Medinaceli, una ciudad del cielo para vivir un rato

viernes, 8 diciembre 1995 0 Por Herrera Casado

Arco romano de Medinaceli

 

Será que uno se va volviendo viejo. La vida es una rueda que nos lleva desde la inconsciencia al saber, y luego al olvido. Cuando vuelvo al alto llano numantino, leo los versos de Machado, y me emociono. No es un pecado, ni desmerece de un ser humano que el sentimiento se le alborote, que se le atraganten las palabras, que se le agolpen los sentimientos y le hagan nudos, y le aprieten, entre el corazón y los conductos lacrimales. Será que uno se va volviendo viejo, pero al leer las palabras, tan antiguas ya, tan impresionantes, que escribe Machado al ver morir a su amor único, no puedo por menos de sentir un temblor en la mano que sostiene el libro: «Señor, ya me arrancaste lo que yo más quería./ Oye otra vez, Dios mío, mi corazón clamar./ Tu voluntad se hizo, Señor, contra la mía./ Señor, ya estamos solos mi corazón y el mar». 

Esta atroz reclamación, este grito de soledad y de impotencia, me vuelve a la cabeza siempre que llego a las tierras de Soria. Donde no hay mar. Donde, sin embargo, resuena siempre la serena, la hermosa, la imperecedera palabra de Antonio Machado. Aquí, en la Plaza Mayor de Medinaceli, cuando el sol último de la postrera tarde del sereno otoño pone de gala los muros solemnes del palacio ducal y a la alta torre de la Colegiata la enciende como una antorcha sobre los doloridos campos grises, me vuelven las palabras de Machado a repicar en las entrañas: «Allá, en las tierras altas / por donde traza el Duero / su curva de ballesta / en torno a Soria, entre plomizos cerros / y manchas de raídos encinares, / mi corazón está vagando, en sueños…» No hay nadie en la plaza. Sólo el viajero, que acude allá a lo alto con su tristeza, «tristeza que es amor», y sigue mascullando tantas frases que lleva en el corazón marcadas, que en un momento ya no sabe si las recuerda, las vive, las sueña o están grabadas en placas de granito y bronce por los muros opacos de aquellas casas viejas: «¡Oh, sí! Conmigo váis, campos de Soria, /tardes tranquilas, montes de violeta, / alamedas del río, verde sueño / del suelo gris y de la parda tierra, / agria melancolía / de la ciudad decrépita». 

Medinaceli es una fastuosa representación del alma de España. Un espacio urbano puesto en lo alto de un cerro, vigilante de un valle caminado intensamente desde los tiempos de los romanos. Ellos le pusieron el nombre, al ver tan alta su silueta: Medinaceli, «ciudad del Cielo», en una simbiosis toponímica en la que participaron tras los romanos los árabes. Y luego el Cid Campeador, el adusto guerrero que puso revolución, guerra y orden al fin en las tierras hispanas desde Burgos a Valencia. Por aquí pasaron -¡cómo no!- los Mendoza, entroncados desde el siglo XV con los duques de Medinaceli, señores de bosques y de yermos, duros jerarcas de esta fría altura. Y pasó don Ramón Menéndez Pidal, estudiando el habla de estos pastores que aún se embuchan en mantas pardiblancas, bajo la boina toda la sabiduría de quien oye, por todos lados, palabras sin descanso, y luego piensan, a solas, entre estas rocas de los campos de Soria «donde parece que las rocas sueñan…». Y llegó Gerardo Diego, poniendo su verso a latir entre la prieta formación de estas casas emplazadas y serias. Y Machado, con su dolor a cuestas. Y este viajero, el último, con su tristeza. 

Merece la pena llegarse, desde Guadalajara por la autovía, en una hora corta, o desde Sigüenza quien por allí pase algunos días, en poco más de un cuarto de hora, hasta Medinaceli. Es un lugar muy próximo a nuestra provincia, tan próximo que por fuerza comulga en su historia con la nuestra. Señora del Jalón y de las altas sierras del Ducado, Medinaceli fue la sede de un fuerte concejo al que perteneció Sigüenza en la Edad Media, y muchas otras aldeas del norte de la tierra guadalajareña. Sus señores, guerreros antiguos de la corte Trastamara, entroncaron con los Mendoza de los valles del Tajo, y en esta espina, en esta vértebra máxima de Iberia, se unieron para dar una raza de aristócratas que pondrían España en sazón (el marqués de Santillana, el Cardenal Mendoza, don Luís de la Cerda, el embajador don Iñigo López, y muchos otros) y la harían grande por dentro e inmensa por fuera. Tierras estas para pensar, para trazar proyectos al amor de una buena lumbre, para detrás de unos cristales medio empañados soñar con inmensos campos lejanos, con mares de azul inacabable, pero a los pies puestos. 

En Medinaceli el viajero se para un buen rato a admirar la Plaza Mayor. Allí está, ya lo dije, el gran palacio de los duques. Hoy conserva de un mediano buen ver tan sólo la fachada, porque el resto está en ruinas: los tejados cayéndose, los salones vacíos, la humedad creciendo por las junturas. Hay muchas casas, entre ellas el Ayuntamiento, y algunas otras en las que crece, como un milagro, el Restaurante «Las llaves» que es una de esas joyas increíbles en las que además de encontrar un puerto seguro de atenciones se come bien y se disfruta. Sobre sus tejados, aparece la torre de la gran Colegiata de Santa María, elevada de nuevas en el siglo XVI con aire renacentista, grandiosas proporciones, muchos escudos de los señores duques, y retablos dorados y relumbrones. Por el pueblo, como monumentos, pueden verse casonas palaciegas adinteladas de piedras armeras y cimadas de castellanos lambrequines; conventos vivos donde las monjas rezan y hacen pastelillos, dulces de altura, con susurros suaves tras los hierros negros de sus clausuras. Pero también hay bares, y galerías de arte, y casas reconstruidas que dan cobijo, sobre todo en los fines de semana, a gentes que valoran esta soledad, esta lejanía, de modo distinto a como el común de las gentes piensa que debe ser la vida. 

Ahora, en el invierno, en los días más cortos del año, hay que subir a Medinaceli a mediodía. Para poder ver, desde la balconada que se forma ante el gran arco de triunfo puesto por los romanos, la gloria luminosa del valle y los montes lejanos. Las piedras de la vieja muralla árabe soltarán sombras duras, como palabras hondas. Palabras que serán como estas, compases de la vida para justificar latidos. Aquí no se viene a nada: a pasear, a mirar, a soñar. A saber que se está en Medinaceli, a sentir silenciosa y fría la mano de la historia en el cogote. A pensar que España es grande porque nació, tras siglos de sufrimiento y renuncias, de sitios como este, de gentes que aquí habitaban. Se viene también, -pienso- a recordar los versos de Pedro Salinas en «La voz a ti debida», cuando dice que «Nos cobijaban techos,/ menos que techos, nubes;/ menos que nubes, cielos;/ aún menos, aire, nada», y bajo el azul sereno, potente, del cielo castellano en otoñada limpia, poder con el poeta castellano decir en verdad que «No en palacios de mármol,/ no en meses, no, ni en cifras,/ nunca pisando el suelo:/ en leves mundos frágiles/ hemos vivido juntos». Aquí puedes, lector, si quieres sentir la gloria de ser humano, o el «dolorido sentir» de aquel hombre de Azorín, que miraba a Castilla con la cara apoyada en una mano, estar a gusto. Medinaceli, tan cerca de nosotros, es un espacio-tubo por donde se va a otros mundos. ¿Una base de lanzamiento? No lo sé. Uno de esos mundos frágiles donde poder vivir fuera de los meses, de las cifras, de los palacios de mármol… o de los supermercados y las autopistas. Un lugar donde -lo sé por experiencia- se adelanta el alma a conocer futuros.