Días de Alfareros
Con motivo de la Farcama (Feria Regional de Artesanía de nuestra Región) celebrada el pasado fin de semana en el recinto ferial de la Peraleda, de Toledo, se ha presentado un nuevo libro que estudia la artesanía del barro y la arcilla, la multisecular manualidad de la alfarería, en la provincia de Guadalajara.
Con este motivo, recordamos hoy algo de esa rica herencia cultural, que merece ser guardada, al menos en el recuerdo, porque ha sido expresión de una singularidad y de unos usos que reflejan la forma de ser de las gentes de nuestra tierra.
Cacharros de Guadalajara
Dícese, cuando se habla de alfarería, que es esta la primera industria del mundo: la más antigua, la más prestigiada. Porque nada menos que Dios fue el primer artesano, y el Hombre su primer cacharro. Con estas frases tan líricas y literarias, en siglos pasados se venía a reconocer que el arte de hacer objetos de uso diario, o de lujo y entretenimiento, a partir de la simple arcilla, era una capacidad que tintaba al hombre de rey supremo de la Naturaleza, porque sacar de unos elementos tan simples, como el agua y la tierra, piezas solemnes y bellas, o cacharros útiles y fundamentales para dar confort a la gente, era un acto que llenaba de orgullo a quien lo hacía. Y aunque parezca que no, y hasta hace muy poco, o todavía en las sociedades sencillas y primitivas, al hombre le ha llenado de orgullo hacer cosas que le diferencian de los animales, que expresan su inteligencia y argucia.
En la provincia de Guadalajara se practicó la alfarería desde muy antiguos tiempos. Sin duda desde la Prehistoria, pues en las necrópolis celtibéricas que por las tierras del antiguo ducado de Medinaceli se han hallado (léase Anguita, Luzaga, Luzón y Herrería, entre otras) aparecen los recipientes de barro que contuvieron las cenizas de guerreros y matronas, de jóvenes alegres a los que un puñal mal guiado segó la vida. Ya perfectas y pintadas, esas antiguas piezas significan el remoto origen de esta industria. Siempre siguió, y hasta tiempos recientes ha habido lugares en los que hornos calientes y manos expertas han seguido dando forma al barro húmedo. Alfares famosos, como los de Lupiana, Cogolludo y Malaguilla, exportadores por media España, y alfares humildes, como los de Humanes y Milmarcos, que sirvieron para nutrir las necesidades del propio pueblo. En Guadalajara ciudad, un barrio entero (el de San Julián, al que tradicionalmente, -y aún hoy los más viejos- llamaron “de cacharrerías”) se dedicó a esta industria, y aún hubo un pueblo en nuestra provincia, Zarzuela de Jadraque, en plena serranía del Ocejón asentado, que vivió toda su población de hacer cacharros, hasta el punto de haberle cambiado el nombre, y todavía ser conocido por “Zarzuela de las Ollas”, por la cantidad, calidad y originalidad de las que hacían.
El proceso de hacer cacharros
En los alfares clásicos, el trabajo se dividía en varios lugares. Tradicionalmente eran familias completas, que heredaban el oficio de abuelos a nietos, quienes se dedicaban a esta manufactura. De una parte, iban a los mejores terrenos del término a recoger arcilla de buena calidad. Se hacían con agua de la más limpia. Y se organizaban en un taller en casa, donde se ponía una de las piezas claves de todo el proceso: la rueda. El taller del cacharrero, como se le decía en la mayoría de los pueblos, se situaba dentro de la misma casa en que vivía la familia, en una de las habitaciones de la planta baja, que comunicaba directamente con un cobertizo destinado a secadero, levantado en el corral de la vivienda, donde también se hallaba el horno, la pila de remojar y pisar la tierra, y la mesa de sobar. El obrador ocupaba una habitación rectangular en la que se encontraba la rueda de pie y las tablas de oreo, que según iban llenándose de cacharros se colgaban en la pared, para pasarlas más tarde al secadero. Junto al obrador había una pila cuadrada en la que se remojaba y pisaba la tierra. Desde febrero a noviembre se elaboraban los cacharros, descansando los meses más crudos del invierno, por causa del frío, que podía helar la obra.
El propio cacharrero, con ayuda de sus hijos, se encargaba de extraer la tierra, sin llegar a almacenarla en cantidad. En su taller y con su rueda, que en unos casos era de tracción a pedal, y en otros, más primitivos, manual, hacían uno a uno los cacharros que pensaban podrían venderse, o los que habían recibido por encargo. Los secaban luego, y los metían finalmente, en hornadas numerosas, en el gran horno, donde se calentaban, se secaban y adquirían la consistencia, casi eterna, que ha permitido que hoy estas piezas, ya casi arqueológicas, se puedan ver en museos o en casas de coleccionistas. Porque lo que es usarlas, ya nadie las usa, ni en el más recóndito de los pueblos de nuestra provincia: el plástico ganó todas las batallas.
Los alfares clásicos de Guadalajara
En algunos lugares de nuestra provincia, se hicieron durante siglos cacharros de gran belleza y utilidad. De tal modo, que la memoria de ello ha quedado cuajada en los propios pueblos, y aunque estos tiempos están borrando, de forma acelerada y en muchos casos sistemática y premeditada, la memoria de lo antiguo, aún hay quien se acuerda de sus abuelos alfareros, o de la fama que sus cacharros tenían por toda Castilla.
Así fueron lugares como Málaga del Fresno, donde se fabricaron exquisitas y elegantes piezas, como bebederos (de palomas) baldosas, botellas de agua, botijo y botijas, cántaros, ollas, encetas, macetas, jarros y huchas… una gran variedad de elementos que se vendían muy bien por toda Castilla. También Cogolludo tuvo alfar sonado, de exquisitas piezas. Y Guadalajara, que ocupó a los habitantes de todo un barrio, el de San Julián (justo donde hoy está el parque móvil, los chalets de esa zona, y los talleres y dependencias de la empresa Quiles) que llegó a tomar el nombre de “barrio de cacharrerías” que muchos aún recordarán. Desde 1936 nadie volvió a hacer “cacharros” en este lugar.
Otro de los alfares más conocidos fue el de Almonacid de Zorita, que abasteció a toda la zona de la baja Alcarria. Y en las sierras, Anguita, donde se produjeron hermosos cacharros, de tipo botijas, bebederos, caloríferos, envés (un gran embudo de barro que servía para trasehar líquidos de uno a otro contenedor) más pucheros, orzas, jarros, morteros, trancas y tarros, garrafas, etc. En Sigüenza existió, como gran ciudad que fue durante siglos, una tradición firme de alfarería. En el libro de Eulalia Castellote se desmenuza la historia del alfar seguntino, de tal modo que puede decirse que se aporta aquí una aspecto bibliográfico muy poco conocido hasta ahora de la Ciudad Mitrada: lugares de alfar, piezas, alfareros conocidos, métodos de comercialización, etc.
Los alfares menudos
Además hubo lugares donde, en pequeña cantidad, y casi para uso propio de las familias que los hacían, la ciencia del alfar se mantuvo viva mucho tiempo. Tal es el caso de pueblos como Brihuega, Tobillos, Tamajón, Usanos, Ciruelos, Lupiana (este más amplio en su capacidad exportadora), Jadraque, Loranca, Molina de Aragón (de donde ha quedado memoria, pero no piezas, de que tenía también importante industria alfarera), Milmarcos, Torija, etc.
En definitiva, un panorama rico y variado, que nos demuestra que la vida que hubo en Guadalajara fue densa, movida, siempre rica de variedades productivas: el costumbrismo cuajado en fiestas, que ahora se están recuperando, pasó antes por unos modos de vida que dejaron improntas artesanales, casi olvidadas. Esta obra de la profesora Castellote Herrero, sobre la Alfarería de Guadalajara, es un prodigio de evocación, y un sanísimo ejercicio de memoria.
“La Alfarería de Guadalajara” es el libro que acaba de aparecer con motivo de la Farcama. Se trata de un trabajo ya clásico, porque alcanzó dos ediciones antes de esta. En él se recoge, con minuciosidad y ciencia, todo el recuerdo de esta artesanía humana y ancestral en Guadalajara. El libro ha sido escrito por la profesora Eulalia Castellote, de la Universidad de Alcalá, y aunque anclado en años pretéritos, y descriptivo de objetos y de procesos que ya no existen, mantiene el rigor de un estudio serio, y la oferta visual y rigurosa de una artesanía que significó vida. Todo un recuerdo que se materializa en estas páginas. El libro ha sido editado por AACHE, y hace el número 62 de su ya clásica colección “Tierra de Guadalajara”. Tiene 240 páginas y un sin fin de grabados y fotografías. En él se referencian todo tipo de piezas clásicas y los alfares que existieron en 24 pueblos de nuestra provincia. Ya está a la venta en librerías y en Internet.