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abril, 2011:

Un paseo literario por Guadalajara

Además de las leyendas que los guías de Guadalajara cuentan a los visitantes de la ciudad, y de los cuentos que en Junio suenan por las arcadas del Infantado, Guadalajara tiene un ancla poderosa echada en los mares de la Literatura. Son muchos siglos de caminar entre los calendarios y las tormentas, muchas palabras lanzadas, que por azar unas veces y otras a sabiendas, forman bellos trenzados, poemas hondos, curiosas novelas.   

El aire literario de Guadalajara puede saborearse a nada que se siga esta Ruta que aquí propongo, parando cada diez minutos a mirar un monumento, o una plaza, y evocando las letras de quienes pasaron su tiempo escribiendo por estos lares.   

Espectáculo literario en el patio de los Leones del Palacio del Infantado de Guadalajara.

 

 El Palacio del Infantado   

En el gran palacio ducal de los Mendoza palpita la literatura en todas sus formas. Antes de ser lo que es, desde hace ya cinco siglos, ocupó su solar un palacete o caserón viejo que fue la morada de don Iñigo López de Mendoza, el primer marqués de Santillana, quien en la primera mitad del siglo XV escribió entre sus muros, quizás desde una ventana que daba a la claridad abierta del valle del Henares, los poemas y Serranillas que le hicieron universalmente famoso. Allí nació también el “Diálogo de Bías contra Fortuna” y la famosa “Carta al Condestable de Portugal” que es en realidad el primer tratado histórico sobre la literatura peninsular.   

Más adelante, ya en el palacio cuya forma y silueta picuda vemos hoy resplandeciente (precisamente lleno de colgaduras y cuentos deslizándose por sus muros) se creó en la mitad del siglo XVI una auténtica corte literaria que tuvo por capitán al cuarto duque del Infantado, también llamado Iñigo López de Mendoza. Acogiendo en sus salones a gentes como el novelista y poeta Luís Gálvez de Montalvo, al ensayista Alvar Gómez de Castro, o a los impresores alcalínos Robles y Comellas, que montaron en sus salas bajas la imprenta que sacó a luz el gran “Memorial de cosas notables” que el propio duque escribió y a su costa imprimió en 1564.   

Para la historia de la Literatura, el palacio del Infantado queda sellado como lugar preeminente al dar acogimiento al Maratón de Cuentos que se hace vivo, cada año en junio, entre sus muros. Un círculo de voluntades y mágicos encuentros, que hacen de este palacio un emblema del arte y de la literatura.   

La calle mayor   

En ella se arraciman los recuerdos. Es la calle del “Ayer Perdido” de Ramón Hernández, por la que sus personajes, unos atormentados y otros rientes, pasean cada día. Como lo hicimos muchos, cuando íbamos con pantalón corto a las clases del Instituto. Por esta calle, en 1946, transitó Camilo José Cela, cuando se bajó del tren que le traía de Madrid, subió la cuesta del Hospital, y descansó en el bar del Hotel España, antes de coger otra vez el macuto y echarse, calle mayor arriba, para Torija. En esta calle se detuvo a leer “el Nueva Alcarria” en la tienda de periódicos que hoy regenta Ascen de Blas, y en cuya fachada quedó el recuerdo del Nobel esmaltado sobre unas cerámicas.   

La calle mayor de Guadalajara es muy literaria: tiene miradores, y en medio de ella, en la plaza, aún quedan soportales. Aunque hoy parece un paisaje en guerra (el típico paisaje de la Guadalajara del siglo XXI, todo levantado y en obras) hubo días en que subía y bajaba el taxi del Pincas y el cochecito del delegado de Industria, que era un mini Renault de lo más mini. Sonaba el metal de las herraduras de las mulas del Guadalajarilla, y el Mangurrino tocaba la guitarra de juguete a toda prisa. Pepito Montes, con su mandil gris y su carteraza, todo serio subía hacia el puesto de las estampas, los caramelos SACI y las postales de la Antigua. Entre toda esa maraña, lenta y luminosa, había quien escribía novelas, que no llegaron nunca a publicarse.   

El convento de la Piedad   

El que hoy es Instituto “Liceo Caracense” y fue palacio de don Antonio de Mendoza allá por los inicios del siglo XVI en que lo construyó para habitarlo, es también un espacio en el que late, de un modo distinto, la literatura. Porque si desde su inicio fue lugar de rezos y latines (se ocupó por doña Brianda de Mendoza, sobrina del fundador, para ser convento de monjas franciscanas) tras la creación en él, a mediados del siglo XIX, del Instituto de Enseñanza Media, por sus aulas pasaron profesores leídos, y alumnos por leer, que en modo muy diverso dieron luego vigor a la médula literaria de Guadalajara. Y así, y resumiendo, recordamos cómo en sus aulas estudiaron muchachos que hoy tienen todos calles con rótulo en nuestra ciudad, porque granaron su interés literario y creativo en sus aulas: desde el dramaturgo universal Antonio Buero Vallejo, al poeta Ramón de Garciasol; desde el sencillo juglar de lo alcarreño Jesús García Perdices, al periodista afamado José de Juan-García. El historiador Francisco Layna Serrano o el filólogo Gabriel Mª Vergara… Y entre los vivos, y por no apretar demasiado la nómina, que podría hacerse larga y hasta pesada, es obligada la referencia de José Antonio Suárez de Puga, Ramón Hernández, Alfredo Villaverde, David Pérez Fernández o Antonio Pérez Henares… Un vivero de inspiraciones bajo las severas líneas de las zapatas y los capiteles renacentistas.   

La Capilla de Luís de Lucena   

Abierta al público los fines de semana, puede saborearse entre sus breves y cuidadas paredes, bajo sus pintadas bóvedas de manierismo resplandeciente, la memoria de su creador, del médico humanista alcarreño don Luís de Lucena, que fue de todo, hasta cuidador de la salud de los Papas en la corte pontificia de Roma. Lucena quiso levantar una capilla para honrar a Nuestra Señora de los Ángeles, y mandó a Rómulo Cincinato que pintara en sus bóvedas una “Historia Sagrada” acompañada de figuras proféticas (profetas del Viejo Testamento y Sibilas de la paganidad) contando en la literaria forma de un “camino en el Cielo” sus ideas acerca de la religión cristiana, su visión de un mundo distinto, muy influenciado por Erasmo de Rotterdam.   

Aquí creó Lucena, a través de su largo testamento personal, la primera biblioteca pública que hubo en España. Dijo que toda la capilla, y su parte superior especialmente, sirviera de acogimiento a libros de todos los temas, para que cualquier persona, letrada o no, pudiera leerlos, consultarlos, aprender de ellos. Sus sucesores no siguieron el dictado del médico arriacense, pero la voluntad quedó plasmada y con certeza puede decirse que ahí, en el interior de esa murada y fortísima capilla de ladrillos inquietos, tuvo primera vida una idea, la de que la literatura y la ciencia fueran patrimonio común de los humanos.   

San Francisco   

Más allá en nuestro paseo, y tras cruzar el denso arbolado de su viejo parque de castaños, llegamos al monasterio de San Francisco. Hoy puede verse, ya recuperado para la ciudad, su templo magnífico, gótico, y su cripta mendocina, lugar de acogimiento de huesos y memorias, ahora en plena tarea de restauración. Este monasterio tiene otra referencia literaria sorprendente: aquí estuvo prisionero una temporada, en el siglo XIX, José de Espronceda. Cuando muy joven se levantó en airada protesta contra el régimen absolutista de Fernando VII y con otros jóvenes literatos fundó la sociedad secreta de “Los Numantinos”, la policía fernandina le tomó prisionero y más que a una cárcel, se le trajo a este monasterio ya vacío para que purgara sus novas ideas entre sus húmedos y fríos muros. Aquí empezó a escribir Espronceda su poema épico “Pelayo” que fuera de este lugar acabaría.   

El Ayuntamiento   

Acabará la Ruta Literaria por Guadalajara en su Ayuntamiento, porque es también un lugar donde late la literatura con fuerza y rigor. Tantos y tantos personajes bien leídos y bien escritos ocuparon cargos concejiles, a lo largo de los siglos, que sería tarea lenta, difícil, propia casi de una tesis doctoral, el mencionar sus nombres, sus obras, sus méritos. Pero hay que recordar al menos tres, porque para la ciudad son claves y su presencia, desde la sombra gris del pretérito, se hace viva justo ahora. Aquí fue don Jerónimo Castillo Bobadilla corregidor de la ciudad, y en ese cargo escribió su “Política para corregidores y señores de Vasallos en tiempos de paz y de guerra…”. Y aquí fueron también regidores perpetuos, como concejales de por vida, meritados por su amor a la ciudad con ese cargo, los historiadores Alonso Núñez de Castro y Francisco de Torres, que escribieron sendas y sucesivas “Historias de Guadalaxara” ambas puestas hoy en las manos de los lectores que gustan de estas viejas historias. Por el salón de plenos del Ayuntamiento han pasado Reyes, Premios Nobel, escritores de todo tipo a presentar sus obras, poetas que han recordado con su intenso verbo a otros predecesores….hasta José Antonio Ochaita pasó, también por el balcón que da a la plaza, a recitar su Pregón de unas fiestas de hace muchos años. Bien puede decirse que la Sala grande del Ayuntamiento es un escenario, lo ha sido muchos siglos, de la literatura y la creatividad. En ese lugar acaba nuestra Ruta Literaria por Guadalajara. Que siempre quedará abierta a que cualquier nuevo hallazgo la complete.

Conventos de Almagro

La ciudad de Almagro, cabeza de la Orden de Calatrava durante varios siglos, y hoy uno de los espacios urbanos más hermosos con que cuenta la Región de Castilla-La Mancha, es un auténtico museo de arquitecturas, de obras de arte, de espacios urbanos, todos ellos impregnados de una historia densa.

Claustro renacentista del convento de calatravas de Almagro

Como lugar de poder y muy rico, fue sede en siglos pasados de numerosos monasterios y conventos, de los que aquí damos sucinta reseña, tanto histórica como fundamentalmente artística, para que quede memoria de estas instituciones, y vuelvan a ser admiradas por quienes hasta Almagro viajen.

Tarea que recomiendo vivamente, en estos días de Semana Santa que son, para muchos, propicios al viaje del descubrimiento regional.

El monasterio de monjas calatravas de la Asunción

En el extremo norte de la villa, presidiendo el gran plazal del Egido, merece la pena entretenerse un par de horas visitando este gran monasterio, que debe su fundación al Comendador Mayor de la orden de Calatrava Don Gutierre de Padilla, quien hizo donación, en 1504, de una gran cantidad de dinero para la construcción de un hospital en la villa de Almagro. Pero fue años más tarde, en 1523, cuando el Capítulo General de la Orden de Calatrava celebrado en Burgos, decidió que la situación de protección hospitalaria en Almagro estaba más que garantizada, y destinaban el dinero del comendador para fundar un gran monasterio de féminas calatravas. Desde 1815, en que la comunidad fue repartida por monasterios de Toledo, Madrid y Burgos pertenecientes a la Orden, y hasta la exclaustración desamortizadora de 1836, el monasterio estuvo poblado por freires calatravos. Pasó todo, finalmente, al Estado, y probablemente su declaración como Monumento Histórico en 1851 le salvó de la ruina. Aunque así y todo durante medio siglo se utilizó de almacén de trigo y de vino, pasando a ser ocupado en 1903 por una comunidad de dominicos, que le salvaron aún haciendo numerosas reformas, no todas afortunadas. Pero se salvó este maravilloso conjunto monasterial, joya del arte del Renacimiento en España, y tanto la iglesia como sobre todo el claustro, son hoy elementos que pueden, y deben, admirarse en la obligada visita a esta ciudad de Almagro, que ya debería ser Patrimonio de la Humanidad, por la cantidad y calidad de recuerdos monumentales que atesora.

El templo de las calatravas

La iglesia de las calatravas es construcción de comienzos del siglo XVI, por lo que su estilo se corresponde fielmente con el gótico flamígero que en el reinado de los Reyes Católicos se propaga y aún se usa en el de su nieto Carlos I. Tiene una sola nave con capillas laterales abiertas entre los contrafuertes, con un ábside poligonal por cabecera. Los cuatro tramos del templo se cubren por bóvedas estrelladas con nervaduras de piedra.

Este templo tuvo diversos accesos o portadas. Uno de ellos, en los pies del templo, sobre la nave del evangelio. Está concebida como un arco de triunfo, y se articula en dos cuerpos superpuestos, enlazados por aletas y pirámides con bolas. En el cuerpo bajo, un arco de medio punto se escolta de dobles pilastras cajeadas, con adornos de candelieri y escudos de los Padilla, mientras que en el entablamento se ven en relieve ocho dragones enfrentados alternando con tondos presididos por la Cruz de Calatrava. Un gran escudo del emperador Carlos, a la sazón gran maestre de la Orden, preside el conjunto. Hay otra portada, hoy cegada, pero muy interesante, que daba acceso al templo a nivel del crucero en la nave del evangelio, y que ofrece también estructura de arco triunfal con abundante decoración de motivos platerescos. Estas puertas son muy posteriores a la construcción del templo, y pueden fecharse a mediados del siglo XVI, cuando se levantó el claustro principal del monasterio.

Se ha atribuido la autoría de puertas y claustro a Enrique Egas, el Mozo, discípulo notable de Alonso de Covarrubias, de quien recoge y utiliza formas y estructuras. Hijo del arquitecto constructor de San Juan de los Reyes en Toledo (mundo gótico) y alumno predilecto de Alonso de Covarrubias (mundo renacentista) Egas consigue en este edificio de las calatravas de Almagro su obra más perfecta. Porque aunque cronológicamente existen dificultades para hacerle autor y director de la obra, dado que el claustro estaba construyéndose en 1523, cuando Egas el Mozo lo era aún en demasía, sí que es cierto que él vive e interviene en el monasterio de la Asunción a partir de 1548, y que años más tarde se acabaría de construir este perfecto ámbito religioso. Así pues, y en opinión de diversos investigadores, entre ellos Azcárate Ristori, el claustro de las calatravas habría sido trazado por el arquitecto Francisco de Luna, maestro mayor de las obras del convento santiaguista de Uclés, hacia 1521. Podría haberlo iniciado, incluso participado en las obras el también conquense Pedro de Huelmes, activo en Uclés, pero estilísticamente, esta obra cae perfectamente en la órbita estilística de Enrique Egas hijo.

Y el claustro de las calatravas

Debe ser calificado el claustro de las calatravas de Almagro como uno de las más hermosos espacios arquitectónicos del Renacimiento español. Sus dimensiones, sus proporciones, su ornamentación, la limpieza de su talla en capiteles, grutescos, tondos y escudos, le hacen una obra perfecta, inolvidable. Su planta es prácticamente cuadrada (26 m x 25,30 m.). Se forma de dos galerías superpuestas con un total de 60 columnas de morfología clásica, (jónico abajo y toscazo arriba) talladas en piedra arenisca de la zona y mármoles blancos de Carrara. La articulación de los elementos en una clara obediencia a las normas dadas por Serlio en sus Reglas generales de arquitectura, publicado en Toledo en 1552, nos hacen pensar nuevamente en una data más avanzada para este patio. Así, por ejemplo, los arcos de la galería baja son perfectamente de medio punto, mientras que los de la alta se hacen ligeramente escarzanos, para ofrecer un mayor vuelo al entablamento. Todo revela la mano de un maestro conocedor a la perfección de la mejor arquitectura del Renacimiento. Y en muchos detalles, con las lógicas variantes, nos hace recordar los claustros del Hospital Tavera de Toledo, y del convento de la Encarnación de Albacete, que hemos visto unas páginas antes, y que fueron construidos a partir de mediado el siglo XVI.

El claustro de este monasterio se avalora con la decoración tallada que aparece en las nueve puertas y tres ventanas que se distribuyen por ambas plantas. Son motivos claramente sacados de las Medidas del Romano de Sagredo y de otros repertorios clásicos, así como de las mejores obras de Covarrubias.  En estas puertas abundan los detalles a candelieri, grutescos limpios, representaciones de los Evangelistas, escudos de armas de los Padilla, de los Albornoz, y de los Dávila, medallones con caras infantiles y femeninas, estas posiblemente representando la Venus Coelestis y la Venus Vulgaris, alegorías de la vida contemplativa y de la vida activa que se supone conjugaban las religiosas calatravas. Y muchas otras cabezas de hombres barbados y lampiños, guerreros y monjes, perros y lechuzas, en una mezcolanza plural y variadísima, que hace de este claustro un lugar de asombro, entretenimiento y sabiduría arcana.

En las dependencias que nacen del claustro (Sala capitular, dos refectorios, y otras salas), hay algunos artesonados de tallada madera, en sus dos variantes típicas: el sistema de alfarje, o techumbre plana, y el de limas o artesa. El mejor es el de una de las salas superiores, de tipo artesonado con faldones laterales decorados con profusión de lacerías mudéjares en el almizate y los tirantes.

Otros singulares edificios monasteriales de Almagro

Debe el viajero por Almagro entretener el tiempo de su admiración pasando la vista por los edificios que junto a las calatravas completan la oferta monasterial, y hoy artística, de esta población famosa.

Uno de ellos, junto a la plaza mayor de galerías neerlandesas, es el viejo convento de San Agustín, fundado en 1634 por doña María de Figueroa, que no tuvo una vida demasiado boyante, y sobre todo padeció los rigores de abandonos y revoluciones, hasta dejarle hoy, aunque restaurado, resumido a su edificio y adornos murales simplemente.

Lo más interesante, y es cosa que recomiendo a mis lectores, es la visita al interior de su templo vacío. La decoración de las bóvedas sorprende a cualquiera: con un ritmo, un color y una riqueza y variedad de formas, tanto en los frescos de las bóvedas como en los estucos policromados, inmediatamente lleva al espectador a recordar el ambiente barroco de las iglesias andaluzas, y más aún el de las coloniales de la Nueva España o  el Perú. Estas pinturas ofrecen una gran variedad de temas, y un complejo mundo simbólico que merece ser contemplado con reposo y afán de comprensión. Los elementos decorativos tienen como misión crear un ambiente de relativo lujo, y dar a los fieles la idea de estar en un lugar antinatural, por tanto, suprahumano. La conocida tenden­cia hacia lo patrístico y lo teológico de los agustinos se evidencia en esta iglesia de Almagro con la presencia, en los plementos de la cúpula, de imágenes empleadas como signos de ideas abstractas que incluyen el Cáliz, el Pez, el Áncora, la Paloma, el Cordero Místico y la Custodia. Se ha interpretado el complejo aparato simbólico de los techos de San Agustín de Almagro como la representación de la primitiva iglesia cristiana, evocada a través de un sofisticado discurso teológico que alude a la Esperanza de la Salvación (El Áncora), conseguida a través del sacrificio de Cristo (el Cordero Místico) y de la Eucaristía (representada por el Cáliz, el Pez, la Custodia y la Paloma). Hay además numerosas referencias alegóricas a la Virgen, especialmente en las bóvedas bajo el coro y en la los techos del presbiterio

Finalmente, las escenas narrativas que aparecen en estas bóvedas tienen la misión de servir, una vez más, de “Biblia pauperum” o sermones permanentes y gráficos, que tratan de recordar a los fieles aquellas historias que han oido una y otra vez en las ceremonias religiosas. Se pueden ver numerosas “vidas de santos”, entre las que destacan las del titular, San Agustín, memorado en escenas como la Visión de San Agustín y el  Lavatorio de los pies del peregrino, más la de San Agustín recibiendo la Revelación del Santísimo Sacramento. San Agustín predicando, San Agustín combatiendo a los herejes, etc. En todo caso es este un templo que ofrece unas características artísticas, especialmente en su interior, muy singulares y únicas en todo el conjunto del patrimonio artístico conventual de Castilla-La Mancha.

El día entero puede pasar el visitante admirando templos y conventos, en Almagro. Para esta época de oración y análisis vital, no es mal sitio este, ni mala propuesta la de volver a mirar el templo ingente de los jesuitas, hoy parroquia de San Bartolomé. La iglesia se basa en una planta de nave única con capillas laterales que se comunican entre sí. Crucero cubierto de gran bóveda hemiesférica, en la modalidad de cúpula encamonada, en la que las dovelas de piedra tradiciona­les son sustituidas por una armadura de madera revestida de ladrillos y enlucida y decorada posteriormente por adornos de yeso. Una técnica que ya había sido probada con éxito por Fray Lorenzo de San Nicolás en sus construcciones agustinas. En todo caso, es esta de Almagro una cúpula valiente, ornamentada en estilo barroco, lujuriosa de aspecto y volúmenes, maravillosa, en fin, para quienes gustan de ver arquitecturas limpias. En la fachada, de piedra y ladrillo, sobresale la calle central de la portada, en la que luce el gran arco de medio punto que cobija la portada, al tiempo que define también, el vano rectangular que la remonta así como el gran frontón triangu­lar de coronación.

No deberá el viajero dejar de pasarse por donde fueron los dominicos, sede antaño de la Universidad almagreña, y lo que queda de todo aquello: un templo valiente y renacentista, pasto de todos los abandonos. Con un escudo fabuloso en su ábside en el que lucen las armas, entre otros, de los Mendoza y Luna alcarreños.

Perdido entre las callejas de los barrios del este de la villa, surge la portada severa del Convento de la Encarnación, aún habitado y poco visitable. En él sobresale el gran escudo de armas tallado de su fachada: una enorme labra con los símbolos de los linajes del conde de Valdeparaíso y su familia, sostenido por dos leones y timbrado de la corona marquesal.

El último lugar a visitar, sitio también para poder comer espléndidamente, es el antiguo convento de San Francisco, hoy Parador Nacional de Almagro. Fundado en 1596 por Jerónimo de Ávila y de la Cueva, en cumplimiento de la disposición testamentaria de su esposa, doña Catalina de Sanabria, que quiso fundar en Almagro convento para franciscanos descalzos. En el conjunto de edificios destaca el patio de entrada, los diversos claustros, de sencilla traza de ladrillo, y el templo mayor, cuya autoría ha sido atribuida, por sus manifestaciones estilísticas, en todo caso austeras, a Nicolás de Vergara, el Mozo, prolífico arquitecto del arzobispado toledano y maestro mayor de la catedral primada.

Un viaje por el río Salado

He querido pasar la tarde usando el coche para ir de un lado a otro por el valle del río Salado. No desde su nacimiento, pues este está en la parte más septentrional de la provincia, y la variedad de paisajes y pueblos que cruza es enorme. Lo he empezado a recorrer desde Santiuste, un pueblo mínimo que se esconde entre lomas y colinas que bajan de las sierras atencinas. Y entre ellas nace un regato, que ahora en primavera es abundoso de aguas y algas, el regato de Santiuste. Desde él, seguiré bajando hasta que las aguas del Salado den en el Henares.  

El río Salado, desde el puente de Viana de Jadraque

 

 Santiuste   

 Es este un pequeño lugar, oculto en breve y encantador vallejo, ocupado por un reducidísimo número de personas, en su mayoría ancianas, que se han ocupado de laborar el terreno en muy escuálidos trechos, en trabajar el monte y en cuidar algo la ganadería. Unas pocas casas, de buena conservación en todos sus caracteres de arquitectura popular rural, dan escolta a la iglesia parroquial, dedi­cada al Salvador, obra de no subido interés, que muestra al exterior una torre bien armada, de sillería en las esquinas, huecos para las campanas y unos pinachos en sus esquinas que la hacen parecer anuncio de bolera. La puerta de ingreso está al sur, y es de dovelaje monumental, semicircular, huérfana de adornos. Lo más singular del templo es el ábside, recientemente restaurado: de planta semicircular, con modillones bajo el alero, es obra muy primitiva del estilo románico rural. El interior es de una sola nave, sin nada artístico que reseñar.   

Miré algún viejo libro, de anónimo autor, sobre su historia, y leí lo que dice: aneja en todo a la Tierra de Atienza, formó en su común y se rigió por su fuero. En el siglo XV pasó a pertenecer al Común de Jadraque, englobado dentro de su sesmo de Henares. Con este territorio fue pertenencia de los Carrillo, en el siglo XV, y luego de los Mendoza, desde finales de dicho siglo al comienzo del XIX. Nada más ocurrió en este lugar, si no fueron los años pasando en silencio y paz. De antes de la historia es un castro, de la Edad de Hierro, que estuvo ocu­pado por los celtíberos, en el lugar denominado «el Casti­llejo».   

Pasado el pueblo de Santiuste, la carretera estrecha pero bien asfaltada baja entre árboles hasta llegar a unas pronunciadas cuestas, entrando como entre una hoz pendenciera y rugiente en el valle, todavía estrecho, bravío, umbrío y gris del río Salado. A esta zona la llaman el Estre­cho, porque en ella las rocas se arraciman y se crea un ámbito irreal y digno de admirarse.   

Acaba de pasar el río por la angostura del embalse de El Atance, y a nuestra izquierda sale una carretera que dice “a la presa”. La ignoramos, y seguimos avanzando hacia el sur, junto a las aguas saltarinas del Salado.   

 Huérmeces del Cerro    

 Se sitúa este pueblecito en un encantador paraje donde los roquedales y las arboledas se conjugan a la perfección, estando ocupado el valle del río Salado a ambos lados por su caserío. La carretera atraviesa también entre las casas, y a la izquierda vemos que medio centenar de personas han montado el taco, el tradicional ágape en que suelen terminar, de pie, con tasajos y vinos en vasos de plástico, las cacerías.   

Saliendo ya, a un extremo del pueblo, y en un altillo, nos saluda la iglesia parroquial, dedi­cada a Santa María Magdalena; muestra una espadaña de tipo barroco popular, y una puerta de entrada al mediodía, sin más detalles artísticos que reseñar, si no es que a sus pies se extiende, primero el camposanto, y segundo un parque de repoblación de pinos y arboledas diversas, en medio del cual se ha plantado un Monumento a la veteranía agrícola y constructora de las gentes del pueblo. Es un autohalago que aplaudo, aunque el parque que le rodea dejó de cuidarse hace años, posiblemente el día después de la inauguración del monumento.   

En un momento me paro a mirar las casas, que hace años eran de arquitectura popular rural correspondiente a la comarca de la serranía de Atienza. Muchas se han caído, o las han tirado, y ahora surgen chalecitos y casas de mayor confort, aunque sin carácter autóctono. Es este un problema común a toda la provincia.   

No encontré el antiguo molino sobre el Salado, que dicen las crónicas y que ya en el siglo XVI estaba en funcionamiento y pertenecía al Cabildo de la Catedral de Sigüenza. Pero lo que sí pude admirar, y a mis lectores animo a que ellos lo hagan, fue el conjunto de hermosos paisajes y lugares amenos para el descanso y las excursiones a pie que tiene el término. Sobre el mismo pueblo se alzan varios cerros: el Picarón, el Picazo, Peñalta y el cerro de El Letuero. En Peñalta existen unas oquedades curiosas en la roca en las que se han cons­truido sendas taínas para el ganado. Desde la cima del Lutuero, se divisa perfectamente el castillo de Atienza. En su vertiente está el Henares, en la junta de los dos ríos que con­fluyen en Huérmeces: el Salado y el Riato que baja desde Santiuste. Pueden planificarse algunas excursiones, siempre a pie, hacia la fuente del Guarradal, y hacia la presa de El Atance, Salado arriba.   

Por decir algo de su historia, se pueden repetir las palabras dedicadas a Santiuste: es pueblo de muy antiguo origen, pues ya en la primera mitad del siglo XI figura en la breve relación de lugares conquistados por Fernando I a los moros (Santamera, Riba de Santiuste, etc.) en los alrededores del fortísimo castillo y población de Atienza. Tras su reconquista definitiva por Alfonso VI, fue más tarde, en 1140, donado por el rey de Castilla, a instancias del conde don Rodrigo de Lara, al monasterio de San Pedro de Arlanza y a su abad don Lope, quedando en su señorío durante algún tiempo, aunque luego volvió a formar parte, en calidad de aldea, de la Comunidad de Villa y Tierra de Atienza, pasando luego a la de Jadraque, en su sesmo del Henares, y con ella a los señoríos directos de los Carrillos (siglo XV) y de los Mendozas (siglos XVI al XIX) figurando entre los extensísimos estados del duque del Infantado du­rante estos últimos siglos.   

Viana de Jadraque    

 Por aquí discurre el río Salado amable y entre arboledas, con la silueta de los calizos cerros de crestas puntiagudas de Huérmeces al fondo. Poco antes de llegar al pueblo, hay un puente largo, de pilotes, bajo el que susurra el río. Me paro a mirar las aguas, que repiten su acerada oscuridad reflejando el cielo sombrío. Y enseguida llego a Viana, subiendo leve cuesta desde el valle.   

Por aquí el paisaje es ancho, amable, bien cuidado. Los montes que los circundan, algo apartados, son de perfiles suaves, ocupados de encinares. Por un camino que sale de la fuente, yendo hacie el norte siempre, se llega al llamado barranco de la Hoz, her­mosísimo paraje en el que se acumulan, a ambos lados de un estrecho pasadizo, dos series de altísimas y sorprendentes rocas, de tipo arenisco, que merecen ser objeto de una dete­nida excursión. Al final de dicho barranco, en la parte más alta del mismo, se ven los vaciados en las rocas de grandes piedras paralepipédicas, que dicen en el lugar sirvieron de materia prima, transportadas con bueyes, para la construc­ción de los edificios del Banco de España y el Palacio de Comunicaciones, en Madrid. Lo que sí que ví, en el suelo, fueron piedras enhiestas que señalaban enterramientos. Y en las caídas del cerro, hay talladas sepulturas antropomorfas. Es un dato para los arqueólogos.   

Junto a la parada del autobús dejo el coche, y me dedico a patear el pueblo. Lo primero que me encuentro, -y después de la vuelta entera al caserío, creo que es lo mejor de todo- una estupenda fuente pública, de bonita talla en piedra, que tiene por caños unos plateados cangrejos, de esos de río que forman ya parte de la “fauna desaparecida y arrasada” de nuestra provincia. Pocas casas quedan ya de ley antigua, todas han ido siendo reformadas, o levantadas de nuevo. La iglesia, en lo alto, muestra orgullosa su perfil barroco, en la espadaña, mientras que el resto del edificio es de lisas paredes, con la puerta abierta al norte, y una canasta de baloncesto colgando del muro mayor campanero, todo muy ibérico.   

De historia, lo mismo que los anteriores: formó en siglos medios en la Comunidad de Villa y Tierra de Atienza, tras su reconquista en 1085 por Alfonso VI. En el siglo XV pasó a depender de la villa de Jadraque, incluyéndose en su sesmo del Henares. Luego pasó al señorío de Gómez Carrillo, quien lo dio a su hijo Alfonso Carrillo de Acuña, y éste lo traspasó y cam­bió por otros lugares y títulos con el Gran Cardenal de España don Pedro González de Mendoza, de quien quedó definitivamente en las casas que sucesivamente fueron armando los Mendoza.   

Baides   

 Ya en plano todo el valle, ancho, luminoso, el río se pierde entre juncales, zarzas y algunas arboledas. Para dar finalmente en el padre  Henares, que desde Sigüenza baja sonando oscuro. Baides asienta en un montículo sobre la junta de estos ríos, Henares y Salado. El lugar fue importante porque tuvo privilegio de ser paso de caminos, y tener puentes. En un par de ellos, además, los merinos del rey cobraban impuestos a los que pasaban: el pontazgo de los fueros viejos.   

Lo primero que ve el viajero al llegar es el puente viejo sobre el Henares, al que se llega pasando bajo otro puente por el que en ese momento cruza a toda velocidad un tren. El río en Baides está bien encauzado, herboso en sus orillas, limpias las calles, con un largo paseo escoltado de olmos dedicado a Angel María de Lera, el escritor que nació en el lugar. Algunos puentes de madera cruzan el Henares, coquetos.   

La espadaña de la iglesia de Baides, arriba de la escalinata de piedra y musgos.

 

 Algunas cosas que destacan en Baides: la iglesia primero. Está en lo alto, y se sube a ella por una escalera ancha y fácil, de piedra rodada, antigua. El viajero ve con sorpresa que la escalera está exactamente igual que hace 23 años en que la subió acompañado. Esto le tranquiliza porque demuestra que las cosas, todas las cosas, siguen en su sitio.   

Arriba de la escalera surge valiente la espadaña de la iglesia, que es románica. Se ve el ábside a oriente, cuadrado, y en el muro del norte se adivinan los arcos de una primitiva galería porticada, hoy tapiada, pero que en el interior es muy visible, con capiteles y todo.   

Para acabar el paseo, y la memoria de lo visto, decir que la historia de Baides es antigua, pues muy posiblemente fue habitáculo de los antiguos celtíberos, y es casi seguro, por los estudios hechos por arqueólogos profesores, que por aquí pasaba la calzada romana desde Mérida a Zaragoza, pues algunos hallazgos esporádicos así lo atestiguan.   

Tras la reconquista de la zona a fines del siglo XI, quedó incluida dentro del amplio territorio comunal de la villa de Atienza, quedando luego incluida en su segregado ámbito de Jadraque. Se sabe que en el siglo XV ostentaban el señorío de Baides los poderosos caballeros López de Estúñiga: en la primera mitad de dicha centuria era su poseedor don Diego López de Estúñiga, y en la segunda su hijo y nieto don Pedro y don Francisco, respectivamente. De esta familia, que poseía señoríos, comarcas y pueblos en el actual territorio de Guadalajara, pasó Baides, junto con el estado de Galve, a los condes de Monterrey, y de éstos, tras varias transmisiones, vino a los condes de Salvatierra. El palacio de estos señores aún se conserva, aunque remodelado y modernizado, dentro del pueblo, rodeado de alta valla y magnífico jardín.   

La tarde acaba viendo desde el alto que me lleva hacia Sigüenza, cómo corre el Henares, cargado de aguas primaverales, oscuras y antiguas.   

La cripta de los Mendoza, un espacio recuperado

No podía dar crédito a lo que veía: el pasado sábado, una vez más, penetraba en la cripta o mausoleo del linaje Mendoza, bajo el suelo de la iglesia del monasterio de San Francisco, en nuestra ciudad. Y por fin, después, después de muchos años, de muchas visitas, de muchas frustraciones, he podido verla restaurada, limpia, perfecta. Estas palabras iniciales quieren ser de aplauso a cuantos han hecho posible este milagro. Por una parte, a la Consejería de Educación y Cultura de la Junta de Comunidades, que ha apostado, y muy fuerte, con sus fondos allegados de los presupuestos y del “uno por ciento cultural” del ministerio de Fomento. De otra, al arquitecto Juan de Dios de la Hoz, por su trabajo meticuloso. Y a todos los estudiosos, proyectistas, artesanos y técnicos que durante meses han puesto su ilusión y su trabajo diario en esta obra. Lo han conseguido. Van a hacer felices a muchos ciudadanos de Guadalajara, que queríamos ver esto limpio y recuperado. Gracias, simplemente.

La escalera que desciende a la cripta de los Mendoza en San Francisco de Guadalajara.

 Desde el viernes pasado, el Ayuntamiento se ha hecho cargo, como propietario del fuerte de San Francisco, y del cuidado de sus edificios anejos, de este nuevo Monumento Nacional que se añade al plan “Guadalajara abierta” para mostrar los espacios artísticos y patrimoniales de nuestra ciudad. En los últimos años esos espacios han ido creciendo, y ahora son bastantes los que están así a la oferta pública, aunque solamente sea los fines de semana. Lo importante es que de una forma clara, sencilla, organizada, se podrá admirar esta joya arquitectónica, única o casi, en España, y que ha de añadir nuevos visitantes a la ciudad, nuevos viajeros que la recorran y se admiren de lo que los siglos pasados nos dejaron.

Los Mendoza siempre

Tuvieron que ser los Mendoza los que produjeron, con sus dineros inacabables y su afán de pervivencia aún después de la muerte, este espacio solemne. La cripta de San Francisco es la construcción arquitectónica en la que reposaron, durante un siglo escaso, todos juntos los Mendoza más grandes, desde el marqués de Santillana al cuarto gran duque del Infantado.

Después de haber servido de fortaleza sacra a los caballeros templarios, esta colina elevada al este de la ciudad se transformó en convento de frailes de San Francisco, gracias a la ayuda de la infanta de Castilla doña Isabel, hija de los reyes Sancho IV y María de Molina. Iba mediado el siglo XIV cuando esta señora impulsó la fundación y crecimiento del convento, que se hizo mayor cuando los Mendoza, en este caso el mayorazgo don Pedro Hurtado, almirante de Castilla, su hijo don Iñigo López, primera marqués de Santillana, y el hijo de este don Pedro González, gran cardenal de España y Canciller del Reino, quienes lo impulsaron tomando el patronazgo de la capilla mayor.

El templo de San Francisco

La iglesia alza sus altos muros y su torre sobre los tejados y los parques de la ciudad. De ella dijo el antiguo cronista Núñez de Castro que pudiera ser Catedral de un gran Obispado según su grandeza. Consta al exterior de unos paredones pertrechados de gruesos contrafuertes en sillarejo, ofreciendo la puerta principal sobre el muro de poniente, y en el ángulo noroccidental la torre que acaba en agudo chapitel de evocaciones góticas. Tanto una como otra son de reciente construcción, pertenecientes a la última reforma llevada a cabo, tras la Guerra Civil española, bajo la dirección del teniente coronel de Ingenieros señor López Tienda. En una placa sobre la fachada aparece grabada la falsa leyenda de que aquí estuvo, prisionero y luego enterrado Juan Ruiz, el arcipreste de Hita.

El interior de este templo, con su aspecto original, aunque ahora vacío de mobiliario y decoración mueble, es de una sola nave, de grandes dimensiones, pues mide 54 metros de largo, 10 de ancho y 20 de altura. Presenta cinco capillas de escaso fondo a cada lado de esta nave, ofreciendo unos arcos de entrada muy esbeltos, ojivales, profusamente decorados con los elementos propios del gótico flamígero, y múltiples escudos de armas de las familias constructoras. Se escoltan de fascículos de columnas que a la altura de los capiteles ofrecen unos collarines de contenido vegetal. Las capillas del costado norte añaden bellas ventanas que se adornan con parteluces y calados adornos góticos.

En esta nave, cubierta de altas y bellas bóvedas de crucería, en cuyas claves surge tallado en multitud de ocasiones, así como en los capiteles de las columnas adosadas al muro, el escudo de armas de Mendoza, timbrado del capelo cardenalicio propio del Gran Cardenal don Pedro González, principal constructor de este templo. En el primer tramo, a los pies del templo, se alza el coro sobre una bóveda de crucería que en su parte anterior sustenta en arco muy rebajado y elegante.

A su muerte, los Mendoza “mayores”, marqueses de Santillana, condes de Saldaña, duques del Infantado, se enterraban en los muros y el suelo del presbiterio de la iglesia de San Francisco. Es de pensar que algunos de ellos tendrían tallados espléndidos mausoleos en esos muros. Pero nada concreto ha llegado hasta nosotros, pues fue a principios del siglo XVII cuando la sexta duquesa doña Ana de Mendoza quiso hacer una cripta subterránea, elegante y amplia, para en ella enterrar a todos sus ancestros. Se iniciaron las obras y se comprobó con desasosiego que el nivel freático en esa zona de la ciudad era muy alto, por lo que esa cripta inicial quedó muy pequeña, muy húmeda y pronto inutilizable. Fue a finales de ese siglo cuando el décimo duque tomó la iniciativa de hacer algo grande y hacerlo bien.

La cripta de los Mendoza

La cripta construida en los primeros años del siglo XVIII a instancias del décimo duque don Juan de Dios de Mendoza, es un lugar verdaderamente espectacular y solemne, es el espacio que acabamos de ver recuperado, brillante y llamativo. Imita en gran modo a la cripta que bajo el altar mayor de la basílica del monasterio de El Escorial construyera Herrera en el siglo XVI y adornara con el fragor del barroco Juan Bautista Crescenzi en el siglo XVII.

Corrieron las obras a cargo de los maestros Felipe Sánchez y Felipe de la Peña, quienes lo construyeron entre 1696 y 1728. Para evitar la humedad, -los arroyos subterráneos mejor dicho-, que en ese nivel existe, hubo que plantear la rasante de la cripta a nivel del freático, y para ello fue preciso elevar mediante escalinata el acceso al presbiterio y altar mayor del templo franciscano. Se hicieron dos accesos a la escalera principal que baja al sótano: una puerta desde el muro de la Epístola del templo, que recorre un primer tramo corto, y otro desde el exterior, desde la espalda del templo, junto al ábside. Esa puerta exterior, de elegante decoración (que se ha quedado sin restaurar porque ha debido de acabarse el presupuesto justo al llegar a ella), también permite acceder por la escalinata común, de dos tramos, muy largo el final, hasta el subsuelo, en el que otra corta escalinata asciende al espacio frío y vacío del “pudridero”, hoy recuperado al menos con dignidad.

Además el arquitecto Sánchez programó una gran fachada barroca, de hermosa piedra caliza con tonos amarillentos, una piedra rubia de calidad, para servir de espalda a la cripta y, a través de un amplio vano, conseguir para ella luminosidad y aire, respiración, posibilidad de evaporación de sus seguras humedades.

El espacio de la cripta de los Mendoza se plantea sobre una planta elíptica,  y ocho pilastras adosadas a sus muros que transforman el ámbito en poligonal, sosteniendo a través de un gran cornisa muy decorada los arcos que confluyen en el centro formando una bóveda muy rebajada, cuajada de decoración de alabastros y yesos sobredorados. En los intercolumnios se alinean, cuatro por espacio, sobre entrepaños de mármol, las urnas que contuvieron los restos mortales mendocinos. Solo una de esas urnas ha llegado entera a nosotros, una de las más altas, que los franceses no tuvieron tiempo o ganas de destruir. Las demás fueron destruidas, y mal que bien, ahí están: se han conservado tal cual, creo que con acierto. En total hubo 26 urnas, que llevarían en sus frentes los nombres de los duques y duquesas fallecidos. Unos 80 años (entre 1728 y 1808 estuvo aquello entero y cuidado. La destrucción de las tropas de Napoleón lo arruinó para siempre.

Quizás lo más llamativo de esta cripta de San Francisco es la decoración que duques y arquitectos quisieron darle, en un boato y magnificación del sentido de la muerte: Tanto el suelo, los muros, la cripta y la capilla, todo está revestido de llamativos mármoles de tonos rosa, gris y negro. Han sido rehechos prácticamente enteros, a excepción de algunos fragmentos que, pulidos y recompuestos, muestran la disposición original. También en esos tonos está decorada la escalera cubierta por bóveda alargada que permite al visitante entrar a este espacio.

Al fondo de esta cripta aparece en estrecho espacio la capilla, iluminada por gran ventanal. En ella se ven cuatro columnas adosadas que sostienen el clásico friso y cada una de ellas un angelote. Se cubre de bóveda hemiesférica, y también se reviste en su conjunto de ricos mármoles con adornos barrocos. Esta capilla no se llega a cubrir completamente, pues su parte más alta, la linterna estrecha de su bóveda, comunica con el baldaquino del altar mayor del templo. La humedad del suelo forzó a esta situación tan curiosa y llamativa, que no todos los visitantes entiende: el remate de la bóveda asoma sobre el altar mayor del templo franciscano.

Otras referencias de esta cripta

Los documentos que nos han dado a conocer la historia, los avatares tristes, y las etapas constructivas de este monumento del que a partir de ya puede presumir Guadalajara, los reunió en sus días de trabajo el cronista provincial don Francisco Layna Serrano, allá por los años 1930 y 1940, cuando escribió su gran obra “Los conventos antiguos de Guadalajara” en la que viene con detalle la de esta casa franciscana, su templo y su cripta. El libro, hasta ahora raro de encontrar, se ha reeditado en 2010 por parte de la editorial AACHE haciendo como número 6 parte de la Colección de las “Obras Completas de Layna Serrano”.

También es de advertir que en nuestra tierra, y con el apoyo mendocino, ha habido otras criptas en las que han tratado de enterrarse y descansar (qué difícil es descansar, en España, incluso después de muerto!)  los individuos de otras ramas del linaje de Mendoza. En Pastrana se hizo, a principos del siglo XVII, una cripta bajo el presbiterio de la iglesia colegiata, y en ella se enterraron en principio los duques de Pastrana (doña Ana de Mendoza, princesa de Éboli, su marido don Ruy Gómez de Silva, su hijo don Pedro González, arzobispo que fue de Granada y antes guardián de los franciscanos de la Salceda, etc.) y en definitiva, y a partir de 1860, todos los duques y demás alturas de la familia, pues los Osuna decidieron recoger los restos que los franceses había derramado por el suelo y llevarlos juntos a Pastrana.

En Mondéjar, en el convento de San Antonio, los condes de Tendilla y marqueses de Mondéjar hicieron lo mismo bajo el presbiterio del convento franciscano de San Antonio. De aquello hoy quedan dos paredones (que al menos son Monumento Nacional) y un terraplén de escombros y de yerbas bajo los que, seguro, está otra cripta a saber de qué categoría….. pero esta es otra historia, que como una madeja va saliendo, y nunca lleva a nada bueno.

Sorpresas en el románico de Atienza

 El pasado sábado, y con motivo de la visita que la Asociación Española de Amigos del Románico giró a Atienza, por el camino de las mostranzas surgieron algunas sorpresas en ese inacabable universo que es el arte románico, especialmente el que cuaja sobre cinco templos de la villa castellana.

Más de cien amigos se le añadieron al románico atencino, gentes venidas de toda España, de Canarias incluso, hasta de Francia. Acompañados siempre de don Agustín González, párroco de la villa, y empujador de todo cuanto ha supuesto en esa villa arte y cultura, pudimos visitar de nuevo los templos grandes. En cada uno de ellos surgió alguna nueva sorpresa, de esas que has visto cien veces, pero que de pronto explota con su significado nuevo.

Imagen de San Pelayo entre las figuras que pueblan la portada románica de Santa María del Rey de Atienza

 Santa María del Rey

Dos sorpresas, una en cada portada. En la enorme portalada abocinada que abre el templo por el muro sur, un total de 85 imágenes talladas nos reciben y parlotean entre sí. Son la suma de un tratado teológico en que se explica, a los fieles que entiendan (y en la Edad Media lo entendían todos) que por ese hueco de coronación semicircular se entra a un lugar sagrado, a un templo, y que todos los seres que nos miran desde lo alto han conseguido llegar a la Gloria, tras luchar con los vicios, que también allí se representan. 

Vemos tallas muy bien identificadas de Cristo en Majestad, de San Pedro y de San Pablo, y nos sorprende una que es casi con toda seguridad la imagen de San Pelayo, al que algunos han querido dar el título de patrón de Castilla y León, quizás porque ya lo es con seguridad de varios pueblos leoneses, y gallegos, entre ellos Villacarralón, Santa María del Condado, Quintanilla de Urz y hasta de Zarauz en Guipúzcoa. 

San Pelayo es representado habitualmente por las tenazas, con las que dice la leyenda que fue martirizado en la Córdoba de Abderramán III, en el siglo IX, pero también por la espada y unas tijeras que lleva en la faltriquera, como vemos en esta portada de Atienza, y en la imagen superior. 

Aparecen, además muchas figuras de apóstoles, de monjes, de justos que orantes miran al cielo, a la parte superior de la portada, donde ángeles van subiendo. Pero en el contexto de la crítica social y religiosa que todo elemento del románico lleva dentro, en esta portada vemos también una curiosa figura de león revestido de monje, o de monje con cabeza de león, como se quiera mirar. Es la denuncia de la simonía, del nepotismo y de los vicios que una casta teocrática generaba. 

En la portada del norte, un conocido estudioso del románico nos pidió que observáramos un hecho curioso: pocos templos románicos tienen portada abierta al norte. Y menos aún en Atienza, tierra muy fría. Cuando esto ocurre en el mundo románico, es porque ante esa puerta hay un antiguo lugar de culto pagano, de cultos precristianos, de fuentes con mitología y espacios sagrados antiguos. En Atienza, frente a la portada norte de Santa María se eleva el cerro puntiagudo de El Padrastro, excavado hace un siglo con resultado de haber sido un castro celtíbero, y posiblemente un lugar en alto con cultos primitivos al Sol, a los cielos. Además, en esa portada hay frases, una de ellas en latín, alabando a Dios y recordando que fue el rey Alfonso de Aragón, quien reconquistó la villa y erigió este templo. Otra, en caracteres cúficos, reproduce la famosa aleya del Corán en que se da toda la alabanza a Alá, y se proclama su permanencia. Es una puerta, sin duda, heterodoxa. 

San Bartolomé 

Dos curiosidades que apreciamos por primera vez en este templo, algo aislado del caserío, y una novedad. De las curiosidades, la primera es que el pretil sobre el que se sustentan las columnas del atrio porticado, es mucho más elevado al interior que por fuera. Y dentro, se observa que ese muro tiene una serie de arcos, cegados, que sin duda tuvieron una función tectónica distinta de la actual de sostener las columnas de ese atrio. Había, entre todos los visitantes, quien opinaba que fueron arcos de una construcción muy antigua, elevada sobre un terreno que se ha ido rellenando con los siglos, por aluvión del cerro, y que dado que está junto a la “Puerta de Salida” de la villa, y esta a su vez escoltada de la “Fuente Romana”, es posible que se tratara de algún antiguo edificio romano, que se reutilizó en épocas posteriores, visigoda y por supuesto románica. 

La otra curiosidad, es la nítida disposición iconográfica de la ornamentación de la portada de acceso al templo: Columnas y capiteles lisos o con simples formas vegetales, terrenales. Una cenefa que corre sobre las impostas de los capiteles y aún se extiende al muro, con tallos vegetales de capullos que están naciendo, símbolo de la regenración, del nacimiento hacia nueva vida. Y arriba, los arcos cubiertos por cenefas que lucen la clásica serie de “ochos sin fin” que representan la Eternidad, el infinito, la sucesión sin fin de los días: la Otra Vida. Así pues, la puerta de San Bartolomé es un ejemplo parlante y muy en la línea de la simbología románica, que expresa el sentido de la vida humana, proyectada hacia la Eternidad, y a la que se llega penetrando al templo. 

Aspecto general de la ventana, y detalles de los capiteles, en el ábside de San Bartolomé de Atienza

La novedad es que ya puede admirarse, fotografiarse y disfrutar mirando un nuevo ventanal románico, el único que existe sobre el muro central de la cabecera, que en este templo siempre supimos que era cuadrangular. La casa del santero, recientemente derribada, ocultaba esta preciosa ventana, aspilleraza, de canon estrecho y alto, con un arco simple que apoya en sendos capiteles muy bien conservados, como recién tallados, porque durante siglos han estado protegidos de la intemperie. Representan vegetales muy elaborados.

San Gil 

En la iglesia de San Gil, la primera que se rescató de sus destinos utilitarios (fue primero almacén de cereales y luego taller de forja) para montar en ella el primero de los museos atencinos, otro cofrade de la Asociación de Amigos del Románico nos ilustró acerca de un detalle mínimo, muy visible, pero poco considerado, que existe en su ábside. 

Se trata de dos cabezas humanas que sirven de ménsulas a los arcos nervados que bajan desde la cúpula de cuarto de esfera que cubre ese ábside, remate del presbiterio, y que al exterior se traduce en un alto y estilizado monumento que da carácter al románico atencino. 

Son dos cabezas humanas, de varón, similares entre sí, que se diferencian por los atributos que les cubren las orejas. Puestos de frente a ellas y al altar, la de la derecha lleva sobre sus orejas sendas alas, de ave, o angélicas. Es, sin duda, el símbolo que sella la religiosidad y la bondad del personaje. Es el modelo del Bien. La cabeza de la izquierda, sobre las orejas vemos aparecer sendos animalejos, con diablos simples, con cuerpo de animal, y cabeza expresiva, que le hablan o chillan al personaje, a sus orejas. Un símbolo del pecado, del diablo que tienta, el modelo del Mal, en suma. 

Recuerdo aquí, que en Beleña, por no irnos más lejos, hay una representación similar en la arcada interior de su portada, la del mensario famoso, donde aparecen en sucesión los doce meses del año representados por faenas alusivas, y tanto al principio como al final, dos imágenes que señalan el Bien y el Mal. El primero es un ángel, muy bien tallado, y el segundo es una cabeza de un negro, de gruesos labios y cabellos cortos y ensortijados. De todos es sabido que en la Edad Media, y especialmente en la Europa rural en la que se desconocía la existencia de la raza negra, sus individuos eran considerados demonios, y sus figuras el símbolo del Mal. 

Interior del ábside, con imágenes en detalle de las ménsulas del Bien y el Mal en el interior de San Gil de Atienza

Van las imágenes de estas cabezas junto a estas líneas, por primera vez reproducidas. Serán bienvenidas, por su puesto, otras interpretaciones. En todo caso, lo que sí quiero que quede claro es que a cada visita que se le hace a estos edificios del patrimonio románico alcarreño, se le encuentran nuevos sentidos, nuevas sorpresas, además del goce estético que supone verse incluido en recintos de tanta armonía, de tanto sosiego y solemnidad.