Presencia de Guadalajara en Barcelona
En un viaje que hemos hecho estos días, un grupo de amigos, a Barcelona, hemos podido comprobar tres cosas fundamentales: la primera, que es esta una ciudad cosmopolita y fabulosa, llena de atractivos y digna de ser vivida y visitada; la segunda, que todo el mundo es amable y encantador, que no hay ningún problema con el idioma y que las neuras independentistas afectan solamente a un escasísimo número de ciudadanos, en su mayoría políticos o que dependen económicamente de ellos; y la tercera, que hay algunos recuerdos de Guadalajara con los que el viajero se topa sin pensarlo, así es que vale la pena recordarlos aquí, y en todo caso animar a que mis lectores se preparen a darse un garbeo por esta ciudad tan española y genial como es Barcelona.
Pequeña pero brillante es la presencia de Guadalajara en Barcelona. No he podido llegar a la razón del por qué, pero sí puedo decir que en el barrio del Carmelo, parte alta del norte de la ciudad, hay una confluencia de calles, en torno a la estación de Metro de Carmel, con nombres de pueblos de Guadalajara. Allí están representados Sacedón, Sigüenza, Cifuentes y Jadraque, cada uno con su calle, y en cada una su Bar que lleva el nombre de la misma. Irse a tomar unos tintos al “Bar Sacedón” o comprar unas cintas en la “Mercería Sigüenza” no es cosa difícil en Barcelona.
Un escudo alcarreño en el Palacio Nacional
Una de las ocasiones que tuvo nuestra provincia, y otras muchas del resto de España, de poner su presencia en la Ciudad Condal, fue con motivo de la Exposición Internacional de 1929, lo mismo que había ocurrido en Sevilla cuando su Exposición Ibero-Americana del mismo año.
En la muestra catalana, que sirvió para dar de España ante el mundo una imagen de progreso y prosperidad, se invirtieron muchos millones de pesetas. Desde tres años antes, siendo presidente del gobierno don Miguel Primo de Rivera, principal impulsor, junto al Rey Alfonso XIII, de ambas muestras, se estuvo trabajando para poner a Barcelona y a Sevilla relucientes a más no poder.
En Barcelona se hicieron muchas cosas, la principal fue cuajar sobre la cara norte de la colina de Montjuic un conjunto de edificios que albergaran la gran Muestra Internacional. El llamado “Palacio Nacional”, en alto, sobre las fuentes y cascadas, más arriba de la Reina con su plaza de España abajo, escoltada por las torres venecianas y escoltada de otros pabellones, fue prácticamente lo único que quedó luego en pie. Ese edificio fue obra de Eugenio Cendoya y Enric Catá, ambos bajo la supervisión de Pere Domènech i Roura. Con sus 32.000 m2, el gran salón central, cubierto por una bóveda elíptica, muestra pintados los escudos de todas las provincias españolas, y allí anda una primera imagen de Guadalajara, que vemos junto a estas líneas.
La Casa del Doncel en el Pueblo Español
En la caída del cerro, se materializó una idea del arquitecto Josep Puig i Cadafalch, que era la de crear un gran pueblo, en el que hubiera representación de edificios, construidos a escala de todas las provincias. Los arquitectos Francesc Folguera y Ramón Reventós lo llevaron a cabo en un tiempo récord, y los artistas Xavier Nogués y Miquel Utrillo cuajaron de escudos y medallones las fachadas, de las que resaltan palacios navarros y andaluces, la torre mudéjar de Utebo y el Ayuntamiento de Valderrobles, por solo mencionar lo más llamativo. Sobre los 42.000 m2 de superficie, en ese lugar al que los autores quisieron dar el nombre de Iberón, pero que al final el general Primo impuso el apelativo de “Pueblo Español”, aparecen dos muestras relevantes de nuestra provincia. Una de ellas, en la calle principal, a la izquierda nada más atravesar las Torres de la Muralla de Ávila que sirven de acceso al recinto, aparece reproducida fielmente la “Casa del Doncel” de Sigüenza, de la que aporto fotografía, y en la Plaza Mayor de este pueblo, la casa de la esquina más meridional es también de la plaza seguntina. Todos los edificios están hoy ocupados por tiendas de artesanía, casas de artistas, museos, restaurantes, etc, y aunque ante los parámetros nacionalistas que las autoridades políticas catalanas hoy están imponiendo podría chirriar notablemente el conjunto y el nombre, nadie lo toca, ni lo va a tocar, porque es una fuente maravillosa de ingresos para la Generalitat: un día de diario, de hace un par de semanas, había colas para entrar. Extranjeros todos, eso sí, pero eran muchísimos. Años después se hizo una réplica en Palma de Mallorca, que también se visita.
El Cardenal Mendoza al final de las Ramblas
Entre los elementos ornamentales de esta ciudad vibrante y simpática que es Barcelona, destaca al final de las Ramblas, frente al Mediterráneo, la gran estatua en homenaje a Cristóbal Colón, la más grande del mundo. Se construyó con motivo de la Exposición Universal de Barcelona de 1888, convirtiéndose enseguida, desde el uno de junio de ese año en que se inauguró, en icono de la Ciudad Condal.
El viajero debe contemplar el conjunto de lejos, pero no dejar de acercarse y darle un rodeo mirando las estatuas de personajes, medallones y sobre todo las escenas en bajorrelieve que tallara Josep Llimona, y en las que aparecen momentos de la aventura colombina: desde su reunión con los franciscanos de La Rábida, al momento de la llegada a San Salvador y la vuelta al Palacio Real de Barcelona donde mostró orgulloso a los atónicos reyes de Castilla y Aragón, Isabel y Fernando, los aborígenes que se trajo del Caribe y las frutas y animales que para muestra del Nuevo Mundo hallado se trajo en sus carabelas.
Hay una escena que muestra la presentación de Colón a los Reyes, y el personaje que sirve de presentador (fue realmente el apoyo de Colón ante la Corte) es un clérigo de alto rango, con gran manto y copete, y que no es otro que el alcarreño don Pedro González, el Cardenal Mendoza.
El tercer duque del Infantado en la catedral barcelonesa
La catedral de Barcelona, edificio gótico que preside majestuoso el viejo barrio en el que aún sigue latiendo la ciudad mediterránea, es un conjunto inacabable de sorpresas artísticas. De las mejores sin duda es el coro catedralicio, situado en el centro de la nave mayor, cerrado por completo, por rejas y muros que dejan en su interior un espacio de sagrada irrealidad, de solemne nobleza por cuanto la decoración de sus sitiales es hoy (lo es desde principios del siglo XVI) una verdadera explosión de heráldica europea, un brillante y colorista muestra de blasones sonoros. Aunque el coro ya existía en el siglo XIV, y durante el XV recibió nuevas ampliaciones, tallas estupendas de pináculos y de pacencias, fue en 1518, con motivo de reunirse en marzo del año siguiente la Asamblea de la Orden del Toisón de Oro, que a la sazón presidía el rey de España Carlos I y Emperador de Alemania como Carlos V, cuando se decoró exnovo, quedando para la posteridad esa flamante colección de emblemas heráldicos que hoy poca gente visita, porque aunque la entrada al templo catedralicio es gratuita, al coro se entra pagando 2,50 Euros, con lo que se consigue luz, explicaciones amabilísimas de la culta guía que lo muestra, y posibilidad de fotografiarlo hasta en sus más mínimos detalles.
Asistieron a esa reunión medio centenar de nobles que a la sazón formaban la Orden del Toisón de Oro, entre ellos los reyes de Francia, Inglaterra, el Emperador Maximiliano, el gran duque de Borgoña, etc. También muchos nobles europeos, y varios españoles, a los que Carlos les había hecho poco antes el honor de nombrarles miembros de la prestigiosa orden europea. Fue nada menos que Juan de Borgoña el encargado de pintar los sitiales, bajo la supervisión de Thomas Isaac, rey de armas “Toison d’Or”, y el resultado final fue excelente, pues según los historiadores, esta sillería de la Catedral de Barcelona supera con creces a las sillerías de coro de la iglesia de Nuestra Señora de Brujas (1468) y de la Catedral de San Salvador de la misma ciudad (1478), en las que para el mismo efecto se pintaron sus respaldos con los escudos de los caballeros de la Orden.
Además d elos 50 caballeros, aparecen las sillas destinadas al Rey Carlos, otra para su abuelo el emperador Maximiliano, otros 6 decorados con frases laudatorias, cuatro más con divisas borgoñonas y dos con las fechas de celebración del capítulo. Por orden expresa del Soberano, todos los textos se escribieron en borgoñón, que hoy los puede leer perfectamente quien sepa francés. Quien sepa de heráldica se encontrará con que algunos escudos no tienen los colores exactos que el blasonado de los respectivos apellidos requiera. El problema se debe a un repinte general que se hizo en 1748 por pintores y asesores poco avisados.
En aquella reunión de 1519 fueron nombrados caballeros del Toisón de Oro los españoles duques de Alba, Escalona, Infantado, Frías, Béjar, Nájera y Cardona, más el Almirante de Castilla y el marqués de Astorga. Eso da una idea de la prelacía que dichos caballeros y títulos tenían en ese momento en una Corte que dos años después explotaría en una cruel Guerra Civil (la de las Comunidades) con participación activa de todos ellos en uno u otro bando.
La presencia de Guadalajara se realza en este lugar gracias al escudo del duque del Infantado, que vemos junto a estas líneas, y que ofrece bajo casco con cimera, el emblema puro de Mendoza y La Vega, acompañado con historiadas letras de la frase “Diego Hurtado de Mendoza, duc de l’Infantado”. El artista, ya lo he dicho, Juan de Borgoña.
A buen seguro que escarbando un poco más, podrían encontrarse más huellas de Guadalajara en Barcelona. Estas las he encontrado en cuatro días de visita, y sin apenas esperármelas. Con un poco de tiempo y paciencia seguro que aparecerán muchas más. Nuestra tierra tiene presencia en tantas y tan lejanas partes gracias a sus gentes, que se han movido siempre con tesón, y han ido dejando memoria de su paso en esas privilegiadas atalayas que son los escudos, las estatuas, los nombres de los muros y los relatos de los escritores.