El románico de Labros , un elemento a rescatar

viernes, 2 agosto 1996 0 Por Herrera Casado

 

Casi todos los años traigo a relucir en este escaparate de las bondades provinciales, al pueblo -remoto y alto entre los sabinares molineses- de Labros. Porque rompe su silencio de largos meses, y la voz de aquella «gaznápira» que conquistó Madrid desde el silencio de su voz rural, se lanza a los cuatro vientos y nos recuerda su existencia.

Ese silencio del páramo lo rompe el número anual de la Revista «Labros» que hacen un fiel grupo de labreños con la atinada dirección de Andrés Berlanga. La intimidad de una sociedad rural, considerada como una familia grande, sale a relucir en sus cuatro páginas grandes y variadas. Quién nació, quién murió, quién se casó o quien terminó la carrera. Viejas costumbres que todos añoran y nadie practica, nombres que no se usan aunque antes fueron puntos cardinales de su vida, y anuncios de fiestas que, como un cumpleaños ritual, celebrarán a mediados de agosto.

Este año, además, la Revista «Labros» pone de estrella a su monumento primero, a esa fundamental seña de identidad que es su iglesia parroquial, y que resume en su estampa de hundimiento actual la evolución de una sociedad entera: los vivos se fueron, para no venirse al suelo como el templo de sus ancestros. Berlanga y sus gentes piden de nuevo atención (de ellos mismos, y de los de fuera) para la iglesia de Labros. Que no es sólo un lugar de querencias y recuerdos, sino un elemento capital en el bloque de la arquitectura renacentista de la provincia de Guadalajara. Por destacarlo, ponen referencias bibliográficas de la misma, sueltos y frases que describiéndola aparecen en libros de otros (muchas gracias por acordaros de mi «guía del románico de Guadalajara» en la que, lógicamente, Labros tiene página e imagen).

Viajar a Labros

Labros se encuentra en un pintoresco emplazamiento, en la falda meridional de un empinado cerro, seco y áspero en el verano, con una ancha vega a sus pies, y densos sabinares a las espaldas. Castizo asentamiento prehistórico, no se puede con fundamento confirmar que en torno a su eminente lugar pusieran los romanos su reducto de «Lábrica» (según decía Apiano) ni tampoco, a pesar de la fuerza de la tradición popular, que el Cid Campeador pasara por este punto, aunque esté situado con verosimilitud en el trayecto que el guerrero burgalés hizo entre Burgos y Valencia. Esa tradición popular ha clavado su recuerdo en el nombre de alguno de sus accidentes topográficos: el Pozo Bermudo, la Cabeza Alvaráñez…

La monumentalidad de Labros nunca fue excesiva. Las casas típicas de altura, las ermitas y los pairones…  poco más. La iglesia parroquial fue el elemento aglutinante del caserío. Situada en lo más alto, hoy sólo quedan de ella los cuatro muros y la torre. Su primitiva erección románica, en el siglo XII, queda reflejada ahora en la puerta de acceso, bastante bien conservada hasta nuestros días por haber estado protegida de un atrio durante varios siglos. Al haberse trasladado dicho atrio a la ermita que en la parte baja del pueblo cumple hoy las funciones de parroquia, esta puerta románica, de gran interés artístico, corre grave peligro de deterioro.

La portada románica de Labros merece un viaje para ser contemplada. Se trata de una gran puerta de arcos semicirculares, en degradación, con algunos dibujos geométricos. Bajo corrida imposta de entrelazos dobles, aparecen a cada lado un par de capiteles en los que se muestran algunas figuras del acervo mitológico de tradición muy primitiva. Bajo ellos, sendas columnas con pies tallados.

La torre de la iglesia es un gran ejemplar de planta cuadrada, toda ella construida con gris sillar bordeada a trechos de cornisas, coronada de grandes gárgolas en forma de leones en sus remates esquineros. Un reloj de sol grabado en piedra de la torre, y un escudete con la fecha de 1548 en una esquina tallado, completan lo que de interés encierra esta ya inestable edificación.

El interior del templo está totalmente en ruinas, hundidas las bóvedas, vacíos los espacios. Antiguos cronistas describen minuciosamente el retablo que fue mayor hasta 1500, en que se cambió por otro nuevo, y que estaba dedicado a Santiago Apóstol, patrón de la parroquia. En él se veían varias pinturas sobre tablas y en el centro una talla del apóstol, todo ello en neto estilo gótico de tradición aragonesa. Hace pocos años, todo cuanto de arte encerraba la iglesia fue vendido y en un furgón llevado del pueblo. Páginas como las de «La Gaznápira» en las que tal situación se describe, llenan de congojo e indignación a quien las sabe.

En los alrededores de Labros, aparece aún en pie la ermita de San Juan Bautista. Y en los alrededores de esta, se encontraron enterramientos de piedra, y en uno de ellos un esqueleto cuya calavera, agujereada, tuvieron los naturales del pueblo por reliquia de mártir. Dada la sequedad del lugar, y el hecho de que en el rincón en que apareció el cráneo siempre se veía señal de humedad, se tomó la costumbre de, en tiempo de sequía, bañar la calavera en las fuentes del pueblo, implorando la lluvia…

Y luego el pairón, el de la entrada del pueblo, bello y enhiesto, piedra gris contra el azul del cielo. El recuerdo de las Benditas Mínimas del Purgatorio, a las que el caminante implora y encomienda sus pasos, en una tradición netamente romana, medieval también, de recordar a los muertos y pedirles favores camineros, porque ¿quién mejor que un muerto, caminante eterno, para saber de pasos y jornadas?

Ya nada más. Yo, por si algo valgo, vuelvo a pedir que las autoridades que deciden sobre todos nosotros (sobre las haciendas ahora, antes también sobre las vidas) destinen cuatro cuartos a restaurar, a proteger, a darle vida al templo románico de Labros. Para que esos pequeños y vivaces seres que en sus capiteles sueñan, no vean quebrado su aliento dorado, su ruda sonrisa. Y para quienes, más a ras del suelo, simplemente viajamos y vemos, tengamos de Labros la imagen justa y verdadera, no la de una ruina, la de un abandono.