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noviembre, 2003:

El Paseo de las Cruces, una joya en la ciudad

 

Cuando en 1948, el arquitecto municipal de Guadalajara don Antonio Batllé y Punyed le entregaba al alcalde de la ciudad, don Cándido Laso Escudero, el proyecto que había redactado para urbanizar definitivamente el paseo de Las Cruces, o de Fernández Iparraguirre como ya oficialmente se llamaba, se lo ofreció como una copia de la Rambla de las Flores de Barcelona. El arquitecto era catalán, de Tarragona, aunque estudió su carrera en Barcelona. Tenía las retinas impregnadas de mar y flores, de áreas abiertas en las que crecieran los árboles frente al horizonte infinito. Y en Guadalajara trazó un bulevar que es, hoy, de los pocos que quedan en España. Un bulevar, el paseo de las Cruces, que es alabado por todos cuantos lo pasean y conocen: por su elegancia sencilla, su corazón de ciudad, su bullicio medido. ¿Se podría perder este bulevar de las Cruces? Sí, se podría perder, a nada que aprieten los intereses de siempre: los especulativos del terreno.

Un espacio ganado paso a paso

 

En París se perdieron los Bulevares que diseñara el barón Hausman, y solo queda de ellos el recuerdo, porque su espacio está ocupado hoy de automóviles sonoros. Lo mismo ocurrió en Madrid, con los bulevares de Velázquez, de Sagasta, de Alberto Aguilera… desaparecieron comidos por el tráfico. Aquí alguien ha empezado a vender la idea de lo bonito que sería un paseo de Las Cruces ocupado en sus dos carriles centrales por los coches (se necesitarían al menos tres carriles, dado que nuestra ciudad es el paraíso de la “segunda fila”) y amplias aceras laterales, aceras por las que cómodamente podrían acceder los compradores a las tiendas que se coloquen en sus laterales, tanto las existentes como las por construir…

La historia del paseo de las Cruces de Guadalajara viene de largo. Tiene, al menos, un siglo de existencia. A comienzos del XX se abrió un ancho camino que iba desde la plaza de Santo Domingo hasta la cuesta del Matadero. Este camino corría junto a las tapias de la huerta del Convento del Carmen, y por eso enseguida fue conocido como “Paseo de las Tapias”, aunque también, y por haber en esas tapias pintadas varias cruces que constituían, desde siglos antes, un “calvario” penitencial, se le conocía como “Paseo de las Cruces” cuya es la denominación popular que hoy mantiene.

Por entonces solo había cuatro edificios escoltándole: a la izquierda las ruinas del viejo Hospital Militar (luego reconstruido para Escuela de Maestría) y más allá la Plaza de Toros. A la derecha estaban el Colegio Público “Las Cruces” (hoy de Rufino Blanco) y la Fundación Cuesta que ahora es el Colegio Nuestra Señora de la Salud. Poco antes de la guerra, comenzó el cirujano don Pedro Sanz Vázquez a construir su nueva clínica en ese espacio tan destartalado.

En los inicios del conflicto civil, en 1936, la ermita de la Soledad fue incendiada y destruida, quedando libre el inicio de ese paseo.

En los años 20, don Angel Martín Puebla pidió al Ayuntamiento permiso para parcelar, urbanizar y construir en el terreno inmenso de la Huerta del Carmen. Se le concedió el permiso, y abrió una calle (que lleva su nombre) construyendo algunos edificios (los más veteranos hoy) en el costado norte del paseo. Ya por entonces, el Ayuntamiento había dado nombre a este lugar, dedicándolo a la memoria de don Francisco Fernández Iparraguirre, farmacéutico y profesor de idiomas, alentador en España del Volapük, idioma universal.

El Ayuntamiento de Guadalajara, pasada la guerra, puso sus ojos en este lugar para iniciar un ensanche y dar la imagen de una ciudad en progreso, abierta y renovada. El espacio con que se contaba era mucho más ancho que el que hoy existe. Iría desde la fachada de Maestría hasta la Clínica, y desde la Plaza de Toros, hasta el Colegio de la Salud.  Sin pavimento, sin aceras, sin árboles, el primitivo paseo de Las Cruces era un erial insípido que sólo servía para iniciar la senda hasta los Mandambriles o llenarse de luces y olor a churros en las fiestas locales de San Lucas, a mediados de Octubre.

En 1944, el alcalde don Miguel Fluiters adquirió solares con vistas a iniciar la construcción de edificios públicos a ambos lados de este paseo. Así se levantó, a partir de 1947, el Gobierno Civil, la Audiencia Provincial, y la Jefatura de Sanidad. A continuación de esta, en un terreno de su propiedad, el Ayuntamiento levantó un gran edificio de viviendas para sus funcionarios, que por cierto fue vendido hace dos años en pública subasta y una vez derruidas dichas viviendas acaban de iniciarse los trabajos para levantar en su solar otras de lujo.

Aunque con una perspectiva más estrecha de la inicialmente planeada, el paseo empezaba a cobrar vida. Por encargo del Ayuntamiento, su arquitecto Antonio Batllé redactó un primer proyecto de paseo, con la esperanza de que el Gobierno de Franco, que estaba sufragando la construcción de Gobierno Civil y Audiencia Provincial, aportara el dinero necesario para la urbanización del paseo que a ellos daba acceso. Fluiters le pidió al gobernador don Juan Casas que consiguiera esos dineros, y el gobernador pidió a cambio que se pusiera su nombre al paseo.

En 1948, el nuevo alcalde don Cándido Laso le encarga a Batlle un nuevo proyecto: el paseo hay que construirlo, y lo hará el Ayuntamiento con sus propios medios, si nadie más le ayuda. Es entonces cuando el arquitecto municipal planifica una “rambla” a la barcelonesa, y ofrece el plano de un paseo arbolado con circulación rodada a ambos lados. Lo diseña de 9 metros de anchura, y dos filas de árboles, que dejan un paso libre de 7,50 metros. Su longitud total era de 600 metros, dividida en dos tramos, que se separan mediante una glorieta en cuyo centro se situaría la única farola central del conjunto. Adelante ya con la idea, en 1949 se plantaron 20 plátanos (son los más grandes, los que hoy nos acogen en el primer tramo frente al gobierno civil), se inició la red de alcantarillado y en 1953 se colocaron las primeras farolas. En 1955 la urbanización del paseo se concluyó del todo. En principio, el suelo era de simple tierra y piedras, pasando luego a tres sucesivas pavimentaciones de losetas sencillas,  luego las del dibujo blanco y rojo, y finalmente la de hace 3 años, a base de piedra y pizarra. Hoy estrenando iluminación nueva, con puntos que dan luz al paseo y a los viales laterales, la mayoría de los ciudadanos se encuentra tan feliz paseando por Las Cruces, haga calor o frío, llueva o luzca el sol, y se lo enseña (yo, al menos, así lo hago) con auténtico orgullo a quienes vienen a conocer esta ciudad que tan lentamente, y con tantos esfuerzos hemos hecho entre todos.

¿A alguien se le ocurriría desmontar este bulevar, que hoy luce como uno de los pocos que quedan en capitales de provincia, solo para que las aceras sean más anchas, y se puedan poner en ellas terrazas de bares? Eso sí que sería un atentado, el más grave que se recuerda, a la esencia de la ciudad, a su estructura y a su forma de ser.

Como colofón de este recuerdo, terminar con una anécdota que es más leyenda que otra cosa, pero que en la “ciudad de los cuentos” le cumple a esta historia. Ya terminado de construir el paseo, un día acudió a Guadalajara don Juan Casas, exgobernador civil, a pedirle al alcalde que pusiera su nombre al paseo terminado. No cayó en la cuenta de un par de cosas: que quien se lo prometiera, ya no estaba de alcalde, y que quien ahora lo era, tenía buena memoria. Don Juan Casas no había ayudado a la construcción del paseo, por lo tanto, no había nombre que valiera. El alcalde, en esos momentos, era don Pedro Sanz Vázquez. El motor de los polígonos y del auténtico desarrollo de Guadalajara.

Atienza, casas y calles

 

Siempre hay alguien, cada semana hay alguien, que decide lanzarse a la aventura de conocer mejor, en su totalidad, la tierra en que vive: y que quiere cargarse las retinas de paisajes, de edificios con solera, de fiestas típicas y ángulos eternos. Para quien esta semana haya decidido iniciar ese viaje, que se sabe cuando empieza, pero no cuando acaba, pues prende en el corazón y ya se tiene toda la vida rendido, yo le ofrecería que empezara su periplo por Atienza.

Imagen de Atienza

Atienza es la villa “muy fuert” del Cantar de Mío Cid, la que se encarama sobre un empinado cerro, cerca de la unión entre ambas mesetas de Castilla, sirviendo de sincopada unión entre los paisajes de ambas. Y de unión económica y social en tiempos pretéritos: en la plena Edad Media, Atienza llegó a tener una ancha población de gentes, muchos templos (todos románicos) y sobre todo una basamenta económica fundamental, pues era sede de importantes y adinerados recueros que vivían del negocio del transporte de mercaderías.

De aquel pasado potente y rico, han quedado muchas huellas. Hoy Atienza es una villa venida a menos, con una población de en torno a los 500 habitantes, pero con una personalidad muy a tener en cuenta. Realmente, a quien llega hasta ella por primera vez, le engancha para siempre. A mí personalmente me encantaría no haber conocido todavía Atienza, sólo para tener ahora el inmenso gozo  de poder descubrirla, avistarla por vez primera. Porque esa imagen que tiene la castellana villa, derramada por esa violenta ladera sur del fuerte cerro, y coronada por la valiente torre del homenaje de su castillo, es algo que nunca se olvida. Tiene la fuerza de lo auténtico, y al mismo tiempo la atracción de lo apasionante.

Atienza fue sede de población, desde muy remotos siglos. En sus picudos cerros existieron castros celtibéricos, y en donde hoy asienta hubo ya ciudad prehistórica, la Thytia de los arévacos. Luego los romanos y aun los visigodos asentaron en su espacio, y los árabes la fortificaron, para el control de ese paso, cada vez más frecuentado, entre la Castilla norte y la Sur. La reconquista de la cuenca alta del Tajo por Alfonso VI, hacia 1085, la puso en manos del reino de Castilla, del que ya prácticamente no salió. Así pues, desde comienzos del siglo XII es Atienza una villa preferida de los monarcas castellanos, que la dieron fuero, privilegios y prerrogativas para conseguir que fuera grande, rica y decisoria.

De esos saludables inicios, derivó en villa de nota, y en ella se alzaron, como es lógico, palacios, templos, pósitos y castillos. De esos edificios es de los que la retina del viajero puede nutrirse hoy, paso a paso por sus cuestudas calles.

La Plaza del Trigo

Llegar a Atienza es ponerse, tras pasar la plaza del Ayuntamiento y el Arco de Arrebatacapas, en la Plaza del Trigo. Allí desembarcará el viajero, y admirará los cuatro costados de una de las plazas más hermosas de Castilla. En el lado norte se alza la mole pétrea de la iglesia parroquial dedicada a San Juan. En su interior, no debe dejar de admirarse sus retablos barrocos y las pinturas de Alonso del Arco. En el costado de oriente, las casas bajas soportaladas, sede de pudientes agricultores y ganaderos. En la lado occidental el gran edificios barroco popular del Cabildo de Curas, que aún ofrece talladas en las maderas de sus cimacios, las armas corrientes y molientes del curazgo villano: un ala de dos cabezas, y unas llaves cruzadas. Le sigue en esa línea otra casa barroca con aires populares, que fue sede de habitación de hidalgos atenciones hasta nuestros días.

Y en el costado sur, se abre la embocadura de la calle Cervantes, que dando requiebros suaves nos llevará hasta la iglesia de la Trinidad. En ese inicio de calle se encuentra el edificio que personalmente más me gusta de toda la plaza: es la casona de sillar y maderas que tiene en su primer piso un balcón esquinero, cubierto de difícil arco de nobles sillares. Para muchos de los viajeros por Atienza, esa es la casa que se queda metida en la buhardilla de la memoria, la que siempre recuerdan como especial y única.

La casa-palacio de los Manrique en Atienza

En la calle de Cervantes, ya cerca de la cuesta que lleva al templo románico de la Trinidad, se encuentra a la izquierda el palacio de los Manrique. Se ve en la imagen que acompaña a estas líneas, y es una casa-palacio que no ha recibido hasta ahora mayor tratamiento y descripción que el que Arranz Yust le dedicó en su estupendo estudio heráldico de hace años. En la fachada de revoco se abren algunos vanos de sillares bien labrados. El más hermoso, sin duda, la puerta principal, escoltada de sendos ventanales bajos, y otros altos. Sobre el portón, luce el escudo del linaje. Este escudo es realmente curioso, y merece una parada y una admiración: tallado en piedra de tono rojizo, es obra del siglo XVIII, cuando esta casa fue levantada a instancias de don Juan Andrés Manrique Lozano, hidalgo natural de Condemios de Arriba, que siempre vivió en Atienza, y que pudo probar lo linajudo de sus apellidos y la hidalguía de su linaje obteniendo ejecutoria de la misma en la Real Chancillería de Valladolid, sellada y firmada en 1735.

Con perfección tallado, vemos en el escudo las armas de los Manrique y Lozano: en el campo único, aparece castillo donjonado almenado y mazonado con homenaje, acompañado de dos leones asidos a sus muros y a su vez acompañado de tres flores de lis bien ordenadas, dos en jefe y una en punta. Como ornamentos exteriores lleva el yelmo de hidalgo con morrión y acolado de lambrequines o plumajes, y en la bordura puede leerse esta leyenda: Vera claritas non nascendo quaeritur sed, vivendo, vulgaris aparentibus est relicta (la verdadera nobleza no la da el nacimiento, sino la vida; la vulgar es la que se funda en los honores de los padres).

En la ejecutoria de hidalguía que este individuo consiguió en 1735, figura la referencia genealógica de su familia, que se remonta (no podía ser de otra manera) hasta el siglo XV, y en la que aparece, en la línea directa, sus ancestros de El Pobo de Dueñas, entre ellos el que fuera obispo de Barcelona, Capitán General de Cataluña, y Presidente de la Generalitat catalana durante unos meses,  don García Gil Manrique, que vivió con la intensidad que pudo la primera mitad del siglo XVII (ver mi trabajo anterior en estas páginas, N.A. de 20 septiembre 2002).

Hay otras muchas casonas de interés en Atienza: el palazote de gran escudo de los Bravo de Lagunas, en la plaza de abajo; o el caserón de los Herrera, detrás del de Manrique. La casa del abad de la Caballada, en la cuesta que sube a la Trinidad, o la Posada del Cordón, tan renovada últimamente. En todo caso, Atienza tiene el gran valor de dejar nuestras retinas impregnadas de sabor auténtico, de serenidad y peripecia en sus escorzos urbanos. Un lugar al que viajar, admirar y saborear. Como tantos otros por nuestra tierra.

La estatua del Cardenal Mendoza

 

Con Antonio Ortiz voy a seguir paseando la ciudad, parándome ante las estatuas de bronce y mármol que en ella habitan, dando a diario imagen y sonido a una ciudad moderna, eco de sus pasados siglos, voz de su historia. Vimos las que la pasada primavera se pusieron (cincel de Sanguino, con nervio y pasión) en el paseo de las Cruces. Y ahora nos vamos a perder por calles y plazas, a decir quienes fueron los seres que por una u otra razón cuajaron en estatua. Todo ello con una intención: informar a nuestros lectores, hacerles que caminen como seres humanos, sabiendo lo que significa cuanto les rodea.

Esta semana me bajo hasta la plaza de los Caidos, y allí, en el espacio anchuroso que hace más de un siglo todavía estuviera ocupado por la iglesia de Santiago, y hoy es lonja que antecede al Palacio del Infantado, me planto delante de la oscura masa de un clérigo. La estatua es la del Cardenal Mendoza, la de don Pedro González del mendocino linaje. Uno de los hijos del marqués de Santillana. El que más poder tuvo de todos ellos, el más lucido en su larga vida. Nació don Pedro en Guadalajara, en 1428, y murió en su natal ciudad, en 1495. Entre esas dos fechas, toda una biografía abultada y sorprendente, hija de su tiempo.

La estatua se ha cambiado ya de sitio. Estuvo ante la puerta de entrada al Museo, y tras la remodelación del enlosado de la plaza, se ha adelantado y colocado, huérfana de cobijos, en medio del viento. Es de oscuro bronce, la talló Oscar Alvariño Belinchón en 1998, y se sufragó por cuestación popular, a iniciativa del Ayuntamiento que entonces presidía José María Bris. La inmensa mayoría, por no decir todos, los comentarios que recibió la estatua fueron negativos. Demasiado grande, demasiado oscura, demasiado tenebroso el personaje, mal puesta, mal concebida. En todo caso, una estatua justificada y lógica. La ciudad se la debía a don Pedro.

Quien fuera el Cardenal Mendoza

A don Pedro González de Mendoza, en la época de su mayor poder e influencia, se le llamó el tercer Rey de España. Los otros dos eran Isabel de Castilla y Fernando de Aragón, los Reyes Católicos que unificaron bajo su común cetro los dos mayores reinos de tradición medieval.  Don Pedro nació en Guadalajara, el 3 de mayo de 1428, siendo el quinto hijo de don Iñigo López de Mendoza y de doña Catalina de Figueroa, su esposa. Mostró desde pequeño un gran ingenio y vivacidad intelectual. Vivió junto a sus padres hasta los 14 años de edad, pero un poco antes, teniendo tan solo trece, recibió ya la sinecura del curato de Santa María de Hita, siendo nombrado posteriormente, casi de inmediato, arcediano de Guadalajara. Su carrera eclesiástica estaba decidida. En ella escalaría las más altas cotas de poder. Sólo le faltó alcanzar el Papado, y realmente estuvo muy a punto de conseguirlo. Todavía adolescente marchó a Toledo, educándose junto a su tío el arzobispo don Gutierre Álvarez de Toledo, con quien aventajó en letras y latines, traduciendo ya entonces obras clásicas de la cultura romana. Con solo 18 años se trasladó a Salamanca, donde puso don Pedro una casa muy luçyda de criados principales y siguió sus estudios universitarios, que culminaron con los títulos de maestro en Cánones y Leyes. Dio clases en la cuna del saber salmanticense, y las recibió. Se formó como un sabio al uso.

Y cuando solo contaba 24 años de edad, el Rey Juan II le propuso, y el Papa lo corroboró, como Obispo de Calahorra y de Santo Domingo de la Calzada. Desde ese puesto, y progresivamente, fue alcanzando otros títulos y altos puestos: obispo del Burgo de Osma, luego de Sigüenza (en 1468, con tan solo 40 años de edad), de Sevilla y finalmente de Toledo, arzobispo y primado. Recibió del Vaticano tres títulos de Cardenal: lo fue de la Santa Cruz, de San Jorge y Santa María in Navicella. Además, alcanzó a ser Patriarca de Jerusalem, y abad perpetuo de numerosas abadías, entre ellas la de Santillana y la de Fécamp en Normandía. A la muerte de Inocencio VIII, en 1492, se movieron muchas voluntades, entre ellas las de los Reyes Católicos, para que Mendoza ocupara el trono de San Pedro, pero pudieron más los intereses y el auténtico poder de la familia valenciana de los Borja, para que Rodrigo asumiera el Papado con el nombre de Alejandro VI.

Desde el punto de vista de lo meramente material, Pedro González de Mendoza fue señor de numerosas villas y ciudades en Castilla. En ellas administró justicia, cobró impuestos, y ayudó a sus gentes. En Jadraque y su tierra, en torno a los valles del Henares, el Bornova y el Cañamares, el Cardenal Mendoza labró un complejo señorío que fue atalayado desde el castillo de Jadraque, su mirador del mundo. El lo mandó reconstruir como auténtico palacio del Renacimiento. Como lo hizo también en los castillos de Maqueda, de Pioz, o de Almenara. Junto a sus primos los duques de Medinaceli, ayudó a Cristóbal Colón a preparar y financiar su fabuloso viaje que le llevó a descubrir América, y de sus grandes empresas destacaron la construcción de templos, de catedrales, de castillos, palacios, hospitales, universidades y colegios. Eso reza una lápida de bronce al pie de esta estatua que ahora miramos: Mendoza dejó su memoria en Valladolid, Toledo, Sevilla, Sigüenza, Jerusalén y Guadalajara. Además de Sopetrán, de Jadraque, de Pioz y tantos otros sitios de nuestra provincia.

Uno de los elementos más conocidos de su biografía, es el hecho de haber engendrado al menos tres hijos, a los que en su época llamaron “los bellos pecados del Cardenal”. Hombre de su tiempo, magnate del Renacimiento, a sabiendas de que pecaba se unió a diversas mujeres y de ellas tuvo descendencia, abriendo ramas de singular importancia en la historia de España, entre ellas la de los marqueses de Cenete (su hijo Rodrigo, el más singular de los hombres del Renacimiento castellano) y la de los príncipes de Mélito (en cuya rama nació, tres generaciones después, la princesa de Éboli). En Sigüenza (donde a pesar de ser obispo iba poco) todo en la catedral le recuerda: las bóvedas, el coro, los púlpitos, los centenares de emblemas heráldicos que repartió en piedra, madera y atauriques por sus muros. En Guadalajara, donde ahora luce su estatua puesta la cara al norte frío, quizás porque todos sabemos que aguantará sin mella los años que le echen, dejó aún más memorias: su palacio estuvo frente a Santa María, y de él ya nada queda, salvo la memoria. En San Francisco, el templo suntuoso lo puso él, como su retablo, del que algunas tablas sueltas quedan en el Salón de Comisiones del Ayuntamiento. En uno de esos cuadros le vemos, y recordamos, joven y calvo, rodeado de cuatro clérigos familiares suyos, tenentes de sus insignias.

Al final, mucha literatura y mucha crónica vertida en torno a don Pedro. Superadas las fobias y las filias, la estatua no tiene otro cometido que el recordarle. Una vida densa y envidiable, ocupada de problemas (porque los poderosos siempre los tienen) y adornada de lujos. Como dije hace tiempo, y pido perdón por la autocita, así fue el paso material y perdurable de este personaje difícil y profundamente hispano. Hijo de su tiempo a él podemos imputar cuanto de malo cupo en su vida. La generosidad, la inteligencia y la habilidad política, junto a las obras de arte que patrocinara, vamos a ponerlo como patrimonio hondo y unigénito de su alma para que siga latiendo sin violencias su memoria. La estatua del Infantado es una evidencia de que mereció el recuerdo, y lo tuvo.

El Paseo de las Cruces, una joya de la ciudad

Las Cruces, retratadas.

 Cuando en 1948, el arquitecto municipal de Guadalajara don Antonio Batllé y Punyed le entregaba al alcalde de la ciudad, don Cándido Laso Escudero, el proyecto que había redactado para urbanizar definitivamente el paseo de Las Cruces, o de Fernández Iparraguirre como ya oficialmente se llamaba, se lo ofreció como una copia de la Rambla de las Flores de Barcelona. El arquitecto era catalán, de Tarragona, aunque estudió su carrera en Barcelona. Tenía las retinas impregnadas de mar y flores, de áreas abiertas en las que crecieran los árboles frente al horizonte infinito. Y en Guadalajara trazó un bulevar que es, hoy, de los pocos que quedan en España. Un bulevar, el paseo de las Cruces, que es alabado por todos cuantos lo pasean y conocen: por su elegancia sencilla, su corazón de ciudad, su bullicio medido. ¿Se podría perder este bulevar de las Cruces? Sí, se podría perder, a nada que aprieten los intereses de siempre: los especulativos del terreno.

Un espacio ganado paso a paso

En París se perdieron los Bulevares que diseñara el barón Hausman, y solo queda de ellos el recuerdo, porque su espacio está ocupado hoy de automóviles sonoros. Lo mismo ocurrió en Madrid, con los bulevares de Velázquez, de Sagasta, de Alberto Aguilera… desaparecieron comidos por el tráfico. Aquí alguien ha empezado a vender la idea de lo bonito que sería un paseo de Las Cruces ocupado en sus dos carriles centrales por los coches (se necesitarían al menos tres carriles, dado que nuestra ciudad es el paraíso de la “segunda fila”) y amplias aceras laterales, aceras por las que cómodamente podrían acceder los compradores a las tiendas que se coloquen en sus laterales, tanto las existentes como las por construir…

La historia del paseo de las Cruces de Guadalajara viene de largo. Tiene, al menos, un siglo de existencia. A comienzos del XX se abrió un ancho camino que iba desde la plaza de Santo Domingo hasta la cuesta del Matadero. Este camino corría junto a las tapias de la huerta del Convento del Carmen, y por eso enseguida fue conocido como “Paseo de las Tapias”, aunque también, y por haber en esas tapias pintadas varias cruces que constituían, desde siglos antes, un “calvario” penitencial, se le conocía como “Paseo de las Cruces” cuya es la denominación popular que hoy mantiene.

Por entonces solo había cuatro edificios escoltándole: a la izquierda las ruinas del viejo Hospital Militar (luego reconstruido para Escuela de Maestría) y más allá la Plaza de Toros. A la derecha estaban el Colegio Público “Las Cruces” (hoy de Rufino Blanco) y la Fundación Cuesta que ahora es el Colegio Nuestra Señora de la Salud. Poco antes de la guerra, comenzó el cirujano don Pedro Sanz Vázquez a construir su nueva clínica en ese espacio tan destartalado.

En los inicios del conflicto civil, en 1936, la ermita de la Soledad fue incendiada y destruida, quedando libre el inicio de ese paseo.

En los años 20, don Angel Martín Puebla pidió al Ayuntamiento permiso para parcelar, urbanizar y construir en el terreno inmenso de la Huerta del Carmen. Se le concedió el permiso, y abrió una calle (que lleva su nombre) construyendo algunos edificios (los más veteranos hoy) en el costado norte del paseo. Ya por entonces, el Ayuntamiento había dado nombre a este lugar, dedicándolo a la memoria de don Francisco Fernández Iparraguirre, farmacéutico y profesor de idiomas, alentador en España del Volapük, idioma universal.

El Ayuntamiento de Guadalajara, pasada la guerra, puso sus ojos en este lugar para iniciar un ensanche y dar la imagen de una ciudad en progreso, abierta y renovada. El espacio con que se contaba era mucho más ancho que el que hoy existe. Iría desde la fachada de Maestría hasta la Clínica, y desde la Plaza de Toros, hasta el Colegio de la Salud.  Sin pavimento, sin aceras, sin árboles, el primitivo paseo de Las Cruces era un erial insípido que sólo servía para iniciar la senda hasta los Mandambriles o llenarse de luces y olor a churros en las fiestas locales de San Lucas, a mediados de Octubre.

En 1944, el alcalde don Miguel Fluiters adquirió solares con vistas a iniciar la construcción de edificios públicos a ambos lados de este paseo. Así se levantó, a partir de 1947, el Gobierno Civil, la Audiencia Provincial, y la Jefatura de Sanidad. A continuación de esta, en un terreno de su propiedad, el Ayuntamiento levantó un gran edificio de viviendas para sus funcionarios, que por cierto fue vendido hace dos años en pública subasta y una vez derruidas dichas viviendas acaban de iniciarse los trabajos para levantar en su solar otras de lujo.

Aunque con una perspectiva más estrecha de la inicialmente planeada, el paseo empezaba a cobrar vida. Por encargo del Ayuntamiento, su arquitecto Antonio Batllé redactó un primer proyecto de paseo, con la esperanza de que el Gobierno de Franco, que estaba sufragando la construcción de Gobierno Civil y Audiencia Provincial, aportara el dinero necesario para la urbanización del paseo que a ellos daba acceso. Fluiters le pidió al gobernador don Juan Casas que consiguiera esos dineros, y el gobernador pidió a cambio que se pusiera su nombre al paseo.

En 1948, el nuevo alcalde don Cándido Laso le encarga a Batlle un nuevo proyecto: el paseo hay que construirlo, y lo hará el Ayuntamiento con sus propios medios, si nadie más le ayuda. Es entonces cuando el arquitecto municipal planifica una “rambla” a la barcelonesa, y ofrece el plano de un paseo arbolado con circulación rodada a ambos lados. Lo diseña de 9 metros de anchura, y dos filas de árboles, que dejan un paso libre de 7,50 metros. Su longitud total era de 600 metros, dividida en dos tramos, que se separan mediante una glorieta en cuyo centro se situaría la única farola central del conjunto. Adelante ya con la idea, en 1949 se plantaron 20 plátanos (son los más grandes, los que hoy nos acogen en el primer tramo frente al gobierno civil), se inició la red de alcantarillado y en 1953 se colocaron las primeras farolas. En 1955 la urbanización del paseo se concluyó del todo. En principio, el suelo era de simple tierra y piedras, pasando luego a tres sucesivas pavimentaciones de losetas sencillas,  luego las del dibujo blanco y rojo, y finalmente la de hace 3 años, a base de piedra y pizarra. Hoy estrenando iluminación nueva, con puntos que dan luz al paseo y a los viales laterales, la mayoría de los ciudadanos se encuentra tan feliz paseando por Las Cruces, haga calor o frío, llueva o luzca el sol, y se lo enseña (yo, al menos, así lo hago) con auténtico orgullo a quienes vienen a conocer esta ciudad que tan lentamente, y con tantos esfuerzos hemos hecho entre todos.

¿A alguien se le ocurriría desmontar este bulevar, que hoy luce como uno de los pocos que quedan en capitales de provincia, solo para que las aceras sean más anchas, y se puedan poner en ellas terrazas de bares? Eso sí que sería un atentado, el más grave que se recuerda, a la esencia de la ciudad, a su estructura y a su forma de ser.

Como colofón de este recuerdo, terminar con una anécdota que es más leyenda que otra cosa, pero que en la “ciudad de los cuentos” le cumple a esta historia. Ya terminado de construir el paseo, un día acudió a Guadalajara don Juan Casas, ex gobernador civil, a pedirle al alcalde que pusiera su nombre al paseo terminado. No cayó en la cuenta de un par de cosas: que quien se lo prometiera, ya no estaba de alcalde, y que quien ahora lo era, tenía buena memoria. Don Juan Casas no había ayudado a la construcción del paseo, por lo tanto, no había nombre que valiera. El alcalde, en esos momentos, era don Pedro Sanz Vázquez. El motor de los polígonos y del auténtico desarrollo de Guadalajara.