La batalla de Aljubarrota, memoria de la Alcarria en Portugal

viernes, 6 octubre 1995 1 Por Herrera Casado

 

Parece imposible que, vaya uno donde vaya por el ancho mundo, siempre se encuentren recuerdos de la Alcarria, de sus hombres, de su historia, prendidos en los más recónditos paisajes, en las ciudades más misteriosas, en los más silenciosos campos. Un breve paseo por Portugal nos ha deparado la memoria de los Mendoza en la llanada suave y luminosa de la costa atlántica del vecino país.

Pero González de Mendoza

Puede considerarse a don Pero González de Mendoza como el fundador de la dinastía mendocina en Guadalajara. Originarios de la llanada alavesa, estos guerreros valientes bajaron a Castilla a servir en la Corte de Alfonso XI, en la que encontraron cobijo y empleo. Luchadores profesionales, capaces de dar fuerza a un reino en expansión, el primero en llegar por estos lares de la Castilla nueva fue don Gonzalo Yáñez (o Ybáñez) de Mendoza, a quien Alfonso XI nombró su Montero Mayor. Casado con la hija de otro vascongado emigrado, Iñigo López de Orozco, su vástago don Pero sería primer señor de Hita y de Buitrago, apoyo del nuevo monarca Trastamara surgido de la reyerta fraternal de Montiel, y muy introducido en la Corte de Juan I de Castilla, del que llegó a ser, en sus últimos años, capitán general de sus ejércitos.

Castilla enfrentada a Portugal

A Juan I, que como nos dice Layna era «pundonoroso y afectivo, liberal, caballeresco y esforzado» le vino a las manos la posibilidad de poner el reino de Portugal bajo su cetro. En el vecino país, gobernado por la dinastía de Borgoña desde la primera mitad del siglo XII, el rey Fernando I quedó sin sucesión masculina. Su hija Beatriz casó con el rey de Castilla Juan I. Los hijos de este matrimonio eran considerados, desde la perspectiva castellana, como herederos incuestionables del reino de Portugal. Eso, al menos, era lo que Juan I creía y mantenía: eso era lo que estaba dispuesto a mantener por encima de cualquier razonamiento u oposición.

En Portugal, sin embargo, las cosas se veían de otro modo. La herencia legítima de Pedro I se acabó en Fernando, pero uno de los retoños bastardos del gran monarca, el infante don Juan, maestre de la Orden caballeresca de Avís, proclamó su derecho al trono lusitano. El pueblo entero le aclamó como a su caudillo. Nombró su condestable a Nuño Alvares Pereira, y en medio de un apoyo entusiasta del pueblo entero, dijeron a Juan I de Castilla que se olvidara de su intento de hacerse con el reino portugués. Las condiciones para una guerra estaban dadas. En 1384 unas incursiones breves de los castellanos sembraron aún más el terror, y el odio, entre los portugueses. La batalla final se daría al siguiente año. En el verano de 1385 Castilla concentró su gran flota en el estuario del Tajo, amenazando a Lisboa, mientras por tierra, desde Salamanca y Ciudad Rodrigo, Juan I acompañado de un poderoso ejército de 30.000 hombres, comandados por el alcarreño Pero González de Mendoza, penetró en Portugal, asolando cuanto encontraban a su paso: quemaron los arrabales de Coimbra, y bajaron por el litoral de Beira hacia Lisboa, para tomarla por tierra con ayuda de la Armada naval.

La campaña, decisiva para unos y otros, crucial para la independencia de Portugal, empezó a definirse cuando la peste bubónica hizo acto de presencia entre la gran mesnada castellana. El propio rey, enfermo, hizo testamento en Cellorico. Pero la maquinaria de guerra siguió avanzando, baja de moral al ver cómo un pueblo al que se quería dominar, solo tenía para ellos gestos  de repulsa y odio.

La batalla de Aljubarrota

Por fin, el 15 de agosto de 1385, a primeras horas de la mañana, ambos ejércitos se dieron vista. Eran las suaves colinas y llanadas atlánticas de Aljubarrota. De un lado, el ejército del maestre de Avís, con solo 2.000 hombres de armas y 10.000 peones debía enfrentarse a los 30.000 caballeros e infantes bien pertrechados de Juan I. Figuraban entre ellos lo más selecto de la corte de Castilla: los mariscales, los adelantados, los maestres de Órdenes y los almirantes. Algunos de ellos enfermos. El rey deprimido y fatigado, hasta el punto de que habían de llevarle en una camilla transportable. La batalla, tras las primeras avistadas, se planteó para la tarde. El cronista portugués Fernando Lopes, el francés Froissart y el canciller Pero López de Ayala, cuñado de nuestro paisano González de Mendoza, se encargaron de relatar, como testigos directos, la apasionada jornada. Algunos capitanes castellanos aconsejaron esperar, rehacer la moral de su gente, pero el rey no quiso atender razones: el ataque era la suprema expresión de un pueblo fuerte, de un rey que pretendía un nuevo reino. Conocedores del terreno, los portugueses hicieron desde el inicio una maniobra de envoltura que consiguió crear el pánico entre la tropa castellana. La enardecida tropa de Juan de Avís se lanzó sobre los experimentados jinetes e infantes castellanos, que sucumbieron a miles, en una jornada dantesca y triste como pocas se contabilizan en la historia de nuestro país.

Allí mismo, y en poco más de media hora que, según los cronistas, duró el encuentro, murieron gentes como Juan Fernández de Tovar, almirante de Castilla; Diego Gómez Manrique, adelantado mayor del reino; Pedro Díaz, prior de la Orden de San Juan; Juan Ramírez de Arellano, señor de los Cameros; Pero González Carrillo y Diego Gómez Sarmiento, los dos mariscales de Castilla; el señor de Aguilar y Castañeda, y un largo etcétera de aguerridos caballeros hispanos, que fueron víctimas de la desorganización y arrasados por un pueblo lleno de fe en la victoria.

El heroísmo de Pero González de Mendoza

Murió también, y aquí nos llega el son alcarreño de esta historia, don Pero González de Mendoza, capitán general del ejército castellano. Al ver el cariz que tomaban los acontecimientos, se decidió que el rey Juan I montara una mula fuerte y saliera protegido en huída. Una flecha mató a su montura, y el rey, enfermo y debilitado, quedó en el suelo tendido. Los portugueses estaban ya encima. En esto llegó el Mendoza, y bajando de su caballo, puso sobre la silla al Rey, pidiéndole que huyera al galope. El rey, conmovido, le dijo que subiera a la grupa, que escaparían los dos. La contestación de González de Mendoza fue gallarda, heroica: «Non quiera Dios que las mujeres de Guadalaxara digan que aqui quedan sus fijos e maridos muertos e yo torno allá vivo». Cuando dijo aquello don Pero, había visto ya como cientos de convecinos suyos, de hombres de Guadalajara que le habían acompañado en su lucida hueste personal, yacían muertos sobre el campo de Aljubarrota. Y se quedó luchando a pie, a brazo partido, hasta morir atravesado del hierro lusitano.

El poeta alcarreño Hurtado de Velarde, ya en el siglo XVII, y recogiendo la leyenda que de siglo en siglo y de boca en boca corrió por Guadalajara desde entonces, compuso aquel hermoso poema que hoy, aquí, recordamos, y que todos los alcarreños deberían conocer, sentir, como expresión de la valentía de un pueblo que, a pesar de una derrota sonora, aún era capaz de actos de valentía, incluso de heroísmo:

Si el caballo vos han muerto,

sobid, Rey, en mi caballo

y si no podeis sobir,

llegad; sobiros hé en brazos.

Poned un pie en el estribo

y el otro sobre mis manos;

mirad que carga el gentío;

aunque yo muera, libradvos.

Un poco es blando de boca,

bien como a tal sofrenaldo

afirmándoos en la silla,

dalde rienda, picad largo…

Dixo el valiente alavés

señor de Fita y Buitrago

al Rey Don Juan el primero

y entróse a morir luchando…

Allí quedó el bravo Mendoza, su cuerpo perdido en la turbamulta de los desangrados torsos. Antes de partir hacia Portugal había hecho testamento. Una buena parte de sus riquezas las donaba a los franciscanos de Guadalajara para que construyeran, inmenso y solemne, el claustro de su monasterio.

Pero sería otro monasterio el que reflejara aquella jornada terrible y heroica. El monasterio de Santa María de la Victoria, o de la Batalha, que el maestre y ya rey Juan I de Avís junto a su condestable Nuño Alvares Pereira prometieron levantar para los dominicos si la victoria era suya. De ese monasterio, que también lleva resonancias alcarreñistas, hablaremos la semana próxima.