Ermitas de Guadalajra

viernes, 13 junio 1997 2 Por Herrera Casado

 

Todo se reduce a andar. A caminar a pie o en coche. A dar vueltas por caminos y montes. A mirar el horizonte, buscar en la vaguada, subir el repecho, trascender con la mirada el entorno geográfico en que discurrimos. Todo se reduce a viajar por la provincia, y buscar y gozar el momento, ese instante único, irrepetible, que Horacio decía era el motor de la vida. Ese «carpe diem», gozar del momento, se hace posible en un viaje, -mejor si repetido- por nuestra tierra.

Eso es lo que ha hecho Ángel de Juan-García, quien desde hace muchos años recorre la provincia y pone su mirada en unos elementos que, a fuerza de ser pequeños, mínimos e íntimos, pasan desapercibidos a la mayoría: son las ermitas de nuestros pueblos, esas construcciones que sin grandilocuencia nos ofrecen su estampa a la entrada de las poblaciones, y en lo alto de los cerros, en el fondo de los valles, en cualquier inesperado rincón, se presentan de improviso. Recoger en fotografías y en brevísimas fichas un enorme número de referencias a ermitas de Guadalajara. En un libro que titula así, y que se hace palpitante entre las manos cuando se toma y mira, cuando se admira en cada página. Más de 500 fichas de ermitas vivas, alzadas y con silueta fotográfica nos ofrece de Juan-García en este hermoso volumen. Pero en realidad habla de casi ochocientas, porque muchas de las que ya no existen, o son pura ruina, también están referenciadas en sus páginas. Es por ello que esta publicación recién aparecida se convierte en una joya para cuantos desean conocer, cada día mejor, y palmo a palmo, este aspecto desusado de nuestra tierra.

Mis ermitas preferidas

Llevo también yo algunos años recorriendo la provincia, y mirando cuando paso junto a una ermita su silueta mínima, o su alzada arquitectura pía. Saber cuántas alegrías entre sus muros se han cantado, o los versos que a su sombra han nacido, o se han dicho a un oído. Pensar que en estos lugares la fe, -ancestral y por siglos mantenida- ha sido motor de sus perfiles, mientras las procesiones han llegado rodeándolas, con sus cantares, y las romerías han puesto la cabal aleluya de sus jornadas mejores.

Me recorre un escalofrío la espalda cada vez que paso por Budia junto a la ermita de la Virgen del Peral de la Dulzura. Ese lugar abierto y alto, ese edificio inmenso y barroco, a cuyo arrimo vive una humilde casa de hospedería. No sólo porque tiene el clamor popular de los alcarreños, y la esencia de un paradigma clásico, sino porque encierra en su horizonte la perdida alegría de un día luminoso. Por eso vuelvo, de vez en cuando, a la Ermita del Peral de la Dulzura: es un lugar donde resuena la risa, donde explota la alegría, donde se alza al viento el mejor momento de la vida.

Pero hay otras. Está, por ejemplo, la ermita de la Purísima Concepción de Atanzón, a la entrada de la villa, en la meseta que conduce desde Centenera a este pueblo. Su presencia es mínima, la estructura revienta de clásica, con su atrio adelantado sobre dos columnas, y el cuerpo del edificio de sencillo tapial, pero si la baña la luz de la mañana de invierno, el aire está quieto, y suena la risa que lo cambia todo, entonces es el monumento más colosal de la Alcarria. Vaya cualquier lector, y encuentre el secreto de ese edificio. Estará, seguro, flotando aún en su torno.

También me encanta el Calvario o ermita abierta de El Casar. Al final de su largo paseo, dando vistas a la cercana sierra, luminosa siempre y en el atardecer herida del sol que se arrastra sobre las montañas. Es un ejemplo único, maravilloso, de final de vía crucis, como un humilladero en el que se rinden las plegarias y las procesiones. A través de sus arcos abiertos y su inexistente techo se ven en su interior las tres cruces de piedra en las que Cristo y los ladrones se balancean aún con el fuerte viento que llega de poniente. Si alguien quiere tener en la retina una imagen de fuerza y sin olvidos, que vaya al Casar, y allí se alargue hasta el Calvario: no tendrá nunca que recurrir a catedrales extremas. Esa es la esencia de la fe rural.

La ermita de la Virgen de la Soledad, en Palazuelos, camino de Carabias, ha sido retratada y evocada por muchos. Yo también, a menudo, me acuerdo de ella, de todo cuanto junto a ella he pasado, he pensado, he dicho y he escuchado. No sólo han sido los versos nuevos, el «raro fablar» del marqués de Santillana, que junto a ella pasó y recitó su novedad literaria. No sólo las imágenes de sus capiteles radiantes, con nitidez tallados, con sus volutas explicando la dulce carambola de amor y tierras rojas, sino también la certeza de que, en la mañana helada de escarchas y románicas búsquedas, está la columna central de una vida.

A estas alturas, lector, quizás me estés diciendo que no entiendes algunas de las razones que te doy para evocar ermitas. Son sencillas, simples. Son razones de la mirada y el corazón. Porque a las ermitas de Guadalajara, como a los palacios de Venecia, y a los rascacielos de Manhattan, se va con las dos manos puestas en actitud de coger algo: de ver imágenes y de vivir instantes. Y eso es lo que me pasó a mí en estos lugares y lo que te recomiendo que intentes tú en cuanto puedas: que subas hasta el Alto Rey de la Majestad, mejor si es a principios de septiembre, cuando la romería de los pueblos del contorno, y aunque haga un aire violento y cortante mires la lejana brillantez de las Castillas y cojas para siempre la luz de la altura. O te llegues a esa ermita única y sobrecogedora que es la de la Virgen de la Hoz, junto al río Gallo, en el paisaje bravo y sonoro del señorío molinés, para que te sientas tierra, piedra y verso (el de Suárez de Puga, a esa punta de pámpano que se asoma por ver a la Virgen a través de una ventana) y digas que no, que no olvidarás tampoco ese día en que la bullanga de la romería lo llenaba todo. Y en Luzón, en lo alto del caserío, como eje de una mínima comunidad que ahora pasa en silencio sobre los álamos de las orillas del Tajuña, está esa ermita-oratorio de la Fundación Bolaños. Urbana y en decadencia, su interior en ruina anunciada, y las paredes iluminadas por el sol de la tarde de verano, retratadas y evocadas…

Tantos caminos por esta tierra, tantas ermitas en nuestro camino. Y en este libro de Ángel de Juan-García, todas las ermitas de Guadalajara. Una oportunidad de tener juntas muchas docenas, muchos cientos de imágenes de ermitas (aunque algunas de esas imágenes se han quedado, por desgracia, sumidas en un oscuro gris de incertidumbre gráfica). Con todo, una hermosa y valiosa aportación a la bibliografía de Guadalajara a la que desde aquí saludo y aplaudo. Por muchas cosas, pero sobre todo por dejarme evocar, una vez más, a mis ermitas preferidas.