Garbajosa, un rincón con encanto

viernes, 12 junio 1998 0 Por Herrera Casado

 

Un lugar mínimo, como tantos de nuestra provincia, en que parece mantenerse la vida hivernada y al acecho, como en latido bajo mínimos, esperando tiempos mejores: eso es Garbajosa, en un repliegue de la alta paramera del Ducado, cerca de Alcolea del Pinar, junto a la carretera que lleva a Molina.

En una tarde de primavera, de esas raras con luz, flores y sonrisas, he buscado el recodo de la lejana esencia. Llegar a Garbajosa y encontrarse un par de vecinos que miran y remiran coche y personas, no es de extrañar y hasta gusta. Lo peor es cuando uno de ellos, haciendo entre dientes como el rugido enesmitoso de los perros guardianes, me dice que quien soy, que a qué vengo, que qué pretendo en este sitio, este día, a estas horas. Y le comprendo de inmediato. Hay miedo en los pueblos pequeños a lo extraño, a los extraños. Vivimos en un país de enemigos.

Garbajosa, geografía e historia

Si tuviera que definir, como ya lo hice hace años en un libro de rara fortuna, qué es Garbajosa, como se ve cuando se llega, y qué pasó allí en siglos pasados, podría deciros que en la cara norte de la alta meseta que desciende hacia un recóndito y poco hundido vallejo, vía de paso en la antigüe­dad hacia Molina, y hoy llamado valle de romanos, indica­tivo de una antigua tradición de caminos, se encuentra el caserío de Garbajosa, pequeño espacio de humano latido. Su caserío, muy escaso, aunque medio deshabitado está hoy bien pavimentado, y sus pocas casas respiran el solemne aire de la elegancia y el buen comportamiento. Su clima es muy duro en el invierno, por supuesto, mientras que a la primavera se alegra algo, y en el verano se cuecen los pensamientos bajos los gorros: como en toda Castilla. El entorno sólo se presta a la ganadería y da algo de cereal en la parte baja del citado vallejo.

Su término estuvo poblado en la antigüedad, como todos los contornos. El pueblo de los tittos, del grupo celtibérico, dejó muestras de su estancia en el término de Garbajosa. Un dolmen (el de la Huerta Vieja) y una necrópolis de la Edad del Hierro (en los Majanos) ocupada de los siglos VI al IV antes de J.C. es lo que arqueológicamente destaca. Tras la reconquista, en el siglo XII, se fundó un mínimo caserío, que quedó incluido en el alfoz o Común de Medinaceli, pasando luego al señorío de los La Cerda, y quedando así incluido en el ancho territorio y comarca del ducado de Medinaceli.

Presencias del ayer

El hoy ha sido, una vez más, atento y cordial. Puedo decir que en una tarde he vivido varias tardes. Vivir con intensidad tiene ese pago: la existencia es más larga. Dos hombres (¿Manuel, Roque, Félix o Sinesio?) que tienen más de setenta pero no los aparentan, charlan al sol y cuidan de que las cosas y las casas de Garbajosa no sientan daño. Los viajeros, junto a ellos, y ya amigos, pasan un rato mirando las cosas simpáticas, curiosas, incluso maravillosas, que tienen en Garbajosa.

Una de ellas, la mejor sin duda, es su iglesia parroquial. Obra del siglo XVI, con espadaña de remate triangular sobre el muro de poniente, y una portada de acceso colocada a mediodía con, diseño y ornamentación platerescas, a base de arco semicircular escoltado por sendas pilastras semici­líndricas adosadas sobre pedestales, y un friso superior en el que se lee: «Ave María Celorum, Ave domina Angelorum». Esta portada se sorprendentemente parecida (en un tono menor, en un tamaño más pequeño, y en un estilo más rudo) a la de la parroquia de Bujalaro, cerca del Henares. No me cabe duda que las trazó, a ambas, la misma mano. Posiblemente Alonso de Covarrubias o un discípulo suyo. El resto de la fábrica es de contrafuertes de sillar, muros de sillarejo y ábside cuadrado.

Pasando al interior, nos sorprende su ámbito limpio y cómodo. Al fondo del presbiterio, un gran altar barroco, lleno de luz, color y alardes formales. Una estatua de San Miguel en lo alto, y otras varias de santos más terrenales por los intercolumnios. La fotografía que hacemos no sale mal, y acompaña a estas líneas. Es un retablo hermoso, que se hizo en 1711 y costó entonces siete mil reales. Lo doró en 1727 Antonio de Hoz, cobrando por ello 5.500 reales.

Luego miramos a la oscuridad del sotocoro. Allí aparece una enorme pila bautismal, de origen románico, de perfil tortuguesco (¿no os recuerda, los que la hayáis visto, a una tortuga fosilizada, como esas que tienen ahora colocadas en los claustros de la Universidad de Salamanca?) Otra foto a la pila, porque es un testimonio de antigüedad y rito. Y poco más: retablo, pila, la charla de los hombres buenos de Garbajosa, que finalmente enseñan a los viajeros su Centro Cultural (más bien el edificio donde se celebran las meriendas en el mal tiempo) y que para el verano promete estar lleno de voces y de sonrisas. Ahora, como tantos y tantos lugares de nuestra provincia, Garbajosa es lugar de piedra, de luz, de viejos monumentos, de silencio compartido por sus dos habitantes, de recuerdo impar para una tarde primaveral que no se acabó nunca del todo.