En el Tajo con los gancheros
El pasado sábado se cumplió, un año más, el rito de los gancheros. Una fiesta cuajada que este año en Peñalén ha tenido sede anfitriona, en el más espectacular de los escenarios. Mucha gente, demasiada para el lugar donde se hizo, y sobre todo para cumplir las previsiones de traslado en autobuses desde el pueblo a la orilla del río, pero bien dispuesta toda: la memoria de los gancheros volvió a recuperarse, y sonaron sus voces entre las gargantas del río, llevando mansos los rebaños de madera.
Desde hace años, la Asociación de Municipios Gancheros del Alto Tajo (Poveda, Peñalén, Peralejos, Taravilla y Zaorejas) organiza un encuentro, a finales del verano, sobre las aguas del Tajo, para memorar las tareas de los hombres que antaño se dedicaban a llevar sobre el río las maderadas, los grandes conjuntos de árboles cortados, y que había que transportar hasta los llanos de Aranjuez, donde se comercializaban.
Esa tarea, ardua y peleada, de días, semanas y meses viviendo al aire libre, en las orillas, metidos en el agua, docenas y docenas de hombres, ha dado lugar a leyendas, literatura y un gran cariño hacia ese pasado, que así se rememora, en forma de “Fiesta de los Gancheros” que acaba de recibir el reconocimiento por el Gobierno Regional de Fiesta de Interés Turístico Regional.
El sábado pasado, 4 de septiembre, le correspondió organizarla a Peñalén, echando “la casa por la ventana” como suele decirse, poniendo su Ayuntamiento y sus habitantes todos la mayor ilusión en que saliera bien. Durante toda la jornada, ell sano espíritu de la fiesta y las ganas de pasarlo bien superaron cualquier problema. Comida en el pueblo a mediodía y actuaciones y actividades festivas por la tarde. Todo un éxito.
Memoria de los gancheros
Una de las tradiciones más queridas de Peñalén, desde los remotos tiempos de la Encomienda, es la tarea realizada por los gancheros del Alto Tajo, los hombres que conducían los troncos de los árboles cortados en las altas sierras, sobre las aguas del río, hacia los tramos bajos del mismo, fundamentalmente hasta Aranjuez.
El transporte de la madera, a lo largo de muchos kilómetros, supuso desde siempre un gran problema, dadas las dimensiones y peso de esos materiales, aprovechando las corrientes fluviales como caminos para ese transporte. Se hizo en el Pirineo, en Europa, y por supuesto en el Duero y el Tajo, los grandes ríos transversales de Iberia. Se denominaba “la maderada” al trabajo que consistía en transportar la madera a través del río desde los bosques, donde los árboles eran cortados, hasta la zona en que ésta sería transformada. En ese camino a lo largo de decenas, de cientos kilómetros se hacía imprescindible la valiente y diestra mano de obra de un oficio arriesgado y poco conocido: el oficio de ganchero.
A la dureza que ya de por sí entrañaba la tarea del ganchero, hay que añadir la dificultad que implicaba realizar dicha labor en el Alto Tajo. Especialmente por la peculiaridad de las corrientes de esta comarca, pues son ríos con un caudal irregular y muchos cambios de nivel por lo que no son buenos para el transporte de las maderadas. Además, los ríos de la cuenca alta del Tajo son caudalosos en cortos periodos de tiempo, generalmente coincidiendo con las lluvias de la primavera y la bajada de las aguas del deshielo procedente de las montañas.
El trabajo del ganchero que suponía una demostración de equilibrio, riesgo y esfuerzo, consistía en principio en transportar los árboles cortados y descortezados hasta los embarcaderos junto al río. Se hacía esto en carros y tiros de bueyes o mulas. Tras pasar una temporada amontonados para que desprendieran sus jugos y resinas, y así poder flotar con más facilidad, se les dejaba resbalar hasta el agua del río y una vez allí empezaba la gran tarea del ganchero: la de domeñar el conjunto de maderos y conducirlos aguas abajo. Los gancheros recibían este nombre de su única herramienta, especialmente diseñada para su actividad: una larga pértiga de dos o tres metros generalmente de madera de avellano, con punta de lanza y un saliente curvo, como una garra de hierro acerado. Pero lo fundamental para ser ganchero, además de una gran pericia en el manejo del gancho era el arrojo y el sentido del equilibrio.
La maderada comprendía diversas tareas sucesivas: el apeo era la inicial, que consiste en la corta que se efectúa con hacha, a raíz de ser arrancado del árbol, aunque más tarde se introdujo la modalidad de corta con sierra; el descortezado se hacía en la primavera, para no perjudicar la albura o madera exterior, y finalmente la saca que consistía en el arrastre a sangre, con animales, e incluso a hombros. Finalmente el transporte a los embarcaderos se efectuaba en carros y tiros de bueyes o mulas.
El paso de la maderada por los pueblos junto al río congregaba a numerosos curiosos que desde los pretiles de los puentes asistían al pintoresco espectáculo. Los protagonistas principales, los gancheros, no eran ajenos a la expectación que suscitaban y exhibían con orgullo su pericia. La panorámica que ofrecían era impresionante: la multitud de operarios ‑gancheros, mayorales, mozos de mulas y peones siempre en movimiento, clavando unos los ganchos, reuniendo las piezas otros, éstos guiando las mulas, aquellos componiendo caminos y trabajando todos desde la salida del sol hasta el crepúsculo, daban al cuadro vida y animación inusitadas, creando en conjunto una coreografía realmente espectacular. Por fuera del río, por los caminos y trochas anejas, iban los miembros de la intendencia, la «tienda» que llamaban, con las viandas, alimentos, cocinas, trajes, zapatos y todo lo que los gancheros necesitaban reponer o cambiar por las noches, quedando siempre a dormir al raso, junto al río.
Páginas literarias en torno a los gancheros
Algunos escritores nos dan noticias sobre la forma en que se efectuaba este singular trabajo. José Torres Mena, abogado y diputado, decía en 1878 que «para las conducciones por el Tajo, los principales embarcaderos estaban en la dehesa de Belvalle en el término de Beteta (cerca del puente del Martinete) y en otro paraje del término de Peralejos de las Truchas junto al molino (antiguo aserradero) y la época ordinaria de los embarques es a finales de marzo. A las tres leguas de curso se tropieza con el primer paso difícil, en el sitio llamado la Herrería del dicho Peralejos, donde después de las precauciones necesarias se consigue salvarlo con retraso de tres a cuatro días, para tropezar enseguida, tres leguas más bajo, con el verdadero peligro en el Salto de Poveda. Después de diez, doce o más días de afanes en este punto, se construye un canal de gran pendiente de dieciséis a veinte varas de largo, con el sacrificio a veces de algún operario. Con dificultades, aún cuando no de tanta monta, se tropieza sucesivamente con las llamadas ruderas, lechos muy pedregosos de San Pedro, Garabatea y Pelayo, en el puente llamado de Tagüenza y en la presa de Armallones, hasta llegar al sitio de la Tornillera, en el término de Ocentejo».
Navarro Reverter, en su libro «La madera del Turia» publicado en 1869, describe a los gancheros de esta manera: «Rudo hijo de la serranía de Cuenca, del Alto Tajo [ … ] es por punto general el ganchero fuerte, robusto, bronceado, enjuto y tan insensible como la materia que su gancho guía. Parco hasta el exceso en el vestir, parece que solo lleva sus anchos calzones para burlarse de las inclemencias del invierno. Ocúpase en las faenas del campo mientras llega la época de la maderada, y cambia entonces la reja del arado por una percha diestramente manejada. Sobrio en la comida como parco en el estilo, apenas gasta el contratista dos reales diarios por su frugal manutención. Semejante a las aves emigratorias, aparece una vez cada año en las orillas del río, retirándose después con el escaso fruto de sus ahorros a vegetar en el patrio suelo. Tal es, -a grandes rasgos trazada- la breve monografía de ese valeroso soldado forestal, que por la mísera cantidad de veinte cuartos diarios emprende durante los hielos invernales una vida nómada, casi salvaje, y tiene para descansar de su incesante trabajo la cama en el duro suelo, a la intemperie, entre nieves y lobos, y gracias si las leñas de las riberas del río pueden dar alguna vez calor a sus ateridos miembros, pueden secar sus húmedos vestidos».
El escritor que más ha contribuido a mantener viva la memoria y el esfuerzo de los gancheros del Alto Tajo ha sido José Luis Sampedro, en su libro «El río que nos lleva» publicado en 1961. Él nos dice que inició su interés por estos hombres cuando vio por primera vez el espectáculo de los gancheros siendo niño y viendo «entarimado» el río Tajo junto a los jardines del Palacio Real de Aranjuez, donde acostumbraba a bañarse con sus amigos. Pero lo que más le sorprendió de la llegada de la maderada fueron los hombres que la conducían, que se movían con toda naturalidad sobre la superficie del agua. Trató con ellos, los definió como «naturaleza en estado puro» y les identificó como «los seres humanos más íntegros que jamás ha conocido». Años después, ya jubilados los gancheros y olvidadas las maderadas, Sampedro decidió escribir una novela protagonizada por aquellos «pastores del bosque flotante» que bajaban de la sierra en pleno invierno guiando los troncos. «Compré todos los mapas a escala 1: 50.000 de la zona recorrida por el Tajo, los calqué en papel vegetal y los enganché unos con otros. El resultado fueron 18 metros y pico de mapa. Algo así como un papiro inmenso, que llevaba enrollado en mi mochila cuando recorrí las tierras del Alto Tajo. Fue de este modo, mochila en ristre y siempre con mis mapas a cuestas, que pasé varios veranos por aquella zona, hablando con la gente, percibiendo con mis propios ojos aquel paisaje».
José Luis Sampedro llegó a asimilar por completo aquel paisaje y el carácter generoso y noble de los serranos. Encontró los ecos de la memoria de los gancheros, unos hombres rudos, abiertos, producto de la España de las primeras décadas del siglo XX y lo plasmó en una novela que habla de hombres rotos, de la vida, de la dignidad humana. Ambientada en el primer año después de la Guerra Civil, José Luis Sampedro describe con su prosa precisa un sorprendente y desconocido escenario: «El Alto Tajo no es una suave corriente entre colinas, sino un río bravo que se ha labrado a la fuerza un desfiladero en la roca viva de la alta meseta. Y todavía corre infatigable la dura peña saltando en cascada de un escalón a otro ( … ). Sí, el esfuerzo del río continúa: lo demuestra el aspecto caótico de obra a medio hacer, con los desplomes de tierra al pie de los acantilados, las enormes peñas rodadas desde lo alto hasta en medio del cauce, la rabia de las aguas y su espumajeo constante. El río bravo sigue adelante, prefiriendo la soledad entre sus tremendos murallones, aislado de la altiplanicie cultivada y de sus gentes, para que nadie venga a dominarle con puentes o presas, con utilidades o aprovechamientos. ( … ) Apenas los pastores y los trajinantes se le acercan por necesidad. Sólo los gancheros se atreven a convivir con él, y aun así parece encabritarse para sacudirse los palos de sus lomos y enfurecerse más aún contra los pastores del bosque flotante…». Esta novela de «El río que nos lleva» fue llevada al cine ‑rodada en los mismos escenarios del Alto Tajo- por Antonio del Real en 1988.
En el Parque Natural del Alto Tajo, entre Cuenca y Guadalajara, cuidado y visitado a diario por miles de viajeros, es el escenario perfecto para revivir aquellas andanzas y aquella profesión de fuerza y valentía. De esta forma tan original y cargada de fuerza hemos podido convivir con la naturaleza y asombrarnos del valor y la destreza de aquellos hombres que, en épocas más atrasadas, sacaban de los pinares su mejor materia para malvivir en el río que nos lleva. Los protagonistas de esta jornada, los jóvenes y menos jóvenes (también hubo escuela infantil de gancheros, para ir aprendiendo técnicas) de Peñalén que colaboraron con entusiasmo, merecen nuestro aplauso. Que se repita!
He leído el articulo sobre la maderada y los gancheros. Soy nieto de ganchero. Mi abuelo y su hermano fueron gancheros en esos parajes del alto Tajo, creo que por los años finales del siglo XIX, 1890 y tantos.Los dos nacieron en Mantiel y se afincaron después de su actividad como gancheros en Lebráncon. Los he descubierto a los dos con los años. Fué un oficio singular, de altísimo riesgo y de una extraordinaria peligrosidad, pero a la vez infunden una ternura casi infinita por su indefensión ante el rio y por su riesgo y bravura constante. Seguro que lo hicieron para sobrevivir pero lograron algo más y es la admiración de todos.