160 años de vida.

Los nombres del Parque

Desde su creación en 1854, el Paseo de la Concordia ha recibido diversos nombres. El primero, y que hoy mantiene, se refería a la amistad convenida entre unos y otros partidos políticos, tras los años de tensiones y aún enemistades violentas. Este nombre fue propuesto por don José María Jáudenes, gobernador civil de la provincia a la sazón, quien además pidió que se pusiera su nombre a la calle que, en redondo, rodea al parque, tal como hoy lo hace (aunque ya por poco tiempo) la calle del capitán Boixareu Rivera.

El segundo de los nombres, lo recibió en 1937, en plena Guerra Civil. Una asociación “cultural” propuso que se le diera el nombre de Parque de la Unión Soviética, que mantuvo hasta la primavera de 1939 en que pasó a ser denominado con los apellidos del protomártir de la sublevación: José Calvo Sotelo. Al fin, llegó el razonamiento clásico y recuperó el nombre inicial, de La Concordia, en 1981, a petición del alcalde Irízar. Esa norma de darle a las calles, a las plazas y a los parques, por nombre oficial el mismo que la gente usa para denominarlos, creo que es la más sensata de las actuaciones públicas. Si a la Concordia (como todo el mundo la denomina) la llama el callejero oficial “Paseo de la Concordia”, ¿qué cosa más lógica que la Carrera [de San Francisco] pase a denominarse así, de una vez, y por todas?

Los inicios del Parque

Sobre las eras de la ciudad, demasiado cercanas ya al área habitacional, tres personalidades se coaligaron para dar nacimiento al primer parque de Guadalajara. Concebido como un paseo, despejado y con árboles, el alcalde don Francisco Corrido, con visto bueno de su corporación municipal, y la autorización del gobernador civil Jáudenes, encargó el proyecto al profesor de la Academia de Ingenieros militares, don Angel Rodríguez Arroquía, quien diseñó las obras. El paseo, finalmente, se inauguró a las puertas del verano, concretamente el 13 de junio de 1854. Se componía de “un paseo central y dos bandas de jardines, rodeado todo por las calles del perímetro”.

A lo largo de los años fue cuidado y protegido por el Ayuntamiento, que sabía era este de La Concordia un espacio que daba prestigio a la ciudad, y que se convertía, rápidamente, en punto de encuentro de la ciudadanía. Elllo conllevó numerosas mejoras, paulatinas remodelaciones, y añadidos como especialmente el muro de piedra que se construyó, a inicios del siglo XX, para separarle de la calle “Carrera de San Francisco”.

Se fueron añadiendo fuentes, remodelando los jardines, y el gran kiosko de la música, que se levantó en 1915, diseñado por el arquitecto municipal Francisco Checa. Se pusieron algunos elementos constructivos en su interior, siempre livianos y que por ello fueron efímeros: una biblioteca, algún puesto de bebidas, un tablado para la música, una sala para proyecciones de cine… el libro de Pradillo nos va dando pormenorizadas esas aportaciones, con años, nombres y decisiones. Los arquitectos municipales siempre fueron responsables de las actuaciones y mejoras de La Concordia.

Tiempos modernos

Tras la Guerra Civil, con la ciudad destruida, también al Parque le llegó la hora de mejorar, y dinamizarse. Una de las transformaciones que aún permanece es la vía transversal que se le abrió desde San Roque a la Carrera, con el objeto de que pudieran desfilar, y pasear sin problemas, los cadetes que desde 1940 se alojaban y formaban en la Academia de Infantería que provisionalmente se instaló en el recinto de las Adoratrices. Hoy se ha mantenido y se ha colocado una fuente luminosa en su centro, que ahora está en trance de arreglarse y organizarse para unos cuantos años más dando color y sonido de aguas.

También en 1954 se le pusieron dos grandes pilastras que señalaban, y siguen señalando, la entrada principal del parque. Todavía el primer Ayuntamiento democrático intentó grandes reformas, casi espectaculares, como la eliminación del muro hacia la Carrera, la erección de columnatas con estatuas, etc, que no se llevaron a cabo, quedando como hoy lo vemos, satisfecho él, y sus paseantes, del aire decimonónico que aún tiene, a pesar de haberle sumado (y luego retirado) algunas cosas, como bares, bibliotecas, estatuas… Precisamente de esas estatuas, las que hay ahora, las que hubo antaño, hace una relación curiosa y muy ilustrativa de lo que en cada tiempo la ciudad ha considerado “carne de mármol” o recuperación de antigüedades dignas del marco verde de las plantas.

El autor de este libro, como colofón de su estudio histórico y documental, plagado además de imágenes, planos, grabados, fotografías de festividades y desfiles… propone en su epílogo que se recupere aún más nítidamente el aspecto inicial, eliminando (por ejemplo) los falsos montículos que le hacen perder perspectiva, o aumentar el espacio de la explanada central que permita el uso del parque en todas las estaciones.

La segunda parte de esta obra, la titula Pradillo como una “Crónica ilustrada”, y en sus páginas van apareciendo crónicas periodísticas, textos de actas municipales, versos de Luis Cordavias, retratos de tipos clásicos del entorno, como “el Arenero”, Perico “el Buche”, Cesáreo “el Barquillero” o el guarda Bernardo a quien muchos aún recordamos con su ancha banda de cuero y la insignia metálica que le confería un poder omnímodo.

Muchos de esos textos son testimonio escalofriante de hechos reales, y otros son sueltos y gacetillas de anécdotas desternillantes. Los firman Salvador Toquero, Rubén Madrid, Jesús Orea, Pedro Aguilar, Gil Montero, Ochaita y los redactores de “Flores y Abejas” y “Nueva Alcarria”.

Con todo ese material, dispuesto en una agradable y manejable formato de libro cuadrado, entre imágenes continuas y evocadoras de tiempos palpitantes, discurre este libro que muchos alcarreños van a tener, desde ahora, como de cabecera, porque por más que se lea y se relea, siempre nos sorprenderá algo nuevo y divertido.

El libro sobre La Concordia

Cuando por parte de muchos alcarreños, hoy se busca saber más, en profundidad y con rigor, de nuestra historia, de nuestras gentes y edificios, en el camino serio de los análisis históricos y patrimoniales, este que se presenta la semana próxima es sin duda un magnífico estudio del doctor Pradillo Esteban, quien en esta ocasión analiza a fondo el más antiguo y clásico de los parques de la ciudad de Guadalajara.

Se trata de un libro con edición muy cuidada, muchos gráficos y cómoda tipografía, en el que el autor aborda la memoria de esta parte latiente de la capital a través de dos grandes partes: la primera, es el estudio histórico y documental. La segunda, un anecdotario a través de escritos ajenos, recortes de periódico, y fotografías antiguas.

Estos son los datos concretos del libro que el miércoles próximo, 11 de Noviembre, a las 7 de la tarde, en la Biblioteca del Palacio de Dávalos, se va a presentar por el propio autor con una conferencia ilustrada de diapositivas: Pradillo y Esteban, Pedro J.: “El Paseo de la Concordia. Historia del corazón verde de Guadalajara. Aache Ediciones. Guadalajara, 2015. 208 páginas, 20 x 20 cms. grabados en color. Encuadernación en cartoné. ISBN 978-84-15537-73-1. PVP, 24 €.