En el confín del Señorío: Buenafuente del Sistal

viernes, 20 noviembre 1998 0 Por Herrera Casado

 

Pocas cosas hay tan estimulantes como pasar un día viajando por nuestra provincia. Hoy propongo una escapada hasta el monasterio cisterciense de Buenafuente del Sistal, en el Señorío de Molina. Para saber más de él, hay varios libros. Uno sobre los diversos monasterios medievales de la provincia, que escribí recientemente, y otro que trata específicamente de este cenobio, titulado «La Buena Fuente del Cister», a cargo de la Comunidad de esta casa, y editado pulcramente por Ibercaja. Para llegar, muy sencillo: por la nacional II hasta Alcolea del Pinar. Allí tomar la desviación hacia Luzaga, Hortezuela, Riba de Saelices y Huertahernando, llegando a Buenafuente tras atravesar hermosos y solitarios paisajes serranos.

La historia de Buenafuente

A la «buena fuente» que existe entre los sabinares de la altura molinesa, llegaron los canónigos regulares de San Agustín en el siglo XII, recién acabada la re­conquista de esta zona de Castilla. Poco antes del año 1234, como un eslabón más de su afiligranado rosario de fundaciones cistercienses, puso en él su vista el arzobispo de Toledo don Rodrigo Ximénez de Rada, que en la abadía de Bosque Bertaldo, de la que dependía Buenafuente, formalizó la compra de este convento molinés, al que concedió acto seguido un censo de 25 reales de oro al año, a cambio de ser incluidos en el dominio del Cabildo toledano. Esta situación, como era de esperar, cambió muy pronto. En 1242 lo cedió a doña Berenguela, hija de Alfonso VIII y madre de Fernando III, con la condición de poner allí un convento de monjas de la advocación de la Santísima Virgen. Para entonces ya no estaban los canóni­gos que durante un siglo lo habitaron.

Doña Berenguela lo cedió a su hijo don Alonso, señor de Molina por estar casado con doña Mafalda, hija del Conde don Gonzalo Pérez de Lara. Y es este infante don Alonso quien al año siguiente, en 1243, se lo vende en 4.000 maravedís alfonsíes a su suegra doña Sancha Gómez, con la expresa condición de poner en él «duennas de la Orden de Cistel». El ca­pítulo general del Císter dio enseguida la correspondiente comisión para que los abades de Pontiniaco, Ovila y Monsalud visitasen el lugar y dieran su visto bueno a la nueva fundación. El informe de estos tres religiosos fue, sin embargo, negativo, al encontrar Buenafuente sometido en algunos sentidos a la jurisdicción del obispo seguntino, aunque en 1238 el obispo don Martín concediera al abad de Santa María de Huerta plenos poderes sobre Buenafuente, y en 1245 hiciera otro tanto don Fernando, su sucesor en la silla seguntina. Pero solventadas estas dificultades jurisdiccionales, en agosto y octubre de 1246 extendió doña Sancha Gómez dos documentos por los que cedía al abad de Huerta el monasterio de Buenafuente con todas sus pertenencias y amplio territorio. Fueron traídas monjas de Casbas, en Huesca, para su primitivo habitamiento, y en pocos años surgió, gracias a la ayuda de los condes, obispos de Sigüenza y abades de Huerta, el monasterio de la Buenafuente del Sistal casi como hoy le conocemos.

Desde el primer momento fueron dueñas las monjas de Buenafuente de un extenso territorio y abundantes preeminencias en el señorío de Molina. Doña Sancha Gómez les da la heredad de Alcallech, en donde había habido comunidad de canónigos regulares, y por lo tanto quedaba habitable para la comunidad; las salinas y heredades de Anquela; otra heredad en la Riva y Canales (del Ducado), con Huertaquemada, Campillo (en Zaorejas), la heredad de Beteta, la zona de Alpetea en el Villar de Cobeta. Después, no cesan de llegar aumentos a esta relación, tanto por parte de los condes como de los devotos de la zona. Así, doña Blanca de Molina, hija de don Alfonso y doña Mafalda (nieta, por tanto, de la fundadora) les da las villas de Cobeta, el Villar y la Olmeda, en 1293. Tres años después, Domingo Pérez y su mujer María dan al Monasterio el término redondo de Esplega­rejos. Sería interminable hacer relación de las donaciones que durante los siglos XIII y XIV acrecentaron el poderío de Buenafuente, hasta hacer de él un verdadero feudo dentro del que ya de por sí constituía el señorío molinés. Por otra parte, las concesiones reales (de Fernando IV y Alfonso XI) de posesión de excusados renteros que trabajen las tierras del monasterio sin obligación de tributar al Estado, contribuyó a la creación de un regular núcleo de población en torno al cenobio, y que ha llegado hasta nuestros días, aunque ya en franco declive. Otro de los derechos seculares de que ha gozado Buenafuente es el que en 1304 donó doña María de Molina, de 50 cargas de pan de a cuatro fanegas cada carga (la mitad de trigo y la mitad de centeno), a cobrar del pan del común de Molina. Este «pan de pecho» fue confirmado por todos los reyes españoles hasta que en 1835 fue abolido por la ley desamortizadora de Mendizábal.

El llamado «cisma» de Huerta, con sus dos priores haciéndose la guerra, el uno apoyado por el omnipotente duque de Medinaceli, y otro por sus mon­jes, contribuyó a alterar notablemente la vida que hasta entonces había transcurrido feliz y tranquila en Buenafuente. En 1427, el irregularmente nombrado abad de Huerta, fray Juan de la Huerta, expulsó sin contempla­ciones a las pobres monjas, metiendo en Buenafuente unos cuantos monjes de la misma orden, y dándoles a fray Antonio de Medina como abad. Aunque este hombre se preocupó de colocar en diversos monasterios a las mon­jas expulsadas, éstas prefirieron mantener unida su Comunidad trasladándose a Alcallech, en término de Aragoncillo. Pasados 28 años, ya en 1455, volvió momentáneamente la paz al cenobio soriano de Santa María de Huerta: el abad elegido por el duque de Medinaceli, fray Juan del Collado, revalidó legítimamente su elección entre los monjes. Decidido a establecer de manera definitiva la paz en todos los dominios mocanales, se propuso traer a las monjas de Alcallech a su primitivo hogar de Buenafuente. Nombró abadesa a doña Endrequina Gómez de Mendoza, pero no contó con la tenaz resis­tencia que los monjes establecidos en Buenafuente iban a oponer a su tras­lado. Fray Miguel Romero, nuevo abad del monasterio molinés, recibió fa­cultades del de Huerta para evitar a toda costa la vuelta de las monjas. Al mando de la tenaz doña Endrequina, el tiempo y su tesón actuó en su favor. Al fin, en 1480, gracias a la enérgica actitud del maestrescuela de la catedral de Sigüenza, y por letras ejecutorias de Roma, arribaron a Buenafuente las monjas que por espacio de 50 años habían sufrido tan injusto exilio.

Sin más capítulos de importancia, aparte de muchas anécdotas que aquí no caben, llegó el comienzo inquieto del siglo XIX y con él la invasión francesa, que se ensañó especialmente con las instituciones monacales españolas. Aguantaron como pudieron las religiosas en su monasterio hasta que la situación se vio tan apurada que decidieron que cada una marchara a su casa, aunque sólo fue preciso este alejamiento durante 4 meses, en los cuales las tropas napoleónicas destrozaron cuanto quisieron, quemando imágenes y apaleando siervos. La zozobra que las monjas bernardas pasaron en aquellos días ha quedado magistralmente plasma­da en el relato crudo y sincero que una de ellas hizo de sus múltiples salidas del monasterio, durante la noche, para esconderse en unas cuevas situadas en la bajada al Tajo y que sólo ellas conocían. Pasada la pesadilla, lle­gó el despojo desamorti­zador, que sin obligarles a abandonar Buenafuen­te, por haber allí en esos momentos (1835) más de doce monjas, sí que supuso la pérdida abso­luta de sus bienes, dejándoles tan sólo con sus sayales, sus imágenes y su huertecilla. Así han llegado, fruto de un milagro que cada día que pasa es más portentoso, hasta nuestros días. Y, aunque en 1971 sufriera una crisis importante el monasterio, estando a punto de quedar deshabitado, el tesón de su capellán, don Ángel Moreno Sancho, y de sus once monjitas, hicieron brotar el prodigio histórico de permanecer, de ser todavía abierto puerto de paz y calma en este atormentado mundo nuestro.

Lo que debe verse en Buenafuente

Arquitectónicamen­te, lo más interesante que posee es su iglesia conventual, construida en el siglo XIII dentro de un estilo románico que desentona del que estamos acostumbrados a ver en nuestra provincia. Esa iglesia grande, de altísima bóveda apuntada, de una sola nave escoltada de adosados arcos formeros, y que en un principio estuvo aislada del monasterio, es trasunto fiel del estilo cisterciense francés que desde el siglo anterior se extiende hacia el Sur desde el centro de Francia. Opinión ésta que corrobora el ábside cuadrado escoltado por un par de fortísimos machones, y las dos puertas de entrada (la del Sur incluida en la clausura) cuyas archivoltas escuetas están enmarcadas por adosadas colum­nas y dintel recto. Un par de interesantes ventanales del estilo en el ábside y algunos capiteles toscos y primitivos en sus portadas hacen de esta iglesia un conjunto de sumo interés dentro del abigarrado muestrario del arte ro­mánico en nuestra tierra. La bóveda del presbiterio o capilla mayor muestra restos de pintura en los que fácilmente se adivina un Pantocrator rodeado de los cuatro Evangelistas.

Otras muestras artísticas de interés son el Cristo de la Salud que se conserva en la capilla del Coro bajo de las monjas, y que constituye la más patética y enternecedora muestra de la escultura románica en la provincia de Guadalajara. En el altar mayor, la imagen barroca de la Madre de Dios de Buenafuente. Un altar barroco con santos y santas de la orden del Cister, y otro neoclásico con una buena pintura de San Bernardo, es todo lo que puede admirarse en el templo. De los enterramientos «de las infantas» (doña Sancha Gómez, la fundadora, y su hija doña Mafalda) que desde su muerte en el siglo XIII estuvieron situados en el centro de la iglesia hasta que en 1765 se trasladaron a otro lugar, queda hoy una arqueta que ha sido puesta en el muro de mediodía del templo.

Con su historia y su leyenda; con su fría altura verde y limpia; con su pletórico archivo en que todos sus documentos de importancia desde el siglo XII se conservan en perfectas condiciones, y el animoso concepto de la existencia que sus actuales habitadoras poseen, Buenafuente es actual­mente una prueba latente y hermosamente viva de todo lo que en este libro va historiado: el espiritual modo de concebir la vida en los monasterios y conventos de la provincia de Guadalajara.