Cifuentes, historias entre el agua

viernes, 21 marzo 1997 0 Por Herrera Casado

 

En el centro mismo de la comarca alcarreña surgen cien fuentes, ó siete fuentes, como se quiera. Surge Cifuentes, en suma. Un pueblo al que no debe dejar de hacerse, cuanto antes, una excursión exploratoria. Tiene todo cuanto un turista de fin de semana pueda necesitar: buen clima, bellos paisajes, interesantes monumentos, ambiente (léase discotecas y mus en los bares de la plaza), restaurantes y hasta hotel. O sea, todo lo que puede necesitarse para no desperdiciar la ocasión. Porque en esta época en que la primavera alcarreña se estrena, cubierto el cielo de un azul radiante, y abiertas las distancias con la limpieza de un cuadro veneciano, una de las mejores andanzas que pueden hacerse es el viaje a Cifuentes. A conocer otro pueblo de los ciento y uno que nuestra provincia de Guadalajara ofrece.

Sobre el valle, alto y ancho, de su mismo nombre, se dibuja el perfil cifontino, que se compone de un cerro coronado de castillo, de unas cuantas torres y espadañas (la iglesia parroquial, los conventos de dominicos y capuchinas, el hospital del Remedio, la ermita de Santa Ana) y de un ondulado sucederse de tejados, de murallas, y aun de puntas de arboledas, capitaneadas siempre por los dos sequoyas del jardín de la casona hidalga que visitara Jovellanos hace casi dos siglos. En el centro de ese redondo poblado salen las fuentes, las múltiples fuentes (pueden ser siete, ó cien, quién sabe debajo de la tierra) que se encauzan enseguida, dan vida a un parque primero, a una balsa llena de truchas después, a un molino enseguida, y a toda una vega feraz que poblada de cascadas dará en el Tajo, cortando en dos a Trillo. De esas fuentes recibe Cifuentes el nombre, y la vida.

Tiene esta antigua villa de la Alcarria toda la reciedumbre histórica que cuadra a una población codiciada y disputada. Pequeño lugar de repoblación tras la toma de la meseta inferior por Alfonso VI, y englobada dentro del gran Común de Atienza, años después se salió de su tutela, y cargada de habitantes, de recursos y de comercio, alzó la bandera de su independencia, haciéndose cabeza de Común, y poniendo castillo y muralla en su torno. Por dádiva de los reyes fue primero señorío de doña Mayor Guillén de Guzmán, luego de la reina doña Blanca de Portugal, y al fin del infante don Juan Manuel, que añadió el castillo cifontino a su colección de almenados albergues. Cayó finalmente, ya en el siglo XV, en la casa de los Silva, que tenían por emblema de linaje un bravo león rojo en campo de plata, y bajo esta tutela, a la que Juan II concedería el título de condes de Cifuentes, permanecería hasta el siglo XIX. En este nuestro, la cercanía de la Central Nuclear de Trillo le ha salvado de su progresivo decaimiento, y hoy es un enclave en prosperidad continua, animado siempre, cuajadas sus gentes de simpatía y proyectos.

Pero al turista, al viajero que se ha animado a poner la proa de su automóvil rumbo al cartel que anuncia «está Ud. en Cifuentes», le interesa más saber lo que puede ver, fotografiar y recordar. Lo que dentro del apartado Monumentos le reserva este lugar de la Alcarria. Y son muchos. De una parte, aislado en su cerro, pero muy fácilmente accesible, está el castillo, bien conservado al exterior, aunque mejor lo va a estar con su «escuela-taller» ya en marcha, con sus múltiples y altivas tapias dándole forma, y una puerta de arco semicircular, cobijada en un rincón, con el escudo cuartelado de los Castillas y los Manueles, por donde se accedía. En derredor, un amplio espacio que hizo de gran albácar o patio de armas, con pinos aislados, y los restos de sus murallas bajándose hacia el pueblo, al que en la Edad Media rodeaban por completo, constituyendo la típica estampa de aldea encastillada y bien guardada. Todavía puede el viajero rastrear, entre las calles y casas, la línea de esa muralla, y en algunos lugares admirar torreones de recia envergadura, recientemente restaurados, como los que escoltaban a la «Puerta Salinera».

La iglesia parroquial, dedicada al Salvador, es un monumento de empaque e interés. Aquí solo podemos apuntar, en resumen, los detalles que le confieren sabor y mérito. Por ejemplo, la gran portada de Santiago, abierta en el muro de poniente, bajo la torre y el rosetón. Esta puerta, de grandes dimensiones, es el único resto románico de la primitiva y medieval iglesia. Fue construida en 1260, cuando era señora de la villa doña Mayor Guillén de Guzmán. De arcada semicircular, sus múltiples arquivoltas en degradación le permiten ofrecer todo el panorama decorativo del románico: desde los clásicos dientes de león y las molduras repetidas, a las figuras de ángeles, de demonios, de seres benignos y malignos que, en animada «Psicomaquia», pueblan los arcos y piden al viajero que pase un buen rato descifrando identidades y ligando interpretaciones. En esas tallas está el obispo don Andrés de Sigüenza, doña Mayor Guillén, su hija la reina doña Blanca de Portugal, Satán el portero del infierno, un actor de teatro medieval, una pareja haciendo el amor, y otro ciudadano comido por la lujuria (dos serpientes enroscadas le muerden y engullen ambos miembros inferiores). Es, en cualquier caso, un ejemplo magnífico del oficio didáctico que la escultura tenía en la Edad Media y, sin duda, uno de los más hermosos monumentos románicos de la provincia de Guadalajara.

En el interior de la iglesia cifontina, se ven con bastante nitidez los rasgos de la arquitectura gótica, en la que estuvo primitivamente construida. Y así el presbiterio tiene arcos apuntados con bóvedas de crucería y toda la fábrica de sillar, abiertos sus muros con ventanales altos y estrechos, lo que se refleja fundamentalmente al exterior. Y aunque en el interior del templo se han operado a lo largo de los siglos múltiples reformas, aún son de admirar la portada renacentista de la capilla de los Arces, el enterramiento del obispo de Yucatán fray Diego de Landa, y los cinco grupos escultóricos procedentes de la ermita de Nª Sra. de Belén y que representan, en exquisita talla policromada sobre madera, escenas de la infancia de Cristo.

Junto a la iglesia, formando un ámbito urbano de cierta grandiosidad, está el convento de Santo Domingo, que fue levantado en el siglo XVII a instancias de fray Pedro de Tapia, obispo seguntino, y dominico. Es un templo magnífico, de grandes proporciones, con una portada meridional de estructura manierista complicada pero bella, y una espadaña sobre el muro de poniente que marca carácter a la villa entera. El interior es de limpia envergadura, y hoy se usa para destinos culturales.

Aún destacan en Cifuentes el antiguo Hospital del Remedio, con restos de los arcos de su patio, que constituyen el motivo arquitectural de un bonito parque, y junto a ello el templo hospitalario, con una preciosa portada de principios del siglo XVI, pero múltiples detalles ornamentales de tradición gótico‑ flamígera. Y en el otro extremo de la población, el convento de monjas capuchinas de Nª Sra. de Belén, con una portada en su iglesia, también renacentista, que procede de una ermita destruida en la guerra. En el centro de este templo está enterrado don Fernando de Silva y Meneses, que fue conde de Cifuentes en el siglo XVIII y entregó todos sus bienes en favor de este cenobio.

El viajero no debe perderse, como última parada (para muchos, probablemente, haya sido la primera) la bonita Plaza Mayor, que en Cifuentes es de trazado triangular, y que está formada, de sus tres costados, por tradicionales construcciones castellanas precedidas de soportales. En uno de esos costados, álzase el Ayuntamiento rematado de torrecilla para el reloj, y que ocupa (simbólicamente) el lugar donde estuvo el señorial palacio de los condes cifontinos, a quienes se lo mandó derribar Felipe V por haber apoyado en la Guerra de Sucesión al pretendiente austriaco.

Pero de todo esto, y algunas cosas más, podrá enterarse,  ‑y empaparse‑ el lector viajero, cuando se llegue hasta Cifuentes, cualquier día de estos, y recorra sus ámbitos en continuada sorpresa.