El Olivar: un mundo perfecto
Cuando los viajeros llegan a El Olivar, en la provincia de Guadalajara, cerca del gran embalse de Entrepeñas, y deambulan por sus calles, admiran sus edificios, gozan de la serenidad de su ámbito, piensan que han llegado a un mundo perfecto. No se meten ni quieren meterse en los más allás de esos visillos que adornan las ventanucas, tan pulcros, tan populares. A saber qué hay tras ellos, seguro que historias de amor y desamor tan rutinarias. Les interera más el aspecto urbano, la metamorfosis que de unos años a esta parte ha disfrutado este pueblecillo que, como tantos otros, no hace más de tres décadas estaba santiguado y en el camino del cierre definitivo. Hoy El Olivar se ha salvado, como todos, o aún más que todos. Está enteramente remozado, y da gusto pasear por él.
Un paseo por El Olivar
Debe este pueblo su nombre a la abundancia de olivares en las vertientes que desde la meseta alarreña van cayendo hacia el hondo valle del Tajo. El pueblo se sitúa sobre el borde mismo de dicha meseta, dando vistas a ese valle, hoy transformado en inmenso lago artificial (embalse de Entrepeñas) siendo magníficas las panorámicas que desde su altura se contemplan. Hay al final del pueblo, en su extremo norte, un mirador con una cruz delante, que es especialmente recomendable asomarse a él, para ver las distancias de la Alcarria más pura.
Pues llegó en un principio hasta la orilla del Tajo, El Olivar perteneció desde el siglo XI a la Comunidad de Villa y Tierra de Atienza, rigiéndose por su Fuero y estando sometida a su jurisdicción. Formó luego en la tierra de Jadraque, en el sesmo de Durón, pasando con toda ella, en el siglo XV, al señorío de don Gómez Carrillo y sus herederos, y luego a los Mendoza, perteneciendo hasta el siglo XIX al duque del Infantado. Tuvo vida próspera este pueblo durante los siglos XV y XVI, en los que sus habitantes vivían principalmente del comercio de arriería y de huevos. Posteriormente ha ido decreciendo su vitalidad socio‑económica, sólo reactivada últimamente en función del turismo que atrae el embalse o lago de Entrepeñas, en cuyas orillas posee término. Pero como decía al principio se ha estirado, y ha recompuesto su figura, con la recuperación de sus casas, de sus calles, de sus parquecillos.
Para el curioso visitante, quizás el edificio que más le sorprende (y el mayor en tamaño, por supuesto) es la iglesia parroquial, dedicada a la Asunción de la Virgen: una obra magnífica de la arquitectura del Renacimiento. Está orientada, con ábside a levante, entrada y atrio a mediodía, y torre sobre el muro de poniente, según nos deja ver la fotografía adjunta. Se precede de un amplio atrio descubierto en su costado sur, el que da a la plaza mayor, rodeado de barbacana de sillar. El templo está construido con recia piedra gris de la zona, y es de planta rectangular, alargada de poniente a levante, mostrando la torre cuadrada sobre el primero de estos lados, y el ábside poligonal sobre el segundo. La portada se forma por un arco de medio punto con columnas adosadas laterales sobre pedestales, friso y hornacina vacía dentro de un frontón triangular. Los muros se refuerzan al exterior con contrafuertes. Es tan manierista la portada de esta iglesia, que sirvió de portada al famoso libro de Muñoz Jiménez “Arquitectura Manierista de la provincia de Guadalajara”, hoy un clásico de los estudios patrimoniales de nuestra tierra.
El interior es de cuatro tramos (el primero de ellos ocupado por el coro alto) y rematando en presbiterio y ábside, todo ello cubierto por apuntadas bóvedas cuajadas de complicada tracería de nervaturas gotizantes. La esbeltez y elegancia de este templo tiene muy pocos competidores en toda la comarca de la Alcarria.
Fue construida hacia 1570‑1580, y a principios del siglo XVII se le colocó un magnífico altar mayor, renacentista ya manierista, del que no queda sino una pequeña tabla tallada con la Ultima Cena. El altar actual está pintado al fresco sobre los muros de la capilla mayor, y no es que podamos calificarlo de bonito. En el suelo del presbiterio están las lápidas mortuorias de diversos personajes del pueblo, que estuvieron vivos durante el siglo XVI. Entre ellos, que aparecen retratados y esculpidos sobre el blanco mármol de la losa, se encuentra el cura del lugar Juan Martínez del Puey, los esposos don Juan Manuel y doña Elena, fundadores del antiguo hospital del pueblo, y aún el caballero don Miguel Díaz de Espinosa con sus sucesivas esposas, ambas llamadas Mari Sánchez. También existen varios ornamentos y vasos sagrados, regalados por la reina Isabel II, en 1856, cuando pasó en dos ocasiones por El Olivar, y un interesante archivo. El autor de los planos, traza y construcción de la iglesia fue el maestro de cantería Pedro de Bocerraiz. Tuvo un retablo construido por Juan de Litago a comienzos del siglo XVII, y pintado y dorado por Francisco del Rey. Estos últimos datos encontrados personalmente en ocasión de haber consultado el archivo parroquial.
A la entrada del pueblo, puede y debe admirarse la ermita de la Soledad, una obra del siglo XVI, construida de piedra sillar, con fachada que muestra dos vanos gemelos orlados de adosadas pilastras que rematan en clásico friso, hornacina y frontón triangular. Su interior presenta una nave cuadrangular y un presbiterio reducido, con cúpulas de piedra, todo ello tallado con buena piedra y fábrica. Por el pueblo se muestran numerosos y bien conservados ejemplos de arquitectura popular de raíz alcarreña, que como dije al principio le dan hoy realce y aspecto de estar cuidado al máximo. Algunos de esos edificios están ocupados por conocidos personajes de la política y la literatura, que han hecho de El Olivar su lugar de retiro y descanso. Incluso a la entrada se levanta, rodeada de un jardín minúsculo, la picota que en tiempos antiguos sirvió para demostrar a quienes llegaban que el lugar tenía categoría de villa, y capacidad de administrarse, por sí misma, justicia.
Así es que para estas jornadas de primavera en las que apetece salir al campo, mirar paisajes, conocer pueblos, este de El Olivar se ofrece como consistente alternativa, si no pasmo de naciones, sí alegría de los ojos y los pies que le miran y le caminan. Un espacio de sencilla y pura alcarreñía, que nos deja el buen sabor de haber degustado un plato consistente, de haber hecho una foto sin mácula, de haberle dado a la nostalgia una nueva herida para que siga alegre, y viva.