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diciembre, 2003:

El Palacio Viejo de Pastrana

 

Sigue siendo Pastrana un lugar de peregrinación y obligada visita. Su historia densa y su patrimonio acumulado entre su multiforme corpachón de urbanismo acumulado y secular, le dan una aureola de sugerencia y obliga a muchos a visitarla. Mucho más lo será cuando se abra el Palacio de los duques, esa maravilla de edificio renacentista que ha sido durante los últimos dos años restaurado y acondicionado como lugar de hostelería y encuentros culturales, en el que el Estado (o sea, todos nosotros) se ha gastado muchos millones, y ahora sigue en estado de cerrazón y paro.

Los jardines de Pastrana

Tiene Pastrana entre sus elementos patrimoniales algunos que son poco conocidos, porque se encuentran sumidos en la tibia penumbra de las casas: los jardines de Pastrana, de los que hace varios años Nieto y Alegre escribieron un maravilloso libro en el que los describían y pintaban. Surgía entre sus páginas la historia de esta villa, de tantos y tan viejos orígenes: los moros, los calatravos, Santa Teresa, los duques renacentistas, la princesa de Éboli, los tapices… y surgían sobre todo esos espacios íntimos y serenos que son los jardines, de los que hubo muchos y hoy aún existen y tiemblan algunos.

Los jardines de las casas de Pastrana están dispuestos en terrazas, obligadamente por la pendiente abrupta del cerro en que asienta la villa. El jardín, en muchos casos, es continuación de la casa, y suele serlo en forma empinada, escalonada. O bien hacia el valle, o bien hacia la montaña. Ese escalonamiento suele tener tres niveles bien diferenciados: a) el primer patio o corredor funcional, que está al mismo nivel de la sala o portal del que surge; el nivel de los árboles frutales, con sus granados, laureles, perales e higueras; y el tercer nivel del huerto, en el que parece que el agua se almacena y promiscua se entretiene en dar verdor a las hojas mínimas, a los posos de la ensalada.

En esos jardines, siempre hay una puerta mínima y trasera, una puerta de escape. Por ellos corre el agua continuamente. Se recoge en estanques, y de ellos se escapa, por aliviaderos, a través de acequias estrechas, cantarinas, abiertas, y se expande por rincones, plazuelas, empinados caminos, junto a las escaleritas. En torno a esos estanques, un emparrado, unas sillas, una mesa de piedra contundente: son los veladores, en los que las noches calurosas de verano apetece estar charlando. Entre los árboles, los hay de frutas tiernas y aguanosas, el granado, el peral, y otros de consistencia mayor, de veteranía, los nogales, y el ciprés hacia arriba, como una plegaria. Las enredaderas cantan por los muros, y las parras cubren los pasos, dan olor a miel y vino prematuro sobre los tramos del andar sin prisas. Todo recuerda, al andar por ellos, los cármenes de Granada, los cigarrales de Toledo, esas estancias abiertas, verdes, luminosas, donde los árabes hispanos dejaron su memoria de cultura y amabilidad. Los jardines de Pastrana…

El Palacio Viejo de Pastrana

Hay hermosos jardines en Pastrana: el del Colegio de San Buenaventura, el del palacio de los Burgos, los de las casas de Santa María, y de la Palma. Los jardines, incluso, del palacio ducal, que le rodeaban como un cinto. Uno de los más hermosos es, sigue siendo, el jardín del Palacio Viejo. Convertido hoy en Casa Rural y alojamiento de fin de semana para muchos turistas que aprecian a través de él la historia y los sabores de Pastrana, el Palacio Viejo está situado en la hoy llamada Calle de la Princesa de Éboli, clásicamente conocida como la Calle Ancha. Sabemos que los edificios de esa calle, la calle misma, no existieron en la Pastrana clásica y medieval. La villa calatrava, rodeada de muralla, vio con muy malos ojos, a comienzos del siglo XVI, que su señora de leyes e impuestos, doña Ana de la Cerda, se pusiera a levantar un palacio (que todos sospecharon sería castillo) junto a la muralla del pueblo. Al final, el palacio quedó hecho carne con la vieja villa, y la calle ancha que servía de camino de llegada vio levantarse sus edificios. Pero en ese lugar existió, desde la Edad Media, un gran caserón al que todos llamaron, y siguen llamando, el Palacio Viejo. Pudo ser hospedería de la Orden de Calatrava. Residencia de la señora doña Ana mientras construía el palacio grande y se peleaba con los vecinos y el Concejo. El caso es que ya en el siglo XV existía, y la mejor prueba es su portada, de acentuadas formas góticas, propias de esa centuria, muy similares a las de la portada primitiva de la Colegiata. Ese Palacio Viejo de Pastrana es un lugar de obligada visita. No solo por su planta severa y elegante (hoy está dividido en dos viviendas, la segunda de ellas dedicada a Casa Rural, alojamiento elegante que comulga en su interior de toda la historia del edificio, y valorado muy positivamente por cuantos le visitan en fines de semana) sino por su magnífico jardín escalonado.

Tiene terrazas descendentes hacia el valle del Arlés, estando la casa en el nivel más alto. Desde su ancho zaguán, que es repartidor de escaleras y salones, se pasa al nivel alto del jardín, en el que hay dos estanques, uno de ellos de piedra, con aliviadero del que surge el agua encaminada hacia más inferiores niveles. Desde la puerta del edificio, rodeado de parras y oyendo el cantarín rumor del agua, se ve la abierta serenidad del valle, perdiéndose entre cerros, pinadas y olivares la Alcarria hacia el Tajo.

Luego se baja y a través de escalinatas laterales se accede al segundo nivel, donde hay un estanque mayor, árboles y arbustos floridos, setos olorosos, emparrados, un nogal, un tilo, más lirios y rosales, ciruelos, higueras, laureles… un paraíso, sencillamente. Una pequeña puerta permite la salida (de escape) hacia el camino lateral. Abajo del todo, un huerto.

Este jardín del Palacio Viejo de Pastrana, que es todo un monumento al arte, a la historia y a la amenidad, fue creado posiblemente en el siglo XVII, siendo sus artífices los moriscos que embozados, camuflados de sederos, quedaron en Pastrana. Era aún más grande, pero la calle de las Siete Chimeneas, construida después, le cortó sus largas colas verdes. Hoy tiene el encanto de recuperar la memoria de siglos idos, ofreciendo la calidad y el disfrute de un espacio de habitación y descanso como muy pocos los consiguen. Un lugar para no perdérselo.

Layna Serrano en efigie de bronce

 

En nuestro paseo por las estatuas de la ciudad, en nuestro deseo de dar a conocer, aunque sea con renglón torcido y breve, la secuencia vital de quienes obtuvieron el grado de inmortales, llegamos hasta la Plaza de Moreno, donde asienta el palacio de la Diputación Provincial. Y frente a ella se alza, sobre escueto pedestal de piedra clara, el busto en bronce de don Francisco Layna Serrano, a quien los artífices de aquel recuerdo quisieron que la memoria colectiva le recordara como “Historiador” que es lo que pone bajo su nombre en el plinto pétreo. Fue historiador por afición, y médico de profesión. Yo sigo pensando que lo que le mejor le sale a uno, en esta vida, es lo que hace con el corazón. Pero en fin: sigue habiendo quien pone los papeles burocráticos de una licenciatura por delante de cualquier cosa. Y Layna fue médico, otorrinolaringólogo por más señas, pionero de esta especialidad en España, pero fue más aún historiador, entrañable buceador en las pretéritas edades de nuestra tierra de Guadalajara. Fue Layna, sobre todo, y por definirle en tres líneas, un hombre culto y dinámico, apasionado por defender su tierra de los diversos manotazos que la fortuna –cuando no la insidia y la dejadez- le fueron dando en su tiempo.

Nació Layna en Luzón, en 1893, hijo de médico rural. Y alcanzó a estudiar en Sigüenza y luego en Guadalajara. Con pantalones cortos anduvo subiendo la venerable escalera del antiguo Instituto, al que entonces se entraba por la calle del Museo. Uno más de cuantos por subir esa escalera, se enamoraron sin remedio de los Mendoza, de doña Brianda, de la heráldica y los artesonados renacentistas ¿Tendrá algún poder mágico su piedra cérea? Pasó los veranos con su gente, su familia alcarreña en la que abundaron profesores, filósofos, médicos y periodistas. En Cifuentes y en Ruguilla, junto al Tajo, por Trillo… y al hacerse mayorcito a Madrid, a estudiar Medicina en las aulas del viejo hospital de San Carlos, en Atocha. Por entero se dedicó al estudio de la ciencia, haciéndose especialista en Otorrinolaringología junto a los pioneros de esta rama, como Horcasitas, Tapia, Compaired… Puso su clínica en la calle de Hortaleza, viajó por provincias (iba a Manzanares, o a Logroño, a operar, a ver enfermos difíciles que le reclamaban) y se casó con una mujer joven y entusiasta como él por la ciencia, los viajes, la lectura y la plena aventura de vivir.

Hacia 1931, cuando los dueños del Monasterio de Ovila, que entonces estaba en término de Azañón, pero al que se bajaba cómodamente desde Sotoca, decidieron vendérselo al representante en España de William R. Hearst, Layna arrancó como una potente locomotora a luchar contra el grandioso expolio. Se llevaban a Estados Unidos un monasterio cisterciense y medieval, alcarreño, entero, comprado por cuatro perras, y aquí nadie se enteraba o, si acaso, miraba para otro lado. Ese fue el espoletazo que le hizo a Layna entrar en el ámbito de la investigación histórica, en el estudio del arte, en la carrera sin fin de la defensa del Patrimonio. Se saldó con ambivalente resultado: porque si no consiguió evitar el expolio (del monasterio una parte fue a California, otra a empedrar las calles de Cádiz, y otra se quedó cubierta de ortigas junto al Tajo) al menos el hecho sirvió para que él realizara una magnífica historia de Ovila, y con sus propios dineros la editara, quedando así la constancia eterna del desaguisado. Ello sirvió, además, y esa es la clave, para que Francisco Layna se lanzara al estudio, análisis y defensa de nuestro patrimonio. Y lo hizo junto a su esposa Carmen Bueno, con todo el entusiasmo que da a estas cosas el amor verdadero, y la juventud.

Empezó por estudiar y fotografiar las construcciones de estilo románico, y al tiempo se puso con otra obra de mayores vuelos: el análisis de los castillos de la provincia, que suponía también su visita, el levantamiento de planos, y la indagación de su historia, la de sus personajes, la de sus instituciones. Ahí abrió Layna la brecha de una “gran historia provincial” que si nunca llegó a cuajar en título, sí lo hizo en la realidad de ese libro.

Y en medio del trasiego por pueblos y cerros, la desgracia total: un fatal accidente en su automóvil, el 12 de octubre de 1933, hizo que perdiera a su esposa, y él un ojo. La vida rota en su inicio. Pero ahí es donde se mide a los grandes hombres: no en el aplauso continuo de los demás, en la molicie de tener y gastar, sino en la desgracia honda. Y ahí creció el Layna que todos conocemos. Disparó su vida, además de en la Medicina, en los estudios históricos. Y de ahí (y de su reclusión forzosa en su casa de Madrid durante los tres años de Guerra Civil) salieron la “Historia de Guadalajara y sus Mendozas”, la “Historia de Atienza”, la “Historia de Cifuentes”, sus estudios sobre el “Palacio del Infantado”, y mil cosas más que fue descubriendo y publicando en revistas, en monografías, en artículos de este mismo Semanario. Casi todos los libros se los editó él mismo, pues sin hijos ni obligaciones añadidas, con el buen pasar que por entonces daba el ejercicio de la Medicina, tuvo dinero para afrontar los gastos de edición de unos libros muy costosos que casi nadie compraba. Al final, no sólo se agotaron, sino que hoy (lástima que él ya no pueda verlo) se han convertido en auténticas piezas de lujo, meta de coleccionistas bibliófilos, tesoros para muchas bibliotecas. Esta biografía que aquí pergeño a levísimos vuelos, la ha puesto recientemente con todo detalle Tomás Gismera Velasco, en un libro en el que califica a Layna de “Señor de los Castillos”.

La estatua de que hablamos, fue puesta poco después de su muerte, en el verano de 1971. Mi compañero de páginas y buen amigo Luis Monje Ciruelo, dijo entonces de ella: “Jugarán los niños en la atardecida en torno a tu bronce, y cantarán los pájaros, y sonarán las campanas… las canciones infantiles harán corro a tu pedestal…” La modeló con sus manos, en barro, Navarro Santafé, pasándola luego al duro bronce que nos sobrevivirá a todos. Y todos cuantos admiramos a Layna, y somos devotos suyos desde hace muchos años (yo puedo decir, con no velado orgullo, que le conocí personalmente, y mantuve amistad, directa, personal,  epistolar, con él) estamos felices de que esta estatua nos le recuerde cada día.