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mayo, 2001:

Por la Sierra del Ducado, entre arboledas románicas

 

La tarde de primavera, luminosa y fresca, invita a recorrer, siguiendo las carreteras provinciales sinuosas entre los verdeantes trigos, nuestra geografía, que en un día de entre semana está vacía y suena a pájaros solamente. Hemos viajado hasta el altiplano de la Serranía del Ducado, por ver algunos de sus pueblos, por mirar sus templos parroquiales, antiguos y solemnes, cuajados de la magia de una arquitectura medieval que nos hace recorrer un escalofrío desde el cogote a la curcusilla.

Será el domingo cuando mejor se pueda, por una mayoría, repetir esta andanza, y así todos admirar la rojiza piedra de Villaverde, la repetida teoría de los arcos de Tortonda, o el meticuloso cuidado, de jardinería japonesa, que le han puesto al entorno de Luzaga. Tres pueblos perdidos pero vivos en la geografía del corazón de esta sierra. Tres lugares a los que merece la pena ir, para sacarles su sabor a antiguo, su plena certeza de estar vivos.

Villaverde del Ducado

Desde Alcolea del Pinar, la carretera se inicia y tímida se cuela entre los campos de cereal, próxima a las pequeñas manchas de carrascos y sabinares. A cinco kilómetros aparece Villaverde del Ducado, en una costanilla que baja hacia un arrollo ahora hinchado, cuajado en su ribera de arbolillos pletóricos. Un hombre joven, vestido a la usanza de la albañilería popular (mezcla de botas katiuskas de goma verde, mono azul Nissan y gorra blanca John Deere) viene caballero en su minitractor con remolque. Nosotros miramos hacia la iglesia, que se ilumina a primeras horas de la tarde por la galería del sur, por la espadaña del poniente.

Villaverde, con su sonoro nombre medieval y castellano, hace en esta tarde primaveral honor a su apelativo. Fue repoblada tras la reconquista, y perteneció durante siglos al Común y luego señorío de los La Cerda, duques de Medinaceli. De ahí el apelativo, que es común a toda esa comarca, llena de pinares y arroyos valientes, a los que los clásicos denominan Sierra [del Ducado]. La iglesia parroquial, que no pudimos ver por dentro, tiene al exterior la belleza incólume de sus siete siglos. Por lo menos. Orientada al sur está la galería, que fue porticada en sus tiempos, y luego se tabicó, quizás por ganarle espacio y restarle frío al interior. El color de sus piedras es rojo intenso, rojo sangre, un rojo como no se ve en otra parte. El muro meridional del templo de Villaverde es como un paredón herido, sanguinolento, pero feliz, con el rubor de las mejillas que sigue a una buena comida. Tiene una puerta central, que sirve acceso, y a su izquierda tres arcos, ya tabicados, y a la derecha dos, de la misma manera cubiertos. En uno de estos se dejó un pequeño hueco en forma de ventanita. Y sobre el arco central que sirve de entrada, aparece tallado sobre la misma piedra el escudo propio del curato: un par de llaves cruzadas.

Tortonda

Sigue la carretera serpenteando por entre prados y trigales. Por el cielo, alguna que otra nube perezosa. Llegar a Tortonda es llegar a otro oasis de civilización detenida. Las calles están pavimentadas en su totalidad, y el conjunto da una impresión de limpieza, de serenidad, de cuidado. También hay algún joven montado en tractor de los que se usan para las obras. Se ve que en esta época (dejados los trigos a su albedrío del crecer) las gentes de estos pueblos se dedican a la construcción/reconstrucción de sus casas.

En Tortonda todo es iglesia. En lo alto de la loma en que asienta el pueblo, como si fuera una pequeña catedral, un faro montañoso, surge la mole pétrea de su torre, de su nave, de su cumbre de tejas sobre el crucero: y surge en el costado norte, sobre todo, la galería porticada románica. ¿Por qué ese nombre de Tortonda le pusieron los antiguos? Por torre redonda, sin duda. Y a cualquiera podrá parecer que se equivocaron, dado que la actual es de planta cuadrada, de bien cortadas esquinas. Y es que en la remota antigüedad del Medievo, cuando se decidió poner aquí un pueblo, se hizo en derredor de una vieja torre (de origen celtíbero, quizás, de origen árabe…) pero de planta redonda. De ahí el “torre ronda” o “tortonda” que le pusieron.

De la antigua construcción parroquial, hoy solamente queda la galería del norte, plenamente románica, del siglo XIII en su primera mitad. El resto del templo fue reedificado en el siglo XVI, formando una sola nave alta, con remate de crucero, presbiterio y un añadido para sacristía detrás de éste. Sobre el crucero surge una gran linterna ochavada, y encima del primer tramo de la nave, se levantó la gran torre de las campanas, que ocupa toda la anchura del edificio, y que se remata en una terraza almenada, recordando como sin querer a las torres de la catedral de Sigüenza, edificio matriz que indudablemente ejerce una notable influencia estilística.

Esa influencia de la iglesia mayor seguntina se traduce en Tortonda no sólo en la torre de las campanas, almenada como si fuera una fortaleza defensiva, sino en varios detalles de la parte románica que aún queda. El atrio de este templo está abierto al norte, lo cual es una excepción en la ordenación habitual de las iglesias medievales. Solamente las de Baides y Carabias entre las hoy existentes ofrecen esta característica.

El atrio de Tortonda, aunque restaurado en parte hace años, todavía necesitado de una definitiva actuación dignificadora, ofrece una estampa evocadora y bellísima. El viajero encontrará una galería de siete arcos, siendo el central más ancho y alto, abierto hasta el pavimento, para servir de ingreso al recinto. A sus lados, separados de él por jambas anchas, se abren cuatro arcos semicirculares que apoyan en breve moldura, en capiteles y columnas que a su vez descansan sobre pétreo basamento. Los arcos están afirmados por doble columnata y, por lo tanto, por doble línea de capiteles. Estos son magníficos, de tema vegetal, muy estilizados, ofreciendo en diversos modos racimos de hojas de acanto que en las esquinas rematan en volutas, tallados con gran limpieza y elegancia. Una parte de estos arcos, concretamente dos del lado derecho, están ocultos todavía por las reformas posteriores, que consistieron en la construcción, en su lugar, de una puerta, obra del siglo XVI, semicircular con arquivolta externa de bolas. También tenía un ingreso este atrio por su cara oeste, pero hoy está tabicado. Es por ello que decimos, que aún le queda al templo parroquial de Tortonda algunos arreglos que le dejen en condiciones de ser admirado como merece. Ni sería caro ni difícil. Es cuestión de voluntad, de poner a Tortonda en la lista de lugares a los que mirar, -desde las alturas de Toledo-, algún día.

Luzaga

Y luego de vuelta, porque de Tortonda no sigue el camino, al menos para coches de turismo, nos volvemos por Luzaga. Hoy es fácil, porque una pista de tierra, bien señalizada, nos lleva desde Tortonda en cinco kilómetros sin riesgo. La llegada a Luzaga se hace cruzando el río Tajuña, que ahora viene crecido, de tantas lluvias, de tanta humedad que hay en el subsuelo. Todo está como estrenado en este pueblo: la plaza mayor, cuidados sus viejos caserones, su palacio del Conde de Santa Coloma convertido medio en tasca, y las mansiones de ganaderos, de resineros y agricultores: dignas y silentes, limpias y cuidadas.

Arriba del pueblo, en lo más alto, como siempre ocurre, está la iglesia dedicada a la Asunción de la Virgen. Hoy la hemos visto como nueva. Más grande, más limpia, realzada. El ábside es monumental, de planta en semicírculo, ornado de modillones muy juntos y diversos en el alero, plenamente románica. En el muro del sur, se abre la puerta, que es de arcadas múltiples, semicirculares, baquetonadas, con la imagen perfecta del estilo románico rural. La han protegido con un tejaroz, y no le queda mal del todo. Y la han decorado de jardines en torno, de árboles, de lileros, de aliagas y matas de tomillo en flor. Junto a viejas molduras y cimacios, parece el conjunto un jardín japonés. A los viajeros les dejó el sabor de haber estado en un apartado lugar del mundo, aunque, con los pies en el suelo, sabíamos estar en Luzaga, en la serranía del Ducado. Mirando, desde el pretil de calicanto, cómo se perdía el Tajuña entre arboledas, roquedales y distancias bullentes, en la cinta verde y azul de la distancia posible. Como un sueño que vive siempre justo detrás de las copas de los álamos.

Tanto miramos hacia el sur, que sin sentir se hizo la hora del atardecer. Y lo repito: amigo lector y amigo viajero, merece la pena subir a estos pequeños pueblos de la sierra. Ir a Villaverde, alcanzar Tortonda, quedarse a mirar cómo desciende el sol desde Luzaga. A la hora del atardecer primaveral, cuando el sol se va perdiendo sobre las alamedas que escoltan y señalan el Tajuña, el silencio de la serranía verdecida acompaña a los viajeros y les obliga a titular soñado este viaje al románico ducal. Porque lo fue antes y lo será siempre, mientras la realidad no se ajuste a su deseo.

Imón en el corazón de Monje

 

Cuando Luís Monje Ciruelo veía cómo, el lunes pasado, entre el alcalde Bris, el periodista Fernández-Pombo y quien esto escribe, le presentaban en sociedad su libro “Guadalajara a mi través”, no podía evitar emocionarse. Porque después de 60 años (son los que cumple ahora de profesión) escribiendo a diario en los papeles, se le hace raro ver todo su saber y su opinar puesto entre las solemnes tapas de un libro. Y era lógico, tras haber recorrido decenas de veces la provincia, solo andando, o en comitivas de autoridades, que su caracterizada opinión y su aguda observación cuajaran en esta antología que acabamos de tener, con auténtico gozo, entre las manos.

Yo sé que Luís Monje Ciruelo ha puesto en este libro una ilusión de años, y lo deja en el estante de todos los aficionados a la literatura y el periodismo, de todos los alcarreñistas de devoción, como una ofrenda que él hace a la provincia, a la que también (como su admirado Layna) ha considerado siempre “su dama”. Pero lo ha hecho especialmente por algún lugar de la provincia en especial. Lo ha hecho por su lugar natal y el entorno: Palazuelos (siempre en la picota de la actualidad, hasta cuando sus vecinos se decidieron a levantar de nuevo la que desde siglos antes estaba tirada por el suelo de la plaza), Carabias, Pozancos, Imón, y sus salinas.

En el prólogo al libro de Monje, a esa Guadalajara eterna y actual que nos ofrece en sus casi trescientas páginas con la pasión y el conocimiento de quien se la ha pateado y puesto en altar, ya digo cómo considera a Guadalajara una corona hecha de pueblos tantos y con anécdotas tan variadas que ningún rey podría llevar en la cabeza porque moriría aplastado. Pues Monje tiene, lo sé porque se le cambia la mirada cada vez que se habla de ellas, unos cuantos lugares como joyas de esa corona. La suya particular. Uno es Palazuelos, donde está anclada su familiar historia. Y la otra Imón, esa “salada riqueza” a la que ha dedicado páginas excelentes.

Como ya dije en la presentación, y en el prólogo, cuánto siento y admiro sobre este libro y este escritor, solo me queda hoy recordar, por entretener a mis lectores, y como un homenaje a Monje y un aliento a que todos conozcan “su alta tierra aterida” estas salinas de Imón que son un lugar de ensueño y maravilla. Justamente admiradas por todos, pero más por Monje.  

Algo de historia

La población de Imón se encuentra en el norte de la provincia de Guadalajara, muy cerca de la de Soria, en el valle del río Salado, limitado por las sierras de La Pila y Bujalcayado, quedando a medio camino entre las poblaciones históricas de Atienza y Sigüenza.

El complejo de las salinas de Imón puede ser considerado como uno de los mayores exponentes de arqui­tectura industrial de la minería de la sal en España. Su extraordinaria calidad arquitectónica y su larguísima historia, supusieron la incoación de un expediente que finalmente cuajó con su declaración como Bien de Interés Cultural el 3 de Diciembre de 1979, estando desde entonces su integridad estructural protegida por el Estado.

Las noticias más remotas sobre estas salinas, que forman parte de un conjunto mucho más amplio de explotaciones de este producto, datan del siglo X, aunque con seguridad ya en épocas anteriores se procedió a su aprovechamiento. El momento de mayor apogeo, por las circunstancias sociales y económicas de la época, se situaría entre los siglos XI al XIII, momento en el que estas instalaciones se constituyeron en elemento de importancia crucial, casi vital, para la economía de los obispos y señores de Sigüenza, que de sus fondos sacan dineros en gran cantidad para la construcción de su catedral. Desde el siglo XIV hasta el XIX, las salinas se mantienen estancadas en su desarrollo, aunque siempre en plena producción. En 1870 se produce el desestanco de la sal, y entonces se reactiva su funcionamiento. Al año siguiente, en 1871, tras depender del Estado, se venden en subasta pública junto con las Salinas de la Olmeda. Las empresas consor­ciadas compradoras se unen en 1873 para explotar conjuntamente las dos instalaciones, creando una Sociedad denominada “Salinas de Imón y La Olmeda”, que todavía las explotan en la actualidad. Durante los años finales del siglo XIX y los primeros del XX, se relanza su explotación con la re­novación de las instalaciones y una cierta mecanización. Fruto de este auge es la Medalla de Oro que obtuvieron en la Exposición Universal de Barcelona de 1888.

Forma y figura de las salinas de Imón

La estructura actual de estas salinas de Imón, tan fáciles de visitar para quien cruza los altos serrijones que median entre Sigüenza y Atienza, nos ofrece un conjunto de almacenes situa­dos en la zona central, y la típica distribución por partidos de explotación (zonas de estanques y compartimentos donde se acumula el agua del río) recibiendo un nombre propio que lo identifica, con sus norias, recocederos y albercas. El conjunto de edificaciones que hoy vemos data de finales del siglo XVIII, habiendo sido reformado en el siglo pasado y nuevamente adaptado a lo largo de éste que ahora acaba. Cinco norias existen todavía, aunque sólo tres de ellas (la Mayor, la del Rincón y los Masajos) están en funcionamiento. En la llamada ?noria de Enmedio? se conserva la primitiva noria de arcaduces de ba­rro cocido, engranaje de madera y suelo tratado para el trabajo del animal. Las norias tienen planta octogonal, con estructura de madera que se enlaza con el vértice de la cubierta. Los muros son de sillería y mampostería, formados por piedra caliza cogida con mortero de cal.

De los tres grandes almacenes que tuvo en principio, sólo dos de ellos están en pie; el más moderno de ellos, el de San Pedro, construi­do en el siglo pasado, es el que está en rui­nas. Los dos restantes, San José y San Antonio, pueden calificarse de auténticas obras de “ingeniería popular”. Su estructura está hecha a base de grandes pórticos formados por pies derechos de madera, muy esbel­tos, y una entreplanta a base de sue­lo y viguería de madera que permite el acceso de vehículos: en principio allí accedían las mulas y las vagonetas con las que se explotaba el conjunto, pero ahora también entran vehículos de motor.

El almacén de San Antonio conserva el pórtico que protege la entrada principal. También se man­tiene en pie la chimenea del gene­rador que existía en el almacén. El almacén de San Antonio es de me­nor anchura, su planta es más rectangu­lar (48 x 27 metros), y el de San José es de planta algo más cuadrada (40 X 35 metros). También sus crujías son algo diferen­tes, así como el número de pies de­rechos por cada una de ellas.

Son curiosas las rampas que existen en las fachadas poste­riores de estos almacenes, y que fueron construidas a mediados del siglo XIX para eliminar el desnivel existente entre el suelo y la entre­planta del almacén, donde la sal iba acumulándose en grandes montones. La descarga que se hacía por la puerta prin­cipal, suponía que poco a poco las caballerías pisoteaban la sal, por lo que, ya sucia, había que eliminarla, originándose gastos innecesarios.

Hasta hace pocos años se conservaba junto a la fachada pos­terior del almacén de San José, la torre con parte de la maquinaria que ayudaba a subir las vagonetas por la rampa. El almacén de San José tiene adosados a su fachada dos edificaciones construidas a prin­cipios de siglo, configurando su ac­ceso principal. Otra edificación que aún se mantiene es la casa del guarda, situa­da en la parte sur del partido de las Tiñosas. Los materiales empleados en todas estas construcciones son la mampostería en los muros, la sillería en las esquinas y cercos, la madera en la estructura interior y en las cubier­tas, que la sal conserva en perfecto estado, y la teja curva árabe cerá­mica en las cubiertas.

Otro aspecto muy caracterís­tico y a destacar por su calidad es el empedrado de los caballones y las alber­cas, así como los muros y muretes de mampostería de los recocederos. Llama la atención también cómo aparecen los enlaces de piscinas cruzando los caminos, las acequias y los desagües, con un encofrado de madera visto y permanente, que permite un perfecto cerrado con tapones del mismo ma­terial. La conservación de las ins­talaciones es muy buena, a excepción del llamado “partido y recocedero de Torres” y su noria, que hoy están en un estado ruinoso, llevan­do sin uso más de medio siglo.

Antonio Herrera Casado

JODRA a la espera

 

Hace algunos años eché las campanas al vuelo en estas mismas páginas, porque la iglesia de Jodra del Pinar, que es uno de los ejemplares más dignos y hermosos del románico rural de nuestra provincia, había recibido la primera intervención restauradora sobre sus cansadas piedras, y los vecinos y miembros de la “Asociación de Amigos de Jordá del Pinar” durante el verano iban a terminar esa iniciativa con algunas obras menores y puntuales.

Todo aquello se llevó a cabo, y la iglesia se salvó de una casi cantada ruina, pero no volvió a haber más intervenciones ni mejoras en el templo. Se quedó, pues, a mitad de camino. Porque una de las cosas que está pidiendo a voces, que salta a los ojos y la sensibilidad de quien con ellos abiertos y con ella puesta se acerca hasta su altura, es la de que terminen de abrirse su primitivos arcos, y que el atrio original recupere la diafanidad inicial, que el aire del campo meseteña entre por los abiertos ojos de su galería y tinte de tomillo las piedras de su portalada.

Jodra, un románico intacto

Este templo es de los pocos de nuestra provincia que se conserva como el primer día en que lo construyeron, allá por el siglo XII en sus finales, y concede a quien lo contempla no sólo la imagen de la arquitectura románica rural en su estado más puro, sino la certeza de que existió (y de que volverá, seguro) una edad ingenua y benevolente.

Piden estas líneas a sus posibles lectores, que se desplacen hasta este lugar tan encantador de la Serranía del Ducado, sumido entre breves bosquecillos de rebollar, y acunado por campos de cereal ahora espléndidamente verde. A media legua andando desde Sauca, se llega por una carretera asfaltada que parte de la que desde Sigüenza por Barbatona pasa por Estriégana. Perteneció  este mínimo caserío al Común de Villa y Tierra de Medinaceli, y en su repoblación, allá por la segunda mitad del siglo XII, se llenó de gentes norteñas que pusieron, con la ayuda del cercano obispo seguntino, esta iglesia de traza sencilla pero a la que no falta detalle para considerarla ejemplar en el catálogo de la arquitectura románica de Guadalajara.

De este edificio nadie había tratado hasta 1980, en que lo presenté y publiqué ampliamente, con múltiples fotografías, en el número 7 de la Revista «Wad‑al‑Hayara». Poco nuevo puede decirse en su torno, si no es que sigue mimado, limpio, y bien cuidado, y que sus vecinos y oriundos, agrupados en una activa y entrañable Asociación de «Amigos de Jodra», siguen batallando por mantenerla así y porque se mejore su estado, limpiando los oclusos arcos de su galería y dándole el aire que pide desde su origen centenario.

Haremos aquí, aparte de la propuesta para un viaje distendido, la descripción escueta de este monumento. Al que merece acercarse para alcanzar la intacta rubicundez de este templo. Que fue construido, ateniéndonos a su estilo y detalles ornamentales, en la segunda mitad del siglo XII, o como muy tarde a principios del XIII, comulgando de las características del románico castellano (burgalés, segoviano) más simple y puro. El edificio en cuestión está asentado sobre un mediano recuesto, orientado al sur, con amplias vistas sobre el valle que surge al pie del pueblo. Construido con sillarejo y sillar de tipo arenisco, en tonos pardos o incluso fuertemente rojizos, como es normal en toda la zona. El templo está perfectamente orientado: ábside a levante, espadaña a poniente, y atrio con entrada a mediodía. Su estado de conservación es muy bueno, y sólo ofrece de alteración sobre la estructura original el tabicamiento de la galería porticada y la construcción, en el siglo XVII, de un cuarto para sacristía prolongando por levante dicha galería. El interior, enlucido sucesivamente con yeso tosco, también muestra nítida su estructura primitiva.

La iglesia románica de Jodra del Pinar muestra, en su costado norte, un muro liso, de sillarejo y sillar en las esquinas, con alero sostenido por modillones estriados. En su costado de poniente, sobre el muro de lo mismo, se alza la pesada espadaña, rechoncha, de remate triangular, con muy obtuso ángulo, en cuyo vértice surge sencilla cruz de piedra. Dos altos vanos de remate semicircular contienen las campanas. Esta espadaña se prolonga hacia el templo, creando un cuerpo macizo, usado para palomar. En su costado de levante, el templo se estrecha, mostrando el rectangular presbiterio y el semicircular ábside, construidos en los mismos materiales. En el centro del ábside se abre una muy estrecha y aspillerada ventana de remate semicircular. El alero se sostiene por magníficos modillones bien tallados que alternan el tema estriado con el de bisel.

Sin duda lo más relevante del exterior de esta iglesia parroquial de Jodra sea su costado de mediodía, en el que se abre la puerta de ingreso, y sobre el que apoya la galería porticada. Esta galería muestra su fábrica de sillar arenisco, dividida horizontalmente, y a lo largo de sus tres caras, por una lisa imposta que viene a coincidir con la altura de los cimacios de los capiteles. Se remata el muro de la galería por alero sostenido de bien tallados modillones de tipo biselado. En el frente de esta galería se abren cinco vanos: el central, más ancho y elevado, sirve de ingreso, y a cada lado otros dos, separados entre sí por sencillas columnas cilíndricas rematadas en capiteles con decoración vegetal de superficial talla. El remate de estos vanos es de arco perfectamente semicircular, adovelado, de arista viva. Para acceder al vano central de acceso, hay una escalinata de cuatro tramos, en piedra; los vanos laterales apoyan sobre una basamenta de sillar. En el costado occidental de esta galería, existe otro arco de similares características al central, sin capiteles. En el costado oriental (hoy tapado por la añadida sacristía de posterior construcción) hay otro arco similar.

Dentro del atrio, y sobre el muro sur del templo, aparece el portón de ingreso, sencilla pero elegante obra del estilo. Junto a estas líneas vemos su imagen, y vemos pues que se trata de un vano de arco semicircular, formado por diversas arquivoltas lisas. El vano se limita por sendas pilastras que rematan en saliente cornisa, y de ellas surge el arco semicircular, adovelado, de arista viva. En torno a él, tres arquivoltas: la más interna, de baquetón simple; las otras dos, de múltiple y finamente estriado baquetón. Las tres descansan, a través de saliente imposta lisa, en sendos capiteles de sencilla y superficial decoración de hojas. Estos apoyan en sus correspondientes columnas adosadas, y ellas, a su vez, lo hacen en basas y en una basamenta corrida. Aun por fuera de estas estructuras muestra el portón otro moldurado arco que sirve de cenefa exterior.

El interior del templo, con reformas y enlucidos sucesivos, es muy simple. Coro alto a los pies, cuatro tramos separados por arcos formeros, que dan acceso, a través de alto y apuntado arco triunfal, al presbiterio cuadrado y semicircular ábside. El silencio y la pulcritud rural del conjunto, confieren y levantan de ese impracticado lugar del alma el respeto por los tiempos idos, el amor a los que, siglos hace, nos precedieron.

Pieza fundamental en el recuento del románico de Guadalajara, el intacto templo de Jodra no puede faltar en ningún catálogo del estilo que se proponga, por muy antológico que se quiera. Es un espécimen a visitar, a ser estudiado con detalle, a contemplarlo gozosos. Y a ser finalmente sometido a la actuación rehabilitadora que precisa y a voces pide: aunque tenga de hábito muy pocos vecinos durante el año, el próximo tiempo veraniego será momento en el que los edificios de Jordá se llenarán de voces y vida. Será el momento de volver a plantearse la total restauración, la apertura de los vanos de su galería porticada, que le dará (no hay más que imaginárselo viendo la fotografía adjunta), un aire mucho más solemne y completo: el de un templo románico que puede servir de portada a cualquier libro. De tan alto y sincero que se mantiene.

La leyenda de la Fuente de la Niña

 

En el entorno de nuestra ciudad existen numerosas leyendas que siempre corrieron de boca en boca, con la certeza de que alguna vez ocurrieron, pero con la duda siempre prendida en los labios de quien lo cuenta y en los oídos de quien lo escucha. Espacios que existieron y son humo. Personajes que se quedaron prendidos de una lápida, y que nunca tuvieron relevancia. Fiestas que conmemoran algo que nunca pasó…. juegos y dichos, refranes y cuentos. Las leyendas se alimentan por el paso del tiempo, el poco quehacer de la gente, la afición a la fábula y la ensoñación.

Uno de los escritores que mejor han desarrollado esa capacidad de narrar, de explicar, de sacar a la luz los viejos anecdotarios de una ciudad, de una provincia, es Felipe María Olivier López-Merlo, un escritor que, como veterano que es, ya ha dado muchas pruebas de conocer a fondo lo real y lo irreal de nuestro entorno. Y ha puesto en numerosos libros la savia que rumorosa se desliza entre las hiendas de murallas y torreones, por las estrechas callejas de la ciudad, frente a los abiertos espacios de su valle.

Leyendas de Guadalajara

Entre las leyendas de Guadalajara que mejor pueden recitarse, está la del Torreón del Alamín, que dice que fue un caballero moro sumido en una densa historia de amores imposibles, quien lo construyó y protegió. O la Carrera [de San Francisco] por donde corrieron y compitieron los caballeros medievales arriacense, vestidos de punta a cabo de fabulosas cotas de malla y montados sobre espléndidos jacos. O la del palacio de la Cotilla, que a pesar de tener hoy ese destino un tanto administrativo y cultural de enseñanza de las artes, fue antiguamente sede de los Figueroa y Torres, y aún antes (eso explica Olivier a quien le escucha) lugar donde sucedieron hechos que justifican su nombre. Todavía otra leyenda más, la de los Mandambriles, surgida en la que fue ermita de la Virgen de la Soledad, en pleno centro de la ciudad, y luego trasladada como en romería hasta la Huerta de la Limpia y barranco de los Mandambriles, un lugar a cinco minutos andando del centro de Guadalajara, pero que ojalá guarde durante mucho tiempo su aislamiento y lejanía. En esos barranquillos que limitan a Guadalajara (al otro lado de la autovía de Aragón) por el oriente, ocurrieron cosas que bien merecen ser contadas.

Todas las cuenta Olivier en un recientísimo libro suyo, aun caliente en mis manos, y que me he leído de un tirón, porque es corto, y es fácil. Y sobre todo porque es apasionante: “Historia y Leyendas de Guadalajara”. En él aparecen las referidas más arriba, pero contadas al estilo clásico, al “érase una vez…. un caballero moro”, y acaban (las referidas a la ciudad) con la de la Fuente de la Niña, que ahora analizaré más en detalle.

De la provincia, Olivier se trae en el bolsillo de sus viajes algunas espléndidas. Hay muchas más, sí, pero estas son poco conocidas, y sirven para viajar por el terruño con reservas de fabulación y curiosidad. Olivier nos refiere lo que en tierras del Alto Rey, Robledo, Hiendelaencina y aledaños cuentan del Prado de la Lanzada y su fuente, en rememoración del paso del Cid y de sus hijas por aquellos lugares. Hermosa como pocas la historia de Mari García, la moza de dos cabezas de Atanzón, que él mismo descubrió en un capitel románico de ese pueblo, hoy ya desaparecido. Entre lo que cuentan en el pueblo, y lo que él fábula, monta una preciosa leyenda que hermosea esta obra. Y al final “El Teberón”, una increíble, y erudita historia al mismo tiempo, de juegos infantiles y viajes a Italia. En definitiva, un sustancioso bloque (se le hace corto al lector entusiasta de estos temas) de leyendas y de historias entrañables de nuestra tierra.

La fuente de la Niña

En la parte alta de Guadalajara se encuentra el Parque de la Fuente de la Niña. Lugar de correrías y aventuras en la infancia de muchos de los que hoy peinamos canas. Pero espacio donde todavía hoy muchos niños y niñas descubren el campo, la naturaleza y el sonido del agua cerca de sus casas. Bien cuidado, abierto y limpio, es hoy un lugar a donde merece la pena acercarse a dar un paseo en estas tardes de primavera. Ahí es donde la tradición sitúa una terrible historia, que Felipe María Olivier describe con todo detalle en su pequeño libro.

Dice que tomó aquel sitio y fuente el nombre “de la Niña” en recuerdo de haberse ahogado en su pilón una criatura a la que le llevó hasta su profundidad el ansia de querer mirarse en el brillo de su superficie, sin saber quizás que aquello tenía un hondo camino. Era el 16 de agosto de un año lejano, cuando aún se celebraban en la cercana ermita de San Roque las romerías, procesiones y subastas entre sus devotos. Y es cierto, yo aún de pequeño asistí a aquellas celebraciones, que terminaban con todo el mundo que acudía merendando por los alrededores. Varias familias residentes en el arrabal del agua subieron allí, y tras las ceremonias religiosas se extendieron a tomarse sus tortillas y a beber el vino de bota, entre la ermita y la arboleda del Puente Verde. Se pusieron luego a jugar a la gallina ciega, y dejaron a los críos que pulularan entre los jardines y bosques del entorno. La fuente, que llevaba poco tiempo hecha, y era hermosa y singular, atraía con su sonido y brillos a los pequeños. Se hizo de noche, y apareció la luna. Se alzó luego, sonriente y loca, como es ella siempre. Era agosto, hacía buena noche y la reunión se alargó…. una niña, en un momento, se acercó al estanque, y miró cómo en sus aguas se reflejaba el satélite pálido, pero brillante. Pensó que era un globo, o una pelota, de material viscoso y suculento. Quiso cogerla, y cayó al agua. Se ahogó. Y la familia sólo se enteró cuando fue a recogerse. La búsqueda ansiosa de todos por encontrar a la niña perdida, terminó con el sobresalto de verla flotando, con los brazos extendidos, boca abajo, en el agua del estanquillo.

El dolor de su madre, de su padre, de sus hermanos, de sus vecinos, fue inenarrable. Duró tanto, que aún quien se acerca la fuente se acuerda de ello. La madre, dice la leyenda que cuenta Olivier, subía hasta el parque las noches de luna llena, por ver si en el agua seguí su hija y el milagro de la noche mágica se producía, devolviéndosela. Con muchos otros elementos adorna el escritor alcarreño esta hermosa, y triste a la vez, leyenda ciudadana. Pero es un ejemplo de cómo en esquinas, en fachas y en arboledas de nuestra Guadalajara existen todavía prendidos cuentos y leyendas que sólo se saben los viejos del lugar, pero que a todos nos gustaría conocer, por seguir manteniendo en vilo las imaginaciones de los pequeños.

En definitiva, una hermosa y sencilla obra de ese escritor incansable que es Olivier López-Merlo. Un gozo sin fronteras que nos desvela, al leerlo, unos límites nuevos para la ciudad que crece, cada día.