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enero, 2002:

Paseos por la Serranía de Guadalajara

Si en esta página animo habitualmente a mis lectores a moverse por la provincia, en esta ocasión lo hago de la mano y con el ánimo que me pone en la espalda un escritor serrano que ha tenido el valor (lo tuvo hace muchos años y lo ha vuelto a tener ahora) de recorrerse entera la Serranía de Guadalajara, o buena parte de ella, porque el extremo norte de Guadalajara es tan ancho, y tan variado, que cuando hablamos de Serranía se nos van los ojos a la abultada línea azul del horizonte que la limita hacia Septentrión, y que se pierde entre los altos picos del Lobo y Centenera, hasta más allá de la Sierra Ministra, el Ducado, lo serrijones molineses, etc.

Un viaje entretenido

Acaba de sacar a luz don Andrés Pérez Arribas, sacerdote ya veterano, e incansable buscador de historias, de artes y de paisajes, una segunda edición de su clásica obra andariega “Viaje por la Serranía de Guadalajara”. Es un viaje que se hace a la antigua usanza, unas jornadas a pie, y otras andando. Durmiendo donde encuentra un techo, y comiendo donde le ofrecen un plato caliente. Y si no lo encuentra, echando mano del bocadillo, la naranja y el agua de cantimplora que le cuelga de las espaldas. Escrito con la jovialidad y el ánimo abierto de quien tiene fuerzas para tamaña empresa: ir desde Valdepeñas de la Sierra hasta Sigüenza, siguiendo un camino nada convencional, que unas veces va por carretera de asfalto, o junto a ella, y otras sube a la cima del Ocejón, baja a las honduras del Pozo de los Ramos o la Cueva del Gorgocil, y acaba siempre, con ese punto de religiosidad que su profesión le da a cuanto hace, ante la imagen venerable de la Virgen de la Salud, en Barbatona.

Yo invito a mis lectores a que se planifiquen en su agenda, para esta próxima y segura (aunque todavía parezca lejana) primavera, un viaje que sea como el de don Andrés Pérez Arribas. Puede hacerse en coche, al menos las etapas de aproximación, y luego a pie las subidas, las visitas a los enclaves raros y perdidos, las evocaciones de otros espacios ya perdidos para siempre, como el Congosto de San Andrés, ahora bajo las aguas del embalse de Alcorlo, o el valle encantador de Peñamira, camino abajo desde Muriel, también hoy (aunque escasamente por la sequía) cubierto por las aguas del embalse de Beleña.

En cualquier caso, un trayecto que voy a poner aquí, casi en telegrama, pero que servirá para poner los dientes largos a más de uno. A mí me los ha puesto, tan solo de revisar en las páginas de su libro las docenas de fotografías con que lo adorna, y echar un vistazo al escueto mapa, que como una convulsiva serpiente muestra las vueltas que dio en su caminata para visitar casi doscientos lugares diferentes.

Empezando por Valdepeñas de la Sierra y siguiendo por Alpedrete, nos lleva a Uceda, vigilante del foso del Jarama y allí se pasea por ruinas y habla con pastores y agricultores que le van saliendo al paso por la carretera que le lleva, en la llanada, a Cubillo y a Casa de Uceda, a Matarrubia, y finalmente a Puebla de Beleña y a La Mierla, bajo un enorme chaparrón.

La Sierra Negra

La visita a Tamajón es obligada, y desde allí el viajero se extiende, con parsimonioso andar y charla con todo el que se cruza, por los pueblos que llamamos ahora del Dios de Noche, o de la Arquitectura Negra: a La Vereda va, y a Matallana. A ver Bonaval, por supuesto, y Bocígano, Colmenar, un Roblelacasa entonces lleno de vida, un Campillo de Ranas próspero, y un Majaelrayo que siempre será el guardián del cerro, la puerta para ascender al Ocejón temible. Eso hace el viajero, y a eso invito yo, pero cuando la primavera esté más en grano.

El Ocejón es el rey de los paisajes, de los bosques, de las pizarrosas parameras. Llena la atmósfera con su rotunda cabeza, y el gris azulado de su pirámide tiene (yo la he escuchado) una voz grave que llama a cuantos le miran, y les pide que suban, que le escuchen, que oigan el diálogo que él mantiene (ese es más tenue, pero más musical y vibrante) con el aire, que siempre sopla en la altura, a más de dos kilómetros sobre la superficie del mar.

Luego (hay que ir por carretera, de nuevo volviendo a Tamajón para pasar por Almiruete y Palancares) se va hasta Valverde de los Arroyos, la otra etapa jugosa de este Viaje, donde hoy mejor que nunca se ve la esencia de este mundo minúsculo, escondido y resplandeciente que es el bosquedal de robles, los espacios cuajados de olor de la jara, el verde terciopelo del brezo colgando por las húmedas laderas… sube el viajero a Zarzuela de Galve, sigue por La Huerce, y aprieta el paso por La Nava, por Veguillas, por Arroyo de Fraguas y Monasterio. En fin, que al fin llega a ese otro lugar que es también llave de la Serranía, a Cogolludo, donde él encuentra a su familia, y nosotros un descanso merecido en cualquiera de sus hoteles, sus restaurantes famosos por el cabrito asado, o en su plaza ancha y renacentista como un abierto espacio de la Toscana trasplantado a estas sierras.

Desde Cogolludo se va (esta es una excursión familiar, y hoy no se podría hacer, como antes dije, porque gran parte de estos espacios están bajo las aguas de los pantanos) a ver la cueva del Gorgocil en Muriel, una de esas maravillas escondidas de nuestra tierra, con la gran tarta de estalagtitas que al bravo viajero que la contempla, empapado y sucio de barro, se le queda grabada en su mente para siempre jamás. Va a Beleña de Sorbe y visita su interesante templo románico. Va a San Andrés del Arroyo y se extasía ante la grandiosidad rocosa del Congosto…

La ruta sigue después y sube a sierras, baja a valles. Desde Cogolludo se va (y tú lector, también puedes hacerlo en cuanto aclare) a Hiendelaencina, a ver los restos de las minas. A Robledo de Corpes, a saber de consejas y leyendas. A Pinilla de Jadraque a contemplar otras ruinas románticas de un monasterio cisterciense perdido en el bosque. A Bustares y su correspondiente e inaplazable ascensión al Santo Alto Rey, donde a don Andrés se le aparecen unas piedras con pinta de ser romanas… en fin. Este es un viaje que hay que montárselo con paciencia pero sin desánimo.

Atienza y Sigüenza

En el fin de este paseo por la Serranía de Guadalajara, y después del obligado y agradable paseo por los tres templos mayores del románico rural (Albendiego, Campisabalos y Villacadima, amén de Galve con su castillo estúñigo) se aparecen ante los ojos del viajero las dos moles monumentales de estas alturas: Atienza, la medieval esencia de los fieles recueros, y Sigüenza, el tam-tam broncíneo de las campanas catedralicias sobre los rojos tejados. Don Andrés desmenuza aquí historias y monumentos, sirviendo de perfecto cicerone a quien quiera acompañarle. Es un viaje este que se nos plantea amplio y profuso, pero una oportunidad más para (fuera de los oficiales circuitos, y de los coloreados prospectos que se distribuyen por fitures, intures y demás ferias de turismo) palpar y andar los caminos bellísimos de esta tierra, que solo cabe conocerla así: andando. No hay otro modo. A ello os invito, como lo hace el libro que me ha servido de excusa para escribir estas líneas.

Lejos y románica, Torrecuadrada de los Valles

Torrecuadrada de los Valles es un lugar que empieza bien, porque para decidir llegar hasta él, uno se fija en su nombre, y no lo pronuncia, sino que lo paladea, se regocija en él: es un hermoso nombre para un bonito lugar. Hasta allí he llegado en día ventoso y gris del invierno, buscando mirar su esencia, y retratar el templo que desde hace siglos, muchos siglos por lo que se ve, sirve de ámbito para el rezo, para el rito y la convivencia.        

A la primera que encuentro, según miro a la línea de los canecillos del ábside, es a la señora que cuida del templo, y que no quiere enseñarlo a nadie, porque hace poco hubo un robo en el pueblo, una noche, alguien entró en una casa y se llevó el televisor ¿? Por ello, el recelo hacia los forasteros es manifiesto. Solo acaba cuando el forastero pronuncia el nombre de “la Nueva Alcarria”, entonces ya cogen confianza, a grandes gritos llama a otras señoras vecinas y juntas se aprestan a enseñarle a este Cronista el templo parroquial, su iglesia, a ver si con un poco de suerte es verdad que lo pone en el periódico, y hace un llamamiento a las autoridades competentes para que sepan que este templo existe, que es muy interesante, que está hundiéndose, y que merece la pena apuntarlo al menos en la lista de edificios a restaurar, a cuidar, a salvar de la ruina. Con esa condición, entramos en la iglesia todos juntos.

Alto, lejano, frío

A más de mil cien metros sobre el nivel del mar, Torrecuadrada de los Valles es un lugar al que hay que ir aposta. La carretera, que nace en la Autovía de Barcelona a la altura de Torremocha del Campo y Torresaviñán, pasa antes por Laranueva y por Renales, y se desvía hasta Torrecuadrada, donde acaba y empiezan ya caminos que se entretienen por las ásperas alturas del Ducado. Cerca del pueblo, bajo su altura, se abre un vallejo múltiple al que llaman, según se le mire, los Huertos, los Praos, los Perales y las Paderejas. Allí crecen algunos vegetales que sirven de alimento en el propio pueblo a quienes lo habitan. Y poco más. Ganadería hay bastante, y poco entusiasmo por lo nuevo, esa es la verdad. El recuerdo de estas señoras se va hacia las fiestas antiguas, hacia las Semanas Santas, las Romerías a la Virgen de las Cuevas, la procesión de San Antonio. Se va a cuando los mozos celebraban mayos, y había mucha gente joven. Aquello es historia ya de una generación anterior. La actual, no existe.

Si hay que decir algo de la historia de Torrecuadrada de los Valles, pues puede recordarse como esta fue aldea del Común de Medinaceli tras la reconquista de la comarca por los cristianos. Que perteneció desde el siglo XV a la familia de los La Cerda, condes de Medinaceli, quienes la reconstruyeron y cuidaron siempre la fortaleza del lugar. En el último cuarto de dicha centuria, se fue a vivir a ella, apar­tándose del mundo, el que fue cuarto conde de Medinaceli, don Juan de la Cerda, quien allí vivió junto a una lugareña, y allí puso “su casa, palacio y fortaleza”.  A su muerte, pasó a su sobrino don Luis de la Cerda, primer duque de Medinaceli por nombramiento de los Reyes Católicos, y éste decidió ven­dérselo, en 1490, al tercer conde de Cifuentes, en cuya familia (los Silva), luego integrada en la casa ducal de Pastrana, per­maneció hasta el siglo XIX.

La verdadera historia del lugar, aparte de esta oficial que acabo de anotar sacada de un libro mío, y que da para poco, como puede apreciarse, es la que escribieron generaciones y generaciones de gentes aquí nacidas. Y esa historia solo es un arroyo de familias, de ancestros con nombres y apellidos repetidos, de comunes viajes a servir al Rey, a comprar mulas a Maranchón, a bajar mantas hasta Cifuentes y Tendilla…

La iglesia románica

Al viajero de hoy, a quien como yo llega a este lugar para curiosear lo que pinta y cómo lo pinta, aunque haya tenido la mala suerte de estar lloviendo y soplar fuerte el ábrego, tal que no deja un solo espacio para guarecerse, le va a llamar la atención, desde lejos, el resto contundente aunque mínimo de la torre medieval que perteneció a los condes y duques de Medinaceli. Es una sombra de lo que fue, pero una sombra con carácter, con gesto.

Lo más interesante es el templo. No es un primera fila, pero sí está, claramente incluido, en el conjunto del románico rural de Guadalajara. Es curioso que el gran estudioso de este tema, el cronista don Francisco Layna Serrano, no lo incluyó en su obra clásica sobre este estilo, aunque ahora acaba de salir un libro, reedición de ella, en que aporta un gran catálogo con iglesias románicas que no aparecieron en ediciones anteriores, y en la que se incluye con toda justicia, y bien destacada, esta de Torrecuadrada de los Valles.

En lo más alto del pueblo, muestra sobre el muro de poniente una esbelta espa­daña de remate triangular con dos vanos para las campanas. Sus muros laterales son, como todo el edificio, de sillarejo, rematando en alero sostenido por modillones de piedra de gran relieve. El ábside es semicircular, también complementado con alero de piedra y modillones, apareciendo una ventana central aspillerada ya tapada. La portada principal es un encanto: se abre a mediodía, bajo atrio porticado, y consta de un vano de arco semicircular, con baquetones y gran cenefa de ajedrezado al exterior. A mí me pareció como una maqueta, como un ejercicio o ensayo para templo mayor, para mejor edificio. El resguardo en el que está contenida la ha permitido ser la parte mejor conservada del conjunto, porque está como nueva, y eso que han pasado sobre ella más de siete siglos.

El interior es toda una sorpresa. Pequeña, de una sola nave, tiene un arco triunfal que sirve para formar el tránsito de la nave al presbiterio que es todo un hallazgo. Desde el mismo suelo, donde unas breves basas apuntadas parecen sujetar sin aliento el conjunto, se eleva el arco repetidamente moldurado, albergando gruesas bolas distribuidas con simetría a lo largo del arco. Se puede ver en la foto adjunta, y tiene la gracia de parecer una gran puerta románica, pero en el interior de la iglesia. En definitiva, es el elemento arquitectónico esencial, el arco semicircular, tanto en el aspecto constructivo (el que mejor aguanta el peso de las cubiertas) como en el simbólico, porque representa el Cielo, la séptima esfera, aquella que según los sabios de la Edad Media contenía en su interior a las otras seis esferas en las que circulaban los hasta entonces seis planetas conocidos.

En un rincón de la nave, brillando con luz propia, tallada en la más recia de las piedras imaginables (y no es diamante, sino caliza dura) está la pila bautismal, tallada en los mismos días que la portada y el triunfal arco. Con la misma limpieza, con el mismo pulso, a los que movía la fe de aquellas gentes. Eso me permite, no solo invitar a mis lectores a que vayan allí a ver todo esto que describo, sino a invitarles a pensar en esa capacidad que tiene el hombre y que cada vez usa menos: las cosas que se hacen (a mano y con esfuerzo) o las que se proyectan (con entusiasmo y con ilusión) salen mejor, más redondas, más tersas, más brillantes, si se hacen con la fe de que hay un más allá tras la muerte, un lugar ingrávido donde seguir practicando el buen sentido que se tuvo en la vida, ¿quizás el Cielo?

La torre de Mendoza en Alava

Cerca de Vitoria, en la alta llanada alavesa, al poniente de la ciudad, entre unas suaves colinas desde las que se ve cerca el aeropuerto y a lo lejos la silueta de Gasteiz, se encuentra la aldea de Mendoza, presidida con solemnidad y rotundidad por la torre de su mismo nombre, lugar de origen del linaje que tantas páginas de historia escribió en nuestra tierra alcarreña. Sentía curiosidad por visitarla, y en los pasados días cuando más arreciaba el frío por aquellos lares, me decidí a ello, tomando buena nota de lo visto.

A Mendoza (aunque es territorio de Euskadi, los alcarreños podemos considerarlo un poco nuestro, porque es razón y fuente de nuestra historia) se llega con facilidad desde la autovía que sube de Burgos a San Sebastián por Miranda de Ebro, Vitoria y Salvatierra. Es la antigua N-I, que señala con claridad la desviación a Mendoza. Y unos kilómetros más allá se llega al pueblo. Pequeño y desierto en el invierno, ofrece la grandiosa silueta de su torre. Así la llaman allí, y así la señalan las guías, pero se trata en realidad de un castillo, porque la dicha torre, poderosa y cuadrada, se rodea de un amurallamiento reforzado en sus esquinas por torreones circulares, con un portón único de entrada orientado al sur.

Este fue el espacio donde los Mendoza vascos crecieron en fuerza y notoriedad. Si origen se remonta al siglo XIII, cuando don Iñigo López de Mendoza (un ancestro del marqués de Santillana) la construyó como espacio de vivienda y defensa para él y su familia. La estructura no podía ser más sencilla y medieval: torre fuerte, elevada sobre el terreno (Mendoza significa “Monte Frío” en euskera, y bien que pudimos comprobarlo hace poco, cuando hasta el aliento se helaba…) con apenas mínimas aspilleras y ventanales trepanando los muros.. Quedó siempre entre las posesiones de los Mendoza, marqueses de Santillana y duques del Infantado, que desde Guadalajara gobernaban sus extensas posesiones. En 1856 fue vendida al vitoriano Bruno Martínez de Aragón, de cuya familia pasó finalmente a la Diputación de Alava y ahora al gobierno autónomo vasco, el Eusko Jaurlaritza, que ahora la mantiene y cuida con todo detalle.

En 1963, fue adquirida por la Diputación Foral de Alava, y tras restaurarla y acondicionarla, instaló en ella el Museo de la Heráldica Alavesa. Hoy puede visitarse este edificio del que adjunto algunas imágenes junto a estas líneas, a diario por las mañanas (de 11 a 14 horas) y tardes (de 16 a 20 horas) y los sábados y domingos en horario solo de mañana, estando los lunes cerrado, y siendo de entrada gratuita, como lo son todos los Museos dependientes del Gobierno Vasco.

Tras admirar la solemne belleza de su amurallamiento exterior, de piedra blanca, con altos muros cerrados en cuyas esquinas se levantan torreones cilíndricos, se pasa por su portón central al patio que circuye completamente a la torre. En este patio, cubierto el suelo de hierba, se han colocado en sus muros los grandes escudos nobiliarios de las familias alavesas que se rescataron de palacios y casonas hundidas. Destaca entre todos el escudo de los Gaona, procedente de la destruida torre de Sabando. Es del siglo XIV. Y también es muy curioso el escudo picado procedente del palacio que el comunero Pedro López de Ayala, conde de Salvatierra, tenía en Vitoria. Varias docenas de escudos se reparten por este patio.

Luego pasamos a la torre. Por una puerta minúscula, que obliga a agacharse incluso a los que somos de estatura normal, accedemos al vestíbulo, donde se ven escudos más pequeños, publicaciones, láminas, etc. Y a partir de ahí comienza la visita que es en cuesta, porque se ubica el Museo a lo largo de los cuatro pisos que conforman la torre, los cuales cuatro pisos, así y todo, tienen enormes y altísimos techos. A ellos se va accediendo por una lateral escalera de peldaños volados de madera, en caja abierta, lo que permite ir viendo el contexto general del espacio interior de la torre. En el primer piso aparecen elementos y cuadros con personajes alusivos a las siete cuadrillas de Alava, bancas nobles y grandes cuadros verticales con largas leyendas explicativas de los personajes retratados, que no son otros que los primitivos Mendoza alaveses. Iñigos, Ruis y Lópeces del linaje aparecen revestidos de armaduras y cubiertos de panoplias armadas.

En los pisos superiores se ofrece, bien iluminado y decorado, todo un recorrido por la Heráldica, con explicaciones generales de esta ciencia, y luego con exposición particular de los escudos más específicos de Alava. Una envidia sana me recorrió el cuerpo al ver esta torre, tan “nuestra” por ser de los Mendoza, tan bien restaurada, tan bien ocupada por un Museo tan bien hecho… una muestra más de que en Guadalajara lo que conviene es ponerse a hacer cosas, aunque sea imitación de las de fuera. Por ejemplo, el torreón del Alamín en la capital, recién abierto a la contemplación pública, es parecido, aunque mucho más pequeño, a esta torre: sus dos pisos, sus fuertes muros, su aire medieval, y su contenido exquisitamente preparado y explicativo de la muralla medieval de la ciudad…. un ejemplo que ha sido premiado como merece, al menos desde este periódico: con el Popular 2001 a la mejor atención al Patrimonio Histórico de nuestra tierra.

Recomiendo a los alcarreños viajeros a que se acerquen un día a Mendoza, junto a Vitoria. Su torre les impresionará, y les hará rememorar gestas alcarreñas en muchos lugares. Pero, sobre todo, su  aspecto valiente y digno, su contenido medido y atrayente, les hará pasar un buen rato.

Nuevo Viaje al Románico de Sierra Pela

Vamos a seguir hoy nuestra excursión por la tierra alta y fría de la Sierra de Pela. Con el libro recuperado de Layna Serrano dedicado a la Arquitectura Románica de Guadalajara en la mano, será fácil y emocionante a un tiempo el patear aquellos altos páramos, en este tiempo gélidos y severos, pero con el valor unánime de la historia clavada en sus cuatro puntos cardinales. Aunque es duro, realmente, viajar a lugares donde difícilmente se sube de los cero grados durante el centro del día, reconozco que personalmente me gusta ir en esta época a aquellos páramos. Bien abrigado no hay problema, también las gentes de allí pasan las Navidades cantando villancicos, y todos llegan a la primavera.

Campisábalos

Participaron en la construcción de la iglesia parroquial de Campisábalos diversos artistas de filiación mudéjar, que plantearon una limpia estructura hoy conservada bastante completa desde su primitiva construcción en el siglo XIII. Tan sólo la torre es un añadido posterior, que precisó derribar la  parte oriental del atrio meridional. El resto nos muestra un edificio compacto, orientado y alargado de poniente a levante, con ábside semicircular en este extremo, ingreso al sur, incluído en el atrio, y capilla añadida (la de San Galindo) sobre el muro sur del templo.

El exterior del ábside, semicircular, muestra adosadas cuatro columnas que rematan bajo el alero con capiteles de tipo clásico. Una bella serie de canecillos muestra temas curiosos, figuras, incluso escenas, como la caza del conejo con palos. En el tramo central se abre una estrecha ventana aspillerada, que se cubre con dos arquivoltas o cenefas de bella decoración foliácea, apoyando sobre corrida imposta de entrelazo que se extiende a todo el ábside. Un par de capiteles (uno de tipo corintio y otro de entrelazo) coronan las columnillas que escoltan este bellísimo ejemplo de ventana absidal románica. Bajo ella, y también extendiéndose a todo lo ancho del ábside, aparece otra imposta con decoración de «ochos» sin fin.

El atrio es muy simple, y sirve para cobijar la puerta de ingreso al templo, que se incluye en el muro, escoltada por dos altas columnas con sus correspondientes capitelillos, a la altura de una cornisa moldurada sostenida por varios modillones que alternan con talladas metopas. La puerta tiene cuatro arquivoltas, con decoración muy movida, dentro del tema vegetal, estando bordeada la más externa con cenefa de entrelazo; la sigue otra arquivolta con incisiones que dejan ver baquetón interno; y otras dos más con alternancia de baquetones lisos y cenefas decoradas. Apoyan todas ellas sobre imposta decorada y tallada, y ésta a su vez sobre sencillos capiteles, cuatro en cada lado, con sus respectivas columnas. El dintel arqueado presenta, como es común en este grupo de portada románico‑mudéjar, dovelaje dentellonado con rosetas talladas, apoyado en imposta y jambas que son más pronunciadas en su parte superior, confiriendo al conjunto un cierto aire de arco en herradura.

El templo al interior es de una sola nave, con presbiterio y ábside semicircular cubierto de cúpula de cuarto de esfera, arco triunfal y pequeña entrada primitiva, también con arco románico, a la sacristía.

Añadida en la misma época sobre el costado meridional del templo se ve la llamada Capilla del caballero San Galindo, que al exterior presenta una portada del mismo estilo, mas un paramento cubierto con tallas alusivas a los doce meses del año, una ventana y un muro recto que sirve de ábside. La portada es similar a la de la iglesia y a la de la parroquia de Villacadima: cuerpo saliente de bien tallado sillar, con alero de piedra sostenido por ocho canecillos de temas iconográficos zoomórficos y antropomórficos, y en el muro inclusa la portada abocinada con cuatro arquivoltas en degradación, la más externa con decoración de roleos vegetales; le siguen otras dos lisas, baquetonadas, y la interior con línea zigzagueante. Apoyan en imposta corrida, sobre tres capiteles vegetales a cada lado, cada uno sobre su correspondiente columna. El dintel semicircular se constituye con dovelas talladas de rosetas, que forman bello arco dentellonado que se apoya en jambas estriadas con prominencia hacia el vano en su parte superior, dando a toda la estructura un cierto carácter oriental o de arco en herradura. Esta decoración, similar en todo a la portada del próximo lugar de Villacadima es a su vez muy parecida en algunos temas a las portadas occidentales románicas de la catedral de Sigüenza, fechadas sin duda en los primeros años del siglo XIII.

Villacadima                           

Se encuentra Villacadima en los confines de la provincia de Guadalajara con la de Segovia. Su templo románico es uno de los más espléndidos ejemplos de la arquitectura religiosa medieval en la provincia de Guadalajara, y cuando llegamos hasta su enclave vemos que se rodea por el sur con un amplio prado delimitado de barbacana de piedra, y un ingreso a poniente que consta de arco semicircular entre jambas y rematado en cruz. Otro ingreso similar tenía a levante, pero se hundió hace años.

Sobre el muro de poniente de la iglesia se alza la espadaña, obra reformada en el siglo XVI, así como la torre, aunque se interpreta fácilmente por sus cegados arcos la existencia de otra espadaña, más humilde, pero primitiva del XIII. El ábside es también obra del XVI, lo mismo que el ensanche que sufrió la iglesia haciéndose de tres naves.

Lo más antiguo e interesante es la portada, que debemos fechar en la primera mitad del siglo XIII.  Consta de varias arquivoltas semicirculares en degradación, incluidas en un cuerpo sobresaliente del muro meridional del templo. Existen en total cuatro arquivoltas; la más externa muestra una exquisita decoración de tipo vegetal, en la que tallos y hojas se combinan para formar un continuum decorativo de gran efecto, de muy similar estructura a la de algunas arquivoltas de las portadas de la catedral de Sigüenza y de las iglesias de Santiago y San Vicente de la Ciudad Mitrada (fijase en el n 4 de la fotografía adjunta). Este detalle, claramente apreciable a nada que se compare este templo con los citados de la capital de la diócesis, nos obliga a pensar en la existencia de un modelo aquí copiado, y por lo tanto la datación de Villacadima es fácil, y se coloca hacia el año 1220.

Las dos siguientes arquivoltas son lisas, baquetonada la primera, de doble filo la segunda, y aún la tercera se ofrece decorada limpiamente con un motivo geométrico muy simple, consistentes en unas líneas paraleleas formando ángulo sobre cada una de las dovelas. Todas éllas cargan sobre una imposta de decoración también geométrica, que a su vez apoyan sobre tres columnas a cada lado, cada una coronada con su respectivo capitel de sencilla ornamentación vegetal (ver el número 3 y el dibujo adjunto de estos capiteles). El interior de este gran arco de ingreso a la parroquia de Villacadima lo forma el semicircular dintel, realizado a base de curiosas dovelas con dentellones, cada una albergando un tallado adorno vegetal, circular y radiado. Carga este dintel sobre sendas jambas estriadas que dan paso a la puerta, y en su remate superior se prolongan hacia el vano, de modo que confieren al conjunto de la portada un cierto aire de arco en herradura. El alero que cobija a la puerta se sostiene por variados canecillos tallados en los que aparecen curiosos temas.

El conjunto de esta puerta, que guarda un gran parecido con las dos portadas de la iglesia de Campisábalos, y es obra del mismo grupo de artistas, denota la actividad de una escuela románica de filiación mudéjar, pero que utiliza modelos de mayor prestigio, concretamente los de pura raigambre seguntina, a su vez heredados de elementos languedocianos y borgoñones.

Este último templo de Villacadima, al que hemos llegado en nuestro peregrinar por el románico rural de Guadalajara, fue objetivo de rapiñas y sufrió un acelerado proceso de ruina que ha sido afortunadamente detenido, y salvado, gracias a una modélica restauración, en años pasados, de la mano del arquitecto Tomás Nieto y de la Consejería de Cultura de la Junta de Comunidades. Una verja de hierro permite hoy, tanto la contemplación del interior del templo, como la salvaguarda del mismo frente a incontrolados pillajes.