Tres dibujos para Guadalajara
El pasado viernes se inauguraba una obra que será ya, esperemos que por muchos siglos, patrimonio monumental de Guadalajara: al menos un patrimonio de cultura y de aceptación popular lo ha sido desde el primer día. Me refiero al Teatro Auditorio “Buero Vallejo” que en la calle de Cifuentes ha abierto sus puertas después de tres años de obras. Un edificio realmente hermoso, monumental, práctico, sorprendente. No tengo calificativos suficientes para ponderar este atractivo ambiente que va más allá de la mera estética plástica y arquitectónica. Es un edificio hecho para algo, para contener expresiones del arte escénico, musical y de danza. Tiene por tanto un corazón que desde el primer día está latiendo, sonoramente.
Y mirando su plástica configuración en los muros exteriores, me percaté que se juega en ellos con el equilibrio de las líneas y de las sombras que unos pequeños hundimientos hacen en el bloque monolítico del cemento visto. Está en la línea de la clásica arquitectura esta obra. De una parte, porque su interior es amplio, crea ambientes, luces, mundos que antes no existían, que no pueden existir en otra parte más que allí dentro. De otra, porque en el exterior se juega con un invariante castizo de la arquitectura alcarreña (de la arquitectura hispana, diría yo, siguiendo a Chueca Goitía) que es el de los contrastes rítmicos que las modulaciones y tallas de la piedra crean sobre su lecho en torno. En este sentido, y con cinco siglos de diferencia el muro principal del Teatro “Buero Vallejo” es un remedio de la fachada del palacio del Infantado, dando vida a la piedra/roca con el vaivén acompasado de las sombras. Una imagen que deriva del mundo musulmán, que alegra las partes altas de sus muros exteriores con geometrías oscilantes y equilibradas.
Incluso el propio edificio del Panteón de la Duquesa de Sevillano tiene en sus alturas esa fuerza del modulado arco lombardo con metopas de flores y cruces, para señalar la linde del edificio con el cielo. Es un dibujo más complicado, más romántico, quizás más difícil de ver porque tiene figuras concretas. Pero que comulga de los dos anteriores en su entusiasmo por la repetición, por la creación de un oleaje de luces y sombras, de un ritmo sobre la piedra blanca de Novelda.
Guadalajara, patria de la arquitectura
Solo hablo como entusiasta, no como técnico. Solo digo mi admiración por la creatividad del arte. Desde hace muchos siglos, en nuestra tierra los arquitectos han sido algo más que unos técnicos o profesionales al servicio de un encargo, de una misión constructiva. Han sido artistas, y lo siguen siendo, afortunadamente para todos.
El palacio del Infantado es el más antiguo de esos espacios en los que un arquitecto puso sabiduría, técnica y arte: Juan Guas, de origen borgoñón, vino al mandado del duque del Infantado para construir en la colación de Santiago un palacio señorial y único. En la fachada le puso algo inusual en la construcción de su tiempo (imitada, muy imitada luego) pero que él había visto en los edificios del sur y del levante mudéjar. En trazado de sebka, las cabezas de clavo parece amarrar sobre el muro virgen un velo transparente que no quiere que escape nunca. De gasas límpida está cubierto el palacio del Infantado, atrapada por los clavos sobre el dorado beneficio de Tamajón. En las tardes del verano, el sol acentúa las sombras de las cabezas y monta un auténtico ballet de bites (blancos y negros absolutos) con el contrapunto de la platerescas rejas.
A principios del siglo XX, otro gran arquitecto español, Ricardo Velázquez Bosco, cumple con su visión única y genial el cometido que le pone encima de la mesa doña María Diega Desmaissières y Sevillano: hacer (entre otras cosas) un gran panteón donde enterrar a sus padres. Y el arquitecto burgalés, que vive largas temporadas en Guadalajara, que se dedica antes a restaurar monumentos como el palacio de don Antonio de Mendoza o la mudéjar capilla de Luis de Lucena, adquiere el ritmo de la arquitectura arriacense y pone bailes de sombras por las alturas del Panteón.
Es ahora, en los albores del siglo XXI, que tres arquitectos en equipo ganador de previo concurso, se lanzan a la reinterpretación, en clave futurista, de la eterna fuerza del juego de la luz sobre la materia: y en el Teatro Auditorio “Buero Vallejo” montan sobre la masa tupida y monótona del cemento un zig-zag de líneas hendidas, unos resortes donde solo se mueve el viento, creando fuerza que es heredada de siglos, soplo que viene de lejos. Son Luis Rojo de Castro, Begoña Fernández-Shaw Zulueta y Angel Verdasco Novalvos quienes firman esta obra magnífica, esta obra que nos hará cambiar (por añadirle a él) el recitativo de los monumentos de Guadalajara. Al Teatro Buero no sólo se deberá ver por fuera, que ya es suficiente, sino que deberá degustársele por dentro: en ese vestíbulo alargado, en el que corren las rampas rotunas y se lanzan las cristaleras a peinar la luz sobre los gruesos lamparones cilíndricos que cuelgan mágicos.
Un aplauso emocionado para cuantos han sabido, con su esfuerzo, dedicación y buena administración, dotar a Guadalajara de un centro dignísimo para el teatro, la música y la danza. De un espacio más que suficiente para la cultura. Un aplauso para los arquitectos, sobre todo, porque han sabido captar el mensaje subyacente y antiguo de la ciudad y sus saberes, y lo han puesto, en clave novedosa y abstracta, sobre la cuestuda rampa de la calle Cifuentes. ¿Quién puede negarle a Guadalajara –tras ver estas imágenes de sus más representativos monumentos- el calificativo de ciudad de los contrastes? De la luz, seguro.