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enero, 2001:

Alto Tajo, destio preferente

 

Uno de los puntales sobre los que va a pesar gran parte de la economía y el quehacer de las gentes que habitan el límite oriental de la provincia de Guadalajara, durante este siglo que ahora se inicia, es sin duda el Parque Natural del Alto Tajo. Obtenida su declaración como tal el pasado año, a partir de ahora van a aplicarse las normas que posibilitarán sea este un lugar de viaje y admiración por parte de gentes numerosísimas que vendrán de todos los rincones del país. Su amplia variedad de flora y fauna, su enorme oferta de paisajes, cambiantes y bellísimos siempre, convierten al Alto Tajo en un paraje único en el conjunto de la Península Ibérica.

Con un Patronato rector recién constituido (presidido por el señor de la Cámara, garantía absoluta de buena gestión y seriedad en cuanto emprenda), serán dos las vertientes por las que empezará a trabajar la maquinaria encargada de añadirle vida: de una, la conservación perfecta del medio, el control de sus recursos, la defensa de sus riquezas naturales. Y de otra, la divulgación de cuanto contiene, la publicidad (en una palabra) que dé a conocer que existe, que merece la pena visitarlo, y que desde cualquier punto de vista es este un lugar que supone un motivo de orgullo a la tierra que lo alberga. El conjunto de paisajes en los que se alternan las llanuras con las quebradas hoces y los cantiles rocosos, está ocupado por una amplia variedad de microhábitats variados y hasta hoy bien conservados, donde residen y se desarrollan numerosas especies de flora y de fauna, adaptadas tanto a la meseta como a la montaña, tanto al tupido bosque de pinos como al matorral.

La geografía en estado puro

El Alto Tajo se encuentra localizado en el borde más occidental o castellano de la Cordillera Ibérica. El suelo se compone de materiales originarios entre el Ordovícico y el Cuaternario, predominando calizas, dolomías y margas. Pero también existen buenos espacios representativos de las areniscas, los conglomerados, las arcillas, los yesos y las sales. Las pizarras y cuarcitas son, sin embargo, muy escasas. Hay zonas en las que abundan los fósiles, lo que revela una intensa vida en su superficie hace millones de años. Respecto a minerales útiles o dignos de admiración, pueden citarse el caolín, que se explota en lugares como Poveda de la Sierra, así como cuarzo y arenas feldespáticas, siendo los aragonitos, los yesos rojos y los jacintos de Compostela los más llamativos de todos.

En el aspecto geológico, el Alto Tajo ofrece algunos lugares de curiosas formaciones rocosas, como son las Dolomías del término de Chequilla, o las calizas y dolomías tableadas de Cuevas Labradas, lugares en los que las rocas aparecen labradas por los agentes atmosféricos a lo largo de los siglos, sobre todo el agua, y así se resuelven en impresionantes formaciones como son los cañones, las hoces y las terrazas que han dado lugar a grandes escarpes, cascadas y saltos de agua. Son especialmente espectaculares los cañones que el agua, a lo largo de cientos de siglos, ha ido excavando sobre los niveles más resistentes. El propio cauce del río es un cañón casi continuo, y lo es también, el más espectacular, el que labra el río Gallo desde Corduente hasta que arroja sus aguas al Tajo. Se escoltan de formas rocosas elevadas y singulares, en forma de agujas, de colmillos, de monolitos aislados, de bloques areniscos muy característicos. Torcas y tormos, como hundimientos del terreno, o elevaciones de la roca sobre el mismo, son expresión de esa continuada erosión secular de la tierra castellana en esta comarca. De los ciento veinticinco lugares geomorfológicos catalogados en el espacio del Parque Natural, el gran edificio tobáceo y la cascada del Campillo, junto al puente de San Pedro, o el canchal del arroyo del Enebral, en la Sierra del Tremedal, pueden considerase como de interés internacional. Pero es que, solo por mencionar los más relevantes, podríamos componer una larga lista de lugares de impresionante belleza y singularidad geomorfológica. Así, estos lugares a los que invito a visitar a mis lectores, son también espacios de personalidad única, merecedores de una visita y una admiración: las hoces y tormos agudos del Valle de los Milagros, los cortados taludes del río Arandilla cerca de la ermita de la Virgen de Montesinos y del río Gallo a partir del término de Ventosa; la cueva de Los Casares; los cañones que forma el propio río Tajo entre el puente de La Herrería y el Hundido de Armallones, o entre los estrechos del Hornillo y del Horcajo y, desde este último, a las Juntas del Tajo con el río Hoceseca entre el barranco de Valdelatas y La Herrería; el salto de agua y las terrazas de Las Cárquimas en Armallones; los edificios tobáceos y las cascadas de la Fuente de las Tobas, de La Escaleruela y del Nacimiento del Cuervo, que estando en Cuenca ha quedado incluido en el recinto del Parque Natural; terminando con la laguna de Taravilla y los tormos monolíticos de la «ciudad encantada» de Chequilla.

El Parque Natural del Alto Tajo está centrado y vive del agua del padre río. Es él quien forma su paisaje, quien moldea sus horizontes. A su cauce van llegando otros ríos y arroyos que forman su cuenca más alta, la que da vida y verdor al Parque. Desde su nacimiento en tierras de Teruel (en los altos de Casas de Fuente García) hasta la desembocadura de la rambla de Carrascosa en este término, el Tajo es eje del Parque. Recibe numerosos afluentes, especialmente por su margen derecha, destacando el río Cabrillas, el Bullones (que llega al Gallo), el Gallo, el Arandilla (que también al Gallo entrega sus aguas), el Salado, el Ablanquejo, el Hoceseca y el Tajuelo. Como los cauces de todos ellos han sufrido muy escasas intervenciones, con márgenes estables y vegetación de ribera abundante y variada, esa pureza es aún mayor. Sólo el tramo del río Gallo próximo a la Virgen de la Hoz puede considerarse intervenido con elementos extraños a la propia naturaleza, pero también en escasa medida. A ello podemos añadir cinco enclaves limnológicos, muy singulares y atractivos de esta zona: el Nacimiento del Río Cuervo, la Laguna de la Parra o de Taravilla (el humedal más extenso), la Laguna de Valtablado del Río, las Salinas de Armallá y las Salinas de Saelices.

El clima en el que se enmarca el Alto Tajo, de características plenamente mediterráneas, abundantemente regado por los frentes atlánticos durante los otoños y primaveras (esta otoñada pasada ha resultado especialmente generosa en lluvias) le convierten en un espacio vivo y palpitante siempre, renovado y grandioso, que está pidiendo la admiración y el respeto de todos. Porque esta declaración oficial de Parque Natural no serviría de nada si no supusiera el cuidado completo por parte de todos cuantos lo visiten a partir de ahora. De sus organismos rectores esperamos eso y mucho más.

El tímpano de San Sebastián

 

En un rincón de nuestra ciudad, apartado de las miradas, en alto y difícil escorzo, se encuentra una obra de arte que merece la pena traer a la atención pública. Se trata de la escena del martirio de San Sebastián (mañana sábado es su fiesta, tan celebrada en muchos pueblos de nuestra provincia), en la que vemos al mártir narbonense ejecutado por orden de Diocleciano: atada a un árbol, semidesnudo, es acribillado por las flechas que le lanzan desde uno y otro lado de la escena múltiples soldados romanos. Tras los de la izquierda, dos mujeres aparecen asustadas. Servía este tímpano de principal adorno a la gran portada principal de la capilla de San Sebastián, que existente en nuestra ciudad desde el siglo XVIII, aneja al palacio de los condes de la Vega del Pozo, fue restaurada y aumentada en tamaño y belleza por el arquitecto Ricardo Velázquez Bosco.

El palacio de doña María Diega

El que hoy conocemos como Colegio Champagnat de Hermanos Maristas, fue palacio de los Condes de la Vega del Pozo desde el siglo XVIII. Cuando pasó a habitarlo, a finales del siglo XIX, la titular del condado y ducado de Sevillano, doña María Diega Desmaissières, el afamado arquitecto burgalés Ricardo Velázquez Bosco fue llamado a desarrollar las necesarias reformas, que lo convirtieron en una maravillosa edificación, modelo de palacios y mansiones aristocráticas. Las obras se hicieron entre 1900 y 1910. Es curioso constar que de todo lo que Velázquez Bosco construyó para la duquesa en Guadalajara, no ha quedado ni un sólo documento, ni un solo plano original. Pudiera deberse al saqueo que en 1936 sufrió este palacio, incendiado y saqueado por masas incontroladas.

Tenía el primitivo palacio de los López Dicastillo una estructura palacial tradicional, con patio central, de dos pisos, escoltado de pilares. Velázquez lo amplió en todas las direcciones. Desde la parte posterior se salía al parque, que no sé muy bien de qué manera, tuve ocasión de verlo, siendo muy pequeño, dejándome una imagen de solemnidad y misterio. Hoy se ha convertido en un amplio patio para los deportes de los escolares.

En el viejo palacio, Velázquez añadió un torreón con cubierta afrancesada, una rotonda poligonal, acristalada, terrazas con balaustres, y muchas columnas, muchos adornos y muchos tímpanos… de los interiores, que eran deslumbrantes, hoy solo quedan vagos recuerdos. El principal estudioso de la obra de Velázquez Bosco, el catedrático madrileño Baldellou, es sumamente crítico con la actuación que los hermanos maristas realizaron a la hora de adecuar el palacio de la duquesa de Sevillano para Colegio.

En el costado meridional del palacio se alza la capilla de San Sebastián. Inicialmente tenía acceso también desde la calle, y para ello se construyó esa gran puerta de arco semicircular que vemos junto a estas líneas. Velázquez la trazó con toda la riqueza de su imaginación, y le puso esos capiteles perfectos, algunos de ellos en voladizo, sin columna, y otros con las volutas invertidas, además de la escena escultórica del martirio del santo, que también vemos ilustrando este trabajo. El primitivo proyecto para la capilla contemplaba dos torres laterales, pero al final Velázquez se decantó por una sola y esbelta torre con aires renacentistas, tal como hoy vemos. El interior, que es hoy capilla del colegio, no tiene ningún interés arquitectónico.

El escultor de San Sebastián

El autor de este magnífico conjunto escultórico fue Ángel García Díaz, un artista que a pesar de sus enormes cualidades técnicas y su inspiración llena de fuerza y sugestión, ha pasado casi desapercibido para la historia del arte español. De su estilo, que ofrece la elegancia y el dinamismo de la inspiración más firme y una técnica verdaderamente depurada, podemos decir que se encuadra en lo que podría denominarse como Simbolismo europeo.

García Díaz nació en Madrid, en 1873. Formó desde muy joven en el grupo de artistas que saliendo del romanticismo se aplicaron al nuevo movimiento simbolista, coleccionando sus primeras sabidurías bajo las lecciones del afamado Francisco Bellver y de los oficiales de la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando. Como muchos de ellos viajó a Roma, donde permaneció tres años, y dos más en París.

Muy joven todavía, en 1892, obtuvo un premio en la Exposición Internacional por dos de sus obras. Más adelante, en las exposiciones generales de 1895 y 1897 también cosechó algunos triunfos, como lo había hecho previamente en la Exposición Universal de Barcelona de 1888. En 1899 ganó la medalla relativa a la Escultura Decorativa. En la Exposición de 1904 en Roma ofreció a la admiración pública «La planta del Senado», y la escultura titulada «En la vía de la vida».

A su vuelta a España entró al servicio de doña María Diega Desmaissières, que le encargó diversas esculturas para su panteón en Guadalajara (las tallas de San Diego de Alcalá y Nª Sra. de las Nieves), las pilas de agua bendita con cabezas de ángeles, y esta escena del martirio de San Sebastián para el tímpano de su Capilla privada. Aunque ya en 1901 hizo, por encargo del arquitecto Velázquez, el primer boceto para el enterramiento de doña María Diega, no sería sino a partir de 1916, tras la muerte de esta señora, cuando Ángel García se dedicara al proyecto y talla minuciosa del grupo escultórico que aparece en la cripta mortuoria del panteón, consiguiendo su obra suprema de elegancia y soltura, en un verdadero arrebato de arte modernista, que concluyó en el año 1921.

Muchas otras obras produjo por entonces este escultor magnífico y hasta ahora casi ignorado, pero que con toda justicia puede ser incluido en el catálogo de los escultores españoles del modernismo. Quedó el segundo en los concursos nacionales convocados para la realización del Monumento a Cervantes y del monumento a las Cortes de Cádiz. García Díaz es el autor de la famosa «Virgen de la Roca» en los bosques cercanos a Bayona, una imagen de 21 metros de altura, con una escalera interior, verdaderamente fastuosa. Son suyas también las figuras de la Escuela de Minas de Madrid, que talló por encargo del arquitecto Velázquez, así como los caballos del puente de María Cristina de San Sebastián, todas las imágenes en mármol de la iglesia madrileña de San Manuel y San Benito, haciendo múltiples figuras para el altar mayor de la catedral de Burgos y unos ángeles de 3 metros de altura en su claustro.

Para terminar, traer al recuerdo algunos detalles de aquel gran palacio que perteneció a la duquesa de Sevillano. Se inauguró en 1909, y los periódicos de la época narraron en alambicadas crónicas cómo era la mansión: el dormitorio de la duquesa estaba iluminado por cuatro balcones, y comunicaba con la rotonda, enorme y luminosa, con una fuente-surtidor de mármol en su centro. Todas las modernidades tenían su asiento en esta casa: luz eléctrica, ascensor, timbres, teléfono. Había un salón de fumadores que Velázquez decoró en arrebatada simbología árabe, con sus muros cuajados de azulejería de Talavera. Autoridades y pueblo, cuando eran invitados por la duquesa a entrar en esta casa, quedaban maravillados. Hoy, al menos, nos ha quedado un mínimo resplandor de tanta belleza: además de la forma externa y arquitectura de este palacio, podemos admirar esta escena del martirio de San Sebastián, del escultor García Díaz, que merece figurar entre lo más interesante del patrimonio artístico de la ciudad.

Los Barrionuevo de Peralta, señores de Fuentes de la Alcarria

 

Un grupo familiar de características singulares, chocantes, incluso soprendentes para lo que era usual en el Siglo de Oro español, lo constituyeron los Barrionuevo de Peralta, individuos que aunque madrileños de nacimiento y residencia, en muy largas temporadas habitaron el lugar de Fuentes de la Alcarria, del que tenían el señorío jurisdiccional, y allí dejaron memoria clara de su existencia, aunque por los avatares desgraciados de la historia, hasta esa memoria ha quedado borrada en su aspecto material, y sólo lo que uno que ande metido en esto de bucear en la historia y en las antañonas crónicas de nuestros pueblos obtenga de viejos papeles es lo que nos servirá hoy para rememorar a tan curiosa serie de personajes.

Fundador de la saga es don García de Barrionuevo y Peralta. Señor hidalgo de solar conocido en tierras de Soria, que había nacido en Madrid, hacia el año 1520, y había formado parte, como tercerón, en la corte de don Felipe II, al que sacó en cierta ocasión la distinción de ser caballero santiaguista. Vivió de los dineros allegados por sus abuelos, y de la gloria inconcusa de haber ofendido (sus ancestros, claro) valientemente y descalabrado sin discusión a buena parte de la grey mahometana que poblara la Península en tiempos medievales. Así lo dice Diego de Urbina, rey de armas de Castilla, en su «Máxima Nobiliaria», monumental escrito heráldico que tuve la suerte de encontrar en la sección de manuscritos de la Biblioteca Nacional, y en el que se dice de estos Barrionuevo

 No bes aqueste escudo aquartelado

con los castillos de oro en campos roxos

y las cruzes del oro azenderado

en campo azul mostrando mil enojos

es de Barrionuebo, aquel azelerado

que en Othomanos hizo mil despojos

por quien Soria se muestra más gloriosa

con la lanza y espada desdeñossa.

Don García tuvo el gusto de comprar el lugar de Fuentes [de la Alcarria] hoy en la provincia de Guadalajara. Lo hizo en 1579, gozando desde ese momento de todas las prerrogativas del señorío jurisdiccional, y ejerciéndolo, pues sabemos que puso autoridades por su mano (nombró al corregidor, a los alcaldes y a los justicias) y reguló el cobro de los impuestos, de los que no era el menor la alcabala del portazgo que pagaban los ganados que pasaban por delante de su fortificada silueta. Una inversión como otra cualquiera, que le supuso unos ingresos destinados, por lo dadivoso de su espíritu, a hacer limosnas y sufragar penurias. Jerónimo de la Quintana, en su obra Grandezas de Madrid, hace grandes elogios de don García, de quien dice dedicó sus caudales a fundar capellanías en la iglesia de San Ginés de Madrid y en la parroquial de su lugar de Fuentes donde edificó una iglesia muy suntuosa, enriqueciéndola con muchos ornamentos, ricos cálices y demás cosas necesarias para el culto divino, y dotando doze capellanes perpetuos que celebran de ordinario en ella. Como una colegiata a lo grande quiso don García que fuera la iglesia de Fuentes. En Madrid quedó fama de su bondad y caridad, y así José Antonio Alvarez Baena en su obra Hijos de Madrid nos refiere con pormenor la causa de esta nombradía, pues en su casa no se veía otra cosa que pobres de la mañana a la noche, sin que cesase de dar limosnas por su propia mano a cuantos venían y a cuantos encontraba, poniendo gran cuidado en saber los pobres enfermos, tullidos o los que por ser bien nacidos no salían a pedir, y les enviaba los socorros a su casa. Si esto es verdad, habrá que irse quitando el gorro (el que lo tenga) ante la memoria de don García. En cualquier caso, un aplauso muy fuerte. Murió en Madrid, en 1613. Se mandó enterrar en la iglesia de San Ginés, de la que era feligrés, y allí se puso poco después una estatua sepulcral de escaso mérito. Su fama de hombre amable, caritativo y cristiano le acompañó siempre. Hasta en el documento de la ejecutoria de su hidalguía, otorgado por la Chancillería de Valladolid (que acompaña estas líneas gracias a que me la ha facilitado mi buen amigo don Manuel María Rodríguez de Maribona y Dávila, secretario del Colegio Heráldico de España y de las Indias), don García quiso que aparecieran varios motes que acompañan a las armas de su linaje: el Ama y teme a Dios, El Alma de la nobleza es la virtud, y Deve el más noble pues ha recibido más ser más humilde son evidencias de su clara trayectoria.

Había casado con doña María de Vera y Molina, de una linajuda familia de Ubeda con raíces molinesas (como lo atestigua el emblema heráldico de su segundo apellido, que aparece en el cuarto cuartel del escudo de la ejecutoria, y que pertenece a los Ruiz de Molina, originarios del Señorío y señores a su vez de Castilnuevo de Corduente, de Embid y de otros sitios). Y había tenido al menos tres hijos, a los que educó con esmero y en el temor de Dios. Salieron los tres con ansias militares, muriendo dos de ellos en acciones de guerra por la península itálica, entrando luego el que quedaba a ser ministro de la iglesia, tras comprobar la evidencia de la fugacidad del placer y la vanidad de las pompas humanas. Fue este el más conocido de todos (quizás por vivir más tiempo) don Jerónimo de Barrionuevo, que escribió los famosos Avisos (cartas escritas entre 1654 y 1658 a un deán de la catedral de Zaragoza) en que ponía como noticias las más sorprendentes anécdotas y curiosidades de la vida española de ese periodo. Vivió largas temporadas en Fuentes, trasladándose luego a Sigüenza, donde muy a pesar suyo vivió, y quizás murió. A la villa de Fuentes dedicó algunos poemas y obras teatrales. No podemos olvidar aquella titulada El Judas de Fuentes, ni el poema que dedicó al enclave alcarreño, y que bajo el título de A la villa de Fuentes de mi hermano, la viste con no merecido traje de burla y de ironía. Dice de ella

Metido como en esconce

un lugarillo pequeño

se viste de noguerado

entre peñascos inmensos.

Villa en lo porfiado,

de condición carrasqueño,

frontera, si no de moros,

de Biruega, que es lo mesmo;

todo nabos, todo zupia,

ésta en licores groseros,

y aquellos por esos aires

solamente para truenos.

Como vieja desdentada

son sus casillas sin serlo,

pudiendo servir de cortes

a los gruñideros negros.

Fuerte, realmente, para que luego le acogiera la serenidad de la atmósfera sacrosanta de la iglesia parroquial en forma de revestido caballero manteado y agorgolillado, rezador y funesto. No me extraña que siglos después (concretamente en 1936) le prendieran fuego a la estatua que le representaba. Claro que no lo hicieron (alguien lo haría, digo yo) por saberse este verso, sino a lo bestia, sin saber por qué, que es como en España se han quemado las iglesias.

Pero a lo que íbamos. Mandó el padre, el primigenio don García de Barrionuevo, que aunque le enterraran en Madrid, pusieran en la iglesia de Fuentes sendas estatuas orantes que le representaran a él, a su esposa doña María, y a sus hijos don Francisco, don Jerónimo (el del verso) y don Bernardino, el más pequeño. Todos por igual, serios, delgados, como tísicos, con galanura trazados sus perfiles, hasta el punto de que Ricardo de Orueta en su clásica obra La escultura funeraria en España esboza la teoría de que podían deberse a la gubia de Pompeyo Leoni, nada menos. Fuera de quien fueran estas estatuas, el caso es que durante la Guerra Civil de nuestro siglo las quemaron y sólo nos ha quedado de ellas el recuerdo gráfico de las obras de Orueta y Layna (La provincia de Guadalajara, escrita junto a Tomás Camarillo) y la memoria de las gentes de Fuentes que aún recuerdan -los más viejos solamente- que hubo en las hornacinas de los muros «unas estatuas muy antiguas de unos señores muy requetefeos». Triste destino a tanta grandeza. Y eso que en el epitafio escrito de don García se decía que con la Nobleza de sus hechos igualó la de su Linaje. Fue modesto, templado, amable y oficioso con los bivos y piadoso con los muertos. Lástima, y que, al menos, no se pierda su memoria.

El barranco del Alamín, nuevo como el siglo

 

Hace dos días, el miércoles 3 de enero, y ayer mismo, recién estrenado el siglo XXI, Guadalajara recibía el nuevo rasgón del péndulo con luz y sonido. Con una luz y un sonido propios de esta nueva centuria que se abre: imágenes virtuales sobre el agua del viejo arroyo del Sotillo, cuando se cuela en las honduras del barranco del Alamín. Hoy hemos podido ver que ese antiguo y oscuro barranco es una de las mejores rinconadas naturales y una atractiva oferta para el descanso, el solaz y la nueva imagen de esta Guadalajara que entra en un nuevo tiempo con la fuerza de la sonrisa abierta. El barranco del Alamín se ha puesto de largo con este espectáculo, y, aunque todavía no inaugurado oficialmente, ya comienza a captar los paseos, las miradas y ojalá que muy pronto las nostalgias de los guadalajareños.

En el tiempo de los moros, uno de ellos que viajaba por España llegó a Guadalajara, la Madinat-al-Faray de las viejas crónicas musulmanas, y dejó esta frase escrita en su cuaderno de viajes: Guadalajara es una bonita población bien fortificada y abundante de producciones y recursos de toda especie. Está rodeada de fuertes murallas y tiene aguas vivas. Esto lo decía Mohamad al-Edrisi, hace ahora unos mil años, y uno no puede por menos de sorprenderse cuánto tiempo tiene que pasar para que lo que entonces era admirable, y durante un milenio dejó de serlo, vuelva a recuperar ahora la bandera de la hermosura de esta ciudad que lleva ya sobre el mundo larga nómina de siglos.

Porque si para al-Edrisi, la ciudad de Guadalajara era hermosa en cuanto que tenía una fuerte muralla, y ofrecía «aguas vivas» en su entorno, ahora resulta que es ese el elemento que se ha recuperado como uno de los alicientes para dar una imagen totalmente nueva de nuestra capital: lo poco que queda de muralla, y las «Aguas Vivas» que ofrecen una nueva ciudad que la mira.

Una actuación ejemplar

El Ayuntamiento de nuestra ciudad ha realizado en estos dos últimos años, de una forma silente pero muy firme, algo que muchos ni habían soñado: darle un nuevo perfil a Guadalajara, una imagen nueva, física, real, antigua de mil años, y moderna a un mismo tiempo, impensable hace muy poco. Combinando la buena gestión municipal del actual equipo de gobierno, con el cariño hondo a la ciudad y el interés por ellos demostrado de rescatar de ella todo lo que tenga auténtico sabor de raigambre, el Ayuntamiento se fijó hace un par de años sobre un espacio que siempre estuvo oculto, sombrío, sucio y (por qué no decirlo…) maloliente.

Tras un concurso de proyectos para el tratamiento integral del Barranco del Alamín, un equipo pluridisciplinar acometió con ilusión la tarea de modificar y rehacer ese espacio que no llegaba a ser en ningún caso urbano, pero sí integrante de la esencia de la ciudad. El barranco del Alamín separaba a la ciudad murada del campo. Y en ese campo han surgido ahora barriadas amplias, calles y avenidas, espacios de ocio, que requieren la unión de lo viejo y lo nuevo.

El barranco del Alamín

El barranco del Alamín quedó siempre apartado de la consideración pública de espacio urbano. Ni era parque, ni era estercolero. Se trataba de una zona de nadie, abandonada por todos. Una zona que, además, durante siglos fue el extremo de la ciudad, el lugar donde nunca iban los duques, ni se asomaba la procesión del Corpus, un lugar donde habitaron, hace muchos siglos, los moros… a pesar de que el barranco del Alamín se había quedado hoy, especialmente tras dar el salto decidido la ciudad hacia el norte, en el centro de todas las miradas.

Y después de un par de años, de haberlo recorrido cuando se hacía junto a alguno de los profesionales que participaron en el proyecto y adecuación del espacio, la semana pasada volví a darme una vuelta por este lugar, que ahora está ya limpio, ensanchado, domesticado y puesto en valor. Miré y fotografié la ancha banda de claridad que es ahora el barranco, desde la antigua carretera de Zaragoza, hasta casi el río, hasta la puentecilla Salinera.

Me ha sorprendido y me ha gustado ese aire de parque ancho y limpio que le ha nacido, como en cascada, dando solemnidad al agua que se desliza, entre estanques y cascadas, desde San Francisco hasta el Henares, saltando casi 80 metros de diferencia de cota. Ese parque del Alamín que respeta, y recobra, la visión de la espalda de la ciudad, en la que surgen altivos los muros de un convento barroco, las paredes de una iglesia (Santa María) mudéjar, y las amuralladas rotundidades de un alcázar moro/cristiano que, además, también se está excavando, limpiando y recuperando. Me gustó porque es otra Guadalajara, distinta y nueva, como si algo en nuestras vidas se hubiera también renovado, tan sólo por ver nuestra ciudad natal más alta, más abierta, con una faz distinta.

Perfil y cuerpo de una ciudad

Las ciudades tienen perfil, y tienen cuerpo. Los de Guadalajara fueron siempre (o a mí me lo parecieron) de señorita delgada y esbelta. De cintura breve, de piernas altas, de cara alegre. No sé si será mejor o peor: ver la ciudad de donde uno es con el optimismo que da el cariño. Quizás otros, más críticos y severos, sean además más responsablemente felices. A mí me gusta así: morena y de ojos grandes. Así es mi Guadalajara. Que ahora ha recuperado su perfil por el norte. Porque el saneamiento y adecuación del barranco alaminero que ha llevado adelante nuestro Ayuntamiento, la ha despejado la faz. La vemos nueva, más alta, con su quebrada línea de tejados, de torres y ábsides, de corrales y de higueras, de patios donde parece resonar la canción de las niñas que juegan a la comba. La espalda de Guadalajara recobra su aire de belleza mora, y estoy casi seguro de que si volviera al-Edrisi a cabalgar por la nueva Avenida Salinera que el Concejo ha tenido el acierto de poner a la calle que recorre la urbanización Aguas Vivas frente al barranco, la reconocería de inmediato: es su ciudad, aquella que viera hace mil años, bien fortificada y abundante de producciones… esa que hizo exclamar, hace bien poco, a nuestro escritor Alfredo Villaverde Plegarias iban proclamando de Alá luz y misericordia. Desde los alminares va la voz del almuédano deshojando tu nombre: Wad, al, hayara…

Una voz que parecía resonar la otra noche, sobre el agua negra del arroyo del Sotillo, antes de pasar bajo el puente de las Infantas, bajo el cuadrón solemne de la medieval torre del Alamín. Un espacio, largo y risueño, que me gustaría poner en la frente de este año nuevo, de este siglo XXI, de este tercer milenio que acabamos de pisar sin darnos cuenta. La frase Guadalajara hacia el siglo XXI (una campaña que ha dirigido las miradas de los arriacenses hacia el tiempo nuevo) podría quedar personificada en este lugar que ya espera vuestra visita, con el sol del mediodía que tanto se agradece ahora en el invierno.