En el sexto centenario del Marqués de Santillana
Iñigo López de Mendoza, seiscientos años ya
Como diría aquél: parece que fue ayer, cuando Iñigo lanzó al aire el primer llanto en Carrión de los Condes. Y hace ya, va a hacer este próximo verano, más concretamente el 19 de agosto, seiscientos años de que viniera al mundo el que ha sido sin discusión uno de los personajes más señalados de la historia de Castilla, y una de las más celebradas figuras de todos los tiempos en este tierra nuestra de Guadalajara. Breve como un telegrama, doy aquí los datos que sirvan a todos para centrarse en el personaje, en la época y en lo que puede y debe hacerse para traerle de nuevo a la memoria, y a la presencia de las actuales generaciones.
Iñigo López de Mendoza, primer marqués de Santillana, nació en Carrión de los Condes (hoy Palencia), en 1398, y murió en su palacio de la colación de Santiago, en Guadalajara, en 1458. Poeta, político, humanista del siglo XV, prácticamente toda su vida la pasó en Guadalajara, en su viejo palacio, donde formó la gran biblioteca de los Mendoza, y escribió sus famosas Serranillas. Enterrado en el mausoleo de los Mendoza del también arriacense Monasterio de San Francisco, es sin duda una de las mayores glorias literarias de la tierra alcarreña.
Voy a abogar aquí por una celebración medida y culta, un recuerdo que desde la ciudadanía sobre todo, y desde las perspectivas de la cultura oficial, que es la que dispone de fondos económicos para hacer algo más que hablar simplemente, traigan viva hasta nuestros días la figura de este personaje ilustre, uno más de la familia Mendoza, y uno más de los que tiñeron el nombre de Guadalajara con los colores vivos de la cultura universal.
La figura del marqués de Santillana, que en nuestra tierra da nombre a muchas cosas (entre otras, a una calle de la ciudad, y a la Institución Provincial de Cultura de la Diputación Provincial) está ligada en Guadalajara a muy diversos puntos de referencia humana y cultural. Su nombre parpadea delante de la fachada del palacio del Infantado, porque si no fue allí donde nació y vivió, ya que ese palacio lo construyó su hijo de igual nombre 30 años después de morir nuestro personaje, sí que en ese mismo solar estuvieron sus «casas mayores», en las que vivió con su familia, fue retratado por Jorge el Inglés, y murió en la mañana del domingo 25 de marzo de 1458. Su figura gentil de guerrero inteligente se pasea por las tierras de la campiña del Henares, desde Alcalá hasta Yunquera, y aún sube hasta Cogolludo, de donde fue señor, como de Espinosa, tras la muerte de su hermanastra Aldonza. Su piedad cristiana encuentra ecos todavía en el silencio del monasterio de Sopetrán, al que donó cuadros, estatuas y ayudó siempre a levantar su gran casa de oración benedictina. Su plenitud de estratega y gran señor se fragua ante Hita, cuya fortaleza y fuertes murallas mandó rehacer y poner en uso de potencia y hermosura. También en Torija se ofrece la silueta del marqués, pues no en balde atacó el castillo ocupado por las tropas navarras, y en valiente y decidida acción militar terminó de conquistar, y hacer suyo, en 1451. Aún Palazuelos, junto a Sigüenza, tiene de Iñigo López cumplida memoria de sus afanes constructivos, pues en la primera mitad del siglo XV decidió construir el castillo y elevar esas murallas que englobaban al caserío todo, quedando hoy como testigo mudo de su paso por el mundo, de su afán de poder y gloria. El mismo retablo que pintó Jorge Inglés para afirmar la devoción que el marqués de Santillana, y su esposa doña Catalina de Figueroa, tenían por la Virgen de los Ángeles, durante años ha estado en el palacio del Infantado y finalmente se ha vuelto a la casa de los duques del Infantado. Y todos sus libros, su impresionante biblioteca cuajada de traducciones latinas, de manuscritos iluminados, de piezas traídas desde Italia por sus agentes, permanecen en la Biblioteca Nacional de Madrid, celosamente cuidados por sus responsables, que hace años hicieron una Exposición monográfica con sus fondos.
Vida y obra del marqués de Santillana
Cuando se inicia el año de su sexto centenario, es obligado recordar, siquiera sea de forma instantánea, como un retrato de quien pasa deprisa por un callejón estrecho, su vida y su obra. Así tendrán todos cuantos quieran saber mínimamente de este personaje, una referencia rápida, como una ficha de ordenador que sirve para hacerse la composición de lugar en un instante. Tiempo habrá, me imagino, para hablar largo y tendido de este individuo, que reunió en su biografía los elementos suficientes para ser recordado como un gran político, un militar de altura, un poeta esencial del castellano, y un mecenas de las artes y la cultura.
Fue Iñigo López de Mendoza hijo del almirante Diego Hurtado de Mendoza y de Leonor de la Vega. Le casaron muy joven, a los 14 años de edad, en 1412, con Catalina de Figueroa (1412), hija del maestre de Santiago, Lorenzo Suárez de Figueroa, y gracias a ello pudo formar su formidable patrimonio, hasta el punto de convertirse en uno de los grandes de España más poderosos e influyentes del siglo XV castellano.
Desde muy joven intervino en la compleja política de su tiempo, primero con don Fernando de Antequera, y más tarde con su hijo, el Infante Enrique, pasando luego al servicio directo de Álvaro de Luna. Su participación en las diferentes ligas y confederaciones de la nobleza castellana fue decisiva. De todo obtuvo importantes beneficios. Mantuvo a lo largo de su vida la fidelidad al rey Juan II, aunque se enemistó con Álvaro de Luna a partir de 1431. No por ello militó en el bando de los aragonesistas; en la batalla de Olmedo (1445) participó en las filas del ejército real, tras lo cual el rey le concedió el marquesado de Santillana, espacio de la cordillera cántabra en la que había heredado importantes territorios de su madre. Iñigo López contribuyó claramente a la caída de Álvaro de Luna (1453), y a partir de entonces comienza a retirarse de la política activa. Su última gran aparición se produce en la campaña de Granada de 1455, ya bajo el reinado de Enrique IV. Después se retira a su palacio de Guadalajara para pasar en paz los últimos años de su vida.
Huérfano de padre desde muy pequeño, y también de madre en su adolescencia, se educó en la refinada corte aragonesa de Barcelona, donde mantuvo relación cultural con Jordi de Sant Jordi, copero, y Ausias March, halconero real, reuniendo a lo largo de su vida una notable biblioteca, que después quedó en la casa del Infantado y de los Osuna. Su idea de la literatura, aun tras haber pasado a los anales de los más altos poetas castellanos, es todavía estrictamente medieval, según se refleja en el famoso Proemio, o carta prologal a la colección de sus obras enviada a don Pedro, condestable de Portugal, que se tiene, con exageración de algunos, como la primera «historia de la literatura española».
Según la referencia bio-bibliográfica que en la Historia de España de Alianza Editorial (Madrid 1991) dirigida por Miguel Artola, escriben Juan Carlos Mainer y César Olivera Serrano, la obra del marqués de Santillana «es en realidad un reflejo de las ideas de poesía como ciencia y de la teoría de los estilos heredadas del siglo anterior y, en su aspecto más interesante, un testimonio del cambio de gustos nacido al calor de novedades internacionales que cita: el dulce stil nuovo italiano, el alegorismo francés de Alain Chartier y el Roman de la Rose y, sobre todo, el alegórico modo introducido en España por Francisco Imperial. En el estilo elevado que éste introdujo en el Cancionero de Baena— al que son consustanciales el ritmo acentual muy marcado del verso de arte mayor (dodecasilábico), el cultismo léxico crudo, la referencia mitológica y la alegorización sistemática— escribió Santillana sus composiciones poéticas de mayor empeño: Defunción de Don Enrique de Villena, Coronación de Mosen Jordi, Infierno de los enamorados, y la más larga Comedieta de Ponza, donde se lamenta de la derrota naval sufrida por Alfonso V de Aragón y alude a su victoria final (de ahí, como en su modelo Dante, el curioso título de «comedia», que apunta al final feliz de los hechos).
Sobre modelos petrarquistas y dantescos escribió también sus cuarenta y dos sonetos «al itálico modo», primeros en la lírica española tras un par de Villalpando. Al tono moralizante y más simple de expresión corresponden su Doctrinal de privados (feroz ataque contra el de Luna), los Proverbios de gloriosa doctrina y el diálogo de Bías contra Fortuna, quizá el que reúne más afortunados momentos en la glosa de tópicos senequistas y en su presentación de un tema —las mudanzas de fortuna— tan de su época. Más numerosas son sus poesías de tema amoroso al modo cancioneril: entre ellas tienen particular relieve sus encantadoras serranillas (donde el tradicional encuentro amoroso de serrana y señor se estiliza mucho sobre los modelos anteriores) y el Villancico a sus tres hijas, atribuido en algunos lugares a Suero de Ribera, que ensarta con delicada gracia cancioncillas».
Una ocasión de oro para recordar, al hilo del cumplimiento exacto de siglos, la figura y los quehaceres de un alcarreño de pura cepa, de uno de esos nombres que, seguro, les suena a todos. El marqués de Santillana: ¿habrá alguien en esta ciudad que no lo haya oído nunca? Hay que recordarle como se merece. Aunque no sea este el momento de pedir una estatua para él, cuando aún está pendiente de levantar la prometida de su hijo el Cardenal Mendoza.
Simplemente indicar que el que manda construir el Palacio del Infantado, no fue su hijo de igual nombre, sino su nieto D. Íñigo López de Mendoza y Luna.