Guadalajara en el centenario del Cister

viernes, 23 octubre 1998 0 Por Herrera Casado

 

¿Me sería admitido por título el de Monachi alcarriacensii para este recuerdo volandero de los nueve siglos del Cister en el mundo?

Decenas, miles de monjes cistercienses poblaron, a lo largo de nueve siglos, las tierras de Guadalajara en sus diversos monasterios. Hora es esta en que, al arrastre de lo que en otros lugares se está haciendo, nuestra provincia conmemore de alguna manera esos nueve siglos de mensaje y actitud. Que yo sepa, hasta ahora solamente el monasterio cisterciense de Buenafuente, vivo tras ocho largos siglos, con actos litúrgicos y culturales diversos, y una editorial que ha sacado un libro sobre monasterios medievales, otro sobre la abadía de Monsalud, y un tercero que se anuncia inminente sobre la historia increíble de Ovila, son las pruebas de que aquí se recuerda esta efemérides.

Una historia breve

Recordemos en cuatro frases el inicio de la Reforma del Cister. Fue en 1098 cuando Roberto de Molesmes marcó con su blanca algarabía el principio de tan esplendorosa historia. Es el siglo XI el que ve en toda Europa renacer la inquietud religiosa, como una renovada conmoción en el profundo estanque de los siglos. De vez en cuando se produce la sacudida, y las tranquilas conciencias de los pueblos se ven alteradas por doctrinas e ideas que las zarandean y hacen pensar. A la calma en la Iglesia y en las instituciones monásticas en que transcurría el siglo XI, van a enfrentarse dos vendavales singulares. Por una parte será el impetuoso y genial Gregorio VII quien iniciará su lucha para desatarse totalmente del poder de reyes y señores feudales sobre la espiritualidad del pueblo y aún sobre la Iglesia misma. El otro empujón lo dará Bernardo, otra de las inteligencias sumas del humano discurrir, que segregará el Cister del monolítico conjunto benedictino.

Aunque el prestigio y el buen hacer monástico y religioso de los benitos cluniacenses está en su mayor apogeo, hay un reducido grupo de inquietos que desean llevar un mayor apartamiento y retiro del mundo. La pomposa liturgia y solapado mundanismo de los de Cluny, que se refleja en sus gran­des obras arquitectónicas y refinados temas iconográficos tratados en capi­teles y esculturas, ha de ser contrarrestada por un mayor ascetismo y puri­ficada preocupación.

Los veinte monjes benedictinos de la abadía de Moles­mes, dirigidos por Roberto, abandonan su casa en 1098 y se establecen en un apartado y solitario rincón de los alrededores de Dijón: Citeaux se llama, y se lo ha cedido el vizconde de Benume para que en su retiro observen la regla de San Benito en toda su originaria pureza. De ello hace ahora nueve siglos, y de ahí surgen las conmemoraciones y las memorias que en este año se celebran.

Los nuevos monjes revalorizaron el trabajo manual, construyendo por sí mismos la nueva abadía, cultivando sus campos y realizando labores manuales.

Pero ésta que era protesta callada y casi desapercibida en el magno en­cuadre de la vida monástica europea, no cobrará su auténtica dimensión re­formadora hasta que no llegue, en 1112, el joven Bernardo, seguido de otros treinta animosos compañeros, a profesar en ese nuevo movimiento espiritual. El abad Esteban Harding los recibió contento, y enseguida se notó la savia nueva: al año siguiente Citeaux tiene ya dos sucursales, La Ferté y Pontigny, y poco después es el mismo Bernardo quien funda una nueva: la abadía de Clairvaux, de donde surgirá, blanca, sonriente y arro­lladora, la nueva Orden monacal, a la que pondrá en 1119 un código prác­tico y definitorio en forma de «Carta de Caridad», naciendo así la que había de ser centro del vivir monacal de toda la baja Edad Media. Su influjo en la sociedad, en cualquiera de sus estamentos, va a ser notable. Las normas y reglas para los caballeros del Temple las da San Bernardo; las escuelas y las Universidades de la época serán regidas por los monjes blancos del Cister, que rápidamente se extienden por toda la Cristiandad.

El Cister en Castilla

La protección decidida de Alfonso VII de Castilla hizo posible la rápida extensión por nuestro país del nuevo movimiento. En 1131 funda en Moreruela (Zamora) una abadía con monjes traídos de Clairvaux, y personalmente seleccionados por San Bernardo. Van apareciendo nuevos cenobios cister­cienses por todo el territorio cristiano de la península ibérica, que, de mo­mento, van quedando sujetos a la jurisdicción de las abadías francesas. Alfonso VIII será también un gran alentador de este movimiento espiritual, fundándose bajo su mandato la mayor parte de los cenobios bernardos de la provincia de Guadalajara. A ello contribuyó, sin duda, el contar con San Martín de Hinojosa, obispo de Sigüenza, como colaborador y consejero, así como posteriormente será el arzobispo Jiménez de Rada, primado de España y Canciller de Castilla el que alentará en gran manera el esplendor y acre­centamiento del nuevo movimiento religioso. Su conexión con la milicia, y por tanto su participación en la reconquista, es clarísima. San Raimundo de Fitero, monje navarro del siglo XII, será el fundador de la orden militar de Calatrava, que tan estrechamente conexionada andará siempre con el Cister. Ambas instituciones forman en Castilla un doble frente que, en la lucha contra el Islam, supondrá el brazo fuerte y armado que conquista, y el suave y orante que mantiene en paz y trabajo lo recuperado.

Una exposición espléndida y coja

En una exposición que tiene abierta en la abadía soriana de Santa María de Huerta la Junta de Comunidades de Castilla-León, se aprecia a través de un brillante prisma formado de mapas, fotografías, piezas patrimoniales y ámbitos arquitectónicos del propio monasterio, lo que fue el nacimiento y desarrollo del Cister en Castilla. Solo le falta un detalle: y es considerar que las diversas abadías cistercienses que hubo en la tierra de Guadalajara, también acogieron monjes blancos, también formaron parte de la historia del Cister, y también están en Castilla. De ahí que esa exposición en la que para nada aparecen los grandes cenobios de Monsalud, Ovila, Buenafuente, Bonaval y Guadalajara, sea una exposición coja y hecha con unas miras políticas que nada favorable barruntan de cara a esa siempre pretendida y siempre pisoteada razón pedida de hacer de Castilla una nación única.

El Cister, de todos modos, es ahora suficiente motivo de alborozo, al saber que lleva ya en el mundo nueve siglos de existencia, y que en esta provincia de Guadalajara la huella que dejaron los monjes blancos se ha hecho firme y duradera, viva aún en los enormes muros y altos arcos de sus viejos monasterios silenciosos.