Los Escritos de Herrera Casado Rotating Header Image

marzo, 1992:

De Alcarreños en América. Antonio de Mendoza, el primier virrey de México

 

Ahora que se inicia la primavera del 92, mítica ya por ser el atrio de toda una conmemoración que en Sevilla está a punto de estallar en colores y alegrías, nos cumple a los alcarreños recordar a aquellos individuos que, nacidos en la tierra de Guadalajara o a ella íntimamente vinculados, tuvieron una presencia destacada en la gesta americana. En esa gesta que supuso el «Descubrimiento» de un Mundo Nuevo para los que en el Viejo le ignoraban, y su colonización y «occidentalización» más para bien que para mal.

Y comienzo por la figura de un gran personaje que, íntimamente entroncado con esta tierra en la que vivimos, fué columna fundamental en la forja de un estado tan grande y magnífico como fué, primero Nueva España, y ahora México. Me voy a referir a don Antonio de Mendoza, su primer Virrey, allá por los inicios del siglo XVI, y hombre extraordinariamente inteligente y capaz, relacionado familiarmente con los Mendoza arriacenses.

Aunque Antonio de Mendoza nació en Valladolid (ahora sabemos que realmente nació en Mondéjar, gracias a las investigaciones del historiador Escudero Buendía), estaba íntimamente emparentado con la familia que durante siglos marcó el rumbo de la tierra alcarreña: era nieto de don Iñigo López de Mendoza, primer marqués de Santillana, poeta de los más puros del Renacimiento castellano; era hijo del conde de Tendilla, hermano de don Bernardino de Mendoza, del diplomático y escritor don Diego Hurtado de Mendoza, y de María Pacheco, mujer del comunero Padilla. Nuestro personaje, sin embargo, en aquella singular lucha civil que se desarrolló en Castilla en 1520 y aledaños, fué un leal al emperador, y por ello aún muy joven fué nombrado comendador de la Orden de Santiago, embajador en Hungría y compañero de batallas del Emperador Carlos I.

Cuando el monarca hispano tuvo ciertas dificultades para poner orden en su más importante colonia de la América recién descubierta, en México, donde la primera Audiencia nombrada fué muy contestada por los colonos, pensó a instancias de Zumárraga en la creación de un Virreinato que, encabezado por la figura de un Virrey, sirviera para la gobernación de aquellos lejanos territorios con la eficacia con que Castilla, cercana y doméstica, era gobernada. Y pensó (y aún acertó), nombrando a Mendoza para ese cargo, para ese histórico estreno.

Sería muy largo de enumerar todo cuanto entre 1535 y 1549 realizó don Antonio en el territorio mejicano. En el aspecto de gobernación, dictó unas «Ordenanzas del buen tratamiento» en 1536 para el mejor trato de los indios, y ayudó en cuanto pudo la misión del visitador real Francisco Tello de Sandoval al objeto de poner en marcha las Leyes Nuevas dictadas por el Emperador Carlos a instancias de Bartolomé de las Casas, y que tantas resistencias levantó entre los tradicionalistas encomenderos. Puso en marcha un ambicioso plan de explotaciones mineras en Zacatecas, donde llevó buen número de alcarreños (los Ibarras, los Oñate, los Tolosa y los Medrano) que levantaron aquella industria. Creó tribunales de la Mesta para el aprovechamiento de pastizales, elaboró otras ordenanzas para el manejo de la seda, inició las obras del puerto de Veracruz, estableció la imprenta en Méjico (el primer libro fué la Doctrina christiana de Juan de Zumárraga, en 1539). Dio los primeros pasos (con la creación de los colegios mayores de Tlaltelolco y San Juan de Letrán) para la inmediata instauración de la Universidad mexicana, etc.

Otro aspecto muy interesante de Mendoza fue su deseo de continuar las investigaciones geográficas y los viajes de reconocimiento por todo el continente americano en su porción norteña. Y así, él protegió y ayudó económicamente a Cortés y Ulloa para sus navegaciones por el golfo de California; a fray Marcos de Niza por Cíbola y el Nuevo México; a Hernando de Alarcón para explorar el río Colorado; a Rodríguez Cabrillo para sus viajes por la Alta California; a Quivira para sus descubrimientos por  el centro de los actuales Estados Unidos de Norteamérica, etc. En este sentido, Mendoza alentó la labor española de descubrimientos y evangelización de una forma máxima, casi bíblica, pues su idea de que una nueva Humanidad, la depositaria de un cristianismo nuevo y puro, en la línea del ascetismo erasmista y franciscano, tendría su nacimiento en el Nuevo Continente, le animaba cada día a marchar por el sendero de esas rutas descubridoras.

Tuvo que poner lo mejor de su inteligencia y energía en acabar con revueltas de españoles indóciles (del mismo Nuño de Beltrán, también alcarreño, quien tras hacerse con el gobierno de la Nueva Galicia, en el actual Jalisco, y fundar la Guadalajara de Indias, tuvo que ser encarcelado y residenciado por el Virrey) y de indios que en ocasiones hicieron peligrar algunos territo­rios ya plenamente asentados.

A don Antonio de Mendoza, ya mayor y achacoso, le propuso el emperador hacerse cargo del recién creado y difícil virreinato del Perú, que él aceptó. Allá marchó en 1549, implan­tando también las Leyes Nuevas contra la resistencia de los antiguos encomenderos, y dando sabias y benévolas normas para el mejor desarrollo de aquel inmenso territorio, respetando siempre al indio, del que se preocupó notablemente en sus formas de vida y trabajo.

En definitiva es éste un recuerdo a una figura máxima que, muy emparentada con la tierra de Guadalajara, don Antonio de Mendoza, dejó una amplia estela de bondad e inteligencia en el gobierno más remoto de la Nueva España, semilla aún virgen de lo que hoy es ese extraordinario país al que llamamos México. En próximas trataré de poner en esta sección de glosa y recuerdo alcarreñista las figuras más notables de cuantos nacidos en Guadalajara forjaron una América hispana y moderna.

Pastrana espera su despegue turístico. El Convento de San Pedro será Hospedería de Turismo

 

Uno de los lugares más interesantes y definitorios del espíritu de Pastrana, es el convento (hoy franciscano) de San Pedro, formado por un denso grupo de edificios, y situado sobre un altozano rocoso que vigila el espléndido valle del río Arlés, en su confluencia con el arroyo que entre huertas baja desde la villa pastranera. Puede decirse de este lugar que es uno de los más señalados lugares de la reforma carmelitana, y durante los siglos modernos, concretamente del XVI al XVIII, tuvo suma importancia por albergar en sus muros al generalato de la Orden. Por él pasaron las máximas figuras de este movimiento espiritual, y su historia inicial está íntimamente ligada a las más puras esencias del pensamiento de Santa Teresa de Jesús y San Juan de la Cruz.

En este lugar se está procediendo, por parte de la Consejería de Industria y Turismo de la Junta de Comunidades de Castilla‑La Mancha, a una serie de obras que conllevarán su transformación, (en buena parte del conjunto) en Hospedería de Turismo. Las obras, sin embargo, se están llevando a un ritmo lentísimo, que se hace desesperante no sólo para los habitantes de Pastrana, sino para todos cuantos estamos convencidos del porvenir turístico que tiene esta villa alcarreña, y que sabemos la gran necesidad que tiene de contar, ya, con esta instalación en uso.

Conviene recordar antes que nada las páginas que nos hablan de la historia y los hechos que acaecieron entre los muros de esta venerable institución.

Nació este monasterio en 1569, cuando Santa Teresa de Jesús viajó a Pastrana, al llamado de los duques de Silva y Mendoza, para fundar convento de monjas. Dice ella misma que por el camino se con dos italianos, Ambrosio Mariano y Juan Nardush [Juan de la Miseria] que buscaban instalarse como eremitas, pero que abrazaron la reforma carmelitana que planteaba la santa de Ávila. En los días del verano de 1569 se decidió la fundación de este cenobio, que en principio fue muy pobre, hecho tan sólo con pequeñas cabañas y un humilde templo, que además se incendió pocos años después, pero que siempre renació a más, y llegó en poco tiempo, ya a comienzos del siglo XVII, a ser un gran monasterio con iglesia de perfecta traza, y enorme edificio en el que desde entonces se albergó un muy nutrido grupo de frailes carmelitas, entre los que se contaron siempre las figuras más relevantes de la Orden, del que salieron misioneros carmelitas para Afrecha, América y Asia, y en el que se reunió muchas veces el Capítulo General del Carmelo. En 1836 hubo de ser evacuado por sus ocupantes, a tenor de las disposiciones desamortizadoras del ministro Mendizábal, siendo finalmente ocupado por los PP. Franciscanos, que aún hoy lo regentan.

El visitante encontrará interesantes elementos arquitectónicos y artísticos en este Convento de San Pedro. Ya el lugar en que asienta es de una gran belleza. Parece el contrapunto místico y solitario al bullicio urbano de Pastrana, vigilante en lo alto de la cuesta. El núcleo principal del monumento lo constituye el edificio conventual, severa masa construida con recios muros de sillarejo e hiladas de ladrillo. Múltiples ventanas alineadas le sirven de animación, y en su interior, además de los múltiples corredores, salones y celdas, se encuentran algunos minúsculos patios ó claustros de pequeñas dimensiones y ruda estética. Adjunta al convento está la iglesia. Se trata de un extraordinario edificio de estilo carmelitano, construido en los años finales del siglo XVI (1597‑1600), y trazada por el arquitecto de la Orden fray Juan de Jesús María, a la sazón prior de esta casa, con el diseño de su portada típicamente carmelita, debida muy probablemente al famoso arquitecto fray Alberto de la Madre de Dios, quien aquí, en este Convento de San Pedro de Pastrana, vivió sus últimos años, murió y fue enterrado en 1635. Esta fachada, que se concluyó hacia 1625, presenta tres cuerpos, siendo el inferior de piedra sillar, mostrando tres ingresos de arco de medio punto, rematando en hornacina vacía que se incluye en el segundo cuerpo, de aparejo de ladrillo y sillarejo, en el que luce gran ventanal para iluminar el coro, y dos escudos de la Orden, tallados en piedra. Es esta fachada quizás la primera que ofrece la disposición que luego será clásica en el estilo carmelitano hispano, con un pórtico ó lonja a los pies del templo, al que se pasa a través de tres arcos. El interior es de una sola nave, con tres tramos separados por pilastras de orden toscano y arcos de medio punto, cubiertas de bóvedas de cañón con lunetos, y un crucero poco acentuado en el que surge una gran cúpula hemisférica rebajada, sobre pechinas. En el muro de la epístola aparecen entre las pilastras espacios en hueco que albergan retablos, mientras que en el lado del evangelio se abren capillas de menor altura que la nave, pero con bóvedas semiesféricas. Están dedicadas a Santa Teresa, el Santo Sepulcro, San Elías y al Santo Cristo de la Misericordia. Sobre el pórtico ó nartex de la fachada se alza el coro alto.

El presbiterio se cubre de un gran altar de estilo barroco rococó, obra del siglo XVIII, con diversas imágenes de santos carmelitas y franciscanos, entre ellos San Pascual, San Diego, Santa Teresa y San Benito de Palermo, San José, rematando con una pintura en la que aparece San Pedro mirando cantar al gallo, y presidido por la talla de la Virgen del Carmen. Además de este gran retablo, por los muros del templo se distribuyen otros varios, y actualmente su nave alberga, alojada sobre paneles que en su día serán retirados, una gran colección de cuadros de temas carmelitanos que son propiedad de este convento franciscano y de la Colegiata de Pastrana, y que forman parte de lo que a continuación reseñaremos como Museo Carmelitano.

En la parte sur del convento, bajo las irregularidades de la roca tobiza en que se sustenta, puede verse la cueva de San Juan de la Cruz, donde dice la tradición que el fraile abulense, en su época de maestro de novicios en este convento carmelita de Pastrana, se retiraba algunas breves temporadas a meditar e incluso a escribir algunos de los que luego serían sus famosos versos místicos. Junto a aquellas oquedades aún se ve la zarza milagrosa que,  ‑ dicen que por milagro del fraile‑  no da espinas.

Un lugar este del Convento de San Pedro en Pastrana, que reúne todos los ingredientes, no sólo para visitarlo ya, y gozar de su capacidad evocadora y emocionante, sino para servir de acogimiento, como ya lo ha hecho en otras ocasiones, a las manifestaciones culturales de gran envergadura que Pastrana prepara para este año. Más en concreto, ese gran Congreso Internacional de Caminería Hispana que la Diputación Provincial y don Manuel Criado de Val coordinan con precisión y que hará a este entorno monumental ser durante unos días de comienzos de julio el centro mundial de los estudios y los estudiosos del tema caminero.

El Palacio Ducal de Pastrana

 

Ya lo hemos repetido algunas veces: es este el «año de Pastrana», y estamos seguros de que los diversos acontecimientos que en la alcarreña villa se han de celebrar van a catapultarla a la fama que merece y que hasta ahora parece habérsele negado, quizás por la falta de promoción que ha tenido. El Cuarto Centenario de la Princesa de Eboli, su figura más universal; la Décima Feria Apícola Regional, llena de animación y colorido; el Congreso Internacional sobre «Caminería Hispánica» en el mes de julio, y sobre todo la siempre cierta belleza de su entorno, harán de Pastrana este año meta segura de muchos viajeros.

Para empezar degustando su rico patrimonio, y saber algo más en profundidad de su silueta magnífica, recordaremos hoy lo relativo al primero de los monumentos con que se encuentra el viajero al llegar a su parda esencia.  

Presidiendo por su costado norte la plaza de la Hora, la plaza mayor de Pastrana, se encuentra el Palacio Ducal, monumental construcción que erigieron en la primera mitad del siglo XVI los señores de la villa, como expresión clara de su poder y su preeminencia sobre el resto de la población.

Las fechas de su construcción van del año 1545 al 1580. Desde el primer momento surgieron problemas entre la señora de Pastrana, doña Ana de la Cerda, y el Concejo y pobladores de la villa, por cuanto éstos argüían que, conforme a las normas reales y a la tradición, estaba prohibido construir castillo ó casa‑fuerte junto a las murallas de una villa. Ella consideraba su construcción como palacio, y así fue que, aunque muy contestado, y con la constante oposición de la ciudadanía, doña Ana levantó su residencia junto a la muralla pastranera, y posteriormente le abrió una amplia plaza de armas delantera, la que hoy llamamos «Plaza de la Hora».

El arquitecto diseñador de este palacio fue muy posiblemente Alonso de Covarrubias. El estilo de su portada, que reproduce simplificada la del Alcázar toledano, así nos lo permite sospechar. En cualquier caso, las fechas de su construcción coinciden con los años en que el artista y arquitecto toledano aun optaba por este tipo de construcción cerrada, casi medieval, con algunos detalles de Renacimiento puro, como sería la portada principal, la decoración plateresca de los salones y el patio central que, si fue diseñado, nunca llegó a construirse. El maestro de obras que se encargó de su construcción directa, fue Pedro de Medina ayudado de Francisco Aragonés y el montañés Pedro Muñoz.

Este palacio no fue nunca concluido. Su cuerpo principal, torres, decoración interior y jardín posterior, se hicieron en vida de la primera señora de Pastrana, Ana de la Cerda. Tanto su hijo don Gaspar Gastón de la Cerda como sus sucesores en el señorío, los Silva y Mendoza, no hicieron sino mantenerlo y habitarlo por temporadas. En él se hizo el recibimiento, en 1569, a Santa Teresa de Jesús, cuando vino a Pastrana a fundar sus conventos, y en él estuvo, en la torre de levante, retenida y prisionera la princesa de Éboli, doña Ana de Mendoza y de la Cerda, entre 1581 y 1592, por orden de Felipe II. Sus hijos y nietos ocuparon en alguna otra ocasión los salones de palacio, pero muy circunstancialmente.

A la muerte de una de las duquesas de Pastrana, en el siglo XVIII, el palacio pasó, por disposición testamentaria, a ser propiedad de la Compañía de Jesús, que para nada se ocupó del edificio, metiendo en él a realquilados y compartimentándolo para viviendas. Posteriormente, tras la expulsión de los jesuitas, el edificio pasó a la Mitra de Toledo, en cuya archidiócesis estuvo incluida Pastrana durante muchos siglos, y en 1956, pasó a la Mitra de Sigüenza, por la reorganización de las diócesis españolas. En los últimos años, un proceso de restauración extraordinariamente lento está consolidando muros, mejorando cubiertas y adecentando el patio, sin llegar a poner definitivamente en valor al edificio, y darle un destino comunitario y noble como merece.

De planta cuadrada, ofrece al estilo clásico un patio central rodeado de edificaciones, con otro amplio patio o jardín escalonado en la parte posterior. La fachada principal se abre al sur, presidiendo la gran plaza de armas ó Plaza de la Hora. Consta de un paramento hermético, de sillería tallada en piedra de tono dorado, con escasos vanos. En su centro, la portada principal, único acceso, que consta de un arco semicircular escoltado de sendas columnas exentas apoyadas en altos pedestales, y rematadas en capiteles corintios que sujetan un entablamento ó arquitrabe en el que se lee la leyenda DE MENDOÇA I DE LA CERDA. Un par de medallones circulares con bustos clásicos ocupan las enjutas. Se trata, evidentemente, de un elemento plenamente renacentista y de raigambre serliana. Años después de su construcción, se abrió un amplio balcón con barandilla de hierro forjado, muy volada, justo sobre la puerta, que resultó dañada en su estructura superior, y muy afeada en su aspecto. Así quedó para siempre.

En el interior, y tras atravesar el amplio vestíbulo, se encuentra el patio, también de planta cuadrada, que si fue proyectado por Covarrubias con arquería, piso alto, ornamentación clásica, etc., nunca llegó a construirse, por lo que quedó con las paredes de las estancias al descubierto, abriéndose en ellas algunos vanos simples. Hoy ha recibido una restauración de corte absolutamente moderno, a cargo del arquitecto Merino de Cáceres, con columnata de estructura metálica, que de una forma muy simple crea galería alta descubierta, y sirve de contrapunto a la tradicional estampa de mole pétrea que presentaba el palacio. Es una restauración‑invención que no debería haberse hecho, dedicando los dineros que ha costado a poner de una vez en valor y uso el resto del palacio.

Del interior, lo único destacable son los salones principales de la primera planta, los que dan a la plaza en su fachada principal. Existen tres grandes salones rectangulares, mayor el central, y uno estrecho y cuadrado que clásicamente se denominó como capilla. En todos ellos aparecen unos extraordinarios artesonados de estilo renacentista, de madera tallada, con casetones y frisos en los que se derrama toda la imaginación y el buen gusto de los tallistas de la primera mitad del siglo XVI. Sus autores más probables fueron los alarifes madrileños Justo de Vega y Cristóbal de Nieva. En el artesonado de la denominada capilla, de forma muy especial, se ven estructuras y ornamentos de tendencia mudéjar. Todo ello en el estilo de la época en que fueron construidos.

La habitación que ocupa, en primera planta, la torre de levante, fue en la que recluyó Felipe II a la princesa de Éboli en 1580. Allí la dejó 11 años, tabicada de modo que sólo podía llegarle el alimento a través de un hueco hecho en el muro. Al exterior de su ventanal, al que sólo podía asomarse una hora al día (de ahí el nombre de la plaza) se ve una gran reja renacentista de hierro forjado, cuyo autor documentado fue Tilyman Dieste. Tras ella murió, el 2 de febrero de 1592, doña Ana de Mendoza, la triste y hermosa Princesa de Éboli que aquí evocamos.

Camino del románico provincial: Beleña de Sorbe

 

Ahora que alargan los días, y aunque fríos por la sierras van teniendo el color de la piedra eterna, y de la madera perdurable, apetece ponerse otra vez en ruta, y alzarse por los caminos de Guadalajara en busca de las recónditas maravillas que contiene nuestra tierra. Una de ellas es sin duda la iglesia de San Miguel, en Beleña de Sorbe.

El ejercicio de viajar Guadalajara, de saberse sus horizontes, de enfrentarse uno a uno con sus sigilosos y brillantes monumentos, bien merece el esfuerzo de salir temprano un domingo. Y de llegarse, tras pasar por Fontanar, por Humanes y Torrebeleña, hasta este extremo de la Campiña que se apiña, breve y denso, sobre el roquedal que avizora al río Sorbe, aguas abajo de la gran presa que hace unos años deshizo el encanto medieval de su paisaje serrano. Todavía se ve, en la profundidad del barranco, el puente antiquísimo entre los farallones de roca. Y en lo alto del cerro los grises restos del castillo de los Valdés.

El templo parroquial de Beleña es, sin duda, de los mejores que ofrece el «románico de Guadalajara». Es una obra que, en su origen, se remonta al siglo XII, cuando Alfonso  VIII en 1170 se lo donó en Señorío a Martín González, de la familia Valdés, sacándolo del Común de Villa y Tierra de Atienza, al que hasta ese momento había pertenecido.

Se levantó completa la obra entre los finales del siglo XII y la mitad del XIII. Posteriormente, ya en el siglo XVI avanzado, la riqueza del Concejo posibilitó una ampliación, que se hizo exclusivamente a costa del crucero y el presbiterio, elevado en altura y con nuevas bóvedas de complicadas tracerías. Pero afortunadamente, el cuerpo del templo, y, sobre todo, su atrio meridional, y su fachada, no se tocaron, quedando como habían sido concebidas en la remota Edad Media.

Así ocurre que el viajero de hoy se encuentra con este monumento, al llegar ante él, tal como ofrece la fotografía adjunta. La fachada meridional, la que por las mañanas ilumina el sol del invierno, tiene la alegría de una galería porticada con tres arcadas de tres arcos semicirculares cada una. Sumadas al gran arco de entrada al atrio, hacen un total de diez vanos que posibilitan la entrada de luz a este espacio destinado (según dicen quienes saben de costumbres canónicas medievales) destinado primeramente para los no bautizados, y luego para celebrar en él las reuniones concejiles.

El muro se remata en una hilera de canecillos con elementos antropomorfos muy simples, muy rústicos, con caras de humanos, y algunos animalejos, que se quedaron con su sonrisa petrificada desde el siglo cabal de su construcción.

Dentro del atrio, surge la puerta de entrada al templo. Es lo mejor de todo. Lo que justifica el viaje. Lo que deja al visitante con el sabor redondo de lo perfecto, de lo más sugerente. Con la lectura de un mensaje que se hace perdurable, renovado, simple en su origen y hoy tan complicado, que ha sugerido interpretaciones de variada sutileza a diversos comentaristas y estudiosos.

Merece la pena estarse un rato contemplando esta portada. De piedra sillar, con un tono blanco grisáceo que la da fuerza, y una firmeza que sobre las figuras talladas se hace como transparente, como porosa y casi plástica. Tres arquivoltas la forman, semicirculares. La externa y la interna son muy sencillas, baquetonadas. Pero la mediana está cuajada de tallas que representan los doce meses del año, simbolizados por tareas agrícolas o escenas costumbristas. Al inicio de la serie, un angelote rudimentario simboliza el Bien. Al final, el rostro de labios abultados de un negro representa al Mal. Entre medias, los doce meses, así simbolizados: en enero un hombre hace la matanza del cerdo; en febrero, un viejo se caliente ante una fogata; en marzo, un campesino hace la poda de árboles y arbustos; en abril, una joven enseña en sus manos los crótalos de una alegre fiesta de primavera; en mayo es un caballero montado en su caballo y con un halcón en las manos quien dice que se inicia la guerra y la época de caza; en junio un agricultor se dedica a la escarda; en julio, el segador corta la mies crecida; en agosto, sobre el trillo tirado por bueyes el aldeano sonríe; en septiembre se arrancan los granos de la vid y se almacenan en un cesto de mimbre; en octubre se vuelca el vino desde un odre a una gran cuba; en noviembre vuelve el protagonista al campo, arando con un par de bueyes; y en diciembre, feliz ante la bien provista mesa, el «ome bueno» de Beleña celebra la Navidad. Vemos junto a estas líneas algunas de estas sencillas y emocionantes escenas, que parecen, al estar allí, ante ellas, que van a ponerse en danza.

Como puede verse en la fotografía, tomada tan sólo hace unas fechas, un enorme cartel de  la Junta de Comunidades afea notablemente el conjunto. Dice el cartel que es un monumento en restauración, y que se han gastado en él unos cuantos millones de los presupuestos de la Junta, siendo el arquitecto director de las obras don Jaime de Grandes. Pues muy bien. Quedamos enterados. Pero el cartel sobra. O por lo menos donde está ahora. Porque para decir eso, se puede poner un cartel más pequeño, más sobrio de color y fuera del lugar donde ahora sirve de auténtico «forúnculo» sobre la tersa piel blanca del restaurado edificio.

De cualquier modo, ahí está San Miguel de Beleña. Un precioso lugar donde mirar la vieja Edad que nos define. Un encantador ejemplo de la historia cuajada de nuestra tierra. Un soberano monumento que hace el «suma y sigue» de nuestro patrimonio. El del románico, pletórico de edificios, aquí bien definido y anclado. Hay que volver, y pronto, hasta su esbelta y sonora silueta que trae melodías de Medievo, que nos dice que fué verdad, aunque nos cueste creerlo.