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enero, 1999:

Aparece la botarga por la tierra de Guadalajara

 

En estos días que tenemos, como un festival multicolor de ofertas y bondades, la FITUR abierta en Madrid, y la cara alegre de Guadalajara ofrecida a los cuatro vientos, no es tarea perdida evocar una de las esquinas en las que se fundamenta el turismo de nuestra tierra. Y hacerlo precisamente en los días (estos últimos de enero) en los que el viejo rito, la costumbre que nadie sabe de donde surge, ni por qué, cobra fuerza y adquiere protagonismo por las empinadas callejas de nuestros pueblos serranos.

Me estoy refiriendo, de una parte, al Costumbrismo, a los rituales festivos más antiguos y propios. De otra, a las botargas serranas, que son la punta de ese muestrario de festividades típicas, de asombrosas manifestaciones del primitivo genio de nuestra tierra alcarreña, campiñera y serrana.

En la FITUR están exponiendo su imagen todos los pueblos, villas y ciudades que (con una más que merecida capacidad y una orientación perfecta y adecuada) saben que su porvenir anda por el Turismo bien llevado. Y así ciudades como Sigüenza y Molina, o villas como Pastrana, Cifuentes y Torija, o comarcas como el Alto Tajo, la sierra Norte, etc., están diciendo a los miles de visitantes de Fitur por qué merece un viaje nuestra tierra.

Pues bien: Guadalajara entera se merece un viaje por todo eso que allí se dice, y porque la pureza de sus costumbres aún tiene fuerza para servir de reclamo propio, con personalidad. Y si no, que se lo pregunten a los vecinos de lugares como Beleña, Arbancón, Retiendas y Peñalver, en los que muy pronto van a salir las botargas a recorrer sus calles. Las botargas son uno de los más ricos patrimonios culturales de nuestra provincia. Porque en ninguna otra parte se ve, ni se vive, ni se escucha con la pureza y la fuerza que en nuestros pueblos serranos y alcarreños. En torno a la fiesta de las Candelas, de San Blas, de Santa Águeda. En algunos sitios ya han salido por San Sebastián, o por la Virgen de la Paz, y en otros aparecerán más tarde, pero siempre al sol tibio del invierno que parece querer retirarse, surgen las fiestas de botargas. Afortunadamente, vivas en muchos sitios (Aleas, Montarrón, Beleña, Retiendas y Arbancón), permanentes en todos (Mazuecos, Peñalver, Robledillo, Valdenuño) con la alegría de una fiesta de origen y evolución misteriosa, pero propia y querida surge en todas partes.

Muchas y curiosas

En Guadalajara surgió el pasado año la botarga de la ciudad, recuperada por el Grupo «Los Mascarones» y apoyada por el Ayuntamiento capitalino. Con la seguridad que da el estudio pormenorizado de cómo fue aquel danzar, como fueron aquellos trajes y aquellos sonidos, aquellas subidas y carreras por la calle Mayor. Todo un lujo de color y formas que los arriacenses recuperamos.

Pero en la provincia se suceden las escenas, los ritos y los sonidos de cencerros. Las máscaras saltan a la calle. Es la botarga.

Los trabajos que en la segunda mitad de este siglo han realizado Julio Caro Baroja, Sinforiano García Sanz y José Ramón López de los Mozos, fundamentalmente, nos han ido revelando formas, ritos y significados de estas fiestas. En los próximos días, concretamente en sábado y domingo más cercano al día de la Candelaria (2 de febrero) aparecerán en las calles de Retiendas la botarga de este pueblecito preserrano. ¿Qué hace esta figura de color y ruido?

Bailar y asustar a los pequeños. Además de la procesión de la Virgen, surge bailando la botarga: traje de paños multico­lores, careta de diablo, cachiporra y castañuelas, con un buen nudo de cencerros en la espalda. Este personaje da brincos y hace sonar las latas delante de la imagen, sin darla nunca la espalda. Al regreso de la procesión dentro del templo baila la botarga y suena el tambor. Los que llevan las andas se arrodillan tres veces con la imagen sobre los hombros, y la gente arroja monedas sobre ellas. La sonoridad de la botarga sigue pasando por las casas a coger chorizos y pidiendo dineros a las gentes. Luego se deja caer por un terraplén, mientras los chicos del pueblo apedrean un «pajarito» o dulce típico puesto sobre la cachipo­rra de la botarga.

Botargas aquí y allá

Será este tema una buena justi­ficación para hacerse a La carretera, consultar el mapa, arribar a los pue­blos, y conocer mejor su forma de ser y de expresarse. En este caso concreto de las botargas, y aunque en cada pueblo y cada festividad se manifiesta de un modo diferente, en común aparece su carácter jugue­tón, temido de niños y reído de mayores, revestido de un traje de franela o paño fuerte de múltiples colores, la cara tapada de una más­cara enloquecida, las manos ocupa­das de porras, naranjas y castañue­las, las espaldas y cintos apretadas de cencerros y campanillas, y unas ganas incansables de correr, de gol­pear «a propios y extraños», de pedirles limosnas y voluntades, de saltar en silencio delante de la Vir­gen, de San Blas o de quien se lo pida generosamente. En fin, un día donde lo cotidiano se olvida y la magia del primitivismo prehistóri­co parece aflorar en cada plaza, en cada era, en cada rincón frío de los pueblos de nuestra provincia. Un buen momento, —mañana, el dom­ingo- para conocer esta costum­bre milenaria, para recordarla y revi­virla, para saber un poco más de nuestra tierra. Y así poder decir, en la FITUR que también estos días se celebra, que en Guadalajara hay, todavía, más, mucho más de lo que viene en los folletos turísticos.

Hoy, podemos decirlo al modo antiguo, «toca bo­targa». Toca para que sepamos que ­aún late el profundo sentido po­pular de nuestra tierra. Para que nos sintamos también reconforta­dos por ese decidido empuje que se le da a la naturaleza, por obra y gracia de un folclore antiquísi­mo, multicolor y misterioso todavía.

Villaverde protagonista

 

Entre las tres docenas largas de personajes e instituciones que este año la Redacción de Nueva Alcarria ha encontrado como populares entre los alcarreños, para mí ha sido una verdadera alegría encontrar el nombre de Alfredo Villaverde Gil. Un escritor alcarreño que ha puesto, en los ya largos años que lleva de ejercicio de esta actividad, el listón muy alto y la bandera del alcarreñismo por las nubes. Ejerciendo de escritor, de pensador, de poeta, de dramaturgo, de ensayista, y de conferenciante, con honestidad y firmeza. Y, sobre todo, con perseverancia y continuidad, algo que hoy día es muy difícil encontrar por estos lares, en que son tantos los que empiezan a correr y tan pocos los que llegan a la meta.

No me ha extrañado esta nominación, porque en el pasado año Alfredo Villaverde ha cosechado importantes galardones y ha visto de otros modos reconocida su valía. Recibió, por ejemplo, el Premio Quijote de periodismo turístico instituido por la Junta de Comunidades y dotado con un millón de pesetas. Poco antes había recibido el Premio «Castilla la Mancha» de Novela Corta en su XIII edición, y aún previamente había recibido en Cuenca el Premio Alfonso VIII  de Poesía concedido por la Excma. Diputación Provincial de esta provincia vecina.

Villaverde, poeta

La voz de Villaverde es la de un poeta actual y hondo en su expresión, que mide la palabra y la talla como un orfebre. Nace esa capacidad del análisis preciso de la realidad, del conocimiento de la naturaleza humana, de las largas lecturas, de los inacabables viajes. Es en toda la dimensión de la palabra un intelectual que expresa de modo poético su saber y su cabal visión del mundo.

Se inició hace ahora 20 años, en 1979, con su primer libro Confirmación de la intimidad, y desde entonces ha producida una decena de obras de contenido poético, unas veces en verso (la mayoría) y otras en prosa, como puede ser su Oráculo encendido, que ganó en 1987 el Premio Zenobia y que fue publicado en la colección Rabindranth Tagore. En ocasiones, su trabajo se ha movido por las candilejas del cine, y de él nació La ciega luz de las imágenes, en el que ese mundo luminoso del cinematógrafo quedó prendido y dibujado en imágenes sugerentes. La sede de Tántalo, aún, es otro poemario de basamenta reciamente humana, y para mi gusto, el más hermoso de los libros poéticos de Alfredo Villaverde es sin duda el último, El Viaje Prodigioso, en el que su experiencia de trotamundos queda refleja en sus impresiones delicadas, certeras, de lugares remotos y entrañables (Venecia, Marrakech, el cementerio judío de Praga…)

A su ciudad natal, Guadalajara, ha dedicado Villaverde hermosas páginas. Vivió su infancia en los entornos de la Plaza Mayor, aquella que aún tenía parterres, bancos y un puesto de periódicos. De ella ha dicho, recordando el momento en que el Reloj del Ayuntamiento da las doce campanadas

Escucho el carillón en otra atardecida,

en otro ser cuajado de silencios, de notas

tan antiguas y oscuras como un sonambulario

que golpea el recuerdo armando su memoria.

En esta misma plaza —lo veo— hay una fuente

y en su piso de tierra los niños que golpean

la pelota de trapo. Algún coche que pasa

con su tos de bencina. Entre los soportales

las castañeras velan el frío de noviembre

y un urbano persigue a los más contumaces

que apedrean la noche de risas, travesuras,

con su ingenua fiereza de barrios en algara.

En el sonido grave del ayer me sumerjo.

La ciudad provinciana. El paseo diario.

La levedad del tiempo que pasa de puntillas

y nos deja fragancias de estuco y yerbabuena.

El rumor de aquel beso robador de inocencia

mientras daban las nueve en todas las farolas.

¿Acaso aquella voz, aquel latido hermoso

de músicas serenas se perdió como un eco?

La plaza está desierta. En sus losas desnudas

herida la campana del corazón resuena

mientras bebo el aroma de esta copa vertida

con un sabor amargo de añil melancolía.

Se ha dormido el reloj. La noche va borrando

con sus alas las huellas. Entre las sombras sólo

la herencia del silencio como un mar inmutable

de aquel volver a ser inventando el recuerdo.

No puede el poeta con más cariño y hondura retratar la imagen de su ciudad, de su plaza, de sus años perdidos.

Villaverde, novelista

También ha hecho incursiones en el mundo de la novela, y así nos ha dejado Villaverde la que tituló «Don Iñigo, crónica y ficción del Marqués de Santillana», que publicó Enjambre en 1985. O la que, ambientada en la Serranía molinesa y del Alto Tajo, con personajes de carne y hueso, ha titulado «Nunca olvides nuestro jardín de estrellas». Tiene acabada otra que conozco y puedo decir que es singular y maestra: «Lucena» se titula y trata del personaje don Luís de Lucena en una fantástica revitalización de un ambiente perdido, la Guadalajara de finales del siglo XIX. Dará mucho que hablar.

Villaverde, dramaturgo

El mundo de las tablas lo ha tocado Alfredo con asiduidad. Él mismo es un magnífico actor, aunque nunca ha actuado de cara al público. Nunca olvidaré la interpretación que hizo de unos poemas de García Lorca en una noche de Nápoles, que arrancaron los aplausos y la admiración de decenas de personas que le invitaban a recitar y expresar su genio. Ha escrito dos obras perfectas: «Doncel», con una fábula sobre Martín Vázquez de Arce, y «Las Razones del Rey», quizás su libro más conocido, por haber alcanzado una tirada máxima, y en el que se da la epopeya amorosa y política de Felipe II, Antonio Pérez y la Princesa de Éboli en ese triángulo perfecto donde la pasión de estado, y el amor humano se entremezclan. La técnica del teatro, que es tan difícil, también la domina Alfredo Villaverde.

Villaverde, en fin, escritor

Creador del Grupo «Enjambre», que durante años dinamizó la vanguardia literaria en Guadalajara, ha caminado muchos otros tramos de vida y acción con el arma de la poesía, la literatura y el periodismo en las manos. Creador de una editorial, Words, en la que han aparecido hermosos libros sobre ciudades (Ciudades Mágicas) entre ellas la nuestra, Guadalajara, y otra cercana, Sigüenza. Periodista de turismo, es actualmente Presidente de la Asociación Castellano-Manchega de Escritores y Periodistas de Turismo, y en estas mismas páginas de Nueva Alcarria nos ha dejado, durante largo tiempo, palpable su capacidad de entrevistador y sagaz buscador de almas.

Sé perfectamente, y con esto acabo, que a Alfredo Villaverde le sonarán estas palabras a ripio sentimentaloide, o a halago gratuito nacido de una amistad larga y cuajada. No debe sonar tan mal, porque en realidad es el mínimo, instantáneo homenaje, que la provincia de Guadalajara le debe como escritor completo e intelectual de talla. Que al menos, hoy viernes, en la «fiesta de los populares de Nueva Alcarria» se le reconozca esa valía cuando, con otros muchos alcarreños/as notables, suba al escenario a recoger su diploma.

Una Alcarria medieval y viva

 

Para comentar el último libro de Francisco García Marquina, que es una de esas obras de arte a las que en contadas ocasiones se tiene acceso, porque entran muy pocas en docena, se hace necesario volver la mirada a la Edad Media en la Alcarria.

Y ello porque Cosas del Señor, que así se llama la obra en cuestión, trata de forma poco canónica y un mucho sorprendente, lo que aproximadamente debió ocurrir en estas tierras hace seis siglos [y pico]. Una historia de señores, de vasallos, de aldeas mínimas y grandes catedrales. Una visión heterodoxa, pero absolutamente real, de una sociedad olvidada. Y unos personajes que navegan en una insegura barca, a medias entre la realidad y la fantasía, a caballo entre la invención y la expectación más sencilla. Porque en ese cúmulo de más de doscientos personajes que hacen a Cosas del Señor un mundo consistente, hay muchos que todavía viven, entre nosotros.

Cosas del Señor

Hay libros de muy difícil catalogación. Cela decía que «novela» es cualquier libro al que debajo del título se le escriba esa palabra. Y hoy uno no se puede fiar de aquello que está hecho de hojas de papel y tiene cubiertas de cartón, pues aunque se le pueda llamar libro, puede contener desde instrucciones de uso de una lavadora a soflamas en pro del voto a un partido. Lo cual, evidentemente, se aleja del concepto ideal de lo que un libro ha de ser. De un amigo.

Lo que acaba de escribir y publicar Francisco García Marquina es, realmente, un libro. Y puede que sea una novela, si así lo desea el lector. En cualquier caso, lo que Cosas del Señor sea va emparejado con un aplauso, con una carcajada, con un «vítor» firme al terminar de leerlo. Con una satisfacción inmensa de ser alcarreño, de vivir en una tierra en la que, posiblemente, vivieron gentes y pasaron cosas como las que en este libro se cuentan. Porque si en el siglo XIV, según narra el autor, la Alcarria y sus pueblos y sus vegas estaban tan llenas de vida, y en ella bullía tan intensamente la sabiduría patrística, la experiencia dilatada, el buen ánimo, la alegría del sexo, y el miedo al más allá de la muerte, es señal de que la vida explosionaba en cada caserón, y los castillos (léase el de Torixa), los monasterios (el de Sopetrán por ejemplo) y los molinos (como el del protagonista Esteban Priego, sobre el río Umbrío, el que pasa por Caspueñas) estaban cuajados de energía vigorizante, de alegrías y miedos que construían seres humanos perfectos.

Gira la novela en torno a un pueblo (que podría ser muy bien la villa de Caspueñas, en el valle del río Ungría) y sus habitantes. Suceden cosas en la gran ciudad, Guadalajara, donde los eclesiásticos muestran su humano corazón abierto. Y bajan las tristezas y las alegrías desde la altura de Torija hasta el solemne rigor benedictino de Sopetrán. Sin olvidar la cosmopolita Hita, su Arcipreste Juan Ruiz, embaucador por poeta, y sumo sacerdote del mozarabismo por sus versos y sus alientos.

La explosión de la Peste Negra en Europa, y su llega a España, a la alcarria, a este fragmento del mundo en el que discurre la novela, es el motivo central del comportamiento de sus personajes.

De aquella catástrofe sanitaria y social, apenas han quedado recuerdos entre los documentos de los archivos, pero sin duda la conmoción que produjo, el seísmo poblacional, y la alucinación de las mentes que sobrevivieron, transformó a esta tierra brutalmente, en poco tiempo. Anclada en la imaginación, nuestra Alcarria sobrevive a la conmoción porque sobreviven algunos de sus habitantes. Ellos le dan el pulso a la historia, a esta novela que cifra su conformismo en esa frase tan al uso entonces: estas cosas pasan porque lo quiere el Señor. Son… cosas del Señor. Cosas que pudieron haber sido. Hoy redivivas y alerta.

Una novela alucinante

En Cosas del Señor leemos mil y una historias prendidas en un hilo común. Más de doscientos personajes surgen entre sus líneas, repartidos por pueblos, paisajes y edificios que están todavía visibles, vivos en su mayoría, cerca de nosotros. La Alcarria de Brihuega, del Badiel, de Torija, los llanos altos y fríos sobre los valles rumorosos y verdes, tienen en este libro una carga de historias humanas que ciegan y enamoran.

Es este un libro universal, una mezcla de historias que valen para ser leídas en cualquier sitio y desde cualquier perspectiva. Porque si tiene un «tempus» (el siglo XIV) y un «locus» (la Alcarria de Guadalajara), el carácter multiforme que el autor da a su historia/s es de una validez continua, amplia y humanizante.

La sucesión de sensaciones, de emociones y de sonrisas que provocan en el lector la lectura de esta novela, justifica la proposición que aquí hacemos de correr, ya, a por ella, y empezar a leer su inicial descripción del río Umbrío, para no poder parar hasta rematar con el destino, un tanto administrativo y triste, del protagonista, el molinero Esteban Priego, a quien se le toma el cariño necesario como para reiniciar la lectura de la obra con sólo llegar al remate de ella. Es un libro cíclico, una calendario que deja pasar, sin fin y con coda, las hojas todas de su letanía.

El autor de la maravilla

Francisco García Marquina es un escritor de consolidada pluma y gesto llano. Sus muchos libros de poesía, de ensayos y descripciones, cuajan en esta su primera novela, todo un monumento medieval, eterno, hecho con las finas y sutiles piedras del mejor idioma castellano. Meticulosamente trabajados los ambientes, los protagonistas, las escenas. Con una mezcla sabrosísima de realidad y ficción, Cosas del Señor es, ya, una novela redonda para la historia de la literatura castellana en este fin de siglo. Y para contento de nuestros forofos bibliófilos alcarreñistas, una de las mejores obras que se han escrito jamás sobre nosotros.

Una visión histórica del Alto Tajo

 

Ahora que está a punto de alcanzarse la declaración oficial de Parque Natural al territorio que circunda al Río Tajo en su trayecto inicial, lo que todos conocemos por «Alto Tajo», no parece ser mal momento para recordar los inicios históricos de aquel territorio, que apasiona especialmente por su paisaje y la capacidad absorbente de su entorno natural.

Primitivos pobladores

La zona norte de la provincia de Guadalajara es uno de los ámbitos de la geografía española en que asentaron en mayor densidad los pobladores prehistóricos, especialmente el pueblo celtíbero, distribuidos en numerosas tribus, algunas de ellas muy características de las comarcas serranas de esta provincia. Se considera el área de expansión de dichas tribus hasta la orilla derecha del río Tajo en su primer trayecto: arévacos, lusones, bellos, titos y pelendones situaron sus castros, cuevas y ciudadelas en eminencias del terreno que aún hoy permiten el estudio de tan antiguos pobladores y sus costumbres.

Largos siglos deshabitadas estas comarcas del Alto Tajo, aunque se sabe del trayecto de una «vía romana» que desde Cuenca se dirigía a Sigüenza a través de ellas, los árabes pusieron muy sencillos torreones vigías y ninguna ciudad de importancia se situó en esta zona, hasta que en los años medios del siglo XII el empuje castellano de Alfonso VI hizo progresar la reconquista, y hasta la orilla derecha del río Tajo alcanzó la influencia socioeconómica del Común de Villa y Tierra de Atienza, en tanto que la orilla izquierda quedaba a cargo de la gobernación y repoblamiento del Común de Cuenca. En esta división administrativa y social se mantuvo la zona largo tiempo. Se crearon nuevos puestos de vigilancia y, sobre todo, nacieron a lo largo de la Baja Edad Media abundantes pueblecillos de renovada toponimia.

Tiempos medievales

Las zonas más septentrionales de esta comarca, quedaron también desde el principio bajo el regimiento de otros comunes, como los de Molina -que abarcaba desde Peralejos hasta Armallones- y de Medinaceli, que se disputó con Atienza el dominio de la orilla derecha del Ta­jo por la zona de Huertahernando, Canales y Ocentejo.

En realidad, toda la comarca tuvo un similar estatuto organizativo y social. Acudieron a su repoblación gentes norteñas, implantadas sin dificultad sobre el sustrato primitivo, en todo caso poco abundante, de la población celtíbera. Colonos llegados de la vieja Castilla, de Navarra y Vascongadas, de las tierras en torno al Duero, levantaron los pueblecillos que aún hoy se mantienen.

Pusieron en ellas sus iglesias parroquiales, que por ser obras del siglo XII están en casi todos los casos construidas con arreglo a los patrones estilísticos románicos, y roturaron los terrenos aprovechables, viviendo en su mayor parte de la rentabilidad, también muy dura y muy trabajada, de los abundantísimos bosques del entorno.

En este ámbito geográfico y social, es muy destacable la presencia de un punto específico: el monasterio de Buenafuente del Sistal, puesto por los condes molineses sobre la orilla del Tajo, en los momentos de la primera mitad del siglo XII, en los que la otra orilla del río sigue en el incierto dominio infiel. Es conocida esta norma repobladora de afianzar el territorio reconquistado a Al‑Andalus instalando monasterios en los límites. Aquí se dispuso la venida de un grupo de monjes canónigos regulares de San Agustín, procedentes del bosque de San Bertaldo, en Francia, y que tenían por cometido, similar a las entonces nacientes órdenes militares, el de vigilar la frontera al tiempo que guardar las reglas monásticas con rigor. Su territorio se extendió fácilmente, iniciando la creación de otras casas filiales suyas en el Señorío (Alcallech, Grudes, Peralejos) y aun en la orilla izquierda del río en cuanto les fue posible (en el Campillo de Zaorejas, donde hoy se encuentra el puente de San Pedro). Se construyó un templo románico de clara influencia gala, que aún permanece, y fue ya en el siglo XIII cuando, sin la necesidad perentoria de una expectativa armada en la zona, cambió la orden regente del cenobio, y allí se instalaron monjas del Cister, que hoy continúan su labor oracional.

Los gancheros

La vida y desarrollo socioeconómico de esta comarca del Alto Tajo ha tenido a lo largo de los siglos, hasta la actualidad, unas similares características, siempre arropadas por una tranquilidad, -rota en muy escasas ocasiones por las guerras que hasta aquí llegaban con ecos lejanos- y por el trabajo, distribuido fundamentalmente entre los cultivos de cereal en las partes altas, mesetarias, de la zona, y el aprovechamiento forestal de la misma, que durante siglos empleó a muchos de sus hombres en una tarea, hoy ya perdida, pero de recia entidad como era la de los «gancheros» del Alto Tajo, ocupados gran parte del año en transportar sobre las turbulentas aguas del río, las enormes «manadas» de troncos ya pelados haciéndoles llegar hasta las zonas mansas de Aranjuez y Toledo, lo que siempre se llamó las «maderadas». Estos «gancheros» llevaban una vida dura, trashumante, pero conocían palmo a palmo el río y sus orillas. Ellos fueron los pioneros de este Alto Tajo en su dimensión viajera.

Hoy se ha perdido ya este modo de transporte maderero. El medio socio-económico de la zona ha decaído a niveles alarmantes de despoblación, apareciendo muchos campos yermos. Solamente se siguen cuidando los bosques, sobre los que ejerce una especial tutela el Estado, y con la declaración de Parque Natural de todo el territorio, las posibilidades de desarrollo, en el orden turístico, se vislumbran en cierto grado optimistas, pero en todo caso para muy escaso núcleo poblacional. La regresión de la zona parece ser, de todos modos, irreversible.