El viaje a Colombia. Cartagena de Indias, pisando sobre un sueño
Se ha celebrado recientemente, entre los días 20 al 26 de septiembre pasado, el XXXIV Congreso Mundial de la Federación Internacional de Escritores y Periodistas de Turismo. Ha sido este año la anfitriona del evento la ciudad colombiana de Cartagena de Indias, que ha recibido, como máximo galardón a su empeño de conservación de su patrimonio histórico‑artístico y su atento cuidado al fomento del turismo, la «Pomme d’Or» que dicha Federación concede, desde hace 20 años, al lugar del planeta donde mejor se ha condimentado ese difícil guiso.
La ciudad que arde y se moja a orillas del Caribe es uno de los más bellos rincones de la tierra. Uno de esos enclaves que parecen haber sido fabulados por el hombre y puestos por Dios como premio a su imaginación valiente. Un grupo de planas islas rodeadas del cálido mar, en la costa norte de Colombia, a pocos grados de latitud norte sobre el Ecuador, y en uno de los ámbitos de mayor humedad ambiente que se pueda concebir. A las diez de la mañana, ya no tienen sombra los cuerpos, de lo aplomado que cae el sol, y a mediodía el calor es tan intenso que cualquier ser vivo busca el cobijo de la sombra. En esta época, que es la de lluvias, no es raro que por la tarde se forme un negro nubarrón que ocupa todo el cielo, y en media hora descargue sobre la ciudad más agua que cuando enterraron a Zafra. Al rato, está todo evaporado.
Pero además de esas condiciones geográfico‑climáticas, Cartagena de Indias reúne otra serie de circunstancias que la hacen única en el mundo, tal como si fuera un habitáculo del sueño, un lugar anclado en el tiempo pasado que se nos desvela sonoro y palpitante. Enclave original de los indios caribeños, que la llamaban Caramanli, el madrileño Pedro de Heredia la refundó como ciudad española en 1533, y tras tener un tiempo el nombre de San Sebastián, adoptó luego del de Cartagena, puesto por los emigrantes hispanos que veían en ella, en su fabulosa bahía, un remedo de la localidad mediterránea.
Después, sin esfuerzo, toda su historia y su figura. Con los años, del siglo XVI al XIX, Cartagena de Indias se afianzó como el más importante puerto del Imperio español, tras el de Sevilla. En realidad, eran hermanos. Uno en la Metrópoli, y otro en la Colonia, Sevilla y Cartagena de Indias hacían de inicio y parada de los grandes convoyes de mercancías, de las escuadras militares y las transmisiones de órdenes y riquezas entre España y sus territorios ultramarinos. En su dársena de las Ánimas y en el Muelle de los Pegasos se arracimaban los galeones cargados de riquezas, de oro, de esmeraldas, de especias y telas raras, para partir hacia España. Allí los buscaban las partidas de piratas, o a la salida de su rada, para asaltarlos. Allí supieron de Drake y de Vernon. Y allí decidió poner Felipe II unas defensas militares que han quedado (y ese es su mérito) hasta hoy perfectamente conservadas.
Más de 12 kilómetros de muralla cercan por completo a la ciudad. Los italianos Antonelli y Cristóbal de Roda, y los castellanos Venegas, Pando, Herrera Sotomayor y tantos otros, compusieron en Cartagena una maravilla arquitectónica a base de cerrarla con murallas sobre el mar, baluartes en las esquinas, portones de entrada y escape, fuertes aislados en tierra firme, fortalezas sobre las costas en Bocachica, y tantos otros elementos que la hicieron, finalmente, inexpugnable.
Mientras tanto, y al amparo de tanta piedra, la ciudad creció. Los edificios públicos se acicalaron, y surgieron hermosas las casas de los ricos criollos. Palacios, conventos, casas para la Aduana, la Moneda, el Cabildo, los Concejos, la Inquisición, mas hospitales, mesones, cárceles, lugares de contratación y hasta teatros, llenaron a Cartagena con un estilo único, colonial, que ha llegado intacto hasta hoy y nos la ponen ante los ojos como una maravilla soñada, increíble.
Es esta la ciudad donde García Márquez, el Premio Nobel colombiano, hace latir a los personajes de su mejor novela: «El amor en los tiempos del cólera». Allí parecen todavía verse al doctor Juvenal Urbino, que tenía «un amor casi maniático por su ciudad» y se preciaba de conocerla mejor que nadie, saliendo de su elegante mansión de la isla de Manga («grande y fresca, de una sola planta, con un pórtico de columnas dóricas en la terraza exterior…») o muriendo en su patio central despeñado entre las ramas del mango por perseguir al loro que hablaba francés como un académico. Allí palpita el amor múltiple y romántico de Florentino Ariza por Fermina Daza, «la bella adolescente de ojos almendrados», y en muchas de sus recoletas y umbrías plazas parece evocarse «el escaño del parquecito donde Florentino fingía leer para esperarla».
Igual que en la novela, la Cartagena de hoy está asfixiada de calor y humedad. Mientras «las dos terceras partes de la población vive hacinada en barracas a la orilla de las ciénagas…» ó en los tugurios del llano, otro sector se desarrolla, todavía elegante, en la isla de Manga, entre orondos mangos y ficus, en sus palacios decimonónicos cuajados de decoraciones mudéjares que imitan los patios de la Alhambra, o en las amplias avenidas del sector nuevo, en Bocagrande o el Laguito.
Dentro, entre las murallas, el tiempo parece haberse detenido. Allí siguen palpitantes el Hospital de la Misericordia, los grandes conventos de Santo Domingo, de Santa Clara, de Santo Toribio de Mogrovejo y de los jesuitas; allí se asoman en cada esquina el manicomio de la Divina Pastora, la Sociedad de Mejoras Públicas, el Mesón de don Sancho, el Portal de los Escribanos, la calle de los Santos de Piedra donde vivía Leona Cassiani y el palacio del marqués de Valdehoyos, donde la madera tallada y la piedra marina que enmarca los vanos tienen el aire de una canción antigua.
En los alrededores se condensa el griterío y una masa que alcanza ya el millón de habitantes, la mayoría sin empleo y andando cada día «a la rebusca». Entre charcos y algún viejo árbol que sobrevivió a los ciclones, aparece el club «Burbujas de Amor» pintado de colorines, el «Estadero de la Ciénaga» la «Charrería de Cipotes y Mondongos», la Unidad Médica «La Magnífica» y la «Sociedad Colombiana de Reencauchutados». Todo convive con el glorioso ayer. El que evocaba Florez de Ocáriz en sus «Genealogías del Nuevo Reino de Granada». Las batallas contra los franceses en 1697 que narró detalladamente José Vallejo de la Canal, o contra los ingleses en 1741 que nos contaba Cristóbal Bermúdez de Plata. Las páginas minuciosas de Porto del Portillo en sus «Plazas y Calles de Cartagena» o el «Álbum… de Mansiones señoriales» de Pastor Restrepo. El ayer que hoy está vivo, y que cualquiera que acuda a Cartagena de Indias verá y soñará, todo a un tiempo, porque en esta ciudad americana, como en ninguna otra del mundo, se confunde la realidad y el sueño.