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octubre, 2007:

Casas fuertes de Molina

 

En el Señorío de Molina, que es tierra de sorpresas siempre, de hallazgos todavía, porque a poca gente le da por ir a pasear sus trochas y mirar sus pueblos, se pueden encontrar un tipo de edificaciones de origen medieval, que han dado en llamarse “casas fuertes”. Ello porque no alcanzan la consideración de castillos, al no estar en posiciones demasiado elevadas o estratégicas, y porque sirvieron en siglos pasados tanto para la defensa del territorio como más habitualmente para la residencia de sus propietarios acompañados de una buena cantidad de servidumbre y colaboradores.

Hay varios ejemplos de este tipo de construcciones, en el Señorío de Molina, que hoy vamos a repasar para que sirvan de invitación a viajar por esa tierra gozosa y maravillosa: en Setiles vemos la casona de los Malo en el centro del pueblo; en Tierzo, en las afueras, en lo que todos llaman la Vega de Arias, está la casa con más prestancia de todas ellas; en Castilnuevo el castillete de los Mendoza, y en Traid y Chera dos desconocidas casas fuertes de espectacular presencia.

La Casa fuerte de los Malo en Setiles

En Setiles destacan, y llaman poderosamente la atención del visitante, varios palacios y casas fuertes. De ellas es muy singular la “casa fuerte” de los Malo de Marcilla, fundada en el siglo XV por don Garci Gil Malo. En su origen fue bastión murado, defensivo, formado por dos torres paralelas, muy fuertes y con escasos vanos aspillerados, rematadas en almenas, y un cuerpo central, en que se abría el portón de acceso al patio central, desde el cual, y por sendos arcos apuntados se accedía a las torres de vivienda y hospedaje. En el siglo XVIII se cambió la estructura, desmochando una torre, y añadiendo nueva portada con molduras varias y escudo de la familia. El interior aún muestra el patio con restos del antiguo pozo, y las entradas laterales a las torres. Existen las ruinas de otros dos caserones pertenecientes a la familia Malo, y es destacable el que todavía muestra su gran portón adovelado, con el escudo por cimera y clave.

La Casa fuerte de la Vega de Arias

En término de Tierzo se encuentra el caserío de la Vega de Arias, que preside unas amplias praderas y pastizales a orillas del río Bullones, en un paisaje casi idílico y siempre verde. Dice la tradición que por aquí atravesó el Cid en su camino de Burgos a Valencia. Lo cierto es que este enclave perteneció, desde la repoblación del Señorío molinés, a diversas casas de la nobleza del territorio, entre ellas a los mayorazgos de Salinas y luego a los de Castejón de Andrade. Desde el siglo XVIII pertenece a los Arauz de Robles. Destaca en Arias su edificio central, obra del siglo XIII, de planta rectangular con fachada en la que luce portón apuntado, adovelado, y con gastado escudo de piedra, varios ventanales estrechos y simétricos, y una serie de salones internos distribuidos en dos pisos, a los que se accede desde un portal con pozo. Ante el edificio se abre un ancho *patio de armas+ cerrado por alto murallón almenado al que se entra por apuntado arco de sillería que se protege por elegante matacán. Es un conjunto interesantísimo de arquitectura civil medieval, y está calificado como Monumento histórico‑artístico.

La Casa Fuerte de la Bujeda

En término de Traid, pero más cerca de Otilla, esta casa fuerte de La Bujeda está en lo alto de un cerrete, aislada en medio de un amplio valle. Se constituye por un edificio de fuerte masa pétrea, de recinto poligonal, todo él de sillarejo, con un ingreso a través de arco gótico apuntado y adovelado, apareciendo en uno de sus ángulos la basamenta de una torre, que aún estando desmochada tiene el doble de altura que los otros edificios.

En el interior se encuentra un patio, en el que hay varias dependencias, una de ellas con un arco gótico de buenas dovelas. Para Jiménez Esteban, especialista reconocido en castillos, es una obra de los siglos XIV-XV. Hoy en día está en situación de inminente ruina.

Según nos informa José A. Tolosa, que la ha estudiado con detenimiento, esta casa fuerte se encuentra en término de Traid, aunque el mejor acceso lo tiene desde Otilla, tomando el desvío que desde la carretera que se dirige hacia Prados Redondos lleva a esta localidad, y una vez sobrepasado el cementerio se debe seguir por el camino que se inicia a la derecha, el cual contornea toda la vega por su margen derecha durante aproximadamente dos kilómetros, hasta llegar a un cruce con otro camino, en el cual hay un gran charco de agua o en su defecto la superficie cubierta de barro. Tomando el camino de enfrente que se interna en el bosquecillo después de cruzar un pequeño barranco seco se llega tras otro kilómetro a un amplio terreno abierto dominado por un cerro, en el cual se levanta la casa fortificada. El espectáculo es hermoso, porque aparece en lo alto de un cerrete la medieval casona, todavía con cierto aire de desafío.

La casa fuerte está construida a base de sillarejo y mampostería, aunque los vanos y aspilleras tienen cercos de buen sillar tallado finamente. Su planta es poligonal, y todo su contorno aparece cerrado con un muro uniforme, que en su origen estuvo almenado, y que se sobreeleva en la puerta de acceso y en el edificio principal. Su único acceso es la puerta de entrada, mostrando en ese punto el muro más elevado, tanto en su contorno como en su parte superior, viéndose a su derecha un lateral del edificio principal. Esta puerta se forma de un arco apuntado, estando recercada de grandes dovelas de piedra sillar clara. A su alrededor, tanto en la parte alta como en la baja en los laterales se observan pequeños vanos cuadrados, que tendrían funciones defensivas. A media altura de los muros laterales a la puerta se abren dos pequeños agujeros, típicos en las puertas de casas fortificadas que servían para defender la puerta y acosar desde ellos a los atacantes que pretendiesen acercarse a la misma.

 En el interior de este edificio puede observarse el enorme grosor de los muros que rodean la zona de entrada, y la existencia de una torre que ya desmochada señala la importancia del enclave. Es muy posible que esta fuera su estructura primitiva: casa fuerte construida en alto, dominando un valle, con alta muralla cercando un patio interior, y con puerta única adovelada, que permitía la entrada a ese patio, desde el que se accedería al edificio principal, vivienda señorial, con pequeñas ventanas y saeteras, y desde él a la torre, de vigía y refugio, almenada en su terraza elevada, como lo estaría el resto de la muralla del recinto.

La Casa fuerte de los Mendoza en Castilnuevo

Este lugar de Castilnuevo aparece mencionado en antiguas crónicas aragonesas, que afirman fue ocupado por el real de batalla de Alfonso I de Aragón en su definitiva presencia conquistadora del territorio molinés. Quizás desde aquí, una legua río arriba de Molina, cercó o acechó a la ciudad del Gallo. De este modo afirmaba el interés estratégico que luego, siglos después, fue confirmado por los señores molineses, cuidando al máximo este enclave. En el Fuero que concede don Manrique de Lara en 1154 también se menciona Castilnuevo como señalado enclave fuerte de su recién creado dominio. En el testamento de la quinta señora, doña Blanca de Molina, aparece también citado el lugar, y protegido. De tal modo que siempre se retuvo, como la capital del Señorío y el castillo de Zafra, en poder de los Lara y luego de los Reyes de Castilla.

En 1363, el rey Pedro I el Cruel, atento a ganar voluntades de los nobles de su reino, en la difícil lucha establecida con su hermanastro Enrique donó el lugar y fortaleza de Castilnuevo a don Iñigo López de Orozco, poderoso magnate dueño de grandes dominios en lo que hoy es provincia de Guadalajara. De este modo, fortificaba con su poderío la frontera con Aragón, tan cercana y tan batida en esa época. A la muerte de Orozco, Castilnuevo pasó en herencia a sus cuatro hijas Teresa, Mencía, María y Juana. Don Pedro González de Mendoza, casado en segundas nupcias con Teresa López, la mayor de ellas, compró a sus cuñadas las partes que le habían correspondido, y así quedó en poder único del Mendoza primero que asentó y se hizo fuerte por Alcarrias y Serranías de Guadalajara. Don Pedro lo dejó en herencia a sus hijos doña Mencía (casada con don Gastón de la Cerda, conde de Medinaceli) y don Iñigo Hurtado, dejando incluso una parte de los derechos en el mayorazgo, que ostenta don Diego Hurtado de Mendoza, almirante de Castilla. Ambos tres declinaron sus derechos en su hermana Elvira, en 1380, a quien se lo dieron en dote por matrimonio. Tras varios pleitos, en que ésta quiso vendérselo o cederlo a don Juan Ruiz de Molina o de los Quemadales, el *caballero viejo+, y sus hermanas impedirlo, vino al fin a manos de don Iñigo Hurtado de Mendoza, el creador de la rama de *los Mendoza de Molina.+ Heredó Castilnuevo su hijo Diego Hurtado de Mendoza, junto a la alcaidía del alcázar molinés. Este fue primer conde de Priego, por merced de Enrique IV en 1465. Este caballero sostuvo largas y enconadas luchas con el caballero viejo Juan Ruiz y sus hijos, por cuestiones de señorío sobre El Pobo, con pleito casi secular que, en ocasiones, se resolvió en lucha armada, teniendo por intérpretes al castillo de Embid y a la casa fuerte de Castilnuevo. Este enclave, sin embargo, permaneció en poder de los condes de Priego hasta el siglo XIX.

Es de reseñar también que este lugar figura, con toda probabilidad, en una de nuestras más señaladas piezas literarias cual es el Quijote de Cervantes. En la aventura de la *ínsula+, el castillo de los duques y las diversas peripecias que en él ocurren, pueden identificarse aquí, en Castilnuevo, lugar que el autor conoció personalmente, así como a sus señores, y consideró que podía servirle de base a su graciosa y significativa peripecia.

Hoy el viajero puede admirar la recia estampa de esta espléndida casa fuerte molinesa, enclavada en un altozano sobre el valle, y que en su principio tuvo una barbacana o recinto exterior, hoy prácticamente desaparecida. Algo de ella aún se aprecia frente a su fachada, en el muro norte: son arcos dobles, y la puerta se halla flanqueada por sobresaliente torreón seguido de un lienzo que corre hasta la recia y cuadrada torre mayor. Su aspecto es imponente, y, aunque luego fue utilizada como casa de recreo, en su origen fue, más que castillo, casa fuerte del estilo de las otras que en este trabajo vemos: casona enorme, en alto, con una sola entrada, muros cercando un patio, almenados, y gran torre fuerte rodeada de edificios de vivienda.

La Casa fuerte del marqués de Coloma en Chera

A la orilla frondosa y fresca del río Gallo, que por estos parajes atraviesa hermosas gargantas recónditas y prestas para la admiración paisajística, cerca de la villa de Prados Redondos, encontramos el lugar de Chera, minúsculo aunque todavía poblado. Tiene una sencilla iglesia presidiendo la plaza, dedicada a N0. Sra. de la Soledad. Y en las afueras del lugar, en el barrio que está al otro lado del río, destacan las ruinas impresionantes de la casa  fuerte del marqués de Santa Coloma, de aspecto guerrero, militar, mostrando en su muro sur, de sillar bien tallado, un portón de arco apuntado rematado en escudo liso. En su parte posterior se ve el gran patio de armas, con restos de un enorme arco semicircular, de amplia arquivolta. En la esquina oriental de la casa se aprecia que estuvo la torre defensiva principal. Es posible que, como todas las que hemos visto anteriormente, esta casa fuerte de Chera tuviera sus muros libres rematados de almenas.

Buscando al duque de Osuna en San Petersburgo

 

Un viaje por Europa, cualquiera que sea el destino, tiene siempre de acicate la búsqueda de elementos, de recuerdos, de huellas de Guadalajara y sus gentes por los caminos y las ciudades. En esta ocasión, este cronista ha viajado hasta el extremo boreal de Europa, a la ciudad de San Petersburgo, capital del imperio de Rusia durante más de dos siglos, y una de las ciudades más bellas del mundo.

Además de saborear durante unos días el urbanismo, la elegancia y el denso rumor de la historia y la arquitectura de este enclave, que sorprende siempre por su inmensidad, su riqueza y ahora su buena conservación, hemos dedicado a buscar espacios que pudieran rememorar las andanzas de un alcarreño que, nos consta, presumió de “su casa” (el palacio del Infantado) enseñando fotografías en los salones del zar Alejandro II y los grandes Duques en la gélida ciudad del golfo de Finlandia.

El alcarreño era don Mariano Téllez-Girón, duque del Infantado, y de Osuna,  y esto es lo que vimos, y recordamos, a él tenente.

El duque del Infantado en San Petersburgo

 Nacido en Madrid, en 1814, Mariano Téllez-Girón y Beaufort había heredado entre otras cosas un sin fin de títulos (que se quedaron en pomposas nominalidades, y suculentos bienes raíces) exentos de la categoría de señorío tras su abolición por las Cortes de Cádiz en 1812. Tanto se ha escrito sobre “don Marianito” que sería vano intentar siquiera hacer el resumen de su vida aquí y ahora.

La galanura, la elegancia, la belleza física, la educación y el derroche de este personaje se hicieron proverbiales en la España de la segunda mitad del siglo XIX, habiendo llegado a nuestros días su memoria en forma de frases que aluden a su magnanimidad y ostentación.

El año 1856, tras el establecimiento de relaciones diplomáticas entre España y Rusia (siendo sus jefes de Estado respectivos doña Isabel de Borbón [II de España] y Alejandro Romanov [II de Rusia] fueron nombrados embajadores don Mariano Téllez-Girón, de España en Rusia, y Mijail Golitsin, de Rusia en España. El viaje lo emprendió nuestro duque del Infantado en el otoño de 1856, llegando tras penalidades sin cuento a San Petersburgo en los primeros días de diciembre de ese año, tras tener que hacer las últimas jornadas, desde Varsovia a la capital del imperio, en trineos que atravesaban estepas nevadas y grandes ríos y lagos helados. Acompañado de su ayudante militar el comandante Quiñones, y de su fiel secretario el escritor Juan Valera, este nos ha dejado un suculento libro que recomiendo, porque es interesante a más no poder, y divertido como pocos. En esas “Cartas desde Rusia” Valera cuenta con su ironía habitual lo que ve en San Petersburgo, y lo que allí le ocurre al duque del Infantado.

Nada más llegar afirma, en carta dirigida a un alto cargo del Ministerio de Asuntos Exteriores: “Esto es inmenso, inmenso, y por lo poco que he visto, me gusta más que París”. Pocos días después de su llegada, el zar Alenjandro II invita a la delegación española al palacio de Tsarkoe-Selo, donde deslumbrados contemplan uno de los conjuntos arquitectónicos, -barroco- más impresionantes del mundo, construido un siglo antes por su antecesora la emperatriz Catalina II de Rusia, que todos apodaron “la Grande” por serlo físicamente (era una alemana rubiaza y gordota) y por haber dedicado su reinado a construir palacios, catedrales, ciudades y bastiones en número inabarcable.

Las primeras semanas, el duque del Infantado y su grupo no dan abasto para ir a recepciones, cenas, desfiles y discursos. La corte rusa, formada por cientos de aristócratas ricos como no se concebía siquiera en España, les invitan a sus palacios, les preparan cenas fabulosas, bailes, y el emperador invita al duque a presidir con él, en un día de finales de diciembre, un desfile de 40.000 hombres, con 5.000 a caballo, y 170 piezas de artillería, en la gran plaza del Palacio de Invierno, con una temperatura de 15 grados bajo cero, en la que Valera creyó haber perdido la nariz (por congelamiento)  y nunca se pudo explicar cómo el duque pudo sobrevivir a aquella prueba terrible, de pie firme, saludando mariscales, brigadieres, generales y banderas durante toda un día de luz (que, afortunadamente, en esas fechas de fin de diciembre en San Petersburgo solo dura desde las 10 en que amanece a las 2, en que se hace de noche).

Seguimos luego con otros detalles de la estancia de Mariano Téllez-Girón en Petersburgo. Ahora conviene recordar que su estancia fue famosa, entre otras cosas, porque era joven, estaba soltero y tenía muchas ínfulas militares. Durante 6 años, hasta 1862, se mantuvo Osuna como embajador en Rusia. Después volvió a España, y fue nombrado embajador ante el emperador alemán. Allí decidió, por fin, casarse, cosa que hizo en 1866 con la señorita Leonor Crescencia Catalina Löwenstein-Wertheim-Rosenberg, princesa de Salm-Salm y algo parienta suya, que acabó de comerse lo que quedaba de la fortuna, ya muy marchita entonces, del duque.

De Mariano Téllez-Girón no puede contarse otra cosa que detalles y más detalles de sus gastos fabulosos y su progresivo endeudamiento. De él se decía que podía viajar por toda Europa alojándose en palacio propio, en el que tenía abierta habitación y cocina. De él se dijo que no hubo día que repitiera traje para vestirse: todos los días estrenaba, y esta que parece leyenda, la confirma don Juan Valera en sus crónicas desde Rusia cuando le acompañó en la embajada. Es más, según cuenta el autor de “Pepita Jiménez”, hubo día que se cambió hasta siete veces de traje.

La casa del duque en San Petersburgo

A finales de enero de 1857 encontró el duque, por fin, una casa decente donde poder vivir. La alquiló a un comerciante que tenía otras mejores, por 1.200 rublos mensuales (se supone que eso, entonces, era mucho dinero, porque hoy 1.200 rublos equivalen a 40 Euros). La casa estaba situada a la orilla del río Neva, el de abajo, frente a la isla Vasilievsky, al lado del puente Nicolai, que hoy llaman del Lugarteniente Schmidt. En esa casa, que hoy existe, decía Valera que “hay en ella magníficos salones de baile, hermosa escalera, jardín de invierno al lado del comedor, que parece un precioso patio de Sevilla, con su fuente en medio y un alto surtidor, y flores, y plantas, y frondosos arbustos, que se multiplican en los espejos que hay en las paredes, en parte cubiertas de hiedra…” allí vivían también Quiñones y Valera, más un montón de servidores. Y sigue el literato montañés: “ya tenemos muchos más amigos, que vienen a comer con el duque a menudo. Todos le aconsejan que dé un baile, y muy particularmente cierta dama que le tiene frito y achicharrado”.

La apostura del duque, su riqueza y cuanto representaba, se hizo mito en la capital rusa, a tal punto que llegó un momento en que don Mariano no podía dar un paso sin que le asaltaran grandes duques, princesitas, mariscales y embajadores de todo tipo. Con los zares tenía íntima amistad, y de mujeres… pretendió a varias, pero nunca le salió bien la jugada. Es fama que su galantería ofrecía a todas rosas blancas traídas de España. Y el asombro de las damas no tenía límite cuando, al día siguiente de la promesa, las llegaba un ramo fresco y oloroso (que el duque había recibido esa madrugada de un emisario de los numerosos que tenía de continuo haciendo el recorrido Madrid-San Petersburgo para traer, todos los días, ramos de rosas con que obsequiar en pleno invierno a las señoras y señoritas rusas).

Esta casa era, sin embargo, sencilla y casi humilde. En comparación con lo que había en esos momentos en la ciudad. Cuando uno visita el Museo del Ermitage (junto al Prado y el Louvre, el más sustancioso de la Tierra, con más de tres millones de objetos artísticos en su interior o almacenes) que había sido antes palacio real de los zares o “Palacio de Invierno” que en octubre de 1917 tomaron los revolucionarios comandados por Lenin, y en ese Museo admira la “sala de los generales”, en la que más de cuatrocientos retratos pintan, magníficos, elegantes y soberbios, a los altos mandos del ejército de Alejandro I que hicieron frente a Napoleón, uno queda deslumbrado y piensa que, cada uno de ellos, mantenía a su vez un palacio en San Petersburgo. No es de extrañar que en cada guerra o asonada gorda que se haya montado en el mundo, el interés de los invasores siempre ha sido llegar a San Petersburgo y asentarse allí. Eso intentó hacer Napoleón, y no pudo. Eso intentó hacer Hitler, y no pudo. Rusia envió contra ellos al “general Invierno”, a quien nadie ha conseguido todavía vencer.

De los palacios de la capital del Neva, que posiblemente nadie ha contado todavía en su número exacto, asombra su grandiosidad, la elegancia clásica de sus fachadas, la nobleza de sus vestíbulos, lo recoleto y elegante de sus patios, la solemnidad y grandeza de sus salones… el de Stroganov en la avenida Nevsky, junto al canal Moyka; el  de mármol, en la Millionarienskaya, que Catalina la Grande mandó construir y regaló a su amante el conde Orlof; el de Mijailovsky que hoy alberga el Museo Ruso tras la estatua de Puskin en la plaza de las Artes; el de los Yusupof, el de los Shemeretef, el de Nicolaievich, cerca del puente Nicolai y de la casa que alquiló el duque… es imposible describir San Petersburgo, anclada en las brumas del húmedo Báltico, pero brillante y ostentosa como ninguna ciudad. Quizás la más espléndida urbe que este cronista ha visto, paradigma de la elegancia y la opulencia, lugar donde se fraguó (no podía ser de otro modo, se veía venir…) la Revolución comunista, el incendio que surgió tras la obligada chispa de tanto despotismo y tanta riqueza descarada. Los años del comunismo revolucionario, los 900 días del cerco nazi, la dictadura terrible de José Stalin, y el progresivo decaimiento del régimen soviético, llevaron a esta ciudad, llamada durante el siglo xx Leningrado, a ser una sombra de lo que fue, pero el apoyo del gobierno ruso actual, de su mandatario Vladimir Putin (peterburgués él mismo) y de diversos países europeos, han impulsado un crecimiento, una restauración y un cuidado que nos devuelve en el aire sonoro e inquieto de la Nevsky Prospekt toda la viveza de la vieja ciudad europea, la más nórdica y más espléndida del continente. Y en ella incluida un recuerdo alcarreñista y mendocino, el de la estancia del XIV duque del Infantado como embajador de España.

Un libro capital sobre Brihuega

 

Este fin de semana se celebran en Brihuega una serie de actos que tratan de homenajear la memoria de quien fuera, a comienzos del siglo XX, Cronista Provincial, natural de Brihuega, y verdaderamente enamorado de su tierra natal. Se trata de Antonio Pareja Serrada, que ahora, ochenta años después de su muerte, verá cumplido su anhelo de que sus restos descansaran en el cementerio de su villa natal. Serán trasladados desde la Almudena de Madrid al cementerio/castillo de “la roca del Tajuña”.

Recuerdo biográfico de Pareja Serrada

Antonio Pareja Serrada (Brihuega, 1845 – Madrid, 1925) fue un abogado que se dedicó a las más variadas actividades, pues ejerció, aún muy joven, como administrador de Correos en su villa natal, pasando luego en Madrid a estudiar Derecho, y dedicándose casi toda su larga vida al ejercicio del periodismo, sin desdeñar actividades de asesoría con el Conde de Romanones, de quien era devoto, como lo manifiesta en alguno de sus libros.

Era primo del historiador don Juan Catalina García López, también muy vinculado a Brihuega, y a la muerte de este, en 1911, recibió de la Diputación Provincial el título de Cronista Oficial de la provincia de Guadalajara, junto con el encargo, que él acogió con entusiasmo, de escribir una “Historia de la provincia de Guadalajara”. El problema es que tanto el título como el encargo los recibió cuando tenía una edad que no se presta a demasiados entusiasmos, proyectos ni esfuerzos, pues a la sazón contaba con 66 años, y aún mantenía un permanente y agobiante trabajo como director de algunos periódicos en Madrid.

Así y todo, Antonio Pareja tomó la empresa con un envidiable entusiasmo, y púsose a escribir esa “Historia de la provincia…” poco a poco, a través de una titulada serie de “Monografías Provinciales” que comenzó con la publicación, en 1915, a sus 70 años de edad, de “Guadalajara y su partido” y al año siguiente el de “Brihuega y su partido” que es sin duda el más documentado, amplio y generoso de todos cuantos se han escrito sobre la villa capital de la Alcarria.

El más importante libro de Pareja Serrada

Haré ahora un repaso al más querido libro de Pareja Serrada, la segunda de sus monografías provinciales que tituló “Brihuega y su partido”. Tan voluminoso que alcanzó las 748 páginas, y que desde entonces ha servido de obligada consulta a todos cuantos han querido decir algo serio sobre esta villa.

Este libro lo dedicó  al Ayuntamiento de Brihuega, y al “no menos ilustre hijo de dicha villa, el diputado provincial don Ramón Casas Caballero”, que a la sazón ocupaba el puesto de Presidente de la Diputación Provincial.

Dice en la Introducción “Al que leyere” que le juzguen con enorme indulgencia, puesto que “escribo en los últimos años de mi vida”. Y para hacernos una idea de su peculiar estilo literario, que, por lo demás, estaba muy en la línea de lo que entonces se llevaba, su expresión de cariño asoma en estas palabras: “Entre los bastiones de su histórico castillo, duermen el sueño de la eternidad los restos queridos de mis mayores y a su tumba voy a verter una lágrima y a murmurar una oración cuando me lo permiten mis ocupaciones y puedo emprender un viaje siquiera de dos días. Voy a saturar mi alma de gratos recuerdos, a recorrer los lugares donde se deslizó mi infancia, a postrarme ante el altar donde mi santa madre me hizo arrodillar por vez primera…. etc, etc.”

Para componer su libro, Pareja confiesa utilizar materiales documentales obtenidos en el Archivo Histórico Nacional, en la Catedral de Toledo, en la “Gaceta de Madrid” y en el “Boletín Oficial de la provincia”. Y, aunque no lo dice, a lo largo de su obra se aprecia que utiliza numerosa bibliografía contemporánea, como los libros de Quadrado, Minguella y, especialmente, los de su primo Juan Catalina García López, especialmente su obra sobre “El Fuero de Brihuega” y los Aumentos a las “Relaciones Topográficas”.

Añade material gráfico curioso, y aunque mal impresas aún se ven fotografías de la desaparecida iglesia de San Juan, retablo de San Miguel, el antiguo Ayuntamiento, el mercado en el Coso, etc.

Adopta una estructura de amplios capítulos monográficos, ordenados por épocas, y completados por Apéndices documentales.

En el primero de los capítulos toca ampliamente el tema de la prehistoria briocense. Y creo que merece la pena poner aquí copia de la descripción que hace del descubrimiento de los elementos que le llevan a afirmar la existencia de población ibera en el asentamiento actual de la villa. Dice que “El año 1904 y con motivo de estar haciendo una cava para preparar plantaciones en una finca de su propiedad sita en la vega, donde llaman “el arroyo de la villa” se encontró un hortelano una especie de olla como de una cuarta de alta y poco menos de ancho. Creyóse el hombre en posesión de un tesoro, e impaciente por gozarle rompió la vasija de un azadonazo, encontrándose con la decepción de ver que solo contenía tierra, cenizas y algunos huesos calcinados”. Y como aquello fue muy comentado en Brihuega, llamados los prohombres del lugar, acudieron allí su primo don Juan Catalina García, sus amigos Eduardo Contreras, Alberto Belmonte y otros, con Pareja Serrada también, por supuesto, y nos cuenta que “para absolver la duda decidimos practicar algunas someras excavaciones… hallando los restos de un muchacho como de unos 12 a 14 años inhumado en decúbito supino y cuyos huesos, ya podridos por la excesiva humedad se deshacían entre las manos”. Analizaron asímismo gran cantidad de urnas funerarias y vasijas de barro, muchas de las cuales se rompieron al ir excavando con más voluntad que pericia.

Después de pasar con abundancia de datos por la Edad Media briocense, a la que dice que su primo tenía especial predilección, Pareja se luce con el estudio de la Batalla de Brihuega y Villaviciosa de 1710. Se extiende luego en el tema de la Fábrica de Paños, y copia entero el trabajo que sobre “La industria lanera en Brihuega” había publicado su amigo Casas Caballero, con lo que el lector encuentra ese interesante y perdido texto entre líneas.

Otros capítulos monográficos, complementados con copia de documentos, dedica Pareja a la “Guerra de la Independencia” y a la “Guerra Civil” que no es otra (escribe antes de 1916) que la carlista entre absolutistas y liberales. Ahí es donde cuenta, con detalle, la aventura de su abuelo Antonio Serrada, el farmacéutico, que vivió intensamente esa contienda y otros emocionantes avatares de la villa, como el cólera de 1855.

Al tocar el tema de la Revolución de septiembre de 1868, dice que esta dejó una imborrable huella en Brihuega, y que vino a dar ocasión a otra nueva guerra civil, “de la cual no debo hablar, primero por la parte más o menos activa que en ella tomé, y segundo porque aún ha de tardar algún tiempo en que la juzgue la Historia”.

En su final capítulo de “Brihuega en la actualidad” cuenta curiosas anotaciones y anécdotas, que nos dan una imagen vívida de la villa en aquellos años del inicio del siglo XX.

Pasa luego a describir con detalle los monumentos, hablando entre otros de la iglesia de San Simón, a la que describe tal como él la conoció, y de la de San Juan, todavía en uso como parroquia a la sazón. El capítulo final es el dedicado a “Sucesos dignos de recordarse” y entre ellos incluye uno vivido personalmente por él, la inundación del 5 de Septiembre de 1877, que fue dantesca, pues derribó más de cincuenta edificios y aunque no se cobró ninguna vida humana, dejó a la villa en pura ruina. Recuerda también las cosas referentes al cólera de 1855, el incendio de San Felipe de 1904, y los fastos del Segundo Centenario de la Batalla, en 1910, de los que fue verdadero protagonista.

Acaba el libro con referencias a todos los pueblos del partido (algo de historia, algo de patrimonio de cada uno de ellos) y copia íntegro, tomado del previamente publicado en libro por su primo, el “Fuero de Brihuega”.

De la larga sucesión de temas, ampliamente tratados, no es oportuno referir ahora ninguno en concreto. Lo que sí parece adecuado es reproducir algunas frases que dedicó a su villa natal, a esta Brihuega a la que Antonio Pareja amó tan sin barreras y que nos desvela el estilo personal del autor. Su estro poético se desborda cuando de alabar a la tierra patria se trata. Y dice, por ejemplo, cosas como estas, que llenan la página 642 de su obra sobre Brihuega y que titula de “Post Scriptum” a su magnífico libro:

“No acierto a soltar la pluma, querida villa de mis amores, sin rendirte el homenaje filial que como a madre te debo.

Siempre te amé con veneración, con idolatría. Dentro de tus muros, como ausente de tí y de mi España, cuando he salido de sus fronteras, en tí estaba mi pensamiento, aferrado a mi alma como el mineral a la roca.

En tí he pensado en mis horas de alegría, como en los días de pena que han abatido mi corazón; por tí y por mi Virgen de la Peña he anhelado ser algo, servir de algo, para ponerlo a vuestros pies; no he tenido ambiciones para mí, sino ansias para vosotros. Desgraciadamente nada valgo y nada soy; solo puedo hacer en vuestros altares la ofrenda de un corazón que os ha amado siempre, que siempre os amará y os consagrará su último latido.

No tengo ni aun la esperanza de que mi cuerpo que ya se inclina, por exceso de edad, al sepulcro, pueda descansar entre el polvo de los que me dieron el ser; ya ves, pueblo mío, que mi amor no puede ser egoista, ni aun en esto”.

Y es precisamente de esta última frase de la que se han valido sus amigos y admiradores, con la biznieta del cronista, Florence Melero Pareja, y la escritora alcarreña María José Sánchez Moreno, las que promoviendo el entusiasmo del Ayuntamiento de Brihuega han canalizado el acto que ahora se celebra de trasladar sus restos de Madrid a la villa natal, y de dedicarle en esta una calle espléndida.

Apunte

La obra completa de un escritor de los años veinte

Una capacidad innata para escribir y un entusiasmo sin límite le supuso a Pareja dejar una obra literaria bien cuajada en libros y artículos. Además de un libro sobre Astronomía, escribió una obra teatral titulada “¡Quien tuviera madre!” y dos novelas bajo los títulos de “Las Virtudes” y “Noemí o la influencia de la mujer”. Escribió además un libro, mitad hstórico, mitad novelado, titulado “El indiano de Jadraque”.

Pero donde se funda su fama es en los libros de historia que dejó escritos, todos ellos de temática alcarreñista. No se conoce ejemplar de su obra “Tradiciones e historias alcarreñas” que él manifiesta en algún lugar haber escrito y publicado. Tampoco, porque no debió terminarlo nunca, la “Historia Crítica de la Guerra de Sucesión”, de la que en 1916 afirmaba estaba próxima a publicarse. Los fundamentales son los dos tomos de las “Monografías provinciales” dedicados a la historia de los partidos de Guadalajara y Brihuega, los dos tomos de la “Diplomática Arriacense” (el segundo quedó inédito) y el folleto “La Razón de un Centenario” que se publicó en 1911, con la memoria histórica de la batalla de Villaviciosa, para la que él reclama el cambio de nombre por el de Brihuega, y la serie de fastos y conmemoraciones que entonces se hicieron a propósito de aquel segundo centenario.

El Museo de esculturas de Anquela del Ducado

 Un pequeño pueblo de la Serranía del Ducado, que se encuentra al borde de la carretera N-211 que nos lleva desde Alcolea del Pinar a Molina de Aragón, es ejemplo de amor a la escultura y, sobre todo, de justo homenaje a las gentes que durante siglos dieron vida al pueblo: los hombres y las mujeres trabajadores/as de aquelos pinares y sabinares profundos.

Una alcaldesa de la villa, María Isabel Galán, tuvo hace unos años el feliz arranque de encargar sendas esculturas que representaran a un hombre, y a una mujer, en la esencia de su labor diaria, y con unas frases que luego comentamos, los levantó sobre pedestal y hoy se ven a la orilla de la carretera, en lugares abiertos del pueblo.

Son, no cabe duda, elementos que hacen justicia, y que la hacen bellamente, con ese grito de firmeza que tiene el bronce alzado sobre la piedra caliza. Ojalá se siguiera el ejemplo de Anquela del Ducado en otros pueblos, y aún ciudades, de nuestro entorno, y se memorizaran así, con contundencia, gentes comunes o personajes egregios. Todo con tal no perder la memoria de nuestra entraña, que es suicidio que hoy nos amenaza.

Homenaje escultórico al labrador, en Anquela del Ducado.

Escultura homenaje al trabajador

En el paraje de la Hoz, ámbito arbolado y fresco, a medias pueblo a medias bosque, se levanta una escultura, “Al hombre Trabajador: con su frente regó la tierra, con sus manos la modeló, hasta enterrar en ella su corazón, semilla de este pueblo”. Esa es la frase que se inscribió en la basamenta del monumento, cuando, en 1998, siendo alcaldesa María Isabel Galán Villa, se inauguró solemnemente la escultura que previamente había amasado y luego fundido en bronce, el conocido escultor Joaquín Esquer Bec. La inauguración fue toda una fiesta, con la asistencia de autoridades de la comarca, alcaldes de los pueblos cercanos y la práctica totalidad de los vecinos del pueblo. Representa a un hombre joven, calzado de abarcas, apoyada su pierna izquierda sobre una piedra, acompañado de un perrilo, y con una azada en la mano izquierda que, ataviado con pantalón y chaqueta de pana, mira con serenidad al horizonte.

Escultura homenaje a la mujer trabajadora

Años después, en 2002, y con certero criterio de justicia e igualdad, se erigió la escultura a la mujer trabajadora, en reconocimiento a los penosos trabajos que las mujeres del lugar realizaban y que en definitiva eran los cimientos sobre los que se apoyaba toda la estructura familiar.

Esta se puso en otro paraje amplio, a la derecha de la carretera N-211 según se camina hacia Molina, entre casonas tradicionales y un nutrido arbolado. También sobre un alto podio, en cuya basamenta se lee una frase de Alejandra Pizarnik: “Soy mujer, y un entrañable calor me abriga cuando el mundo me golpea. Es el calor de las otras mujeres, de aquellas que no conocí pero forjaron un suelo común”, se puso esta hermosa estatua cuyo autor es el mismo que el del hombre trabajador. Representa a una mujer talluda, que calzada de alpargatas, con madil sobre el vestido sencillo, carga en su mano derecha un cubo se supone que lleno de agua, y sobre l cabeza apoya un barreño cumbrado de ropa. Anda y se dirige al río, a lavar, sin duda.

Razones de unas esculturas

Cuando se inauguró, la alcaldesa Galán Villa se dirigió a los presentes con estas palabras: “Como cada año en Anquela celebramos hoy las fiestas del Patrón San Martín, un santo al que todos los vecinos tenemos gran devoción, pero además, es un día especial porque vamos a rendir un homenaje al trabajador. Un homenaje a los agricultores, a los ganaderos, a los resineros; en definitiva, a los hombres y mujeres de nuestro pueblo que con su trabajo han escrito la historia de Anquela.

Todos los que estáis aquí sabéis perfectamente lo duro que es el trabajo del agricultor; siempre con la preocupación por lo que pueda traer el tiempo. Todos habéis arado la tierra, habéis segado el trigo bajo un sol de justicia, pero hoy, por suerte, las máquinas han llegado también a Anquela, y atrás quedan ya los trabajos con mulas y carros.

Pero si dura es la vida del agricultor, no menos dura es también la del ganadero. Todos los hombres y mujeres de Anquela la conocéis perfectamente. Algunos desde muy jóvenes tuvisteis que ir a esos montes a guardar el ganado y si duro, imaginamos, que era pasar las noches a la intemperie, la consecuencia más grave fue que ni siquiera pudisteis ir a la escuela.

Al ofrecer un homenaje al hombre trabajador en Anquela no podemos olvidar al resinero al que, de una forma especial, me siento profundamente unida. Esos hombres, que con la herramienta al hombro, salían al amanecer para recorrer el largo camino hasta el pinar, hacer el duro trabajo y regresar al anochecer. Esos pinares, en los que os estabais dejando la piel y un día os visteis obligados a abandonar porque vuestro trabajo ya no era valorado. Hoy, por suerte, podemos decir que el pinar es de nuestro pueblo, vuestro, de los resineros de Anquela que lo trabajaron.

Al principio de mi intervención decía que hoy es un día de fiesta en Anquela. Es cierto que se ha trabajado duro en las tierras molinesas, pero vosotros siempre habéis tenido tiempo para celebrar cualquiera de las fiestas tradicionales, todos recordaréis las Candelas, los Mayos o las famosas rondas.

En esta estatua, dedicada al hombre trabajador de Anquela, obra de Joaquín Esquer Bec, quedará para siempre nuestro agradecimiento y reconocimiento a todos los trabajadores de Anquela que, de una forma u otra, han escrito una página de la historia del pueblo”.

La historia de Anquela, que en otras ocasiones he comentado en estas páginas, nos habla de los tiempos en que el señorío de los duques de Medinaceli condenaba a todos sus habitantes a trabajar sin descanso todos los días del año menos los de esas fiestas que la alcaldesa mencionaba. Y además a entregar del fruto de su trabajo un buen porcentaje en forma de impuestos al señor duque, y otro tanto, no menor, al delegado del obispo, que en forma de diezmos y primicias recogía otra pequeña parte de los beneficios.

Para el viajero que acuda, como le recomiendo a mis lectores, a pasar un rato por Anquela, ver estas preciosas esculturas, y deambular por el pueblo, recomiendo además no perderse la visita a su fuente pública, que está en el mismo borde de la carretera, por lo que es difícil no verla. Es una obra de comienzos del siglo XX, y se trata de un elemento construido completamente en fuerte piedra sillar, con adornos varios. Además subirá hasta la parte alta del pueblo, donde asienta la iglesia parroquial, que muestra la gran espadaña orientada a poniente, de remate triangular, en tradición medieval, y la puerta de entrada al sur, con portón adovelado semicircular sin adornos artísticos de ningún tipo.

Además tiene Anquela unos parajes sumamente atractivos en su término, por lo que no estará de más aprovechar para darse una vuelta, que será breve pero inolvidable, por la Hoz donde arranca su caminar mediterráneo el río Mesa, que allí mismo nace y se encañona entre altos muros rocosos.

El día que este cronista paró en Anquela, y anduvo mirando las estatuas y apuntando lo que de ver tiene el pueblo, había muy pocos habitantes en el mismo. Uno de ellos, con el que trabó conversación, -Miguel Ruilópez se llamaba-, le dijo que no quedaban más de quince casas “abiertas de contino”.

–  En verano no, mire Ud. que en verano se pone esto de bote en bote, todos los hijos, y nietos, de los de aquí se han arreglado las casas, o se han hecho chalets…  Pero da gusto. Ahora, ya ve, empieza el otoño, todos arreando a sus trabajos, y aquí nos quedamos los viejos, desamparaos y a ver qué pasa. Sí, las estatuas muy bonitas, todo el que viene se va encantao, pero eso: que vienen y se van, como Ud. ¿Cuál es su gracia, se se pué saber? Pero luego aquí nos quedamos solos, más aburríos que unas ostras.

La conversación con el señor Miguel, como se puede suponer, gira monográficamente en torno al tema –eterno, al menos desde que yo vengo por tierras molinesas, y hace ya de estos varios decenios- de la despoblación, del abandono, del solo fijarse en las carreteras, en las fiestas, o en las estatuas… Pero estábamos hablando del hombre y la mujer trabajadores, fraguados en la oscura carne del bronce eterno, y cómo al menos en Anquela tuvieron quien se arrancara por estos homenajes, que en otros lugares ni siquiera lo han pensado. Un ejemplo a seguir, un sonoro aplauso para Anquela. Del Ducado.