Un corpulento sabio:Fernández Iparraguirre

viernes, 15 agosto 2003 0 Por Herrera Casado

 

Para quienes pasan, con cierta frecuencia, por el bulevar de Fernández Iparraguirre, arteria principal, en querencias y memorias, de nuestra Guadalajara, ha dejado de ser una sorpresa encontrarse con la figura de quien, -amable profesor, atento vigilante-, da título a la vía pública. Don Francisco Fernández Iparraguirre (que, quizás por su temprana muerte, no llegó a obtener el grado académico de doctor, y que tampoco fue médico) vigila desde chapas pegadas a la pared antes, y ahora desde un pedestal de mármol gris, a quienes se preguntan qué hizo, porqué fue famoso, qué grado de entrega a la ciudad tuvo que le significó acceder a poner su nombre a la más cuidada y cordial rúa de Guadalajara.

Siguiendo nuestra ya mediada serie de personajes que ponen su faz de bronce en las orillas del paseo, hoy aparece la memoria de quien además le da nombre: se trata de Francisco Fernández Iparraguirre, un científico que en su corto periplo vital dejó un sabroso y denso recuerdo entre sus paisanos. De tal envergadura que hoy aún le recordamos.

Polifacético investigador, entregado a di­versas parcelas de la ciencia, de las que prefe­rentemente cultivó la farmacia y botánica, la química y la lingüística, puede decirse de él que fue un hombre del Renacimiento trasplantado a la era de las máquinas. Nació en Guadalajara el 22 de enero de 1852, y murió en Guadalajara el 7 de mayo de 1889. En los pocos años que duró su vida, este arriacense supo ganarse un puesto en la ciencia española, y una ferviente admira­ción de todos sus paisanos, por el entusiasmo, la inteligencia y la valía que demostró en todas cuantas empresas acometió. Se dedicó a la botá­nica, química y ciencias naturales; a la ense­ñanza y teoría de los idiomas; y a un sin fin de actividades culturales que hicieron brillar nuevamente a la Guadalajara de la segunda mitad del siglo XIX con un empuje propio.

Hijo de un respetable farmacéutico alcarre­ño, el Sr. Fernández de la Rubia, hizo las primeras letras y el bachillerato en su ciudad natal, con altas calificaciones, consiguiendo posteriormente la licenciatura y el doctorado en Farmacia, por la Universidad de Madrid, a los 20 años de edad. Cursó también los estudios de Profesor de Primera Enseñanza, de sordomudos y ciegos, y de francés, ganando la cátedra de esta asignatura en el Instituto de Enseñanza Media de Guadalajara, donde actuó a partir de 1880.

En su faceta de científico biólogo se ocupó de estudiar meticulosamente la flora de la pro­vincia, obteniendo una medalla de bronce en la Exposición Provincial de Guadalajara, de 1876, con su trabajo titulado Colección de plantas espontáneas en los alrededores de Guadalajara. En esa tarea, descubrió una variedad de zarza (la «zarza milagrosa») a la que Texidor, profe­sor de Farmacia de la Universidad de Barcelona, bautizó en su honor con el apelativo de Fernan­dezii. También dentro de su profesión universi­taria participó en 1885 en el Congreso Interna­cional Farmacéutico de Bruselas, en el que fue vicepresidente, presentando varias ponencias al mismo.

En el campo de la investigación lingüísti­ca, Fernández Iparraguirre fue un trabajador incansable, abriendo nuevas vías al lenguaje. No solamente laboró en la parcela de las lenguas latinas, dejando varios libros escritos, uno de ellos, en dos tomos, es un interesante Método racional de la lengua francesa, sino que se convirtió en adelantado para España de la prime­ra lengua universal, ideada por Schleyer, y a la sazón propagada por Kerckhoff, llamada el Vola­pük.

A pesar de su corta actividad por haberle sorprendido la muerte prematuramente, en el campo de las lenguas «novolatinas» trabajó in­vestigando las formas evolutivas de sus verbos, llegando a crear un aparato, construido por él mismo, para la conjugación de dichos verbos. No hemos llegado a conocer el tal aparato, del que dan noticia Diges y Sagredo en su referencia biográfica, pero debía ser verdaderamente nota­ble y curioso. Por las referidas obras sobre verbos y sus conjugaciones, obtuvo un Diploma de Mérito en la Exposición Literario‑Artística de Madrid de 1885.   

En un espíritu de fraternidad universal y de búsqueda de caminos para el «desarrollo sin fin», que el siglo XIX tuvo como uno de sus elementos más característicos, Fernández Iparra­guirre dedicó todos sus esfuerzos a la implanta­ción de la nueva lengua del Volapük en nuestro país. Escribió una Gramática de Volapük y un Diccionario Volapük‑Español, fundando en 1885 la revista Volapük con la que intentaba difundir por España toda la bondad y el raciocinio de esta lengua de universales alcances. Antecesor del «Esperanto», la lengua del «Volapük», de innegable tradición germánica, no llegó a cuajar nunca. Pero no fue, ni mucho menos, porque nues­tro paisano Iparraguirre desmayara en su propa­gación. Fue nombrado «Plofed é kademal balid in Spän», lo que venía a significar primer profesor y primer académico en España del Volapük.

Como incansable trabajador de la cultura arriacense, Fernández Iparraguirre fundó, en com­pañía de José Julio de la Fuente, Román Atienza, Miguel Mayoral y otros, el Ateneo Científico, Literario y Artístico de Guadalajara, del que fue presidente y socio honorario, dirigiendo su Revista, en la que por entonces se publicaron interesantísimos trabajos sobre la historia, el arte y la sociología de Guadalajara. La temprana muerte cortó su entusiasmo, dedicado por entero a su ciudad y a sus paisanos. El ayuntamiento le dedicó, años después, una calle que, tradicio­nalmente conocida como «Las Cruces» es hoy el más importante paseo de la capital. Entre otras distinciones que alcanzó en vida, hay que recor­dar la de socio honorario del Ateneo de La Habana, y del Círculo Filológico Matritense, habiendo sido también individuo de número de la Asociación de Escritores y Artistas de Madrid, y de la Asociación Fonética de Profesores de Len­guas Vivas de París.

Dejó un largo listado de publicaciones, artículos, libros y conferencias que hoy se hace muy difícil encontrar, ni siquiera en las bibliotecas especializadas. Pero lo que no se ha perdido es su memoria: por lo que espero que las líneas que anteceden hayan servido para dar a conocer a muchos (y para refrescar memorias a otros pocos) la figura de este trabajador, voluntarioso y patriota, que fue don Francisco Fernández Iparraguirre.