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mayo, 2014:

Viaje a la Celtiberia: Luzaga

Restos actuales del castro celtibérico de Castejón, en Luzaga.

Esta semana hemos viajado por los pequeños pueblos de la Serranía del Ducado, en los que a pesar de mantenerse muy poca gente en ellos viviendo, están limpios y cuidados, atentos a mantenerse vivos y mostrando, en todo caso, las evidentes pruebas de su ancianidad de siglos.

En Luzaga, llegamos a la plaza, bajo los densos árboles, y desde el primer momento vamos recorriendo sus calles y admirándonos de lo que vemos.

Hacía mucho tiempo que el viajero no llegaba a la plaza de Luzaga. Los caminos, junto al río Tajuña, desde el puente del molino, eran antes irregulares y angostos. Ahora se llega por carretera fácil y asfaltada. En la plaza, nada más aparcar el coche, nos saluda un muchacho de origen americano, muy moreno, que nos dice (ya empezamos…) que de los bares que hay en el pueblo, uno abre solo los fines de semana, y el otro a partir de las 7 de la tarde…. Y son las 5, y hace un calor que no nos permite aguantar sin beber, al menos agua.

Pero vamos a lo nuestro. Volvemos a Luzaga, porque nos trae muy buenos recuerdos de la infancia, de cuando íbamos al Campamento “El Doncel” a pasar tres semanas del verano entre pinos y  caminatas. A disfrutar de aquel aroma de resina, del aire limpio y el rastro de las águilas por entre las nubes. Y además ahora por ver si conseguimos subir al castro celtíbero, uno de los lugares con magia acumulada desde hace siglos, uno de esos enclaves que sabemos cruciales en la memoria colectiva de nuestra tierra.

El pueblo

Abrigado entre las suaves vertientes de un vallejo que se forma con el paso del Tajuña, asienta el caserío de Luzaga en el borde meridional del extensísimo pinar que cubre gran parte de la sierra del Ducado. Sus alrededores, por donde dis­curre el río entre angostos roquedales; los pinares densos y solitarios, las parameras frescas, constituyen encantadores motivos para realizar excursiones y pasar temporadas de vacación. Todavía en su término está enclavado el campamento juve­nil «el Doncel» que durante el verano se utiliza como escuela de amor a la naturaleza. Para los pescadores es un ritual amenísimo el recorrer las orillas del Tajuña en busca de las abundantes piezas que crían en sus frescas aguas.

Sus alrededores estuvieron habitados en remotas épocas. Los lusones, uno de los pueblos que conformaban la raza cel­tibérica, asentaron en esta zona, y de ellos quizás derive el propio nombre del pueblo. Existió durante la Edad Media una torre vigía en el término, y posteriormente a la reconquista quedó enclavado, en calidad de aldea, en el alfoz o común de Tierras de Medinaceli, pasando en el siglo XV al señorío de los La Cerda, y con ellos estuvo hasta el siglo XIX incluida en el ducado de Medinaceli.

La iglesia parroquial está dedicada a Nuestra Señora de la Asunción. Es de estilo románico rural, construida en el siglo XII, con gran espadaña triangular a los pies y bella por­tada abocinada con arquivoltas semicirculares, columnillas y capiteles de temas vegetales sobre el muro de mediodía. Esta portada se protege ahora de un amplio atrio o tejaroz sustentado en pilares de madera bajo techado a tres aguas.     En su interior, bastardeado, destaca una pila románica muy inte­resante, y una custodia del siglo XVIII donada por el Dr. Juan Manuel Ortega y Oter. El ábside del templo es semicir­cular y presenta ventanilla central muy estrecha, con caneci­llos bajo el alero y múltiples marcas de cantería en el sillar del muro. Se ve a las claras que la pared de este ábside se recreció en la ampliación que del templo se hizo en el siglo XVI, pero al menos se salvaguardó el primitivo contorno románico y sus elementales detalles.

En la plaza Mayor, en su extremo occidental, existe ya muy destrozada y alterada una antigua casa‑fuerte con restos de torreón, portón de ingreso adovelado y dos escudos nobi­liarios, muy desgastados, dándoles escolta. Ahora le han adosado un anuncio luminoso de una marca de cerveza, y le han rodeado por todas partes de cables telefónicos, de luz, etc. (como ocurre en todos los pueblos) con lo cual cuesta un poco más de trabajo que antes el identificar las cosas que se ven.

Por el pueblo pue­den admirarse varios bellos ejemplares de arquitectura popu­lar con casas de sillarejo rojizo, y notables esgrafiados con dibujos, decoración geométrica, leyendas y fechas sobre el revoco de las fachadas principales.

En el término de Luzaga, y señoreando desde un alto roquedal el valle del Tajuña, se ven los restos de un castillete o torreón vigía, obra medieval sin duda

El Castejón

Sabemos que son importantes los restos arqueológicos existentes en Luzaga, significativos del asentamiento de una nutrida colonia de celtíberos (pueblos lusones, o tittos), que llegaron hasta la época de la lucha contra los invasores romanos. En el cerro «Castejón» se han hallado y todavía se ven hoy señales de un castro o poblado, y cercano a él, pero en la vega, el marqués de Cerralbo encontró, y poste­riormente excavó junto con otros arqueólogos, una impor­tante necrópolis de la época más moderna de la Edad del Hierro, siglos III y II antes de Cristo en la que se excavaron más de 2.000 tumbas, y en ellas se hallaron gran cantidad de cerámicas, así como esqueletos con los brazos en cruz y el cráneo agujereado.

Este Castejón o gran acrópolis celtíbera, ha permanecido abandonado durante 2.000 años. Nadie se ocupó de cuidarlo, de conservar sus muros, sus torres, sus recintos. Tampoco nadie se entretuvo en destruirlos. Simplemente, se fueron cayendo y disolviendo, en el aire, en la lluvia, bajo el viento. De sus enormes murallas, quedan hoy alineaciones o zócalos de grandes sillares, y no muchas, porque esa fue cantera durante siglos para que los vecinos extrajeran buenas piedras para construir sus corralizas y aún viviendas. Con un poco de miedo vimos cómo, sin área concreta de protección para el castro, poco a poco van creciendo las actuaciones constructivas en la ladera, aproximándose al corazón de esta vieja acrópolis.

Los más notables restos del Castejón celtibérico de Luzaga se sitúan al borde de los farallones rocosos que marcan el extremo del perímetro urbano por el noroeste: en esa zona, tal como se ve en la fotografía que adjunto, realizada no hace muchos días, se situaba el núcleo principal de la acrópolis o núcleo defensivo de esta vieja ciudad a la que los clásicos romanos denominaron “Lutecia”. Además se ven, adosados al lienzo norte de la muralla por el interior y a partir de su ángulo sudeste, distantes entre sí unos 100 metros, los restos de tres torres.

Los Palacios

Otro de los elementos arqueológicos que le dan valor a Luzaga actualmente, es el yacimiento de Los Palacios, este de época romana, que se ha ido excavando, parcialmente, y un poco a trompicones, durante las últimas décadas.

Bajo el subsuelo de la población actual se descubrieron hace unos 30 años lo que se manifestó ser restos de una construcción romana de cierta prestancia, posiblemente unos baños públicos o sector termal de una gran mansión privada. Dichos restos romanos, cuya extensión total se desconoce por no haberse continuado como debieran los trabajos de excavación entonces realizados, ocupan los terrenos anexos al casco urbano por el lado de la plaza en el que no existen todavía edificaciones.

Ese “palacio” o gran mansión estaba construido de sillarejos bien escuadrados y asentados sobre una cimentación de sillares del mismo material, que también se utilizaron en las esquinas. Los paramentos interiores de la habitación estaban revestidos de una gruesa capa de estuco impermeabilizador, con un zócalo o rodapié moldurado en redondo. Se encontró una amplia zona de pavimento cubierto de mosaico: era este compuesto de teselas blancas con adornos de florecillas muy esquematizadas en negro y amarillo, simétricamente distribuidas en forma de nudos de una retícula, todo enmarcado por una cenefa con el mismo tema de las flores. Los arqueólogos que realizaron aquella campaña de excavación, y especialmente el profesor Valiente Maya, a quien sigo en esta descripción de aquellos trabajos, concluyeron en que se trataba de un edificio construido en la segunda mitad del siglo I d.C. y que fue destruido no mucho después por un violento incendio.

Más recientemente, el profesor Sánchez Lafuente recogió en un amplio estudio sobre este yacimiento romano, y el contiguo castro de “El Castejón” las conclusiones de anteriores excavaciones: se han encontrado piezas de arte, mucho material de armas y adornos, y en definitiva se puede llegar a la conclusión de que Luzaga es un ámbito de ricas perspectivas arqueológicas que deberían ser estudiadas, continuando las excavaciones de etapas anteriores, y quizás poniendo el pensamiento (avanzando en lo cultural, a pesar de los malos tiempos que corren para la lírica) en un posible Museo o espacio dedicado a mostrar a todos el pasado celtibérico de estas tierras.

Un folclore denso

En Luzaga, y según la época del año, el viajero puede encontrarse también con un interesante acopio de costumbres y modos de celebración que son singulares respecto a los pueblos del entorno. Estos temas que a continuación expongo los recogí de viva voz de gentes que aquí vivía, hace medio siglo. No creo que todo siga celebrándose, pero al menos quiero que quede constancia de que fue, de que existió una época en que la gente se divertía con cosas diferentes a los niveladores encuentros de fútbol.

Del folclore animado de Luzaga, debe recordarse aquí la celebración de las fiestas de San Blas, de San Roque, de San Zenón, de la Virgen de la Quinta Angustia, la Bendición de los Campos en la víspera de la Asunción, y la quema de Judas el domingo de Resurrección. Entre las fiestas que pueden argumentar un origen o trasfondo pagano, están las del sols­ticio de invierno, en la Navidad, en que se encienden «lumi­narias» y hogueras por el pueblo y los alrededores; las fiestas de la máscara, en el Carnaval, cuando los mozos tenían cos­tumbre de disfrazarse y cubrirse las caras con cartones ridículos, y, en fin, la alegre fiesta de los mayos, en la que se emparejaban mozos y mozas. Las mozas (mayas) obsequiaban a sus correspondientes mozos (mayos) con la «galleta», que consistía en una merienda a base de mojar galletas en copas de licores. También la maya regalaba a su mayo una rosca, hecha con huevos, azúcar y harina, y era signo de acep­tación y complacencia (le hacía la rosca). Ellos regalaban a las chicas diversos objetos de adornos, y luego entre los mozos se reunían y comían huevos cocinados en diferentes formas. Se cantaban, en rondas, animadas coplas.

Como tradición gastronómica, es de reseñar la sopeta, consistente en pan, vino y azúcar, que el día de San Roque repartía el Ayuntamiento entre los vecinos, que iban con barreños o jarros llenos de pan (el migote) sobre el que los concejales echaban el vino.

Iconografía románica en Molina

Portada del templo de Santa Catalina, en término de Hinojosa, en el Señorío de Molina (Guadalajara). En su interior, aparecen interesantes capiteles decorados, cuyo sentido se analiza en este artículo.

De la iconografía románica de Beleña, Cifuentes, Labros o Pinilla, vamos hoy, finalmente, a dos lugares del Señorío de Molina que muestran espléndidas sus formas parlantes: Hinojosa, Tartanedo, la misma Molina de Aragón…

La ermita de Santa Catalina en Hinojosa

En el término municipal de Hinojosa, territorio del Señorío de Molina, junto a la carretera que baja desde Labros a Milmarcos, y en medio de un denso y antiquísimo sabinar, puede admirarse la ermita de Santa Catalina, que fue iglesia parroquial, en la Edad Media, de un pueblo que llevó por nombre el de Torralbilla, del cual ya sólo quedan informes ruinas en su derredor. A la belleza intrínseca del edificio, el viajero percibirá en este caso la singularidad del espacio en que asienta, la magia de un territorio desértico, silencioso, aislado como pocos, en el que las formas arquitectónicas románicas emergen puras de un pasado devastado.

El edificio está construido con mampostería y buen sillar en las esquinas, en las ventanas y en el atrio. Lo primero que destaca de este templo es el atrio porticado, adelantado sobre el muro meridional, formado por seis arcos adovelados de medio punto que apoyan sobre sus respectivos pares de columnas que a su vez rematan en capiteles de sencilla decoración vegetal. Este atrio tiene entradas por sus extremos oriental y occidental, no pudiendo accederse por el sur debido a la pendiente del terreno y la altura de su paramento. En el costado oriental hay tres vanos: uno de ellos sirve de acceso, rasgado hasta el suelo. El otro cubre el antepecho de la galería, y el tercero, sobre los anteriores, hace de ventana.

El ingreso al templo se hace por su portada inserta en el muro meridional del mismo: consta de un amplio vano formado por cuatro arcos semicirculares de arista viva, con una cenefa de puntas de diamante en derredor de la más externa. Estos arcos de degradación apoyan en capiteles de hojas de acanto, muy estilizados, que a su vez apoyan sobre tres pares de columnas adosadas. En la cabecera destaca el ábside, de planta semicircular, cuya cornisa sostienen variados canecillos de curiosa decoración, algunos con pintorescas figuras antropomorfas, animales, herramientas y trazos geométricos. Dicha cornisa presenta toda su superficie tallada con temas vegetales y decoración de ajedrezado.

El interior ofrece una nave única, recorrida en su basamenta por un poyo de piedra, que también se extiende al presbiterio y al ábside. Era así como las gentes en la Edad Media se reunían en la iglesia: sentadas de espalda a los muros, sobre los poyos de piedra en ellos cimentada. El pavimento es de grandes losas de piedra. La techumbre es de madera de sabina. El presbiterio, ligeramente elevado sobre la nave, da paso al ábside semicircular. Un arco fajón o triunfal, apuntado y doblado, que media entre la nave y el presbiterio se apoya sobre pilastras y sendas columnas adosadas, que rematan en otros tantos capiteles decorados. El de la derecha (lado del evangelio) es de motivos vegetales, mostrando talladas volutas de hojas; mientras que el de la izquierda (lado de la epístola) tiene tallados dos trasgos enfrentados. Son seres voraces, con grandes bocas sanguinarias, garras certeras y músculos en el cuerpo de ave que destilan veneno y pasión sin límite. Son inhumanos, ajenos a este mundo, como gritos ahogados. Son en realidad un par de figuras tomadas del bestiario medieval, grifos y sirenas, símbolos del Bien y el Mal, tomados de los capiteles del claustro monasterial de Silos, que hasta aquí ejerce su influencia iconográfica.

Este capitel, que se conserva como recién tallado, está coronado por sencilla imposta en cuyas tres caras aparecen roleos vegetales de calibrado equilibrio. Bajo ellos, y constituyendo el cuerpo del capitel, hay cuatro ejemplares que son fieles representantes de la mitología cristiana medieval: frente a frente, y separados por una palmera esquemática, dos grifos de fiero aspecto constituyen la cara frontal del capitel. Escoltándolos aparece un par de sirenas o arpías de perfecto rostro femenino. El grifo, como ya es sabido, consta de cabeza y cuerpo de águila, y patas o simplemente cola de león. Hay diversas variedades en su representación. En el caso de la ermita de Santa Catalina su cuerpo es, efectivamente, de alado volátil; su cabeza es parecida a la de un gesticulante perro, y su enorme y enrollada cola presenta una serie de poros que le identifican con un basilisco. En definitiva es una mezcla de todos ellos, tallada con cuidado siguiendo algún boceto dado por algún viajero. Las sirenas, de serena actitud, poseen un sencillo cuerpo de ave sustentando su rostro de mujer. En la simbología medieval, que utiliza muy frecuentemente al grifo, a partir de las miniaturas mozárabes hispánicas, de donde se extiende luego a Europa, trae, por su mezcla de águila y león, animales solares y superiores, un significado benéfico, protector, vigilante de los caminos que conducen a la salvación espiritual. Por el contrario, en el mismo contexto de interpretaciones simbólicas, la sirena representa la maldad, el engaño, la voz dulce y armoniosa que atrae y distrae al caminante. Las dos fuerzas que desde su nacimiento, tratan de ganar la atención humana, cual son el bien y el mal, en el sentido radical que la religión cristiana, enraizada en otras creencias asiáticas anteriores ha poseído.

En la basa de la primera de estas columnas, se ve grabada la palabra PETRV- ¿quizás el nombre de su constructor, o del tallista? Y en el muro meridional del presbiterio vemos un arco empotrado en cuyo tímpano se encuentra un bajorrelieve que representa una cruz trebolada inscrita en un círculo, escoltada de sendas flores de lis.

El exterior del ábside, semicircular, de altos muros rematados en cornisa pétrea, muestra sujetando a esta una serie de canecillos en los que la simbología medieval toma cuerpo, y recita una vez más su hermética parsimonia de advertencias y cuidados, dichas a través de la tallada piedra en forma de monstruos. En este edificio, los canecillos del ábside nos muestran elementos muy sencillos, con billetes y molduras simples, uno con la talla de una serpiente enroscada que con su cuerpo forma una espiral (manifestación plástica del Infinitio), otros con figuras trepidantes, como músicos y narigudos contadores de chistes, un dragón y algún instrumento musical, un par de cantimploras o boteles, algunos con seres  escalofriantes, como trasgos, harpías y grifos, e incluso lujuriosos, pues uno de ellos muestra un hombre con las piernas abiertas entre las que habría tallados sus genitales que luego fueron censurados, y finalmente dos cuerpos desnudos frotándose…

La ermita de Santa Catalina en Hinojosa es, sin duda, uno de los edificios más sorprendentes de todo el románico provincial de Guadalajara, y dejará en el visitante una evocación permanente de luz, de paz y de silencio. Y de bien trazada arquitectura conforme a los más puros cánones medievales, por supuesto.

La iglesia de Tartanedo

 

Pertenece este lugar a la sesma del Campo, en el Señorío de Molina, estando considerado como uno de los más importantes de ella. Se extiende en la suave falda de una elevación que otea amplias extensiones del páramo molinés.

Su iglesia parroquial está dedicada al patrón del pueblo, San Bartolomé. Aunque toda su fábrica es obra del siglo XVI, época en la que se alzó casi por completo nueva, y aún presenta otras reformas posteriores, una parte de su primitiva estructura ha permanecido intacta y nos revela su primitivo origen medieval, más concretamente románico: es su portada un bello ejemplo del estilo más genuino de la Edad Media. Posiblemente construido a finales del siglo XII, consta de tres amplias arquivoltas lisas ribeteadas con una gruesa cinta externa ó chambrana de puntas de diamante o dientes de león. Ya por sí solas están hablando al fiel aldeano medieval de que entra a un lugar sagrado, un lugar que le llevará al Paraiso a través de ese sintagma geométrico para el que los curas sucesivos le han ido explicando. Sobre las cortas columnas en que se sustentan las arquivoltas externas, se ven cuatro capiteles, algunos muy destrozados, y sobre ellos los ábacos correspondientes con decoración tallada de flores de cuatro pétalos. En uno de estos capiteles nos sorprende por su directa expresividad la cara de un monstruo de tosca factura, de un personaje ambiguo del que sólo destaca su gesto de ferocidad y su prominente lengua. Suponemos que los otros tendrían también tallados elementos deformes, aterradores, expresiones del mal, que se quedan “fuera” del templo.

No es de este lugar describir el templo de Tartanedo en su interior, las múltiples maravillas que en forma de retablos, esculturas, pinturas y orfebrería conserva su nave y sus muros. Solamente resta advertir de ello al viajero y animarle a que no sólo contemple esta portada románica tan elocuente, sino que se entretenga largo rato con el prolífico tesoro artístico de su templo parroquial.

Otros lugares de interés

También en Teroleja, en su escueta y elevada iglesia parroquial, nos encontramos algunos canecillos tallados con figuras humanas y elementos rurales, como una tinaja, y una herramienta de labranza. En la capital, Molina de Aragón, la iglesia de Santa Clara es un espléndido ejemplo románico en el que apenas encontramos elementos tallados significantes: solamente hay tallas vegetales, grandes hojas de acanto, rosáceas, flores centrales y elementos geométricos. Algo similar pasa con la iglesia de Rueda de la Sierra, cuya portada hoy resguardada tras el portal de acceso, nos muestra una buena serie de arquivoltas lisas, protegidas por una chambrana de “dientes de león” que vienen a acentuar el mensaje de lugar sagrado, acceso al mismo, protección frente a lo desconocido, seguridad en el camino…

Y con este amplio repaso, espero haber conseguido que muchos lectores se hagan a continuación viajeros, para llegar hasta estos lugares recónditos en los que el mensaje voluntariamente oculto de los tallistas románicos pugna por llegarnos, por expresarse, por decirnos a través de la vieja piedra medieval, que estamos inmersos en un eterno “ir y venir”, atados a una rutina de progresos y decadencias en la que solo la palabra de Dios, la eterna Lucha entre el Bien y el Mal, y el deseo de superar al pecado, nos justifica.

La iconografía románica en Guadalajara

El capitel del arco toral de la ermita de Santa Catalina en Hinojosa muestra dos basiliscos enfrentados, símbolos del Bien.

Desde la Semana Santa de este año se está constatando el aumento de viajeros por los caminos de nuestra tierra. Aunque sigue ganando la partida el turismo de sol, el ansia de playa y la fruición de tomar cañas en los chiringuitos, también es cierto que cada día van aumentando los que, mochila al hombro, en cuatro-por-cuatro, o con la familia a cuestas, se van por estos pueblos nuestros de tierra adentro, a tratar de descubrir ese vientre que late, que murmura y nos espera: el vientre de la tierra madre, que aunque ya no se le puede llamar “patria” por estética, los sentimientos que crea son muy similares, muy de vecindad. Nos gusta ir a patear la tierra de nuestros mayores, descubrir qué queda de aquello que los abuelos nos contaron.

Y Guadalajara ha dado, entre otras cosas, muchos abuelos. Muchos hombres y mujeres que aquí nacieron, trabajaron, amaron y se despidieron del mundo entre estampas y campanas. En sus pueblos de la Sierra, del Henares, de la paramera molinesa, de las Alcarrias, quedan todavía edificios y plazas, arboledas y arroyos, huellas palpables de otra vida. Vamos a descubrirla.

La tradición romana en Beleña

Abro mi libro con el estudio de uno de los monumentos que más han chocado a los viajeros del románico alcarreño: en este caso la iglesia de San Miguel, en Beleña de Sorbe, un pueblecito perdido en los declives serranos cerca de Cogolludo. Un templo construido en el siglo XIII, del que tras posteriores reformas solo queda de original la galería porticada que le precede y su portada, de arcos semicirculares, cubierta de piedras talladas que representan los meses del año en forma de personajes interpretando las más características tareas, fiel reflejo de una vida antigua. Además de los labradores que aran la tierra, de los señores que se dan banquetes, de las jovencitas de hacen sonar los crótalos primaverales y de los guerreros que andan a cazar con azores, hay una serie de capiteles que muestran escenas bíblica y que en su conjunto proponen al espectador, especialmente al de aquellos tiempos, un mensaje nítido de cómo planear la vida para salvarla.

El sonido del infierno en Cifuentes 

Aparece luego el estudio de la portada de Santiago en la iglesia parroquial de Cifuentes. De una época muy concreta (hacia 1265) en ella aparecen personajes reales que los libros de historia nos retratan superficialmente, y aquí están tallados por el escultor itinerante que viajó por “el camino de la lana” hacia Santiago en esa época. Encontramos las figuras de Mayor Guillén de Guzmán, señora de Cifuentes en esos días, y de su hija Beatriz, fruto de amor prohibido con el rey Alfonso X el Sabio, y luego reina de Portugal. Encontramos las figuras del obispo de Sigüenza don Andrés, con su mitra y su báculo, y del alcalde del concejo cifontino, con su bastón de mando, más gentes buenas, peregrinos, piadosos fieles… todos ellos enfrentados, en una batalla ingente, contra las fuerzas del Mal, contra el Infierno más terrible, que se muestra retratado en el otro lado de la puerta. Allí están monstruos satánicos, terribles unos y con caras melifluas otros, diablesas pariendo (reyes precisamente…) y demonios de cuellos abultados, de labios partidos de cuernos ardientes.

El conflicto del Bien y el Mal se constituye en Psicomaquia, a la que acompañan muchas escenas (en los capiteles) de representaciones bíblicas, más personajes ejemplares, prudencias y vicios, animales maltratantes y grifos protectores. El conjunto de cientos de figuras que pueblan la portada de Santiago, en Cifuentes, es quizás el mejor ejemplo de la iconografía románica en Guadalajara, y personalmente puedo decir que desde que hace ya decenios propuse esa interpretación, muchos otros la han seguido, e incluso algunos más la han contradicho y han propuesto otras teorías. Todo eso es bueno, y en definitiva sirve para lo que nos ocupa, y es que mucha gente venga por Cifuentes, y por la Alcarria toda, a ver estas piedras viejas y a entenderlas. 

El programa teológico de Atienza 

También la iglesia más alta de Atienza, la que llaman de Santa María del Rey, a los pies del castillo y albergando ahora en su torno el cementerio de la villa, tiene una portada que asombra nada más verla. De muchas arquivoltas concéntricas, en sus superficies anchas se incrustan al menos un centenar de figuras. Formalmente son feas, ridículas, estrambóticas: son tallas del siglo XIII ejecutadas por un equipo de escultores demasiado aficionados. Es posible que fueran una cuadrilla que iban de viaje desde Valencia ( y a saber allí desde donde llegaron) hasta Santiago, y por el camino se ganaban las gachas que les deban tallando piedras.

Pero el conjunto, analizado con la fría lógica que nos da hoy haber leído a Panofsky, a Santiago Sebastián, a Reau y a Sureda, nos permite explicar el sentido que alguien letrado quiso que apareciera ante los ojos de los fieles atencinos que semanalmente pasaban bajo aquel enorme arco al santuario del templo. Y, una vez dentro, explicarles por qué estaban allí fuera tallados esos ángeles, esos demonios esos santos y esos apóstoles. Una filigrana rural a tope, pero muy elocuente.

La huella templaria en Albendiego

En las estribaciones de la Sierra de Pela, al noroeste de la provincia, hay tres templos a los que ya van turistas casi en peregrinación. Lo merecen, sin duda: Albendiego, Campisábalos y Villacadima. En el primero de los lugares, el templo dedicado a Santa Coloma, que hoy es ermita pero que en el siglo XIII fue iglesia de un monasterio de caballeros militares (quizás templarios, seguro que sanjuanistas) muestra en su ábside y en las ventanas del interior, numerosos símbolos que muestran a las claras su filiación esotérica, su significado mistérico y el ansia que entonces se tenía, por las gentes espirituales, de unificar los conocimientos cristianos, islámicos y hebreos en una Sola Sabiduría. En este libro, las explicaciones del sentido iconológico de rosetones, capiteles y metopas las vengo a sacar de las sabias apreciaciones de Angel Almazán de Gracia, quien hace un par de años nos entregó, con su libro sobre “Los templarios en Guadalajara” muy masticada esta misteriosa colección de símbolos.

Luego, en el capítulo siguiente, subimos la cuesta que nos lleva a Campisábalos, y allí (hoy han abierto un Centro de Interpretación del Románico) admiramos de nuevo un mensario tallado burdamente sobre la pared de la capilla del caballero San Galindo, en un conjunto extraordinario de símbolos y mensajes que aún entremezclados nos hablan de la vida, lo cotidiano, y la oración, el viaje al Más Allá. En los rosetones y en los capiteles con arpías y nereidas de la capilla de San Galindo, más la cruz patada del cementerio del pueblo, se puede leer el mensaje de los sabios caballeros del Medievo que nos habla todavía.

Otros muchos lugares de Alcarria, de la Sierra, de Molina 

En este libro, en el que he concentrado otros intervenciones anteriores, estudios previos y viajes minuciosos, traigo a colación muchos detalles del arte románico de nuestra tierra. Porque si bien hay un centenar de edificios que podemos considerar construidos en el siglo XIII, no todos están ilustrados con tallas en sus piedras, con galerías porticadas y portadas expresivas. Por eso aquí he puesto lo más llamativo del conjunto románico, explicado con la mayor atención que me ha sido posible, apoyado siempre en la observación directa, y en las enseñanzas de otros a los que considero más y mejor informados.

De esta manera, me entretengo (y yo, al menos, me lo paso estupendamente) haciendo análisis de las figuras que pueblan las galerías románicas de Sauca y Pinilla de Jadraque, alcanzando finalmente, a través de elementos mínimos y puntuales, todos los elementos expresivos de la simbología cristiana románica, y que vemos en temas tan concretos como la trompa de la catedral de Sigüenza, la pila bautismal de Esplegares, los capiteles del arco toral de Santa Catalina de Hinojosa, la portada de Labros, los accesos al templo de Cereceda, o la viga de Valdeavellano en la que sorprenden sus pinturas románicas capitalizadas por un enorme monstruo apocalíptico.

El libro "Iconografía románica en Guadalajara" ofrece numerosos estudios monográficos integrados en el contexto del análisis del significado y simbolismo de los elementos ornamentales de los edificios románicos.

Apunte bibliográfico 

Se titula este libro “Iconografía Románica en Guadalajara”, tiene 160 páginas y numerosas ilustraciones, y aparece como número 89 de la Colección “Tierra de Guadalajara” de la editorial Aache. Para los viajeros y estudiosos de la historia y el patrimonio de nuestra provincia, es un libro capital, que viene a complementar la trayectoria que he seguido desde hace algunas décadas en el campo del estudio e interpretación del arte románico, alcanzando en sus páginas una claridad, tanto de conceptos como de maneras expositivas, que creo será agradecida de cara a comprender mejor y apreciar más seriamente este patrimonio que debemos siempre conservar con mimo.

En estos días de Feria del Libro en Guadalajara, y una vez presentado ayer en la carpa central de la Feria, junto al Ayuntamiento, se ha convertido en uno de los títulos más demandados, lo cual supone, para mí como autor, una grata recompensa a tantos años “mirando para arriba” como hay que hacer cuando se viaja por esos pueblos mínimos de nuestra tierra, y se quieren descubrir los más remotos detalles de la vieja presencia humana.

Las celosías templarias de Santa Coloma de Albendiego

En plena serranía de Pela, un poco más allá de Atienza, en esas tierras altas y dulces por donde cabalgó el Cid y los hombres se afanaron en sobrevivir a pesar d ela dureza del clima, surgen algunos edificios religiosos de solemne antigüedad. Hasta Albendiego llegamos hoy, a leer los mensajes que aquellos antiguos habitandes dejaron inscritos en sus piedras.

Reposado en ancho valle, junto al río Bornova que acaba de nacer en la laguna de Somolinos, aparece el caserío de Albendiego, arropado con la exuberante vegetación de cientos de árboles que le escoltan, aislado en medio de los labrantíos y pastos del término. Destaca aislada, a unos quinientos metros al sur del pueblo, la iglesia románica de Santa Coloma, que siempre fue templo dedicado a otros menesteres distintos de los parroquiales del poblado. Ahora es ermita, y, por supuesto, meca de viajes culturales y esotéricos. Pero siempre hizo de espacio religioso en el que a lo bello de sus formas, a lo clásico de su estructura, se sumó el silencio denso de su mensaje simbólico.

El nombre de Albendiego tiene muy claras resonancias árabes, lo que nos induce a creer que fuera así denominado por los numerosos mudéjares que poblaron la comarca. El hecho es que tras la Reconquista, perteneció al Común de Tierra de Atienza, pasando luego al poder de los de La Cerda, duques de Medinaceli, de quienes por casamientos vino a dar a la casa del Infantado, dentro del devenir común de una serie de lugares anejos a Miedes.

En Albendiego pueden verse algunas grandes casonas de recia textura arquitectónica rural, destacando sus paramentos de sillarejo, sus dinteles de grandes piedras, muchas de ellas talladas con emblemas y frases populares, y hasta alguna ruina de casa noble, de sillar, a la que le quitaron el escudo.

El monumento (declarado histórico‑artístico nacional en 1965) más interesante de Albendiego es la iglesia de Santa Coloma, aislada del pueblo en la orilla del río Bornova, rodeada de árboles y enclavada en un lugar encantador. Aquí tuvieron su sede una pequeña comunidad de monjes canónigos regulares de San Agustín, que ya existían en 1197, pues en esa fecha les dirigió una carta el obispo de Sigüenza don Rodrigo, eximiéndoles de pagar diezmos e impuestos, haciéndoles donación de tierras y viñas para su sustento. Su prior ocupaba un lugar en el coro y cabildo de la catedral seguntina. Ellos fueron, pues, quienes a finales del siglo XII levantaron esta iglesia de Santa Coloma.

Hoy ha sido restaurado por completo este edificio, eliminada la arboleda que a levante del mismo le atribuía humedades, y abierta la vista de su ábside señero a todos cuantos se quieran pasear en su torno.

La iglesia de Santa Coloma

Se trata de un edificio inacabado, con añadidos del siglo XV. De nave única, al exterior nos muestra la espadaña de remate triangular con tres vanos, a los pies, sobre le muro de poniente, y el ábside completo rematando el templo por levante.

Se accede a su nave única a través de una puerta con arco gótico rebajado, y cardinas esculpidas, añadiendo algunos capiteles y adornos vegetales y geométricos. Se cobija esta puerta por pequeño atrio. De las obras de arte que atesoraba este templo (un retablo gótico, algunas imágenes románicas) nada queda, pues la soledad del lugar ha propiciado el robo fácil.

Esa nave interior, que tiene un coro alto a los pies, muestra en su cabecera el arco triunfal con gran dovelaje y capiteles foliáceos, que da paso al presbiterio, a partir del cual se abre el ábside plenamente iluminado por los calados ventanales. A ambos lados del presbiterio, se abren sendos arquillos semicirculares, que dan entrada a dos capillas primitivas, escoltadas de pilares y capiteles perfectamente conservados, tenuemente iluminadas por los ventanales ajimezados del exterior. Son dos receptáculos increíbles, donde el aire misterioso, ritual y místico de la Edad Media, parece detenerse y fluir de sus piedras.

Las celosías del ábside

El ábside principal, que traduce al exterior el presbiterio y ábside internos, es semicircular, aunque con planta que tiende a lo poligonal, y divide su superficie en cinco tramos por cuatro haces de columnillas adosadas, que hubieran rematado en capiteles si la obra hubiera sido terminada completamente. En los tres tramos centrales de este ábside aparecen sendos ventanales, abocinados, con derrame interior y exterior, formados por arcos de medio punto en degradación, de gruesas molduras lisas que descansan sobre cinco columnillas a cada lado, de basas áticas y capiteles foliáceos.

Llevan estas ventanas, ocupando el vano, unas caladas celosías de piedra tallada, que ofrecen magníficos dibujos y composiciones geométricas de raíz mudéjar, tres en la ventana de la derecha, cuatro en la central, y una sola en la de la izquierda, pues las otras dos que la completaban fueron destruidas o robadas. Centrando cada dibujo, se aprecia una cruz de ocho puntas, propia de la orden militar de San Juan, y antes de los Templarios. El resto de la cabecera del templo, ofrece a ambos lados de este ábside sendos absidiolos de planta cuadrada, en cuyos muros de bien tallada sillería aparecen ventanales consistentes en óculos moldurados con calada celosía central, también con composición geométrica y cruz de ocho puntas, escoltándose de un par de columnillas con basa y capitel foliáceo, y cobijados por arco angrelado, cuyo muñón central ofrece en sus caras laterales una bella talla de la hexalfa o estrella de seis puntas, y en otra la que llaman «sello de Salomón», cuajadas ambas de sentido y expresión de otras culturas y sapiencias.

Desde hace algunos años, se han ampliado los estudios y conocimientos acerca del origen y ocupación medieval de este templo. Y se ha dicho que la iglesia, aunque fuera en sus inicios administrada por una comunidad de canónigos regulares de San Agustín, más bien pudo haber sido propiedad de los caballeros de la Orden Militar de San Juan, pues esa cruz de ocho puntas es la que se ve profusamente tallada en las celosías pétreas de las ventanas de su ábside.

Hoy cabe recordar que la Orden de San Juan fue la heredera, en Castilla, de la más antigua Orden de los Caballeros del Temple, fundada en los años iniciales del siglo XII, en Jerusalén, y pronto extendida por todo el Occidente cristiano.

Su emblema, la cruz patada original, se representó de muchas maneras. También como cruz de ocho puntas. Y el saber ecléctico, aunando las tradiciones esotéricas de los árabes y los judíos, en un intento de conjuntar las tradiciones sabias de la Antigüedad para ser guardianes de los orígenes, fue asumido por estos hombres, que no solo acumularon saber y secretos, sino muchas riquezas. Todo ello fue la causa, al fin, de que algunos poderosos intentaran, y consiguieran, destruirlos. Es lo que ocurrió en marzo de 1312, cuando el rey Felipe de Francia, “el Hermoso”, forzó al pontífice Clemente V a disolver la Orden.

Ahora se ha visto, tras los análisis de múltiples estudiosos del fenómeno templario y el esoterismo o búsqueda de las verdades esenciales, que este templo de Santa Coloma de Albendiego fue sede de los Templarios. Y sus numerosos capiteles, cruces, ventanas y grabados son la expresión clara de una presencia que se concreta y clarifica.

Hoy día son muchos los que se acercan a este templo para admirar su secular oferta: la paz del entorno, la belleza del edificio, los mensajes misteriosos de sus óculos, de sus cruces, de sus capiteles. Durante mucho tiempo se pensó que eran expresiones de un cristianismo modelado por artífices y artistas mudéjares. Hoy se piensa, con mayor certeza, que todo ello fue planificado serenamente como un espacio de religión cristiana, ornado de elementos que nos hablan (que hablaban claramente a sus espectadores hace ocho siglos) de la esencia única de la Sabiduría: la unión de la Kábala judía,  la mística sufí y el anhelo cristiano de encontrar en un Dios, o detrás de él, la fuerza universal del Saber, el rigor del Número, el poder de la Geometría.

Si la presencia de los Templarios por toda Europa está ahora, de nuevo, en el candelero de historiadores, curiosos y viajeros, la huella tangible y clara de esa Orden queda cada día más clara en Albendiego, esencia del templarismo medieval, capítulo curioso, antiguo, periclitado, pero siempre interesante, de la historia de nuestros antepasados.

Interpretación templaria y esotérica de las celosías de Albendiego 

En 2012 concluyó su trabajo acerca de las huellas templarias en Guadalajara el estudioso del esoterismo medieval Angel Almazán de Gracia, a quien desde ahora hay que seguir en la interpretación iconográfica y el sentido esotérico de estos dibujos que siempre han levantado admiración puramente estética.

Piensa que la tarea de composición y talla de este conjunto simbólico se debe a dos talleres de canteros, uno cristiano y otro islámico, aportando cada uno “sus creencias religiosas exotéricas y sus conocimientos iniciáticos esotéricos”, conjugando tendencias diversas que, como no podía ser de otra manera, la síncresis medieval unificó y nos lo dio, siglos después, limpio de interpretaciones y magnífico de aspecto. Estas celosías vendrían a encarnar “toda una Mística de la Luz, de los Números y de la Geometría, que no sólo era patrimonio del esoterismo islámico  sino también, con sus matices propios o adaptaciones correspondientes, del esoterismo cristiano y judío”. Para Almazán, el modelo del que arrancan estas complejas composiciones geométricas del ábside de Albendiego, es el mandala que construyó, por entonces, el murciano Ibn al Arabi, quien a través de su forma trataba de vivenciar sus experiencias espirituales. Asín Palacios, que estudió a fondo la obra del sufí andalusí, dice que “De cada uno de los infinitos puntos de la primera circunferencia, que tiene a Dios como centro, engéndranse infinitas circunferencias nuevas, secantes de la primera; y, en proceso ilimitado, otras y otras van naciendo de aquéllas, ocultando, a medida que se multiplican, el punto central de su origen, que es Dios, pero manifestándolo a la vez bajo el símbolo circular, como reflejo de su primera epifanía”. Esa intención de mostrar polígonos (estrellas, triángulos, sellos) incluidos en círculos, y que es la imagen que el espectador se lleva, es la esencia gráfica del proceso teológico de Ibn al Arabi y de muchos otros (Plotino antes, Proclo también, y mil más) para demostrar la unidad del Universo comprimida en figuras bien casadas. Por lo demás, insistir en la presencia repetida del número doce en estas figuras (múltiplo de tres, en todo caso, como el número de ventanales) y que se basa en los doce signos zodiacales, pilares según los sabios antiguos del Universo todo, por serlo entonces de la bóveda celeste por ellos conocida.

La pila bautismal de Esplegares

Seguimos repasando los elementos del románico guadalajareño que nos muestran escenas que en su día, allá por el siglo XIII, tuvieron un claro significado para la gente que las contemplaba: volvemos ocho siglos atrás, y preguntamos a las piedras qué nos querían decir con sus extraños signos y sus representaciones arcanas.

Es muy grande el número de pilas bautismales románicas en la provincia de Guadalajara. Tanto, que solo con su catálogo podría hacerse un libro. Hay que tener en cuenta que la mayoría de los pueblos de esta tierra surgieron en la época de la Repoblación, entre finales del siglo XI y mediados el XIII. En esos momentos, todos levantaron su templo (por eso eran románicos, y aun quedan en esta tierra tantas huellas de ese estilo), y una de las primeras cosas que se colocaron en ellos fueron sus pilas bautismales, talladas en grandes rocas de tipo calizo, que se posaron en el suelo de los pies del templo, y allí se mantuvieron durante siglos, a pesar de reformas, hundimientos y cambios. Las pilas eran tan grandes, tan pesadas, tan sencillas, y tan útiles, que nadie pensó nunca en cambiarlas. Por eso si en Guadalajara hay en torno al centenar de edificios parroquiales con evidencias románicas, la cantidad de pilas del estilo y la época medieval hay que multiplicarla, al menos, por tres.

Sin embargo, la mayoría de estos ejemplares son de sucinta decoración. Cuerpos lisos, con cenefas en sus bordes, gallones en la basa, arquerías en el comedio, y poco más. Ni inscripciones, ni decoración prolija. Solamente hay un par de ellas que por lo inusual de su decoración, e incluso por la curiosidad que sus temas encierran, merecen ser recordadas y estudiadas ahora. Una de ellas es, la mejor, la que existe todavía en la iglesia parroquial de Esplegares. La otra, que estuvo en la parroquial de Canales del Ducado, fue llevada al Museo Diocesano de Arte Antiguo cuando este se creó, en los años setenta del pasado siglo. Allí puede admirarse también.

La psicomaquia de Esplegares

Así pudiera calificarse el mensaje que intenta transmitir la rudimentaria decoración de la pila de Esplegares. La eterna lucha del Bien y el Mal, pero en este caso representada por una pelea entre animales. El elemento es sin duda de finales del siglo XII o principios del XIII, como todo lo que se hace en estas sierras de la derecha del Tajo. Aunque en buena parte de Castilla, y por supuesto en toda Europa, son las formas góticas las que se han adoptado para representar el arte religioso, en esa época aún se vive y se piensa en románico puro por estos remotos límites de la Cristiandad. Y el catálogo de imágenes que se utiliza, además de muy imperfecto, es también muy limitado. La intención de la Iglesia de transmitir su doctrina a través de imágenes, en esa forma de “Biblia Pauperum” tallada sobre la piedra de la que ya hemos visto las pasadas semanas muchos e interesantes ejemplos, se ciñe en los pequeños lugares a representaciones sencillas, pero que intentan ser elocuentes, utilizando elementos simbólicos que, procedentes del remoto “paganismo” son explicados por el cristianismo con suficiencia.

Esta pila, que mide 80 cms. de diámetro y 84 de altura, tiene un pedestal muy singular, muy poco visto. Se sustenta sobre cinco columnas cilíndricas, siendo más ancha la central, y las cuatro laterales más finas, formando entre todas ellas un pedestal sobre el que apoya la copa. Su decoración muestra a todo lo largo de su circunferencia un doble nivel. El inferior está formado por gallones poco resaltados, y el superior, inconcluso, muestra una serie de imágenes que ahora describo. El primero en estudiarla, conviene decirlo, ha sido Ezequiel Jimemo Martínez1 en la Enciclopedia del Románico de Guadalajara.

Vemos de entrada una pareja de aves, cada una mirando en distinto sentido. Son cigüeñas estas aves, porque tienen un cuerpo levemente estilizado, alargado, y un pico muy alargado. Una de ellas, está luchando con dos animales que son, sin duda, serpientes, porque no tienen extremidades, se recubren de escamas, y acaban en retorcidas colas. La otra, está picando una flor alta, grande como ella, que podría incluso ser representación de un árbol. Su copa tiene como cuatro grandes pétalos o partes simétricas.

A estos elementos zoomórficos, le siguen tallas muy limpiamente tratadas de tres estrellas o flores con seis pétalos, cada una de ellas incrustada o enmarcada en un círculo individual. A esas tres flores enmarcadas, de seis pétalos cada una, le sigue la talla de otro animal, que se muestra con cuatro patas, larga cola y amplio hocico, y que podría tratarse, a pesar de la rudimentaria y escueta traza que muestra, de un caballo. Luego, nada: la superficie que resta de la pila está sin tallar, dando la sensación de que el escultor se fue, se murió, o dejó de cobrar… el caso es que esta secuencia de imágenes, que ahora vamos a tratar de interpretar, queda un tanto incompleta, dejándonos una dificultad añadida por no saber cómo y con qué se completaría el todo de la pila. En cualquier caso, una pieza de arte románico que merece visitarse y admirarse.

En cuanto al significado iconográfico de la cenefa alta de este elemento, podría pensarse en una psicomaquia o lucha de las dos fuerzas entre las que se mueve el hombre: entre el Bien y el Mal. Las cigüeñas fueron tenidas por la tradición cristiana, desde sus orígenes, como animales representativos de la bondad y la virtud, pues se considera que son monógamas, e incluso se les añadió la característica de ser castas. Mientras que las serpientes fueron consideradas, también desde la Biblia, como animales impuros, malignos, peligrosos, representantes del Demonio. De ahí que a María virgen se la representa aplastando a la serpiente que se supone que fue la que, en el Paraíso, sugirió a Eva que tomase la manzana del árbol sagrado, y se la diera a comer a Adán, constituyendo así el primer pecado, origen de todos. Sería Satán quien propuso esa actitud transformado en serpiente. Cigüeñas contra serpientes. Los primeros padres de la Iglesia utilizan la cigüeña como animal que simboliza a Cristo. La serpiente representando al Demonio es todavía más antigua. Está clara aquí esa lucha, en el aspecto simbólico, el duelo entre el Cielo y la Tierra, o incluso la pelea del mundo celeste contra el submundo, la luz contra la oscuridad, etc…  El Diccionario de los Símbolos de Cirlot, nos ofrece la representación de la “Gran Sabiduría” como una pareja de cigüeñas enfrentadas por sus picos, y enmarcadas por un círculo que forma una serpiente. Aquí en Esplegares se escenifica esta tradición tan antigua y repetida, pero con unas características de ruralidad, de simplismo, que asombran. Muy similares a las escenas talladas en el ábside de la iglesia de San Román en Torresmudas (Salamanca), pareciendo ambas extraidas de otras psicomaquias de cigüeñas y serpientes en el Beato de Liébana.

No olvidemos que solo es una cigüeña la que lucha con las serpientes. La otra está dedicada a picotear un árbol, imagen de Lo Sagrado en la simbología ancestral, precristiana: los árboles son los transmisores al exterior de la fuerza de la Tierra, son los tótemes de muchas culturas antiguas (la encina para los celtas) y siempre han servido para ilustrar y comprender la fuerza regenerativa de la Naturaleza. Toma la cigüeña su fuerza y su virtud del árbol.

Las estrellas que siguen, tres iguales,  son como flores de seis pétalos (o de 3 + 3 pétalos, que es el conjunto perfecto de los números, según lo consideraban los griegos, porque manifiesta un equilibro). El escultor, obedeciendo al redactor del programa de la pila, no hace sino plasmar esas ideas que son tenidas por sublimes en la época románica, como aspiraciones a lo bueno, a la Vida Eterna, a la perfección humana. Con toda seguridad que, cada domingo, el sacerdote de Esplegares explicaría a sus feligreses estas ideas, basamenta del cristianismo, mostrando lo que el escultor ignoto había hecho. Y, por desgracia, no había terminado…

Las pilas de Atienza, fuentes de vida

De las muchas pilas bautismales que encontramos por las pequeñas iglesias de la provincia de Guadalajara, unas cuantas son muy parecidas, hasta el punto de que probablemente se tallaron al mismo tiempo, y por el mismo autor o el mismo taller, localizado en la villa de Atienza, donde hoy aún, en sus iglesias y museos, podemos verlas3.

El viajero de hoy puede admirar el arte románico en seis iglesias de Atienza, las que quedan de aquellas 14 que llegó a haber en la Baja Edad Media. Y en cuatro de ellas, y como por milagro, han pervivido sus pilas bautismales, que aquí recuerdo porque merecen ser admiradas.

En la iglesia de San Gil, que es ahora Museo de Arte Antiguo (el primero que fue creado en Atienza a instancias de su incansable párroco don Agustín González) a los pies de la nave aparece una pila de 96 cms. de alto por 112 de diámetro de la copa. Con un pedestal estriado, y decorada a base de arcos de medio punto separados por gruesas columnas dobles, vemos cómo estos arcos se cobijan bajo una pequeña chambrana que parece estar formada de perlas pequeñas, o de diminutas puntas de diamante, a imitación de las que aparecen en las portadas de los templos. Sobre estos arquitos, va un filete en cuyo borde vuelven a aparecer las puntas talladas de diamante (dientes de sierra, o dientes de león que otros llaman). Forma parte del museo de San Gil, y es expresión de la función primera que tuvo, la de cristianar a la gente, administrando ese sacramento que imprime vida y sentido de comunión con los demás hermanos.

En la iglesia de la Santísima Trinidad, también convertida en Museo, se ha dejado la pila antigua en su originaria capilla, donde se acompaña de un fabuloso Calvario románico restaurado. Es de copa semiesférica y basa troncopiramidal estriada en su superficie. De 102 cms. de alto y 109 de diámetro de la copa, en esta vemos tallados una serie de arcos de medio punto que la recorren por completo. Estos arcos se unen en sus fustes y llegan hasta el nudo de la basamenta de la pila. Tiene además un ribete por su extradós, a modo de chambrana, con finas labras que semejan mínimas puntas de diamante como las que presentan las portadas de los templos. En el brocal se ve un tallado de puntas de diamante más grandes. Todos los arcos van unidos en sus fustes. Como se puede apreciar, a nada que se piensen en lo leído, las pilas de San Gil y la Santísima Trinidad son prácticamente iguales. La de este templo añade un detalle, como son pequeñas cruces talladas entre las arcadas. Es sin duda obra de la segunda mitad del siglo XII o principios del XIII, y como se verá por las descripciones que siguen, todas ellas fueron hechas en la misma época y por el mismo grupo de tallistas.

En la iglesia de San Bartolomé, el tercero de los actuales museos de arte que ofrece Atienza, hay otra pila, aparcada en un lateral del mismo, con unas dimensiones parecidas a las anteriores: 83 cms. de altura y 113 cms. de diámetro de la copa. Su base es también troncopiramidal, estriada. Y en la superficie aparecen, una vez más, los anchos arcos, con su extradós decorado de pequeñas bolas simulando puntas de diamante, que también aparecen decorando el borde de la pila. Cualquiera diría que las tres pilas fueron hechas en serie. Los arquitos de esta apoyan sobre columnas, pareadas, que van muy en relieve, por lo que ofrecen sombras pronunciadas, dándole un mayor sabor románico a esta pila.

Y finalmente comento la pila de Santa María del Rey. Ahora salvada y limpia, esta pila estuvo muchos años, como el templo todo, bajo los escombros de una progresiva ruina. Es más pobre (quizás más antigua) que las anteriormente descritas. Aunque esta iglesia, bajo el castillo directamente, fue la que presidía un barrio denso de habitantes y cuajado de palacios y casas de ricos recueros. De menor tamaño también, y de las primeras décadas del siglo XIII. En todo caso, también lleva tallados una sucesión de arcos que se suceden sobre incisiones que forman gruesos gallones. Su borde es liso, y, como digo, impresiona de mayor sencillez y antigüedad que las anteriores.

Quizás el lector se habrá dado cuenta, al describir estas cuatro pilas atencinas, que tanta similitud guardan entre sí, que aparece en ellas un elemento decorativo común, también muy frecuente en otras pilas y límites de puertas y ventanas románicos. Se trata de la decoración en zig-zag, llamada de “diente de sierra” o “diente de león”, que como puntas de diamante alineadas van surgiendo en los bordes de puertas, y en las cenefas de las pilas. Aunque se tomó como un signo de fecundidad, lo más certero es aplicarle el significado de agua sagrada, de agua bautismal, “fons vitae” o fluído procedente de la las fuentes del Paraíso, eje de vida espiritual. Incluso en algunas pilas castellanas, como la de Fresneda de la Sierra o Barbadillo de los Herreros, en la cuenca del Duero, hay inscripciones en los bordes de la pila que confirman este sentido. Era obligado, al hablar de pilas, comentar este elemento iconográfico, que a pesar de su simple y rudo geometrismo, está dictando también su sentido trascendente.

NOTAS

1 Enciclopedia del Románico de Guadalajara, Tomo I, páginas 415-416. Edición de Fundación Santa María la Real, Madrid, 2009.
2 Enciclopedia del Románico de Guadalajara, Tomo II, página 790. Edición de Fundación Santa María la Real, Madrid, 2009.
3 Antonio Herrera Casado, “Pilas románicas de Atienza” en “Nueva Alcarria”, 11 marzo 2011.