Doña Brianda ade Mendoza volvió a ver la luz
Ocurrió el pasado día 30 de marzo un hecho que bien podríamos calificar de histórico en nuestra ciudad, y que por haberme encontrado entre sus espectadores, creo que puede ser de interés a mis lectores habituales conocerlo en detalle, pues forma parte de esa «crónica» mínima de Guadalajara que, sin embargo, pasará a la historia.
Se trataba de abrir el sepulcro de doña Brianda de Mendoza y Luna, aquella señora ilustre y rica que, soltera y mimada por su tío el guerrero don Antonio de Mendoza, recibió en herencia el gran palacio renacentista que, construido por Lorenzo Vázquez, asentaba en la parte baja de la ciudad, en el seno del barrio de lo que había sido judería, y que tras el momento de la expulsión, en marzo de 1492, había quedado libre de estas gentes.
Doña Brianda, muy piadosa, pensó constituir en aquel magno edificio centrado en soberbio patio de dimensiones opulentas, un convento o beaterio en el que ella y sus amigas se dedicarían a los rezos y las pláticas dentro del orden franciscano. No contenta con ello, y como tenía mucho dinero, encargó al mejor arquitecto del momento, Alonso de Covarrubias, que construyera junto al palacio una iglesia de reducidas pero elegantes proporciones. Así se hizo: el templo, denominado de la Piedad, fue concluido hacia 1536, y en él trabajó directamente el gran arquitecto real, que puso su mejor arte especialmente en el diseño y materialización de la portada, una de las joyas del arte plateresco español.
Doña Brianda, entusiasmada con su templo, le llenó de obras muebles sorprendentes. Puso reja de hierro forjado, hecha por los mejores herreros toledanos. Mandó construir un precioso retablo mayor de pinturas y esculturas, que producía la admiración de quienes lo contemplaban, y adornó de joyas y riquezas sin cuento el templo. Finalmente, decidió enterrarse, a su muerte (cosa que ocurrió pronto, en 1536) en el centro de la nave de este querido templo de la Piedad, ante las escaleras del presbiterio. Para ello había encargado a Alonso de Covarrubias que tallara un mausoleo personal, con lujo grande de grutescos y adornos, y escudos de sus apellidos entre cadenas de guirnaldas y amorcillos italianizantes. Así se hizo también. Dentro, a su muerte, se depositó el cuerpo, y allí quedó consumiendo las horas de la eternidad.
Las monjas, siglos después, se fueron. La iglesia abandonada sufrió el expolio total de sus riquezas, a excepción del enterramiento de la fundadora. Y a finales del siglo pasado recibió un «arreglo» que supuso la destrucción de su estructura, al eliminarle la techumbre y partir en dos su nave y presbiterio por un forjado que posibilitaba la existencia de un salón de actos en el piso superior.
En 1947, al ser movido el sepulcro de sitio, se abrió y se recogieron los restos (huesos ya, amarillentos y apergaminados) de doña Brianda. Y con la presencia de un notario (el Sr. Romero) de la directora del Instituto de Enseñanza Media (Enriqueta Hors) y el secretario del mismo (Salvador Embid Villaverde), se pusieron en una pequeña caja de metal donde se unió dentro de un cilindro también metálico, acta notarial de este encuentro y traslado.
El pasado día 30 de marzo, para cumplir las necesidades operativas de la restauración que en el edificio de este templo de la Piedad está haciendo la Consejería de Educación y Cultura de la Junta de Comunidades, se hizo preciso abrir nuevamente el sepulcro, pues habrá que trasladarle de lugar, dentro siempre del recinto monumental.
El director del actual Instituto «Liceo Caracense», el profesor de Historia don Antonio Ortiz García, quiso que ese momento fuera especialmente solemne, al mismo tiempo que cordial y amistoso. Y para ello convocó a todos los profesores del Centro, a cuantos alumnos quisieran acudir, y a un buen número de amigos y gentes que, por una u otra razón han demostrado siempre tener una especial sensibilidad por andar en las esencias de la cultura de Guadalajara.
Al final de la mañana, que era gris, lluviosa y fría, los obreros lanzaron sus palanquetas a la tarea: costó mucho levantar la tapa de pórfido rojo, moverla sobre el sepulcro y finalmente abrir la losa que le cerraba. Allí dentro, cubierta del polvo de los decenios, estaba la caja metálica. Junto a ella, en una pequeña cajita de cinta de máquina de escribir, se conservaba la llave. Solamente una persona de las congregadas, don Salvador Embid, sabía lo que se iba a encontrar allí. Con emoción nos lo fué anunciando. Y en efecto, aparecieron los huesos de doña Brianda: fragmentos múltiples, la mitad del coxis, dos fémures y una tibia, algún astrágalo y diversas falanges. De un color amarillento oscuro, tibios y sencillos. Tan humanos. Por su tamaño, debieron corresponder a una persona de aspecto frágil, corta de estatura (no más de 1,55 metros), lejana en el tiempo pero tan cercana, en ese momento, a todos…
Fué especialmente emotiva la atención con que los alumnos de hoy contemplaron la aparición. Quizás esperaban algo más impresionante, acostumbrados a las películas de terror que hoy se prodigan. Supieron, sin embargo, comprender el mensaje mudo de aquellos pocos huesos. El secretario del Instituto leyó el acta del 47 encontrada junto a los restos, y todos nos fuimos tan contentos. La previsión es, una vez trasladado el sepulcro de lugar, volver a colocar esa caja metálica en el interior del mismo, y acompañarla de otro escrito en que conste el contemporáneo movimiento. Habrá sido, en definitiva, una renovación del apego que los ciudadanos de Guadalajara, ‑los más jóvenes en mayor cantidad‑, siguen teniendo por esta singular figura de su historia: doña Brianda de Mendoza y Luna. De la que ahora sabemos era menuda, chiquita (y seguro que coqueta, como Dios manda).
Entre los invitados, ‑como amigos‑, al acto (que en ningún caso revistió carácter institucional alguno, o al menos nadie lo explicó así) se encontraban Jesús Campoamor, Fernando Alvarez de los Heros, Pedro Fernández Fernández, José Ramón López de los Mozos, Fernando Borlán, Avelino Antón, Acisclo Redondo y diversos arquitectos del Colegio de Guadalajara, así como los ya mencionados director, profesores y alumnos del actual instituto «Liceo Caracense».
Un acto simpático, entrañable, e histórico a un tiempo. Un momento de esos que nos reconcilian con nuestra historia, con la corriente invisible y eterna del devenir de esta ciudad en la que vivimos.
Y un momento para mirar, como simples ciudadanos sensibles, las obras que se están llevando a cabo en esta Iglesia de la Piedad (Monumento Nacional de los más valiosos que posee Guadalajara) y que según todas las trazas van a terminar por borrar las huellas que el genio de Covarrubias puso en este elemento arquitectónico. Porque la escalera que se está construyendo en monstruoso abrazo de cemento al presbiterio del templo, va a ser, cuando esté terminada, uno de los más señalados «engendros» del catálogo con que ya cuenta nuestra ciudad. Pero de esto ya hablaremos, más largo y tendido, otro día.