Guadalajara, ciudad abierta
Cada día hay más adeptos y practicantes del turismo cultural, que es ese encuentro del viajero con una realidad geográfica y urbana, en la que se entremezclan los espacios donde vivió la historia y aquellos otros en los que esa vida palpita hoy en forma de edificios, de costumbres, de emociones que brotan justo en el lugar donde acaeció un hecho conocido, o legendario, o donde vivió sus años mejores algún protagonista de los fastos viejos.
La ciudad de Guadalajara es una de las metas de ese Turismo Cultural, en el que a sus edificios añejos añade la memoria de personajes singulares y la tradición de sus fiestas y su gastronomía de hondas raíces. Merece la pena que nos planteemos una visita a Guadalajara desde esta perspectiva de ciudad abierta y cultural.
Edificios medievales
Se podría trazar una ruta (es la que yo he hecho cantidad de veces con amigos y grupos que pretendían conocer en una jornada la ciudad de los Mendoza) en la que se capte la recuperada lozanía de edificios medievales, el brillo de los palacios renacentistas y la opulencia visual de las cosas barrocas. Terminando con la guinda impensable (lo mejor de todo, para muchos) del Panteón de la Condesa de la Vega del Pozo, que ahora va a cumplir el siglo de existencia.
Tiene Guadalajara todavía algunos restos de su medieval muralla. Rodeándola por completo desde los tiempos islámicos, fue reforzada, al nacer su Fuero, por los reyes Alfonsos y Fernandos. De ella quedan algunas puertas o torreones, como la de Bejanque, o los de Alvarfáñez y Alamín. El recuerdo de la Puerta de Madrid, o el portal del Mercado, perviven en espacios públicos que quedaron libres.
De lo más antiguo que vemos destacan las iglesias de Santiago y Santa María. La primera de ellas, iglesia que fue del convento de las clarisas. La segunda, hoy es concatedral. Ambas restauradas, muestran en su interior y detalles interiores la elegancia de la construcción mudéjar, con los ladrillos formando filigranas y distribuyéndose sonoros sobre las puertas y arcos de tipo árabe. En Santa María aún se yergue la torre que tiene todo el aspecto de haber sido alminar de una vieja mezquita. Y en su interior todo son retablos, enterramientos y memorias de gentes que a lo largo de los siglos poblaron el burgo y le ofrecieron sus páginas más brillantes.
En el tránsito del Medievo a la Edad Moderna, los Mendoza todopoderosos, cuyo conjunto trataba a los monarcas de Castilla como gente protegida de su poder, elevaron en la parte baja de la ciudad el gran palacio ducal del Infantado. El segundo duque, nieto del poeta Iñigo López de Mendoza, marqués de Santillana, mandó al arquitecto Juan Guas que diseñara un edificio sorprendente, en el que se conjuga lo más espléndido de la ornamentación mudéjar y gótica, enmarcada en una estructura que es todavía medieval. La fachada está preñada de escudos, volutas, mocárabes y ventanales flamígeros, destacando en ella, sobre la portada principal, un escudo del linaje Mendoza sostenido por dos salvajes que desnudos y peludos pregonan la honradez, la puridad, el limpio origen del apellido. En el interior, el gran patio de los leones sorprenderá a cualquiera que mire los arcos mixtilíneos con sus paramentos ocupados sin hueco alguno por animales como leones y grifos guardianes, por escudos de los linajes Mendoza y Luna, y por frases alusivas a su poder y ansia de gloria. El remate de la visita a este lugar es el Museo Provincial de Bellas Artes, muy recomendable por su bien guiada estructura.
El contrapunto de este palacio es de un sobrino del primer Mendoza, don Antonio, que construye cerca, frente a Santiago, su palacio renacentista, uno de los primeros que se levantan en España con este estilo. El arquitecto, en este caso, Lorenzo Vázquez, consigue una pieza que evoca los mejores conjuntos palaciegos de la Toscana: el equilibrio, las limpias distancias, los elementos simples y los bellísimos capiteles (a los que Tormo denominó de “renacimiento alcarreño” se conjugan en el patio, escalera, artesonados y salas de este palacio que merece conocerse, así como la aneja iglesia de La Piedad, que una sobrina del constructor mandó hacer a Alonso de Covarrubias.
La ciudad plena
En el paseo que el viajero debe realizar por Guadalajara, desplazándose a pie desde el palacio del Infantado y siguiendo ante Santiago y el palacio de don Antonio de Mendoza, va a encontrarse con otros edificios en que se conjuga la historia mendocina con las monjas carmelitas o los médicos papales. Me explico: siguiendo la calle Ingeniero Mariño, antigua de Barrionuevo, se encontrará con el edificio del convento e iglesia de San José, de carmelitas descalzas, y que permanece vivo desde comienzos del siglo XVII. El templo, cuajado de altares barrocos su interior, muestra la limpia estampa de fachada y nave que trazara el arquitecto carmelita fray Alberto de la Madre de Dios. Poco más adelante, a la derecha, otro edificio singular: el palacio de la Cotilla, hogar de los Torres y por ende, en los primeros años del siglo XX, del polifacético Conde de Romanones. En él se visita la “sala china” empapelada con pinturas del Extremo Oriente, y ofreciendo en otras salas elementos patrimoniales de interés local.
Cien metros más allá, el viajero reposado se encontrará, a la izquierda, Santa María la Mayor, con su torre alminar y sus puertas de tradición siria, y a la derecha con la capilla del doctor Luis de Lucena, que es un templo mínimo, capilla lateral de una antigua iglesia ya derruida, la de San Miguel, que da nombre a la cuesta. En la capilla del que fuera médico papal y aficionado a las elucubraciones erasmistas, encontraremos un exterior precioso de ladrillos y torreones esquineros que le hacen parecer pequeño castillo, en cuyo interior se admiran pinturas manieristas en las bóvedas, representando escenas bíblicas y figuras de la Antigüedad, tal que Sibilas y Profetas. Parece, sin exagerar, una pequeña Capilla Sixtina de la Castilla vieja.
Si el viajero quiere trepar por esa cuesta que se le ofrece, llegará al centro, donde habrá por ver otros templos, como el de San Nicolás, que fue de jesuitas y luce muy barroco, o el de San Ginés, presidiendo la gran plaza de Santo Domingo es hoy eje de la vida ciudadana, y que perteneció en su día al convento de los dominicos.
Las sorpresas de la periferia
Aun a pie, si el día hace bueno, el viajero llegará hasta la gran rotonda que llaman “Puerta de Bejanque” donde se iniciaba la ciudad medieval, y en sus afueras, sobre un alto jardín, verá la torre del monasterio de San Francisco, en sus orígenes casa de templarios, y hoy recuerdo de un gran convento de mínimos frailes. Su iglesia, la más gran de la ciudad, es soberbio ejemplar gótico, y en su cripta, recientemente restaurada tras dos siglos justos de abandono, verá la gloria de jaspes y mármoles rojos donde el linaje de los Mendoza quiso descansar para siempre, en un espacio “críptico” muy similar al de los reyes de España en El Escorial.
Dando algo de paseo por el Parque de San Roque, que es otra de esas estructuras urbanas netamente provincianas e íntimas, plantadas sus frondosas arboledas hace casi doscientos años, se llega (lo vislumbramos a través de una impresionante verja de piedra y hierro) al Panteón de la Condesa de la Vega del Pozo, un lugar irrepetible, indefinible y que solo levanta admiraciones: ¡Es precioso, es increíble! Esto es lo que todos repiten una vez que lo han visto. Doña María Diega Desmaissiéres y Sevillano, la constructora, fue en los últimos años del siglo XIX la mujer más rica de España. Fundó allí un Asilo de Pobres, y junto a él mandó levantar una iglesia y un templo panteón en cuya cripta quiso enterrar a sus padres, y acabó ella, unos años mas tarde, siendo la protagonista sobre una urna de basalto llevada de marmóreos ángeles. El arquitecto que ideó y levantó semejante conjunto, inmenso, asombroso, de edificios, fue el burgalés Ricardo Velázquez, y cientos los artistas que pusieron los mosaicos bizantinos, las tallas sobre mármol de lombardas estructuras, la cúpula de valenciana cerámica y al fin la corona de oro que fue siempre codiciada de los que desde abajo la veían.
Han sido unas cuantas cosas (hay más, muchas más) puestas sin mucho orden pero sí con mucho entusiasmo, que se ofrecen como tema y eje de un viaje a una ciudad pequeña, íntima, acogedora y plena de recuerdos históricos. En ella, además, siempre habrá una fiesta en la que participar, y un ramillete de escogidos restaurantes a los que acudir para redondear esta visita con el sabor que deja el buen cordero, la miel o los aceites de la Alcarria que enmarca a Guadalajara.
Un libro que ayuda
Para que nada de lo dicho más arriba se olvide, para añadir otras ofertas más sencillas pero también muy interesantes, para saber algo de la historia de la ciudad, o de sus alrededores, existe un libro que lleva el mismo título de este reportaje y que se hace amigo entrañable una vez que se ha leído. Me refiero al “Guadalajara, ciudad abierta” que firmó el Equipo Paraninfo hace 4 años, y que forma parte como número 50 de la Colección de guías “Tierra de Guadalajara”.
Un total de 128 páginas acogen una referencia de la Historia de Guadalajara, seguida de una exposición detallada de los 30 monumentos a visitar. Después hay un resumen de las fiestas más interesantes, y acaba con un proyecto de ruta en torno a los pueblos de las cercanías, más una final “Guía de Urgencia” en la que se da noticia de restaurantes, hoteles, centros asistenciales, lugares de cultura y un sin fin de información práctica para el visitante y viajero.