El monasterio jerónimo de San Bartolomé de Lupiana
Estos días vuelve a ponerse de actualidad el monasterio de Lupiana. Algo de lo que hemos oído hablar, en nebulosa, como si se tratara de algo relacionado con Hollywood (cuando, como ahora, hacen alguna sonada película entre sus muros) o con la historia misteriosa y lejanísima de Castilla. El caso es que en el término de Lupiana, a quince minutos de Guadalajara viajando en coche, asomado al borde de la meseta alcarreña, entre una variada espesura, y en lugar pintoresco como pocos, se levantan los restos del que fue Real Monasterio de San Bartolomé, primero de los que la Orden de San Jerónimo tuvo en España, y casa madre de la misma durante varios siglos. Es sin duda uno de los motivos que pueden suscitar un viaje turístico para muchos amantes del arte y admiradores de la historia castellana. Sin embargo, y de forma paradójica, a los habitantes de Guadalajara y su provincia esto del monasterio de Lupiana les suena todavía a chino. Un porcentaje elevadísimo de nuestros paisanos, muchos de ellos habiendo saltado ya las fronteras españolas y con algún que otro paseo por las playas caribeñas, no sabe ni donde está el monasterio de San Bartolomé, ni cómo es, ni lo que supone en la historia patria. Una pena, porque está tan cerca, es tan hermoso, y resulta tan barato verlo…
La historia del monasterio de San Bartolomé
La raíz de la españolísima orden monástica de los jerónimos estuvo en tierra de Guadalajara, y fue plantada por hombres de esta ciudad. Un noble arriacense, Diego Martínez de la Cámara, había erigido una ermita en los cerros que rodeaban a Lupiana, a comienzos del siglo XIV, y en su capilla mayor se había enterrado al morir en 1338. Los patronos de la ermita, que pasaron a ser los alcaldes y concejo de Lupiana, recibieron la petición de un sobrino del fundador, un joven de Guadalajara, de conocida familia de la villa, -Pedro Fernández Pecha se llamaba-, de colocar en su espacio lugar de recogimiento de eremitas. Solicitado al arzobispo toledano, don Gómez Manrique accedió y en aquella altura se instalaron varios ermitaños que, junto a Pedro Fernández Pecha, se dedicaron a la vida comunitaria y de oración. Dispuestos a fundar nueva orden bajo las normas y patrocinio de San Jerónimo, se trasladaron a Avignon Pedro Fernández Pecha y Pedro Román, y después de varios ruegos recibieron de Gregorio XI la Bula de fundación con fecha del día de San Lucas de 1373, recibiendo de manos del Pontífice el hábito, que consistía en «túnica de encima blanca, cerrada hasta los pies; escapulario pardo; capilla no muy grande, manto de lo mismo», y cambiando de nombre en el sentido de adoptar en religión el apellido de la ciudad de que eran naturales, costumbre que hasta hoy han conservado los jerónimos.
El fundador de la Orden, fray Pedro de Guadalajara, ayudado de otros animosos compañeros, entre ellos don Fernando Yáñez de Figueroa, y su propio hermano fray Alonso Pecha, uno de los grandes escritores místicos españoles del siglo XIV, se dedicó a levantar en Lupiana el primer gran monasterio de la Orden, lanzándose después por toda Castilla a fundar otras casas, y surgiendo en años y siglos posteriores grandes monasterios de la orden jerónima, como los de Guadalupe, la Sisla de Toledo, la Mejorada de Olmedo, San Jerónimo de Madrid, el Parral de Segovia, Fresdelval en Burgos, Yuste en Extremadura, Belem en Portugal y El Escorial, además de otro centenar de casas.
La alcarreña familia de los Mendoza, desde su asentamiento en esta tierra durante el siglo XIV, ayudó al crecimiento y desarrollo de este monasterio. El marqués de Santillana dio muchas ayudas, y su hermanastra doña Aldonza de Mendoza entregó grandes cantidades de dinero a los monjes, para que a su muerte la pusieran el enterramiento (que hoy se conserva en el Museo Provincial de Bellas Artes de Guadalajara) delante de las gradas del altar. Los condes de Coruña fueron patrones de la capilla mayor durante el siglo XV y a mediados del XVI fue el propio rey Felipe II quien acogió bajo su protección al templo.
La Orden fue muy poderosa y jugó su papel en la política imperial con Felipe II, quien siempre cuidó mucho de consultar a las altas jerarquías jerónimas algunas de sus decisiones, y en Lupiana se entrevistó con el general de la Orden en varias ocasiones. La Orden se disolvió, tras la Desamortización, en 1836, pero en este siglo XX ha vuelto a renacer, contando con varios conventos en España, y teniendo ahora su casa madre en el Parral de Segovia.
Visitando el monasterio de Lupiana
La visita del monasterio de San Bartolomé de Lupiana solo puede hacerse los lunes por la mañana. Es el horario que la propiedad particular del inmueble, a tenor de la normativa establecida para la visita de los edificios que son Monumento Nacional, ha establecido. Ciertamente no es la más adecuada para permitir a grandes masas de turistas su admiración, pues muchos españoles los lunes por la mañana se dedican a trabajar y afanarse en otros quehaceres distintos de la mera visita turística. Pero es lo que hay…
Así pues, cualquier lunes, a eso de los once de la mañana, quien se decida a coger la carretera de Cuenca y desviarse en dirección a Lupiana, dos kilómetros adelante encontrará otra estrecha carreterilla que le llevará, atravesando frondoso bosque, hasta las puertas de esta mansión suculenta de la historia. Allí podrá admirar el lugar bellísimo en que se encuentra, muy frondoso, y además su patio de entrada, las galerías y salones cubiertos de buenos artesonados, una pequeña capilla, el claustro antiguo, obra en ladrillo, y el claustro grande, mas los restos de la iglesia.
El claustro grande de Lupiana es una hermosísima muestra de la arquitectura renacentista española. Fue diseñado, en su disposición y detalles ornamentales, por el arquitecto toledano Alonso de Covarrubias, en 1535. Y construido por el maestro cantero Hernando de la Sierra. Presenta un cuerpo inferior de arquerías semicirculares, con capiteles de exuberante decoración a base de animales, carátulas, ángeles y trofeos, y en las enjutas algunos medallones con el escudo (un león) de la Orden de San Jerónimo, así como grandes rosetas talladas. Un nivel de incisuras y cinta de ovas recorre los arcos. La parte inferior de este cuerpo tiene un pasamanos de balaustres.
El segundo cuerpo de este claustro consta de arquería mixtilínea, con capiteles también muy ricamente decorados, y los arcos cuajados de pequeñas rosáceas. El antepecho ofrece juegos decorativos de sabor gótico. En uno de los laterales se añadió un tercer cuerpo en el que figuran columnas con capiteles del mismo estilo, antepecho de balaustres, y zapatas ricamente talladas con arquitrabe presentando escudos. Los techos de los corredores se cubren de sencillos artesonados, y en las enjutas del interior de la galería baja aparecen grandes medallones con figuras de la orden.
En este monasterio merecer ser visitada la iglesia, hoy muy alterada en su aspecto, después de que en los años veinte de este siglo se hundieran las bóvedas de la nave y todo el coro, quedando como un espacio murado y hueco, aprovechado para construir en su centro un estanque y unos jardines.
Este templo, construido en la segunda mitad del siglo XVI, y posiblemente la última gran obra artística del monasterio, fue realizado cuando Felipe II aceptó ser patrono del templo, a la oferta de los monjes jerónimos. Ocurría esto en 1569, en el momento en que el monarca andaba entusiasmado con la contemplación de la construcción del gran monasterio de San Lorenzo de El Escorial, que había entregado a los jerónimos para su cuidado. No sería de extrañar que el proyecto de esta iglesia fuera debido a Juan de Herrera, y no hay duda, por las escasas trazas que quedan, que las pinturas de sus bóvedas fueron realizadas por los artistas italianos que en esos años decoraban El Escorial: los nombres de Tibaldi, Zúcaro, Cincinato y otros bien podrían sonar para autores de esa decoración, hoy totalmente perdida.
La fachada del templo, se orienta a poniente, y consta de un gran paramento de remate triangular, con portada semicircular y hornacina que incluye una estatua de San Bartolomé. A un lado, la torre almenada trae evocaciones castilleras. La iglesia es de planta única y muy alargada, con crucero poco pronunciado. Las bóvedas del templo estaban totalmente decoradas con pinturas al fresco, tal como Cordavias, en un simpático y breve librito descriptivo, se encargó de transmitirnos a comienzo del siglo. Finalmente, el presbiterio, elevado sobre el nivel de la nave, era accesible gracias a una escalinata. De planta rectangular, y muro del fondo liso, también se cubría de bóveda encañonada con decoración de pinturas al fresco, de las que aún quedan trazas hoy día, pero tan deterioradas que es imposible ni siquiera imaginar los temas que proponían.
Todo un monumento, declarado nacional por su subido mérito, que tenemos ahí, a tan solo doce kilómetros de la plaza mayor, un cuarto de hora sin correr demasiado. ¿Por qué no se animan mis lectores, y el próximo lunes van a verlo?