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febrero, 1995:

Don Quijote de la Mancha pasó por Guadalajara

Cervantes con Ignacio Calvo, traductor de la obra del Quijote al latín macarrónico. Autor del óleo: Rafael Pedrós

El pasado fin de semana se celebró en Ciudad Real y en Campo de Criptana un Congreso Internacional sobre el Quijote que, entre otros objetivos, tenía el de concretar de una forma definitiva la ruta que don Alonso Quijano, el universal hidalgo castellano y manchego, habría seguido en los tres viajes (las tres salidas de su aldea) en que fraguó su fama por los siglos.

La provincia de Guadalajara ha tenido una especial relevancia en su intervención, tanto por los escritores que de la misma han participado, como por las veces que nuestra tierra ha salido a la palestra en esta temática. A mí personalmente me correspondió la tarea de investigar, y tratar de concretar el recorrido que teóricamente hicieron don Quijote y Sancho por las veredas, pueblos, sierras y montes de nuestra actual provincia.

Expliqué inicialmente cómo el objetivo de tal trabajo añadía una dificultad a la propiamente investigadora de las referencias textuales. Y era el de contar con que el análisis se hace sobre una obra literaria, de creación, irreal, por lo que el autor ni se impuso la obligación de hacer recorridos reales, ni siquiera lo consideró útil o conveniente. Miguel de Cervantes conocía, sin duda, todos los lugares donde pone las aventuras concretas y bien localizadas del Quijote, pero no trató en ningún caso de hacer coincidir con exactitud las distancias y los tiempos de sus traslados entre poblaciones y lugares, por lo que, ya de entrada, quise advertir que no puede abordarse este estudio con una base científica de ningún tipo, sino, en todo caso, con la relatividad y aproximación que toda construcción literaria conlleva.

Establecer la ruta exacta del paso de don Quijote por la actual provincia de Guadalajara es punto menos que imposible. Sabemos, con certeza lógica, que por ella debió pasar, pues accede a Zaragoza desde la Serranía de Cuenca, y camina en derechura a través de espesos bosques y oscuras sierras, cruzando sin duda el Alto Tajo y las parameras de Molina. Pero en ningún caso el relato de la tercera y definitiva salida del Quijote concreta ningún lugar que permita identificar pueblos, villas o ciudades de la provincia de Guadalajara. Es por ello que el intento de trazar una ruta para don Alonso por el territorio serrano, y molinés de Guadalajara sea. una aventura parecida, por quijotesca, ingenua y romántica a las que el propio hidalgo manchego protagonizara.

No obstante, lo intentamos. Tras la sonada aventura de la cueva de Montesinos, localizada en plena serranía de Cuenca, en el capítulo 25 de la segunda parte, se suceden algunas nuevas andanzas de don Quijote, entre ellas la del Titiritero, que pudiera localizarse en la venta del Puente Vadillos, a la entrada de la portentosa hoz de Beteta, en la confluencia de los ríos Guadiela y Cuervo. Todo se hace ya “de pasada” cuando don Alonso camina de fijo en dirección al Ebro, el gran río que desea ver y aventurar en él. Ello no obsta para que quieran entretenerse un algo por aquellos contornos. Vemos así que en los capítulos 25 al 27 esos contornos por los que don Quijote y Sancho se entretienen están ocupados por grandes y profundos valles, atravesando una sierra negra de magníficas proporciones. Cervantes conocía bien aquellos lugares de la serranía de Cuenca y el Alto Tajo, pues en alguna ocasión pasó por ellos para visitar a su hija, cuyo marido tenía una fundición inmediata a Carrascosa de la Sierra, en Cuenca.

En el acontecer de los atambores del capítulo 27, la aventurera pareja sigue atravesando paisajes de gran bravura, muy accidentadas sendas y lento caminar. Cuando Sancho rebuznó, lo hizo tan reciamente que todos los cercanos valles retumbaron, lo que viene a damos idea dé la grandiosidad del término. No están ya en la Mancha (aunque Cervantes nos dice que el titiritero es de la zona donde andan, de la Mancha de Aragón), sino en territorios fragosos. Tampoco en el propio Aragón, sino en plena serranía ibérica. ¿Provincia de Cuenca, de Guadalajara, de Teruel? Imposible decidirlo.

Lo cierto es que por los Montes Ibéricos atraviesan, y uno de los elementos más claros de ello es la presencia de hayas en su camino. Cervantes, que conocía y amaba los árboles, siempre que los identifica en su novela es con conocimiento de causa. El sabe bien que el haya es una especie rara, propia de lugares fríos y húmedos. Y que en la Mancha no existe, en absoluto. Tampoco en el sur de Aragón. Aunque hoy ya no aparece esta especie en Castilla (los hayedos más meridionales, y bien esquilmados por cierto, están en la sierra de Ayllón y Somosierra, concretamente en el madrileño Montejo y en el guadalajareño Cantalojas, entonces debía haber algunos ejemplares, escasos y llamativos, en la zona del Alto Tajo. Y es por eso que aprovecha Cervantes a. describirlos y nombrarlos en su obra, porque él sabe que existen allí.

Caminan don Quijote y Sancho hasta tres días por terreno áspero, durmiendo y reposando bajo estos densos bosques. Atraviesan sin duda el páramo de Molina, en uno de cuyos términos les sucede la aventura de los alcaldes que rebuznaron y se enfrentaron las gentes de dos pueblos entre sí, saliendo como siempre Sancho molido. Es imposible averiguar cual sean estos pueblos, si es que Cervantes pensó en alguno en concreto. Los estandartes que llevan, con un burro por mueble, no identifican a ninguno de la zona molinesa. En aquellos desiertos, encuentran una alameda para descansar, y al final de otros dos o tres días de marcha arriban a Zaragoza, al Ebro concretamente.

En el mapa o Carta Geográfica de los Viages de don Quixote y sitios de sus aventuras que según las teorías de Pellicer dibujó Manuel Antonio Rodríguez, se le hace avanzar desde Priego y Beteta a cruzar el Tajo por Peñalén ó mejor, creo yo, tras pasar por Cabeza del Hierro, hacerlo por Poveda de la Sierra, subiendo luego por Taravilla tras saltar el río Cabrillas y llegando a Molina de Aragón, población de gran importancia entonces y que, sin embargo, no es referenciada de ningún modo en la obra. Seguirían la paramera o meseta molinesa por la sesma del Campo, siguiendo la ruta de Rueda de la Sierra, Hinojosa, Milmarcos y bajando al Jalón por donde ya cómodamente llegarían hasta Zaragoza.

Llegados al Ebro, les sucede la aventura de las aceñas en medio del río, y tras ella viene la larga y trascendental secuencia del gobierno de la Ínsula por Sancho, mantenida durante diez días.

Es aquí donde cabe entretenemos un poco, y aclarar la teoría expuesta por Serrano Vicens, quien suponía que tal aventura y universal parábola ocurrió en la ciudad de Molina de Aragón, y más concretamente en la corte provinciana de los Hurtado de Mendoza, que en Castlinuevo tenían una gran casa ó palacete donde recibieron a Sancho y le mantuvieron de engañado señor durante esos días.

Dice Serrano y otros que le han seguido que atendiendo a las palabras con que Cervantes comienza el capítulo 30 de la segunda parte, se apartaron del famoso río, bien pudiera ser que acudieran hasta Molina de Aragón a vivir en ella esta secuencia. El texto del Quijote dice que al otro día, al ponerse el sol y salir de una selva, vieron a la duquesa cazando. Esos datos han hecho suponer a algunos que la acción discurre en Molina. Pero esta suposición es totalmente imposible. Y ello por una razón muy sencilla. Si don Quijote y Sancho desde Zaragoza y el Ebro van encaminándose hacia Barcelona, no van a retroceder tan enorme espacio de terreno y menos en un sólo día. Aparte de que el hecho de que «salieran de una selva» no nos permite pensar en que fuera el territorio molinés, pues allí tampoco las hay. Otros autores han supuesto, creo que con mucha más objetividad, que la aventura de la Ínsula ocurre en Aragón, en algún lugar cercano a Zaragoza y a las orillas del Ebro. García Soriano y García Morales, en su edición explican, siguiendo a Pellicer, que el hecho ocurre en Buenvía, cerca de la villa de Pedrola, en el palacio de los duques de Villahermosa, don Carlos de Borja y doña María Luisa de Aragón, y la Ínsula propiamente dicha habría estado en Alcalá de Ebro. De allí a Barcelona, donde pierde ya todas sus esperanzas y es herido, ‑­en el alma, que es el peor sitio‑ don Quijote, quien con Sancho vuelve, cabizbajo y como en un vuelo, a su aldea natal, donde muere pocos días después.

No cabe duda que la vuelta de Barcelona a la Mancha, pasando el Ebro y la Serranía Ibérica, la haría esta pareja cerca de la tierra molinesa. Quizás desde Daroca siguiendo el curso del Jiloca y cruzando las sierras de Albarracín y bordeando por oriente a Cuenca, alcanzara de nuevo su llanura manchega y llegara a Argamasilla (¿o a Santa María del Campo Rus, como quiere Serrano Vicens?) a morir. Nada dice Cervantes que pueda orientamos al respecto.

Tras lo expuesto, con la brevedad y aun parquedad de datos que el tema impone, queda claro que la Ruta del Quijote por la provincia de Guadalajara pasó por sus territorios más orientales, por las fragosas serranías del Alto Tajo, por Molina de Aragón, capital de antiguo territorio histórico, y su paramera de anchos caminos y fríos cierzos. Concretar más es imposible.

Nos vamos de Carnaval

La botarga de Arbancón, acuarela de Herrera Casado

 En este día frío del más recio invierno castellano, cuando aún na­da hace suponer que la savia nue­va de la primavera un día triun­fará, el hombre se adelanta a la naturaleza: la excita y amedren­ta; la confunde con sus guiños. El pueblo alcarreño, de entre los más viejos del mundo, tiene en esta época su folclore más ancestral, el más profundo: entre botargas y carnavales, los colores vivos de sus trajes protagonistas y las escenas chocantes e irreverentes le ponen en el disparadero de ser apuntado como loco. Radica en eso la fiesta: en enajenarse por un día. Hablamos hoy de botargas y de carnavales en nuestra tierra de la Alcarria. Unas han sido ya celebradas, al comienzo de este mes de febrero. Otros están por venir, los tenemos ya a la puerta. Unas y otras fiestas forman parte de un conjunto primitivo de ritos mágicos: cambiarse los hombres, sus vestidos, sus actuaciones, para cambiar el mundo, para saberse más fuertes que su entorno.

El rito multise­cular de la botarga, con sus colo­res y sus graves sonidos de cen­cerros, con su inexplicable alegría y temor mezclados, se ha repe­tido en varios pueblos de Gua­dalajara. Cada vez más, porque unas costumbres perviven y otras renacen. La botarga, como pálpito que es de la humanidad viviente, nos brinda su presencia y su folclórico decir sin apenas esbozar su pro­fundo significado. Sobre el que, en fin de cuentas, aún no se ha llegado a decir la última pala­bra.

Una serie de trabajos realizados por los señores García Sanz, Caro Ba­roja y López de los Mozos, han hecho que sean muy conocidas las fiestas de botargas de algunos de nues­tros pueblos, muy en especial Be­leña, Arbancón, Retiendas, Aleas, Montarrón, Robledillo, Valdenuño­ Fernández, etc. Varias de éllas han pasado su color y su gracia por los festivales de Hita de años pasados, y todo su ritual mágico­-religioso está abundantemente re­cogido en fotografías, artículos de divulgación, películas de tema fol­klórico, grabaciones magnetofóni­cas, etc. Las botargas de la se­rranía alcarreña son ya, afortunadamente, cono­cidas por un gran sector del pú­blico esnañol, y forman parte con toda propiedad del patrimonio cultural de nuestra tierra.

Quedan, sin embargo, por ahí dispersos los recuerdos de otras botargas que, por la lejanía de los lugares en que se celebraban, o por el poco interés que por es­tos temas siempre ha existido, lle­garon a perderse casi por com­pleto, y hoy perviven nebulosa­mente apagadas en la nostalgia de «los más viejos del lugar», que sonríen ingenuamente cuando se ponen a evocar aquellos sus tiem­pos de juventud en los que cada día del año, cada festividad del pueblo, tenían un total significa­do de comunión en lo alegre o lo penoso de la aldea. Sirvan es­tas notas como contribución a la crónica general del folclore de nuestra provincia.

En la ciudad de Guadalajara aún hay quien recuerda haber co­rrido delante de la botarga, que salía el día de la Candelaria, con colores y ruidos alborotando cuan­to quería. Y bien cerca de aquí, en Cabanillas del Campo concreta­mente, también existió esta fiesta en la que uno o varios jóvenes del pueblo, se disfrazaban de ale­gres colorines, se tapaban la cara con un máscara ridícula, y reco­rrían las calles del pueblo tocando una campanilla. Era la botarga. Al oirla acercarse, todo el mundo cerraba puertas y ventanas, para que no entrase en la casa. Si al­guien se descuidaba, la botarga entraba y se llevaba todos los cho­rizos que encontrase a su alcance. Según la persona que me manifes­tó tal costumbre, hace ya muchos años que desapareció su práctica.

También en La Mierla, y en Ma­jaelrayo se ha estado celebrando hasta hace poco la fiesta de la botarga. Y en el pueblecillo de Ujados, en la comarca de Atienza, se hacían coincidir las fiestas del carnaval (domingo y martes antes del miércoles de ceniza) con las de la botarga. Surge en este ca­so el auténtico sentido carnava­lesco de esta última, con la con­junción cronológica de ambas fies­tas. Mientras los hombres se dis­frazaban de mujeres, y viceversa, o bien de animales caseros (ove­jas, cerdos), salía entre ellos la botarga, que recorría incesante­mente el pueblo haciendo sonar un gran cuerno, y adornándose la cintura con changarras, piquetas y cencerros.

Fuera de esta región serrana, hemos encontrado el recuerdo de una botarga en el pueblo de An­guita, perteneciente al llamado «ducado» por haberlo sido anti­guamente del de Medinaceli. Por la Candelaria salía lo que aquí llamaban «vaquilla», que era un vecino del pueblo disfrazado con traje de fuertes y chocantes co­lores, poniéndose al cinto un con­junto de esquilas de oveja, y re­corriendo las calles dando saltos y repartiendo alegría.

Muchos otros festejos popula­res pueden enlazarse con el que hoy tiene lugar en nuestros pue­blos. La Candelaria inicia la serie de los San Blas, San Blasillo y Santa Agueda que, enlazando con el carnaval, suponen la celebra­ción de las diversas maneras de propiciar la renovación y fertili­dad de la Naturaleza, que despier­ta de su letargo invernal ante las sacudidas acústicas (cencerros), visuales (colores fuertes de los trajes), físicas (carreras, saltos) y conceptuales (disfraces, cambio del mando a las mujeres, etc.) que la humanidad la proporciona.

Añadiré, pues, el dato sucinto de algunas otras fiestas ligadas a este ciclo que, –unas perdidas y otras en trance de recuperación– anima tanto la vida rural. Así recordamos la fiesta de San Blas en Hontoba, en la que los mozos que ese año sortean para el servicio militar, reunen duran­te la semana anterior gran canti­dad de leña y tocones, y la noche de la víspera lo prenden fuego en la plaza, durando la fogata varios días. En Pinilla de Jadraque se celebra el 5 de febrero la fiesta de Santa Agueda, patrona del pueblo. No mandan aquí las mu­jeres, sino que «todos mandan igual ese día». Algo después, en el martes de carnaval, algunos vecinos se disfrazan con trajes y caretas, recorriendo el pueblo con alboroto. Son «las mascarillas». En Palazuelos, para San Blas se bendecían los panes en la iglesia: cada familia llevaba un pan a la iglesia para bendecirle. En car­naval, algunas gentes cubrían su cara con máscaras, y recorrían el pueblo sonando cencerros y asustando a la chiquillería. Tam­bién en Luzaga se hacía ésto mis­mo, llamándose «de la máscara» a esta fiesta. En Yela, para Carna­val, los hombres se disfrazaban de mujeres. Quien ésto me conta­ba, refería haberse disfrazado en su juventud varias veces de toro, con lo que asustaba mucho a las mozas. Y en Valdeavellano me re­firieron era costumbre que para Santa Agueda los maestros guisaran unas patatas para dárselas a los niños, celebrando luego en carnaval las correspondientes mascaradas.

Quizás uno de los espacios provinciales donde con menos fuerza se celebró el carnaval fue en Guadalajara. De pía tradición, la fiesta grande de nuestra ciudad estaba en el Corpus Christie, en la que toda la ciudad, toda la ciudadanía, se volcaba con preparativos, con luces, con representaciones teatrales y con toros. O el aplauso a los caballeros de alarde para San Miguel. O las Navidades. Pero el Carnaval no fue fiesta ciudadana sino más bien de aldea. Tenía más gracia cuando todos se conocían y se cambiaban unas horas o unos días la personalidad y el pelaje. Venga en buena hora esta costumbre, no hay por qué asustarse. Venga para que sepamos que ­aún late el profundo sentido po­pular de nuestra tierra. Para que nos sintamos también reconforta­dos por ese decidido empuje que se le da a la naturaleza, por obra y gracia de un folclore antiquísi­mo, multicolor, misterioso todavía.

Mercado y mercadillos de Guadalajara

 

Tuve la suerte, hace unas fechas, de ser invitado por Nueva Alcarria para formar parte del jurado que había de fallar el premio literario de este nuestro periódico. El tema, suculento y con posibilidades inmensas, era el de un día por los mercados y mercadillos de Guadalajara y provincia… La afluencia de concursantes fue masiva. Muchos lectores habituales se animaron a ser por un día observadores y escritores. Y así resultó un vocerío sin fin de artículos, de cuentos, de ensayos, de pensamientos a renglón tendido, de sonidos, de llantos incluso… muy bonito. Y muy difícil para el jurado elegir los mejores. Al fin se llegó a un resultado. Preciosos los tres premiados. El primero, un encantador paseo por el mercadillo de Cifuentes, entrañables páginas cargadas de meditados recuerdos escritos por Pilar Villalba; el segundo, una pieza literaria magnífica, ambientada con fuerza y con certeza, poniendo ante el lector un argumento muy en la línea de Patrick Süskind que ha sido llevado adelante por quien como Pep Bruno se mueve con soltura en el mundo del cuento; y el tercero un onírico encuentro con Antonio Pérez y la princesa de Éboli en medio del mercadillo semanal de Guadalajara, junto a los muros del palacio del Infantado.

Leer decenas y decenas de escritos sobre mercadillos le levantó la envidia de no poder yo mismo escribir sobre ellos. Por una razón muy sencilla: porque nunca he ido. Y bien que lo siento. Estoy seguro que los mercadillos de Guadalajara, de Cifuentes, de Sigüenza o de Molina han de ser espacios sugerentes, casi mágicos, y a tenor de lo que algunos concursantes contaban, espacios donde cualquier fabulación, cualquier dislate ó sueño podía tener acogida.

Así no podré yo explicaros cómo son estos lugares. A veces uno se pierde por esos mundos estrafalarios y distintos, por lejanos y ajenos, y siente un rebullir de asombros ante la danza múltiple del Rastro madrileño, a donde he ido un par de veces en mi vida, o en el Marché aux Puces de París, donde varias veces me zambullí buscando viejas medallas republicanas; o se introduce de golpe en el mundo de las Mil y Una noches por las anchas y olorosas galerías del mercado egipcio de Estambul, o aún se piensa estar en la vieja Edad Media cuando se aprieta contra las paredes del zoco de Kairouan para dejar pasar a los borricos cargados de alfombras y collares, de pieles de camello y samovares de plata; o se queda mudo, como yo quedé de asombro en la calle Arbat de Moscú mientras las viejas vendían fragmentos de iconos y los maestros cuentistas se alzaban sobre una vieja silla y contaban y cantaban sus fábulas a decenas de asombrados paseantes, por no contar las peripecias en el Flea Market de Chelsea allá por la calle 26 de Manhattan, donde se juntan los muebles, las cosas y las razas más raras del mundo.

Si hubiera ido a los mercadillos de la provincia de Guadalajara, a buen seguro que hubiera podido referiros esos otros olores a churro mañanero, a calurosa salutación gitana que promete adivinar futuros al tiempo que te intenta vender por cuatro perras un jersey de los que pronto estiran o una correa de perro con matapulgas incluido. No me hubiera sido difícil explicaros que a pesar del viento frío de Sigüenza, al otro lado del barranco del Vadillo hay también senegaleses vendiendo tallas de ébano, quinquis con camionetas cargadas de pantalones vaqueros y quincalleros (que no son lo mismo, todos lo sabéis) vendiendo ceniceros de baratillo. Os hubiera informado del cuidado que hay que llevar en Atienza si quieres llevarte un lechón vivo, o de las andanzas por los tenderetes bamboleantes de junto al torreón de Alvarfáñez, donde suenan todavía casettes de Manzanero y roncas arengas sobre la medicinal virtud de la manzanilla, el llantén o la pamplina de agua, sin olvidar a la vital y exuberante amazona periférica que avanza sus brazos sobre el mostrador ofreciendo a todas sus sostenes de talla extraordinaria. Os hubiera dicho, si hubiera tenido alguna vez la suerte de acudir a un mercadillo de nuestra provincia, que a él van los curas de paisano, los concejales a lucirse, y las mocitas enamoradas de un gitano reventón que intenta vender paisajes nevados.

Me conformaré, porque no tengo tiempo para otra cosa, con referiros la antigüedad y belleza de estas panoplias. Con deciros que ya en 1133 tenía Guadalajara mercado semanal, porque así figura en su Fuero Viejo: los martes se reunían las gentes a comprarse y venderse cosas: et los homes de Guadalfayara que fueren a mercado non den portazgo en la mi tierra. El Fuero extenso de 1219 aludía brevemente al mercado, condenando severamente a quien en él robase. Guadalajara tenía, desde la Baja Edad Media, un azogue (lugar permanente donde las tiendas abrían todos los días, de callejas estrechas y fuertes olores: lo que un zoco árabe es hoy día. La palabra es prima hermana, por no decir la misma. Como Azuqueca, que debía ser lugar de muchas transaciones). Y tenía un mercado los martes, que se celebraba delante de la puerta también llamada del mercado: lo que es hoy Santo Domingo, frente al convento de la Santa Cruz de los Dominicos, hoy iglesia de San Ginés. En 1523, el emperador Carlos Quinto estableció que el mercado se celebrara los viernes. La cuestión era cambiar, había que cambiarlo todo, máxime después de una victoria tan solemne sobre los Comuneros (¿a quien me recuerda esto…?). Pero en 1608 Felipe III dio libertad para celebrarlo cuando se quisiera, y el Concejo reunido en sesión de 16 de septiembre de 1609 decidió volverlo a celebrar los martes. Desde entonces, ese día permaneció inamovible. No hace mucho, se añadió el sábado como día de mercado.

El lugar también ha deambulado de acá para allá. Primeramente se celebraba en la plaza del Concejo, delante de las Casas de Ayuntamiento. Pronto se hizo pequeño el espacio, a pesar de haber derribado dos manzanas para ensancharlo. Y se pasó a Santo Domingo, delante de la gran puerta por donde se entraba a la ciudad, calle mayor arriba. En tiempos del alcalde Román Atienza, a finales del siglo XIX, se levantó un nuevo y moderno edificio en la plaza de Santo Tomé, frente a la iglesia de tal nombre que ahora es santuario de la Virgen de la Antigua. Tras un siglo de estancia, se fue al huerto de las Adoratrices, y ahora por fin encuentra asiento junto a la venerable dureza de las murallas. La torre de Alvarfáñez, que antiguamente se llamó puerta de Feria, vuelve a tener el mismo cometido que en la Edad Media. La vida, sobre todo si es larga (y las ciudades como la nuestra la tienen especialmente) da muchas vueltas.

El mercadillo de Sigüenza es también antiguo como pocos. Aunque hasta el siglo XV no aparece documentado, es lógica la suposición de Adrián Blázquez de que ya existiera en el siglo XIII, dado que la ciudad era cabeza de obispado y capital de una amplia comarca natural, nudo de comunicaciones entre las cabeceras del Henares y el Tajuña por un lado y el Jalón y el Duero por otro. Se celebraba los miércoles y era franco total. En 1468 (el año después de ser nombrado obispo de Sigüenza el Cardenal Mendoza) el rey Enrique IV mejoró sus condiciones confirmando exenciones impositivas a sus tratos. En el siglo XVIII empezó a celebrarse también los sábados, y hace ya muchos años que es solo este día el de mercado en Sigüenza. Antes era en la plaza mayor, delante de la Catedral, tal como en 1494 lo había dispuesto su obispo y señor don Pedro González, donde se celebraba el mercado. Ahí vemos en una vieja fotografía a las gentes del Ducado cambiar sus paños ordinarios por abarcas, sus simientes de cebada por las de trigo, y sus lechones por alforjas de colorines. Hoy se ha llevado al otro lado del Vadillo, atravesando la estrecha puerta de la Cañadilla o del Toril.

Y en Cifuentes… también desde mediados del XIII se celebra un día a la semana público mercado. Fernando III en 1242 dio un privilegio para que se celebrara libremente. Con gran influencia en toda la comarca, Cifuentes llegó a tener dos días a la semana de mercado: jueves y domingos en el siglo XVIII, que quedó reducido a sólo los domingos en el siglo pasado, y fijado en los jueves en nuestros tiempos. Hacia 1754 un inspector de la Hacienda pública valoraba el total de transaciones en el mercado cifontino en la astronómica cifra de 2.000 reales… en un sólo día. Tiempos aquellos. Lástima que nos los hayamos perdido, y, más tonto soy, hoy también me los esté perdiendo.