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diciembre, 2002:

Tres dibujos para Guadalajara

El pasado viernes se inauguraba una obra que será ya, esperemos que por muchos siglos, patrimonio monumental de Guadalajara: al menos un patrimonio de cultura y de aceptación popular lo ha sido desde el primer día. Me refiero al Teatro Auditorio “Buero Vallejo” que en la calle de Cifuentes ha abierto sus puertas después de tres años de obras. Un edificio realmente hermoso, monumental, práctico, sorprendente. No tengo calificativos suficientes para ponderar este atractivo ambiente que va más allá de la mera estética plástica y arquitectónica. Es un edificio hecho para algo, para contener expresiones del arte escénico, musical y de danza. Tiene por tanto un corazón que desde el primer día está latiendo, sonoramente.

Y mirando su plástica configuración en los muros exteriores, me percaté que se juega en ellos con el equilibrio de las líneas y de las sombras que unos pequeños hundimientos hacen en el bloque monolítico del cemento visto. Está en la línea de la clásica arquitectura esta obra. De una parte, porque su interior es amplio, crea ambientes, luces, mundos que antes no existían, que no pueden existir en otra parte más que allí dentro. De otra, porque en el exterior se juega con un invariante castizo de la arquitectura alcarreña (de la arquitectura hispana, diría yo, siguiendo a Chueca Goitía) que es el de los contrastes rítmicos que las modulaciones y tallas de la piedra crean sobre su lecho en torno. En este sentido, y con cinco siglos de diferencia el muro principal del Teatro “Buero Vallejo” es un remedio de la fachada del palacio del Infantado, dando vida a la piedra/roca con el vaivén acompasado de las sombras. Una imagen que deriva del mundo musulmán, que alegra las partes altas de sus muros exteriores con geometrías oscilantes y equilibradas.

Incluso el propio edificio del Panteón de la Duquesa de Sevillano tiene en sus alturas esa fuerza del modulado arco lombardo con metopas de flores y cruces, para señalar la linde del edificio con el cielo. Es un dibujo más complicado, más romántico, quizás más difícil de ver porque tiene figuras concretas. Pero que comulga de los dos anteriores en su entusiasmo por la repetición, por la creación de un oleaje de luces y sombras, de un ritmo sobre la piedra blanca de Novelda.

Guadalajara, patria de la arquitectura

Solo hablo como entusiasta, no como técnico. Solo digo mi admiración por la creatividad del arte. Desde hace muchos siglos, en nuestra tierra los arquitectos han sido algo más que unos técnicos o profesionales al servicio de un encargo, de una misión constructiva. Han sido artistas, y lo siguen siendo, afortunadamente para todos.

El palacio del Infantado es el más antiguo de esos espacios en los que un arquitecto puso sabiduría, técnica y arte: Juan Guas, de origen borgoñón, vino al mandado del duque del Infantado para construir en la colación de Santiago un palacio señorial y único. En la fachada le puso algo inusual en la construcción de su tiempo (imitada, muy imitada luego) pero que él había visto en los edificios del sur y del levante mudéjar. En trazado de sebka, las cabezas de clavo parece amarrar sobre el muro virgen un velo transparente que no quiere que escape nunca. De gasas límpida está cubierto el palacio del Infantado, atrapada por los clavos sobre el dorado beneficio de Tamajón. En las tardes del verano, el sol acentúa las sombras de las cabezas y monta un auténtico ballet de bites (blancos y negros absolutos) con el contrapunto de la platerescas rejas.

A principios del siglo XX, otro gran arquitecto español, Ricardo Velázquez Bosco, cumple con su visión única y genial el cometido que le pone encima de la mesa doña María Diega Desmaissières y Sevillano: hacer (entre otras cosas) un gran panteón donde enterrar a sus padres. Y el arquitecto burgalés, que vive largas temporadas en Guadalajara, que se dedica antes a restaurar monumentos como el palacio de don Antonio de Mendoza o la mudéjar capilla de Luis de Lucena, adquiere el ritmo de la arquitectura arriacense y pone bailes de sombras por las alturas del Panteón.

Es ahora, en los albores del siglo XXI, que tres arquitectos en equipo ganador de previo concurso, se lanzan a la reinterpretación, en clave futurista, de la eterna fuerza del juego de la luz sobre la materia: y en el Teatro Auditorio “Buero Vallejo” montan sobre la masa tupida y monótona del cemento un zig-zag de líneas hendidas, unos resortes donde solo se mueve el viento, creando fuerza que es heredada de siglos, soplo que viene de lejos. Son Luis Rojo de Castro, Begoña Fernández-Shaw Zulueta y Angel Verdasco Novalvos quienes firman esta obra magnífica, esta obra que nos hará cambiar (por añadirle a él) el recitativo de los monumentos de Guadalajara. Al Teatro Buero no sólo se deberá ver por fuera, que ya es suficiente, sino que deberá degustársele por dentro: en ese vestíbulo alargado, en el que corren las rampas rotunas y se lanzan las cristaleras a peinar la luz sobre los gruesos lamparones cilíndricos que cuelgan mágicos.

Un aplauso emocionado para cuantos han sabido, con su esfuerzo, dedicación y buena administración, dotar a Guadalajara de un centro dignísimo para el teatro, la música y la danza. De un espacio más que suficiente para la cultura. Un aplauso para los arquitectos, sobre todo, porque han sabido captar el mensaje subyacente y antiguo de la ciudad y sus saberes, y lo han puesto, en clave novedosa y abstracta, sobre la cuestuda rampa de la calle Cifuentes. ¿Quién puede negarle a Guadalajara –tras ver estas imágenes de sus más representativos monumentos- el calificativo de ciudad de los contrastes? De la luz, seguro.

Navidades de Alcarrias

Aunque en este año la Navidad suene a añoranzas por causa de aquellos que se fueron, y entre ellos nuestro Premio Nobel y mejor pregonero de nuestra tierra, Camilo José Cela, o la poetisa y gran escritora molinesa Acacia Uceta, que acaba de dejarnos, resonando aún en nuestros oídos sus cualidades de recitadora y pensadora profunda, no por ello vamos a dejar que la fiesta de la alegría por un Nacer divino se trunque ó amargue, y desde estas sencillas líneas queremos hacer la llamada al recuerdo de lo que fueron, y aún perviven casi agónicas, las Navidades aldeanas de nuestra tierra alcarreña, con su correlato de villancicos y rondas, con sus alegrías chiquilleriles y las costumbres añejas de la matanza y el buen comer.

Ya en el calendario románico de Beleña de Sorbe, en el arco de ingreso a la pequeña iglesia aldeana, obra del remoto siglo XIII, se representa el mes de diciembre por un hombre sentado ante una mesa bien provista de viandas, dando al conocimiento de los tiempos venideros que la forma de celebrar estas fiestas era, también entonces, llenar abundantemente los estómagos. Al mes de enero le significan por la matanza del cerdo, desequilibrando con éllo la normal representación de los meses en la generalidad de los calendarios antiguos.

Pero el caso es que estos dos ritos son los que, hoy también, conforman la celebración de la Pascua de Navidad en nuestra región. Que hasta hace poco tiempo fue la fiesta eminentemente pastoril, en la que ese gremio olvidado y de gentes con muy pocas posibilidades, se levantaba durante unos días en centro de la atención y el cariño de sus paisanos. En muchos lugares de la Alcarria, los pastores llenaban el mes de diciembre con su presencia notable en cualquier acto del pueblo, y sus cánticos plenos de ingenuidad invadían trochas y altares, portones y soportales de las villas de la tierra.

Eso nos contaba Aragonés Subero, en su libro magnífico sobre el folclore de Guadalajara, y más tarde José Antonio Alonso Ramos, en el estudio publicado en los «Cuadernos de Etnología de Guadalajara» sobre Canciones tradicionales de la Navidad alcarreña. Ellos nos dicen cómo los pastores de Peñalver cuidaban durante todo el mes la lamparilla del Santísimo en el altar de la parroquia. Allí mismo, la Nochebuena veía su triunfo, pues en la Misa del Gallo, a la medianoche, iban en traje de faena a la iglesia, portando dos ancianos pastores un corderillo y un gallo, que contestaban a las oraciones del cura con un balido o un quiquiriqueo, según a uno u otro apretaran sus dueños. Los zagales ayudaban a misa y el resto de pastores y pastoras dejaban oir su orquesta de almireces, castañuelas, zambombas y panderetas. Poco más o menos ocurría en el cercano lugar de San Andrés del Rey, donde también se libraba de muerte temprana a los corderillos que nacían en ese día de la Nochebuena.

Grandes fogatas se encendían en nuestros pueblos delante de las iglesias. Como contrapunto a ese otro 24 de junio en el que la noche se puebla de luminarias, las posturas extremas del sol sobre el horizonte son saludadas con el rito del fuego. Y, después de la gran lumbre, a la Misa del Gallo, a cantar villancicos. Durante toda la noche recorrían el pueblo los mozos jóvenes, con improvisadas orquestas a base de palillos, huesos secos, panderetas y zambombas, botellas de anís rascadas, y alguna que otra bandurria entrometida. A rondar a todos los vecinos y pedirles el aguinaldo. Así hacen en Trillo, donde les daban lo más selecto de la reciente matanza: los chorizos aún blandos, que al día siguiente ponían a freír y así celebrar la Navidad.

La matanza del cerdo, proverbial festejo comunitario en los pueblos de la Alcarria, se encuentra muy unida a la celebración navideña. Porque si bien es cierto que estos sacrificios se hacen en la época del frío intenso para conservar mejor sus productos, por otra parte es la ocasión más solemne y en la que con más justificación se pueden consumir esos bocados de ilustre prosapia castellana como son el jamón, el chorizo y la morcilla. Las familias se reúnen por uno y otro motivo, y en la Navidad se cata casi con mayor placer de lo salado que fabricó el abuelo, que de los bizcochos y mazapanes que trajo el tendero.

Los villancicos son también, en muchos casos, plenamente autóctonos, especialmente en su música, pues las letras son comunes al costumbrismo general castellano. Así ocurre con los famosos y populares villancicos que cantan en Sigüenza y Brihuega, puestos de relieve en estos últimos años por los grupos corales y rondallas de los respectivos pueblos. En la zona de los Yélamos se canta uno, La Airosa, de peculiares características.

Y siempre, siempre, con la alegría ingenua y sin límites que a todos, chicos y grandes, el Nacimiento de Cristo en la humildad de un pesebre les ha deparado a lo largo de los siglos. Que sirvan, finalmente, estas palabras para desear a todos mis lectores, en esta fecha mágica y humana del 25 de diciembre que ya se acerca, los mejores augurios de una Feliz Navidad.

València y su oferta románica y medieval

València es la tierra de las flores, de la luz y del color. Eso dice el cantar y eso es lo que hemos podido comprobar, una vez más, durante los días que ha durado el “IX Seminario de Fotografía Turística” que bajo el patrocinio de la Consellería de Turismo del gobierno autónomo y la colaboración del Hotel Sidi Saler, se ha celebrado en València los días 6 a 8 de este mes. Un Seminario en el que bajo la presidencia de Miguel Angel García Brera, y con la organización de Joan Portolés, se han dado cita los más señalados fotógrafos españoles de temas turísticos, revistas de viajes, etc y en el que la estrella ha sido la polémica en torno al uso de la tecnología digital en la toma y el uso de las imágenes.

València tiene mil recursos extraordinarios para poder hacer fotografías turísticas. Más de trescientas he podido hacer estos días, en lugares tan emblemáticos y ya universales como la “Lonja de los Mercaderes” (Monumento Patrimonio de la Humanidad), el atardecer en la Albufera valenciana, o los mil entresijos de la Ciudad de las Artes y de las Ciencias del arquitecto Calatrava. La ciudad ya es en sí misma un retablo de formas y colores. En el mercado central, edificio modernista de los inicios del siglo XX, se condensa las imágenes coloristas y vívidas de las frutas, los pescados y las curiosidades. En el Museo Nacional de Cerámica del palacio del marqués de Dosaguas, los brillos dorados de las antiguas cacharrerías de Manises y Paterna. En la Plaza Redonda, la policromía de los hilos, las sedas y las imágenes mínimas de la Patrona. Y en las plazas y calles el contraste perenne de las palmeras y las curvas abigarradas de los balcones de art nouveau. València es, sin exagerar, un festín para la vista.

El románico valenciano

Pero vamos a lo nuestro. Parece (lo hemos dicho muchas veces) que el arte románico es la mejor expresión de una época, de una tierra, de una vivencia antigua que en Castilla se condensa en sus viejos templos, en las portadas de las iglesias, en los capiteles de sus atrios. El románico es, también, el arte más genuino de nuestra provincia de Guadalajara. Y siempre se dijo que era este el románico más meridional: el de la Alcarria, el del valle del Henares bajo. No es así, muchos lo saben. Hay magníficos edificios de arte románico en las orillas del Jarama en Madrid, en tierras casi manchegas de Cuenca, en Ciudad Real y aún en la andaluza Baeza.

Pues para añadir variedad al gusto, hemos encontrado (y nos ha admirado su belleza, su perfecta conservación, su interés iconográfico) una gran portada románica en la Catedral de València, la llamada “Puerta del Palau”, que se abre en el costado meridional del grande y polimorfo templo cristiano. Presidiendo en su extremo norte la Plaza de la Reina, se alza la catedral valenciana, que es sobre todo conocida por tres elementos: su torre, gótica, a la que llaman del Miguelete o Micalet (emblema de la ciudad); su Santo Grial, joya de las reliquias, que dicen usó Jesucristo para consagrar el vino en la Última Cena; y su Puerta de los Apóstoles, de pulcra estética gótica, donde cada jueves se reúne (ellos revestidos de largas blusas negras) el Tribunal de las Aguas de la huerta valenciana.

La Portada del Palau es un elemento plenamente románico, construido al tiempo en que se inició al levantar la catedral o iglesia mayor de la ciudad. Sabido es que la ciudad levantina, bien defendida en medio de la Huerta, en las orillas del río Turia, y aun alejada del mar, fue conquistada fugazmente por el Cid Campeador (1094-1101) pero fue luego retomada por los árabes, y sólo conquistada por el rey aragonés Jaime I en 1238. Como siempre se hacía, la mezquita mayor de los musulmanes fue transformada en templo cristiano dedicado a la Virgen. Quizás se aprovechó el alminar para levantar sobre él el Micalet. Y quizás el mihrab para por él abrir la inicial portada al templo: que sería esta puerta del Palau, construida hacia 1270 por un tal Arnau Vidal.

Muchos estudios ha concitado, muchas opiniones vertidas, muchas miradas acumuladas. Porque esta portada románica del Palau de València es un elemento poco conocido, pero superinteresante, de la arquitectura y esculturas románicas. Mientras que Sanchis Rivera la atribuye a Arnau Vidal, Elías Tormo la emparenta con la gran portada abocinada de Rueda, y Pérez Sánchez con las portadas catedralicias de Lérida y Tarragona. Se ha afirmado que es más protogótica que tardorrománica, pero en cualquier caso, para el no demasiado experto, lo que sí queda claro es que se trata de un elemento claramente románico con un dinamismo medieval incuestionable. Seis elegantes arquivoltas de medio punto se abocinan y se decoran con motivos geométricos y vegetales, en un aire mudejarizante. En la más interna aparecen tallados perfectos ejemplares de querubines de grandes alas bajo estructuras de aspecto casalicio.

Esas grandes arquivoltas, majestuosas, cargan sobre 6 pares de columnas que se apoyan en las jambas, rematadas cada una en capiteles de ábacos cuadrados. Esos capiteles ofrecen perfectas tallas de escenas bíblicas. En el lado izquierdo aparecen escenas del Génesis (La Paloma que sobrevuela el caos, la Creación del Universo, la Creación de Eva, la Tentación de Adán…) y en la zona de la derecha imágenes tomadas de los textos del Éxodo (El Sacrificio de Isaac, Abraham visitado por tres ángeles, Moisés ante la zarza ardiendo, y Moisés recibiendo las Tablas de la Ley). El conjunto de la puerta, al ser muy abocinado, precisó de la construcción de un cuerpo que emerge del muro del templo, todo ello perfectamente restaurado hoy en día.

Aún se sorprenderá el viajero al admirar toda la cenefa de canecillos que corren bajo el tejadillo de ese cuerpo saliente. Según la leyenda se representa allí los rostros de los siete hombres y las siete mujeres (siete matrimonios o parejas) que vinieron desde Lérida para traer a València a las 700 doncellas que se necesitaban como esposas para los repobladores de la ciudad levantina. Cierto o no, esta leyenda aclara aún más el entrevisto origen estilístico de la portada del Palau, que se adivina directa heredera de las portadas románicas de la Seo de Lérida.

Y para terminar, una vez más insistir en la sorpresa que València supone para cualquier viajero: hoy es la ciudad más dinámica, en crecimiento, en alegría y luz de toda España. Ya tiene Metro, aeropuerto, unas fiestas inigualables, mar y playas por todos lados, la horchata y los pasteles, la paella y la fideuá, una Universidad moderna y prestigiosa, Museos (el de Benlliure, el de Sorolla, el de Cerámica, el San Pío de pintura…) exquisitos, vida cultural que se sale, y esa maravilla de las maravillas que es la Ciudad de las Artes y las Ciencias, con un Oceanográfico (puntero en Europa) que se inaugura mañana sábado). Una ciudad como para no perdérsela.

Ruta de las Fuentes de Guadalajara

¿Hay mejor regalo que beber agua fresca del chorretón de una fuente, cuando en verano se camina por los campos o las calles de cualquier lugar de Castilla? Las fuentes son hoy algo ajeno a nuestro vivir cotidiano, porque antes se para en un área de Servicio a comprar una minibotella de agua envasada, que atreverse a beber de un caño que mana de un pétreo muro. Durante muchos siglos, sin embargo, la única forma de saciar la sed, con calificativo de “humana”, era aproximándose a una fuente. Que las había en todas partes de nuestra geografía provincial, pues no en vano contamos con un clima que no deja de ser atlántico, y por tanto generoso en lluvias durante el otoño y la primavera, las suficientes como para cargar las fuentes para todo el año.

Cien Fuentes de Guadalajara

Vienen estas iniciales disquisiciones a propósito de la aparición (y presentación el pasado lunes en nuestra ciudad) de un libro cuyo contenido se refiere en exclusiva a las fuentes de la ciudad, y a las de la provincia. De casta le viene a uno de los actuales barrios de Guadalajara su apelativo de Aguas Vivas. Ya el-Idrisi, un geógrafo árabe medieval, escribía que ese era el aspecto de esta ciudad hermosa y acogedora. Efectivamente, por toda la ciudad surgieron siempre fuentes, que sirvieron para algo más que para proveer de agua a su vecinos y vecinas. Sirvieron para reunirse junto a ellas mozos y mozas, sirvieron de mentidero, de lugar de tertulia, de sorpresas, de emociones. Las fuentes han sido siempre algo más que un mini-edificio con salidas de agua. Han sido un espacio social.

En nuestra ciudad hay algunas, ya muy pocas, que aún nos recuerdan años niños, en que corríamos a beber en ellas. Así la de la Niña, al final del paseo de San roque, con su estanque del que surge la taza que rebosa y echa el líquido elemento por las mofletudas caras de anónimos duendes. O la que hay en medio del paseo de San Roque. La más llamativa, quizás, la fuente ornamental del centro del Paseo de la Concordia, sin olvidar la dedicada a Neptuno en el Jardinillo, frente a San Nicolás.

Pero las mejores fuentes, sin duda, se encuentran repartidas por toda la provincia. El libro que comento, y que me parece un encantador catálogo de imágenes y memorias, ha sido escrito por Juan José Bermejo, un alcarreño que anda siempre fotografiando cuanto ve en sus perennes viajes por la provincia. Se titula Fuentes de Guadalajara, y viene dividido en once rutas, cada una encabezada por población importante, o aglutinadas en un concepto geográfico común. Desde la Sierra Norte al Alto Tajo, y desde el Señorío de Molina a la Campiña, son más de un centenar las fuentes que llaman la atención. Que merecen incluso, un viaje.

En la Sierra destacaría el gran fuentón de Villacadima, al norte del pueblo, que parece un pequeño monumento barroco, dando sus aguas a las gentes (que ya no van) y al ganado. Pero no olvidamos en esta zona a Sigüenza, la ciudad de los obispos, que vio cuajado su caserío de monumentales fuentes. Entre ellas, hoy recordamos la que nos saluda frente a la catedral, con el escudo ciudadano, o la de la Huerta del Obispo, que también su frontis lleva tallado en piedra el escudo del Obispo Díaz de la Guerra.

En la Campiña, son más humildes. La fuente de El Cubillo de Uceda, en una hondonada junto al pueblo, es grande y generosa en bordes para que un buen rebaño se remoje con facilidad. Por los pueblos de junto al Henares, surgen también las fuentes sonoras: en Yunquera, en Fontanar, en Marchamalo, en Cabanillas…

La Alcarria es quizás el lugar donde más fuentes y más hermosas pueden verse. Si tuviera que destacar en esta comarca una, diría que la de Solanillos del Extremo me emociona y asombra, de tan grande, polimorfa, con utilidades para todo: pilones, caños, muros, asientos, etc. Sin olvidar, claro está, la del vallejo de Fuentelencina, del mismo estilo, grande y lucida.

En la tierra de Molina hay también ejemplares de gusto. Si la preferida es Tartanedo, la llamada fuente del obispo, que regaló uno que lo fue de Zaragoza y que había nacido en el pueblo, llenando su frente de romanas letras con frase latina y ampulosa, no puedo olvidarme de Buenafuente, del monasterio y poblado anejo, donde el agua que mana de la montaña surge primero en una fuente dentro de la iglesia, y luego emerge y se aprovecha en la plazuela que hay delante del templo. Un conjunto realmente variado, atrayente, sorprendente siempre.

Este libro de Fuentes de Guadalajara que acaba de aparecer es sin duda un buen amigo: porque vuelve a ofrecernos la posibilidad de viajar por la provincia toda descubriendo aspectos entrañables de sus pueblos que hasta ahora nos habían pasado desapercibidos. Es una muestra, también, de cómo mucha gente colabora, prácticamente de modo anónimo (o, al menos, sin ayudas oficiales a cargo de los presupuestos destinados a mejorar el turismo) a dar a conocer nuestra tierra, y a animar a otros a que la vean con nuevos ojos.

Finalmente, si yo me tuviera que quedar con una sola fuente de todas las que hay en la provincia y este libro nos muestra, aun con todos los condicionamientos que surgen de la elección única, me inclinaría por la de los Cuatro Caños de Pastrana. Una fuente que tiene cuerpo, imagen, función y tradición de siglos en torno a su silueta inconfundible. Aunque, repito, hay muchas otras que son singulares y únicas…. no puedo olvidar ese manantial del Cifuentes que son siete, o cien, las que echa al mundo de un solo golpe. La grande y cobijadora de caravanas de arrieros, en el vallejo de Fuentenovilla, o las varias que surgen por el casco de Setiles, alguna de ellas con tradicionales virtudes medicinales. Un mundo que nos descubre Bermejo en este libro que, ya, prometo no dejar nunca muy lejos de mis manos, cuando vaya a salir por la provincia. Porque puede que, vaya donde vaya, me quede alguna sorpresa inédita muy a mano para visitar.