La Baraja Mendocina

viernes, 13 noviembre 2009 0 Por Herrera Casado

Resuenan todavía por la ciudad los ecos y las sorpresas de la celebración, a finales de Octubre, del clásico “Tenorio Mendocino”, una actividad espectacular y que se adentra en el meollo cultural hispánico, a través de las referencias históricas que en Guadalajara quedan de aquella familia esencial que fueron los Mendoza.

No es de extrañar que, con el eje de personajes y edificios, muchas otras actividades se dirijan a traer presencias y valores de aquellas damas, de aquellos hidalgos, capitanes y clérigos que, todos encuadrados en la mendocina purrela, le sacaron brillo a esta tierra.

Eso es lo que ha hecho la Diputación Provincial en estos días: traer a los Mendoza, sin faltar uno, a pasearse por las cartas de una baraja que puede dar “mucho juego”. Porque servirá para mantener vivo tan hispano quehacer como es el mus, y por otra para dar a conocer a estas ilustres imágenes de Diegos, Iñigos y Pedros de la Mendoza prosapia líderes.

Un sorprendente  muestrario de personajes

Basta moverse por el sendero que marca en las manos esta baraja, para encontrar en cada palo primero la figura femenina de una sota. Después el piafar sonoro de un caballo con su caballero encima, y acabar con la brillantez y soberbio gesto de algún rey sin barbas ni corona.

Nos encontramos con mujeres de la hispana raza como son doña Brianda de Mendoza, la fundadora del convento de la Piedad, a la que en el Tenorio Mendocino dan vida en las escaleras de su viejo palacio leyendo las constituciones del beaterio franciscano; la sexta duquesa del Infantado, doña Ana de Mendoza, que pasó su vida entre rezos y procesiones por los recovecos de su casona arriacense; la princesa de Éboli, feliz y desgraciada en su palacio de Pastrana, que por sus apellidos de Mendoza y de la Cerda ocupa puesto aquí; y doña Aldonza de Mendoza, duquesa de Arjona, callada pero peleona, que pasó a la galería de la fama por su presencia mortuoria en el enterramiento que de ella queda en el Museo Provincial de Bellas Artes.

A caballo recordamos a don Rodrigo Díaz de Vivar y Mendoza, primer marqués de Cenete, conde del Cid, y el más fastuoso de los “bellos pecados del Cardenal”, quien desarrolló sus dotes guerreras en el levantamiento de las Germanías valencianas; a don Pero González de Mendoza, héroe en la batalla de Aljubarrota, por haber salvado la vida de su rey Juan I que la vió muy comprometida; a don Pedro de Mendoza, héroe en las Indias más lejanas, fundador que fue de la hoy gran ciudad de Buenos Aires; y a don Iñigo López de Mendoza, segundo conde de Tendilla, que participó muy mucho en la conquista de la ciudad de Granada, y mantuvo con su valor e inteligencia el trono de los Reyes Isabel y Fernando.

Como verdaderos reyes aparecen el Gran Cardenal, don Pedro González de Mendoza, a quien le corresponde ese puesto sumo de la baraja por haber sido denominado, en su tiempo, “tercer rey de España”; don Iñigo López de Mendoza, primer marqués de Santillana, introductor del Renacimiento en nuestro país, desde su viejo palacio de Guadalajara; don Antonio de Mendoza, primer virrey de la Nueva España (hoy México) y a punto de haber sido generador de una dinastía (la mendocina) distinta de la austriaca y borbónica, en el mando de la América hispana; a Diego Hurtado de Mendoza, finalmente, embajador del rey Felipe y todopoderoso en legaciones y asuntos de Estado por toda Europa, le encajamos en ese lugar de los mendozas reyes, visorreyes o factotum.

Rafael Pedrós, maestro siempre

El autor de los dibujos que pueblan la baraja mendocina es Rafael Pedrós, quien tanto ha hecho por mantener viva la imagen de nuestra tierra, plasmada en sus pinceles magistrales.

No exagero al decir que entre los grandes pintores que han habitado en nuestra tierra, no es el menor Alonso del Arco, que al parecer nació en Yebra, o Juan Bautista Maino, que lo hizo en Pastrana. Los pinceles de Francisco de Goya se pasearon por las orillas del Henares, y Jorge Inglés, allá en el lejano siglo XV, vino a Guadalajara para pintar cuadros, retablos y miniaturas al marqués de Santillana. Hernando del Rincón fue también una de las glorias de la pintura castellana que en Guadalajara nació o, con seguridad, vivió muchos años. Y otros grandes artistas como el aragonés Juan de Soreda, el castellano Juan de Flandes, y mil más que sería prolijo recordar, han puesto lo mejor de su arte por templos y óleos de Guadalajara. Más recientes están las figuras de Regino Pradillo, de Fermín Santos, y de Ortiz de Echagüe, geniales todos. Pero entre esos clásicos, con nosotros se cruza muy a menudo quien todavía vive y es vecino de los Yélamos, aunque entre Madrid y la Alcarria reparte sus amores y sus pasiones: Rafael Pedrós, uno de los mejores artistas, de los más completos que ha dado el siglo.

Nacido en Madrid, en 1933, formado en el Real Colegio de Alfonso XII, desde muy pequeño se dedicó al dibujo y la pintura en la Escuela de Artes y Oficios Artísticos, en el Círculo de Bellas Artes y en el Casón del Buen Retiro. Su técnica depurada, y la «escuela» que desde un inicio tomó en las manos, le hizo ser un fiel copista de cuadros del Prado, del Louvre en París, y de otros museos italianos, países por los que viajó largo tiempo.

Rafael Pedrós, socio que es, de Honor, de la Casa de Guadalajara, se ganó a pulso ese homenaje entre otras cosas por el gran mural que la Casa de Guadalajara luce ahora, en tonos ocres y sepias, sobre el muro mayor de su Salón Cardenal Mendoza. Es el regalo que Pedrós le ha hecho a nuestra tierra, y que reúne en sus más de veinte metros cuadrados los paisajes, las figuras y los monumentos más característicos de Guadalajara.

La capacidad de pintar de Rafael Pedrós es impresionante. Muchos premios se ha llevado en su vida. Pero a su perfección técnica en el retrato, en la visión de un ambiente o de un grupo, añade la rapidez. He visto cuadros suyos cargados de figuras, de personajes, de telas y cobres, que ha pintado en sólo dos horas de trabajo. Su amor a lo clásico español, a los trajes de época, a los Mendozas del siglo XVI, a los monjes y a las calaveras, dan viveza y sorpresa a sus cuadros. Aunque quizás su mejor serie sea la de los retratos que ha emprendido con los elementos de la Magistratura española, con las figuras y santos/as de la Orden Carmelita española, y con altos mandos militares.

La pintura religiosa, la recreación de ambientes sacros, es otra de las especialidades de Pedrós. Él ha puesto recientemente la pintura al renovado retablo de Mondéjar, aquel que Covarrubias y Correa de Vivar construyeran a mediados del siglo XVI y el “despiste” de algunos se llevara, en 1936, por delante tamaña pieza de arte, para tristeza de todos. Pedrós está llenando, calladamente, de cuadros realistas y espléndidos las iglesias de Guadalajara.

Un adelanto de esta baraja que acaba de presentarse, la expuso Pedrós en su obra maestra, en “El Cristo de la Miel”, cuadro enormísimo que hoy permanece en colección particular, y que ofrecía, en torno al Cristo que chorreaba por sus llagas miel en vez de sangre, la presencia de gentes admiradas como el marqués de Santillana, el Cardenal Mendoza o doña Brianda.

En esa obra grandiosa, de óleo sobre lienzo, el artista colocó en el Calvario, con un fondo dulce de paisajes alcarreños en el que no faltan las «tetas de Viana» y el roquero castillo de Zorita sobre el Tajo, a Jesucristo en su trance de muerte, acompañado además de por María, San Juan y la Magdalena, por figuras de nuestra historia más entrañable, como el Marqués de Santilana, el Cardenal Mendoza, el molinés Abengalbón o el Arcipreste de Hita.

La baraja mendocina

Trátase de una baraja con todas sus piezas clásicas a la vista: cada palo clásico (oros, copas, espadas y bastos) tiene su as, que en este caso nos ofrece un escudo heráldico de las cuatro principales ramas mendocinas. Los elementos de cada palo, ya dichos, ofrecen también imágenes alusivas a la familia y sus hazañas: el oro es un ducadón con la efigie ensombrerada de un Mendoza que pudiera, de haber querido, acuñar moneda; la copa está sacada del ajuar que doña Ana de Mendoza llevó a sus bodas; la espada es la que el Papa Inocencio VIII regaló a don Iñigo López de Mendoza cuando su embajada en Roma, y que hoy se admira en el Museo Lázaro Galdeano de Madrid; el basto, en fin, pudiera ser cualquiera de los que usaron los Mendoza y sus gentes en las batallas miles en que se vieron.

Además de las figuras, siempre enmarcadas en una cenefa mudejarizante tan española, aparecen dos comodines que viven en las figuras de sendos bufones ataviados prolijamente con los colores mendocinos, el gules, el sinople y el oro denso de tantas memorias.