Calor en el campo

viernes, 8 julio 2005 0 Por Herrera Casado

 

La tarde se ha puesto de verdad calurosa. Al sol se fríen los huevos si los pones sobre las losas de la puerta de la iglesia. Al mediodía, bueno, a la una, mejor dicho, casi no tenía sombra yo mismo. El sol está tan en lo alto que cae su luz como una lanza, y quema lo que toca. Como tampoco quiere llover, porque según dicen la corriente en chorro (que es la auténtica responsable de que llueva o no llueva) este año ha apuntado demasiadamente hacia el norte, desde el centro del Atlántico, pues todo se ha quedado seco y quemado. Muchas fuentes ya no echan agua. Las lagunillas y los navazos se han quedado sin hierba ya, sin ranas ni culebras. Hace calor en el campo.

Un calor de locura

Yo creo que me ha afectado. El cuerpo necesita el agua justa que haga funcionar su maquinaria. Ni demasiada agua, que te engorda y pone la presión de la sangre a tope, ni tan poca que se te haga la piel arrugas y hasta el cerebro pierda su lozanía, y no hagan bien las conexiones sus neuronas. La enfermedad, cualquier enfermedad, no es más que esto: un desajuste de la cantidad de agua en el cuerpo. La peor de la afecciones es la sequía total, la evaporación total. No nos morimos, sino que nos evaporamos, nos quedamos secos, nos esfumamos: ¡tantas formas de decir que se acabó lo que se daba!

El problema del agua en Guadalajara es algo que viene de lejos. Que tiene mala solución, como no sea la de llover a cántaros. La semana pasada veíamos en Sacedón (se presentó un maravilloso libro de fotografías que abarca el siglo XX entero, con más de 600 imágenes de Sacedón y los sacedonenses) cómo se hacían, se levantaban e inauguraban los pantanos, de Entrepeñas y Buendía, hace ahora 50 años. Qué alegría entre las gentes, qué parafernalia en el estamento oficialista, que mirada ufana sobre los montes y las nubes la del general que lo inauguraba. Se almacenaba tanta agua, y caía con tanta fuerza sobre las turbinas puestas abajo, que con esos dos pantanos se pensaba darle luz a todo Madrid! Hasta que a ese mismo estamento oficialista se le ocurrió la idea, que en puridad era de un paternalismo distributivo encomiable, de llevar esa agua a la zona de España donde no caía gota: a Murcia, a Levante, a Almería…. y se hizo otra obra gigantesca, el trasvase Tajo-Segura. Por ahí se ha ido, y se sigue yendo, uno de los pocos recursos económicos que tuvimos: el agua. La fuerza de la vida. En Guadalajara abundante, y para todos. El otro recurso, los panes, el cereal, la mies, los trigos y las cebadas, que salen –según dicen- aunque no llueva, pues lo seguimos teniendo. Hasta ahora, que ha dejado de llover y ya no hay ni agua, ni panes.

No es que sea esta una oración fúnebre, aunque lo parezca. Es simplemente un decir, bajo la sequedad cerebral de la media tarde de julio, que o nos andamos listos o se nos acaba el condumio. Porque está visto que el poner la vía del Ave partiendo la provincia en dos no ha sido solución para nada, y los molinos que se están sembrando por las lejanas y altas sierras, van a dar electricidad, como mucho, para alumbrar las calles. Poco más. Las centrales nucleares, que sí que producen electricidad a lo grande, y que a tantos molestaban, las están quitando, las quitarán del todo. Aquí para alumbrarnos por la noche, vamos a tener que usar pilas de esas que nunca se acaban, de las que duran y duran. Aunque la fábrica que las hace también se la lleven fuera, a otro de esos países donde se fabrican más baratas, porque a la gente que pasa hambre con que le des unos cuantos duros, se contentan.

La recogida del cereal

Aunque va a ser difícil que este año se coja, ni mucho menos, como los diez anteriores, aún cabe aplicarse aquí al recuerdo de la siega, de la trilla, de la aventada. Unas tradicionales tareas que se hacían en los pueblos por estas fechas, y que ya no tienen uso, ni fiesta que las conmemore, porque todo se ha mecanizado. Para bien del personal, por supuesto, y rapidez en los procesos.

Me acuerdo de estas tareas releyendo un libro que me dejó un amigo, y que se titulaba “Valdepeñas de la Sierra. Notas históricas y recuerdos del pasado”  escrito por don Andrés Pérez Arribas, sacerdote de sotana y memoria prodigiosa, que vivió desde su infancia, y con intensidad, estas tareas, porque él nació en Valdepeñas, y ya se sabe que lo que se vive de pequeño, perdura para siempre en el recuerdo. El arcón de la memoria, y sobre todo la que se funda en la infancia, es el mejor refugio de la vida insegura y atropellada.

Dios era servido, a veces, de traernos buena cosecha. Y dice don Andrés así, para pintar con viveza y color subido el momento esperado, cuajado de sudor, de alegría por la recogida y la futura ganancia: “Los segadores en cuadrilla de tres o cuatro, con el manguito de lona puesto en el antebrazo, la zoqueta en la mano izquierda y un dedil en el dedo índice, y la hoz en la mano derecha; sus zahones de lona y bien ceñidos los riñones ya están listos para se­gar. La hoz puede ser de dientes para mieses flojas; es de hoja fina con sierrecilla. También existen las hoces gallegas, de filo ancho y corte afilado; son para mieses de caña fuerte y por supuesto para buenos y diestros segadores…”

“Cada segador se hará dos surcos y, con lo que coja, hará un manojo, lo irá dejando en el rastrojo, donde a su vez lo ponen los que vienen detrás, con lo que se forman las manadas y así continuarán hasta terminar la besana. Así seguirá la siega, sólo interrumpida, de cuando en cuando, por la visita a donde está el hato bajo la zarza, donde el vino se mantiene fresco y da ánimos con el tragui­llo para seguir la tarea. Tras los segadores va el atador, que recoge las manadas en gavillas y éstas en ha­ces de un peso suficiente, a los que va atando con un atillo de esparto, hecho para esto; esta operación de atar las mieses en haces, requiere una técnica experimentada, propia del atador. Cuando todo está segado y atado, se recogen los haces y se hacen montones de once haces, que es lo que puede llevar una caballería en una carga. El acarreo se hará, en general, con mulas”. En los campos llanos de la Campiña, y en la Mancha y otras comarcas llanas, se llevaba en carros. En las sierras, sin embargo, tan cuestudas, no había otra forma que echarlas a los lomos de las mulas. Que para eso estaban. “Las mulas con sus albardas, a las que van bien sujetas las jamugas, con las sogas llamadas acarriaderas, irán recibiendo haz a haz, los necesarios para completar la car­ga, que se va sujetando con las sogas. Terminada la tarea el acarreador, o la acarreadora, porque ésta era, muchas veces, labor de las mujeres, llevarán la reata de mulas a las eras, donde descargado todo, se formarán las hacinas, hasta el momento de preparar la parva”. Se puede resumir, con menos palabras, tan claras y hermosas, esta tarea propia de la época en que estamos? No creo: y sonarán a chino la mitad de las palabras que escribe don Andrés Pérez, y a juegos de mitología las ideas y venidas de los aldeanos y sus mulas. Pero hasta hace pocos, muy pocos años, esto fue así.

Cuando caiga la noche recuperaremos la conciencia, pasaremos a comportarnos humanamente, a recuperar el gozo de la conversación y la capacidad de pensar. Mientras tanto, y en el bochorno de la media tarde, se han ido estas líneas correnderas y memorables, las líneas que como surcos han ido produciendo su tarro de memorias, ni dulces ni amargas, tan solo traidas y puestas aquí,  a la consideración de quien quiera saber de otros tiempos.

La siega en Turmiel

Hace unos meses, Jesús Martínez Anguita, que es otro de los buenos escritores que ha dado el Señorío de Molina, escribió y vio publicado un libro que yo tuve siempre por magnífico ejemplo del lenguaje castellano. Escrito por un bilingüe como es él, habitual catalano-parlante, mestre de catalá en la Santa Coloma donde reside, tiene páginas memorables en punto al recuerdo de lo que también hace décadas se hacía en Turmiel cuando el calor apretaba y la mies estaba a punto de ser recogida. Valgan estas líneas como homenaje a su buen decir, y como nuevo recuerdo de lo que otro lugar de nuestra provincia se ceremoniaba.

“Antes de salir el sol, el padre de familia organiza la salida hacia los campos que esperan impacientes la siega, la mies ha de estar en su punto justo, ni verde porque aún no está bien granada, ni seca porque se descabeza al segarla. Por este motivo es muy importante la selección que hace el cabeza de familia para ir segando todos los piazos en el momento adecuado, piazos que son muchos y dispersos, fruto de la política minifundista de los últimos siglos…

Los peones con sus hoces: unos, los de Aragón, de hoja estrecha y aserrada; otros, los murcianos, hoja ancha y lisa. Los acarreadores con las mulas, todas pertrechadas con sus aparejos: sobre la cabeza, los cabezales con sus quitapones y el ramal atado a la brida que sujeta el morro para dirigirlas; sobre el lomo, las albardas y amugas sujetas con la cincha y las sogas acarreaderas amarradas a las mismas para atar los haces de mies que irán acarreando de los piazos hasta las eras. Todos salen a  raya del alba para aprovechar toda la luz del día. La mies no puede esperar.

Antes de comenzar la siega se procede al ceremonial correspondiente y que nada tiene que envidiar a los protocolos de la vestimenta de don Fausto en la sacristía antes de salir a ceremoniar la misa: en primer lugar se colocan los manguitos sobre los brazos; los murcianos, en  lugar de manguitos, se ponen unos protectores de cuero que sujetan al brazo con una cinta. En la mano izquierda se enfundan la zoqueta, metiendo los tres dedos más pequeños y dejando fuera el dedo gordo y el índice para poder coger la manada de mies, la zoqueta también lleva un agujero en la punta para facilitar la respiración y evitar el sudor y se ata a la muñeca con una cuerda o un hiladillo. Con este  aparejo de madera, a modo de guante pequeño,  se evitan los cortes que pueden producir los filos de las hoces. Por el cuello se  cuelgan un peto de cuero viejo para proteger el cuerpo de los continuos golpes de las espigas. Y sobre la cabeza un sombrero de paja, aunque los murcianos, para distinguirse, se enfundan uno de paño marrón con una cinta negra.

Así pertrechados, comienza la siega. Desenvainan las hoces y salen hacia el tajo. Se sitúan uno al lado del otro, guardando una distancia de dos metros y en escala para no entorpecerse y seguir el orden establecido durante años. Con un movimiento acompasado van cortando la mies con la hoz que blanden en la mano derecha y recogiéndola con la izquierda hasta agrupar una manada, que amontonan en gavillas. Cuando llegan al final del piazo y han acabado la primera lucha, corresponde el primer trago de vino y el primer descanso, cada tres luchas se hace un descanso más largo y a media mañana paran unos quince minutos para comerse los bocaillos.  Poco a poco va quedando el rastrojo cubierto de gavillas de mies, que el cabeza de familia se encargaba de atar con vencejos de moragas de centeno o cuerdas de pita para hacer los haces; cada tres gavillas, un haz. Estos haces se van hacinando sobre el rastrojo en mostelas, que corresponden a una carga de mula, a la espera de ser acarreados a las eras cargados sobre las amugas de las caballerías. La tarea del acarreo se va haciendo durante la siega. Se aprovechan los viajes de los acarreadores en busca de comida y otros suministros.  Si no hay tiempo de terminar esta tarea durante la siega, cosa frecuente, se dedican unos días a este trabajo antes del comienzo de la trilla. Los adultos, al anochecer, una vez vuelven del arduo  trabajo de la siega o en tiempos del acarreo, van apilando en los hacinaderos de las eras todos los haces que se iban acarreando…”

Qué elegancia en el decir, qué pureza de nombres, qué solemnidad de días. Cuánto han trabajado los hombres de pueblo, y qué poco se acuerdan de ellos, ahora, cuando solo existen, -porque salen en la televisión-, las mises, los gays, los pilotos de carreras y los cirujanos plásticos. Qué monumento están pidiendo, en esta tierra de pan llevar, los segadores. Tan grande como el del Cardenal Mendoza ¿Quién se anima a ponerlo?