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septiembre, 1991:

Ovila y el otoño

 

En este primer fin de semana ocupado por el otoño, cuando la atmósfera de Guadalajara recupera la límpida transparencia que le es propia, la de la altura y las distancias, es quizás el mejor momento para acercarse a Ovila. Y ¿qué es esto de Ovila?, preguntarán algunos. Pues muy sencillo. Ovila es el lugar, en la orilla del Tajo, muy cerca de Trillo, donde hubo un monasterio de la Orden del Cister, que fundaron reyes y acogió peregrinos, desde el remoto siglo XII, y que hoy ha quedado casi en un soplo, en un hálito fantasmal poblado de recuerdos y presencias. Pero le falta el casi. En Ovila quedan los suficientes restos arquitectónicos para tomar buena nota de lo que fuera este gran cenobio. Y, sobre todo, a Ovila le resta (eso nunca podrán quitárselo) el paisaje idílico en que asienta: el valle del río Tajo, rodeado de montañas pobladas de pinos, de carrascales en las laderas y álamos en las orillas, donde resuena la paz y el espíritu del hombre se reencuentra con la serena consecuencia de serlo. Ovila añade a todo esto el morbo anecdótico de haber sido comprado  ‑el monasterio entero‑  en los años de la segunda República por el millonario norteamericano William Randoplh Hearst, quien hizo trasladar sus ruinas arquitectónicas a Estados Unidos, y allí hoy se conservan, unas en el Museo De Young de San Francisco, y otras (la mayoría) tiradas y olvidadas en el Golden Gate Park de la capital californiana.

Hablando brevemente de su historia, diremos que fue inmediatamente después de la toma de Cuenca por Alfonso VIII cuando se produjo el nacimiento de este cenobio. Es en 1181 cuando el monarca castellano adquiere el territorio de Murel a cambio de unos terrenos en Toledo, para edificar una abadia. Allí, en lo que hoy es término de Morillejo, junto al rió Tajo y en una zona donde probablemente se comenzó a construir el puente que todavía subsiste, surgió la primitiva sede, sencilla y pobre, de los cistercienses.

El Papa Lucio III concede en 1182 una Bula, dando al cenobio de Murel la facultad de ser colegio o noviciado, lo que viene a significar la abundancia de vocaciones que en la región había, aunque los primitivos monjes pobladores llegaron de Valbuena.

Será en 1186 que los frailes blancos bajen a poner su nueva casa a Ovila. Es en ese momento cuando el rey Alfonso se vuelca en donaciones y acrecentamientos. Y, aparte del territorio ya concedido de Murel, les entrega los censos y diezmos de Ruguilla y Huetos, cuatro yugadas de tierra en Gárgoles, un molino en Sotoca y otros dos en Carrascosa, así como una heredad en Padilla del Ducado y otra en Corbes.

Las obras del monasterio comenzaron en los primeros años del siglo XIII. Su construcción fue siempre lenta y a empujones. Algunas cosas se acabaron, otras no llegaron a cuajar, y así se dio la circunstancia que el cenobio cisterciense de Ovila tuvo siempre un pluriforme aspecto de estilos y tendencias artísticas y constructivas.

Siguiendo con su historia, vemos como Enrique I declara exentos de pechos y tributos a los vecinos de Carrascosa, donándoselos al monasterio para que le sirvan de criados. Donaciones que son confirmadas por su hijo Fernando III. Durante los siglos XIII y XIV continuó Ovila acrecentando sus pertenencias, gracias a los reyes, los nobles y los particulares que en sus testamentos dejaban como últimas voluntades importantes bienes y rentas.  Así, el rey Jaime I de Aragón dio una carta de privilegio a los monjes blancos alcarreños, para que pudieran pasar sus mercaderías y ganados sin necesidad de pagar los tributos oficiales a través de su reino.

Será en el siglo XV cuando, de manera solapada pero efectiva, comience la decadencia, larga y melancólica, de Ovila. Las guerras civiles que asolan todo el territorio hispano serán una de las causas que ayudan a la despoblación de los pueblos de la zona. En el tercer cuarto del siglo XV van pasando, fruto de malos cambios y humillantes contratos todas las posesiones que Ovila tenia en Huetos, Sotoca, Ruguilla y Gárgoles de Abajo, a poder de los condes de Cifuentes. La relajación de las costumbres monacales se acentuó, llegando al extremo de que en 1465, por no existir abad nombrado, se encargó de la administración de Ovila don Juan López de Medina, como vicario que era entonces de la diócesis de Sigüenza. El expolio se efectuó de manera tan acelerada, que hasta los vecinos de Murel y Morillejo se adueñaron de las tierras que la Orden tenía en sus términos.

A partir del siglo XVI, la comunidad de Ovila no tuvo nunca más de cinco o seis monjes. Se iban lentamente haciendo obras, mejorando, arreglando, poniendo la mano en un agujero para que el agua se saliera por otro. En 1617 comenzaron las obras del nuevo claustro, del que solo se llegaron a levantar las caras septentrionales, que aun perduran.

En el siglo XVIII hubo un incendio que acabó con casi todo el archivo monasterial. La zozobra continuó a lo largo de la guerra de Sucesión, y gracias a que la iglesia se hizo parroquial, y el prior considerado como cura párroco, pudo sobrevivir en continua agonía. Llegó luego la guerra de la Independencia, sufriendo considerables mermas económicas y grandes desperfectos materiales. La Desamortización de Mendizábal acabó finalmente con la comunidad de Ovila.

En cuanto al interés artístico y monumental de este antiguo monasterio alcarreño, podemos decir que todos los objetos de interés artístico del monasterio fueron trasladados a las parroquias de los contornos. Muchas cosas desaparecieron en el viaje, y de lo poco que quedó, la guerra civil del siglo XX se lo llevó por delante. Incluso las nobles ruinas, vacías, del monasterio del Cister fueron motivo de tráfico y vendidas al magnate americano William Randolph Hearst, quien pensaba colocarlas en su casa de San Francisco. El monasterio de Ovila fue desmontado piedra a piedra y embarcado rumbo a América, donde hoy todavía se encuentra, absolutamente destrozado y perdida su mayor parte, en el referido Golden Gate Park de San Francisco.

Para quien hoy quiera visitar Ovila puede llegar desde Trillo, donde indican el camino. De lo más antiguo quedan los cimientos de la iglesia y la bodega, obras del siglo XIII bajo el reinado de Enrique I. Lo demás son paredones ruinosos, corrales, la doble arquería del claustro de hermoso estilo renacentista, las techumbres góticas de la iglesia convertida en garaje y almacén, y poco más. Y el paisaje que le rodea, impresionante en su sencillez, en su pureza y en su silencio.

De cualquier modo, este fin de semana que nos llega, el primero del otoño, será el mejor momento para acercarse a Ovila, para conocer un nuevo rincón de nuestra provincia, para iniciar el contacto con esta tierra nuestra tan grande, tan hermosa, tan colmada de naturales suficiencias.

Pastrana, una villa principesca

 

Voy a proponer a mis lectores esta semana un viaje que será preludio de otros viajes. Una asunción más que un viaje, porque irán, cuando paseen por las calles de Pastrana, acompañados y aupados de muchas cosas. De imágenes y de palabras, de recuerdos históricos y de personas. De sonidos únicos, de brillos. En fin, que se sentirán atrapados entre los brazos de esta «Roma de la Alcarria» donde la monumentalidad del mármol se junta a la salmodia de la clerecía, y aquí aparecen las huellas de Santa Teresa, y allí las del obispo Mendoza. Una mezcla curiosa que arrebata.

Antes que yo hubo muchos que hablaron de Pastrana. José Antonio Ochaíta la quiso tanto que se murió sobre sus piedras. Paco Cortijo conoce todas sus historias, y Ángel Montero las pregona como nadie, con entusiasmo redondo. Manolo Revuelta se enternece pensándolas y Josepe Suárez de Puga vibra con la grandeza de ánimo de quien levantó sus pilares, y en la Plaza de la Hora es Francisco Ranera García‑Conde quien entretiene sus horas contando y cantando versos de loor a Pastrana. Carlos Iznaola le pone el perfil de maravilla y Antonio Alegre meditación dinámica. Manuel Santaolalla su cifra exacta y Félix Ranera su empecinada fecha. Don Licinio, en fin, su puerta abierta…

Pero Pastrana es una villa principesca, como en el título digo, que se deja querer de todos. En ese camino ando yo, y en ese camino quiero poner a mis lectores. Porque si la provincia de Guadalajara tiene algunos lugares que son de bandera, de lujo auténtico, de maravillada sorpresa para cuantos hacen oficio de turista por el mundo (y cada vez son más) uno de ellos es Pastrana. En la que sorprende, de entrada, su postura en la simple geografía de la Alcarria: su postura de altar, como derramada por la dura ladera del cerro, rodeada de olivares y a los pies bañada de un arroyo que se adivina entre huertos y arboledas. Desde lejos, desde la explanada que hay ante la iglesia del convento de los franciscanos, Pastrana es un derroche de formas y un aliento para los sueños. A medio camino entre el sahariano secarral de Oum‑er‑Rebia y el bretón verdor de Mont Saint Michel, aquí surge  el caserío en cuesta, la colegiata en lo alto, los conventos y sus espadañas a mitad, y siempre la magia de sus callejuelas, de sus plazas íntimas, de su plaza abierta y luminosa, en la que resuenan todavía los «ayes» y los «vivas» de su duque y duquesa, del rey Felipe II y de Ana de Mendoza, la irresistible Éboli que pobló tantos sueños.

Pastrana debería ser mucho mejor conocida. Primero, por las gentes alcarreñas, que a fuerza de costumbre quizás han olvidado que tienen cerca una auténtica joya. Luego por esas masas dispuestas a visitar y admirar cuanto lo merezca, pero que previamente se lo hayan contado: los madrileños. Después, y ya para terminar, por esos doscientos millones de turistas que cada año programan su viaje al mundo y van allí donde haya algo diferente a su habitual entorno ¿alguien se ha ocupado en decirle a los japoneses, ó a los norteamericanos, ó a los ingleses, por ejemplo, que existe Pastrana? No en una velada literaria, no, que ya sé que los hay, sino en un intento de venderles un paquete turístico en el que esté incluida Pastrana.

Pues eso es lo que hay que hacer. Decir cómo en este íntimo lugar de la vieja Castilla hay una villa con montones de siglos de antigüedad. Creada por los caballeros calatravos, que la hicieron crecer. Alentada al máximo por los Silva y Mendoza, duques y señores, que pusieron en ella industrias de la seda, de tapices, y escuelas gramáticas ó colegios de canto. Pasaportada al cielo con fundaciones carmelitanas en las que Santa Teresa de Jesús y San Juan de la Cruz, los paladines de la mística hispana, pusieron su aliento creador. Mimada del rey Felipe II, que en algún momento pensó poner en ella la capital de España. Y querida por gentes de pluma y pincel (Maíno, Fernández de Moratín, Morón Arroyo) que en ella nacieron ó pusieron su querer.

Para ver están ahí el gran palacio ducal, levantado a mediados del siglo XVI con los parámetros severos de un castillo pero con el interior cuajado de artesones y filigranas. En su torre oriental, la gran reja que cierra la «ventana de la hora», donde asomaba su negro parche y su inquietante belleza la princesa de Éboli mientras vivió encarcelada. Luego de subir la calle mayor, fresca y cuajada de sorpresas urbanísticas, se llega ante el sencillo edificio del Ayuntamiento, clara forma de tradición, y la mole solemne de la iglesia Colegiata, donde bulle un mundo de arquitecturas barrocas, de escudos de armas, de órganos escalofriantes, de góticos tapices portugueses que son colección como no la hay en otro lugar del mundo, de sepulcrales criptas ducales… Más allá de este joyel precioso, deambular por Pastrana es olvidar la fecha en que se vive. Es volver a otro siglo por la calle de la Palma, con su palacio de la Inquisición a un extremo; ó subir hasta el Colegio de San Bartolomé donde las armas del arzobispo González de Mendoza recuerdan su mecenazgo; o bajar hasta la plaza de la Fuente de los Cuatro Caños, y meterse sin más en una estampa; ó dirigirse al Albaicín y soñar con aquella poblada zarabanda de moriscos que dieron risa, y riqueza, a la villa.

También saltan a la vista los conventos, expresión de una época ida, aunque algunos de ellos siguen vivos, poblados, oferentes de sus cosas a este siglo. Arriba del todo, el convento de San Francisco, con su iglesia renacentista que hoy sirve,  ‑y sus patios y salas‑ como sede de la Feria Apícola Regional. Preside una plaza (la del Deán) que es de leyenda. A media ladera, la Concepción, donde al quedar viuda la princesa de Éboli se metió a monja, y forzó a Teresa de Ávila a desmantelar aquello en pocas fechas. Hoy siguen viviéndolo una comunidad de franciscanas concepcionistas. Y ya fuera de la villa, sobre roca poderosa que vigila al Arlés, el convento de San Pedro, donde tuvo varios siglos su sede capitana la Orden Carmelitana en España. Hoy luce su majestad arquitectónica, su gran museo de pinturas, y el anhelo justificado de renacer con el Parador‑Residencia que en él se está construyendo.

Todo un mundo, poblado y parlante, el de Pastrana. Que está ahí hace siglos. Que merece ser conocido y valorado. Para esta semana, el viaje ya está comprometido. Lo será, a buen seguro, y cada vez para más gente, en semanas sucesivas. Aquí volveré a hablar de Pastrana, porque se lo merece, y porque necesita que, de una vez por todas, se oree su nombre, y su belleza.

Un palacio en cada esquina

 

Así era Guadalajara antiguamente. Hasta hace no más de cien años, nuestra ciudad tenía un palacio en cada esquina, una señorial mansión presidiendo cada plaza. Esa imagen de grandes portaladas alternando con los humildes caseríos que realzaban a las primeras, era la típica de cualquier ciudad española en la que había cuajado la vida. Lo esencial del Antiguo Régimen, la severa división de la sociedad en clases, hace mucho tiempo que desapareció. La imagen de ciudad palaciega para Guadalajara, no tanto. Cayeron las estampas solemnes de sus grandes caserones y desapareció la altivez de sus portalones, pero no fue el fruto de los odios o las revanchas, sino la inexorable rueda de la vida y, un tanto también, la falta de sensibilidad de quienes deberían haber encontrado una solución a ese problema.

Varios palacios cayeron en estas últimas décadas por construir en sus solares modernos edificios. Así el de los Bedoya, en la cuesta de Cervantes, para levantar el Ambulatorio del Seguro de Enfermedad; el de los marqueses de Peñaflorida, en la plaza de Dávalos, frente al actual palacio; ó el de los Labastida, el antiguo Frente de Juventudes y sede de la O.J.E., para construir lo que hoy es la Delegación del Ministerio de Trabajo. El recuerdo solamente nos queda del gran palacio del Cardenal Mendoza, frente a Santa María, donde luego se puso la sede del Banco de España y hoy es Colegio de Enseñanza General Básica; o aquel otro de los marqueses de Montesclaros, frente al del Infantado, donde se puso la Real Fábrica de Paños y en cuyo solar se levantó la gran Academia de Ingenieros Militares, que también caería derribada por el fuego. Hoy es un solar…

Hagamos ahora un repaso de lo que nos queda. De esos pocos palacios que nos hablan de un tiempo en el que había quien podía dejarse una fortuna en llenar una «manzana» de la ciudad con sus casas normalmente mayor que sus necesidades, para ostentación y gloria. Con una fachada solemne, una portada de granítica contundencia, y  ‑nunca faltaba‑  un escudo de armas, un símbolo heráldico bien cargado de atributos, que explicaba la solera del linaje, la fuerza de unos apellidos.

En la calle mayor arriacense, el paseante encuentra hoy el palacio de los Condes de Coruña, en la plaza del Jardinillo. Su gran portón manierista sirve de entrada a una casa de viviendas en pisos y, al mismo tiempo, da albergue a los acristalados anuncios y listados de la Lotería. En su interior, salones de columnas ya muy modificados, escalera noble, y un patio interior en el que, a pesar de las mil reformas y agresiones recibidas, aún se aprecian los tallados arquitrabes renacientes y los capiteles lujosos de cuando sus propietarios, los condes de Coruña y vizcondes de Torija, los valerosos Suárez de Figueroa y Mendoza, la construyeron en los últimos años del siglo XVI. Un poco más arriba, donde la sede de la Cámara de Comercio e Industria, aún se ve la portada del que fuera palacio de los Torres y Orozco. Reformado a principios del siglo XX, en el apastelado estilo de Ramón Cura, hoy sólo ofrece un arco rematado con el escudo del linaje, y un pequeño patio donde se han reunido otros elementos (escudos y adornos diversos) por las paredes.

Cerca de allí, en la plaza de San Esteban, nos encontramos con una sombra de lo que fue el entorno. Rodeada de palacios por sus cuatro costados, a esta plaza aún le queda el volumen del caserón de los condes de Palazuelos, en su límite sur, y el palacio de los Condes de Medina, hoy ocupado por la Delegación Provincial de Educación y Cultura de la Junta de Comunidades. El edificio, magnífico en su aspecto manierista del siglo XVII, es todavía propiedad de los Figueroa, condes de Romanones, pero lo tienen cedido en alquiler a la Junta, que lo ha restaurado recientemente. Su portada es un elemento llamativo, cuajado de almohadillados sillares paralepipédicos que encajan en un tejido de evocaciones «puzzleianas». El escudo de los condes encaja bajo el balcón como una pieza más de ese entramado. Al interior, un patio de severas proporciones le ensalza con su escalera, su galería superior abierta, etc.

Aun podríamos hablar del que fuera palacio de los Guzmán, uno de los linajes más antiguos de Guadalajara, que vino de Cantabria en el siglo XIV junto a los alaveses Mendoza, y que dio a nuestra historia tantos nombres señalados, heroicos ó apasionantes: uno de ellos el de Nuño Beltrán de Guzmán, conquistador de la Nueva Galicia mejicana, y fundador de la jalisciense Guadalajara, nuestra hermana grande de América. Esa familia levantó, sobre el solar del antiguo, su caserón en la calle de entrada al barrio de Budierca, frente a la iglesia de Santa María a la que eran tan devotos. Tras haberlo abandonado, haber sido sede de la Diputación Provincial y de la Comandancia de la Guardia Civil, luego propiedad de los Condes de Romanones, luego comprado por el Ayuntamiento para salvarlo de la ruina, finalmente se ha hecho cargo del mismo la Junta de Comunidades de Castilla‑La Mancha, que piensa hacer en él una Residencia de Estudiantes. El hecho cierto es que cada día que pasa, el deterioro del edificio es mayor, y ya tan sólo la portada podría ser salvada. El resto, en un verdadero alarde de dejadez tercermundista, ha sido devorado por los elementos.

Para terminar, otro de los mejores palacios de Guadalajara: el de los Dávalos y Sotomayor. Presidiendo la plaza (hoy aparcamiento) del mismo nombre, álzase este edificio que fué construido en varias fases (siglos XV‑XVI). La final le proveyó de su gran fachada, puesta en la esquina del enorme caserón, y es un bellísimo elemento arquitectónico de estilo manierista serliano. La puerta, de elevado canon, remata en arco semicircular, y corona con modillones y escudos varios, ya muy desgastados. En las enjutas del arco aparecen dos caballeros con lanzas que intentan pelear. Encima aún surge el balcón principal, el que da luz a la gran sala del artesonado policromado, y todavía más alto surge, rompiendo por mitad el frontón triangular que supera al balcón, el escudo de armas de don Hernando Dávalos y Sotomayor, constructor a finales del siglo XVI de esta portada tan solemne. Pero quizás lo más interesante de este viejo palacio, que aún conserva salones cubiertos de artesonados y galerías cuajadas de escudos, es su patio central, obra de finales del siglo XV ó comienzos del XVI en el estilo que se ha dado en llamar «renacimiento alcarreño». Algo modificado tras la Guerra Civil, en la que sufrió un bombardeo, ofrece aún la estructura de sus vanos arquitrabados, doble galería y columnas rematadas en capiteles hermosos y simples, sobre los que apoyan tallados en piedra los escudos de los linajes familiares, en ese decidido empeño de perpetuar la memoria de los grandes a base de sembrar sus posesiones de emblemas y símbolos antiguos.

Para este palacio de los Dávalos, que empieza a llevar las trazas del de Guzmán en cuanto a progresivo abandono y programado deterioro, hay que empezar a ir pensando en soluciones para su rescate. La ciudad no puede permitirse ya ni una pérdida más de su patrimonio monumental. Así es que los políticos (únicos seres dotados, en el momento actual, de capacidad pensante (?) y poder decisorio) nos dirán qué hacer. Nosotros, simplemente, nos paseamos delante, y miramos…

El primer hospital de Guadalajara. Los hermanos de San Juan de Dios

 

Gracias a la amabilidad y el atento cariño que hacia las cosas de Guadalajara tiene mi buen amigo Gaudencio García, he podido leer no hace mucho un interesante libro en el cual aparecen datos hasta ahora inéditos sobre la historia de nuestra ciudad, y que no me resisto a dar aquí en letra impresa porque sé van a gustar a muchos y, en todo caso, aportan novedad para el mejor conocimiento de nuestro pasado.

Se trata de la obra del que fuera Cronista General de la Orden Hospitalaria en el siglo XVII fray Juan Santos, quien bajo un largo título que comienza Cronología Hospitalaria y resumen historial del glorioso patriarca San Juan de Dios nos refiere las andanzas de aquellos frailes que en siglos pasados fueron llenando nuestro país de lugares donde se asistía a los enfermos, y se les trataba de curar con las más modernas técnicas de que entonces se disponía.

Son decenas las casas y lugares con denominación de hospitales, más conventos, iglesias, ermitas y beaterios donde se daba albergue a los enfermos y peregrinos, y se les consolaba o intentaba curar de aquellos «fuegos de San Antón» y demás alteraciones que parecían castigos divinos y no eran otras cosas sino enfermedades venéreas, tracoma, y quién sabe si el SIDA, en alguno de los temporales rebrotes que probablemente ha tenido esta enfermedad en anteriores épocas.

En Guadalajara existían ya hospitales, humildes y mal acondicionados, desde la Edad Media. Uno era el de San Lázaro, inicialmente surgido como «lazareto» (de ahí el nombre) para recoger a los leprosos; otro el de Santa Ana, más los de San Pedro y San Pablo, Nuestra Señora de Guadalupe, etc. Pero en tiempos de Felipe II, en la segunda mitad del siglo XVI, y como una medida más de organizar de forma más cabal el país y sus negocios públicos, se refundieron todos en uno, creándose el Hospital de Nuestra Señora de la Misericordia.

Se encontraba por la parte baja de la ciudad, cerca de Santa Clara, y tenía una pequeña capilla en la que se daba culto a esta imagen de María Virgen, estando fundada una cofradía en su torno. Dice el autor de esta referencia, el hospitalario fray Juan Santos, con evidente exageración (que antes ha probado al hablar de los orígenes de la ciudad, a la que hace fundación fenicia en el año 3139 de la creación del mundo) que los Reyes de Aragón acudían a Guadalajara, a esta capilla de la Virgen de la Misericordia, a hacerle novenas exclusivamente, y que la reina doña Berenguela, las épocas que vivía en nuestra ciudad, acudía todos los días a la capilla a oír la misa.

Lo cierto es que la Cofradía de la Misericordia fué muy lucida desde el siglo XVII, y que grandes nobles, caballeros, hidalgos y gentes de postín formaron en ella, siendo sus priostes, por temporadas, los duques del Infantado, los de Medinaceli y Pastrana, los marqueses de Montesclaros y los de Mondéjar, el conde de Baños y otros de tal categoría. Ellos fueron los que, mediado el siglo XVII, pidieron al general de la Orden de San Juan de Dios, se hiciera cargo de este centro, y así fue que llegó a Guadalajara fray Pedro Pablo de San José, ajustando capitulaciones y tomando posesión del mismo el 2 de mayo de 1631, ante la presencia del duque del Infantado, de dos regidores de la ciudad, caballeros de hábito (a saber si serían de Calatrava, o de Santiago) y al Abad mayor del Cabildo de clérigos de la ciudad.

En ese momento, el Hospital de la Misericordia, que pasaba a estar atendido por los frailes de la Orden de San Juan de Dios, contaba con seis camas para hombres y cuatro para mujeres, y una renta anual de 500 ducados, lo que para la época no estaba nada mal. Vinieron seis religiosos, uno de ellos sacerdote, pero enseguida comenzó a crecer en atención, en camas, en edificios, hasta el punto de que en la segunda mitad del siglo esta casa hospitalaria de Nuestra Señora de la Misericordia tenía 25 camas, atendía al año unos 250 enfermos y contaba de «plantilla» con 8 religiosos.

Contó enseguida con el favor de los grandes arriacenses, que veían en la ayuda a este centro un modo de asegurarse la salvación tras la muerte. Y así recibió donaciones famosas, entre ellas los mayorazgos de Francisco de la Cerda, señor de las Cuatro Villas; el de Lorenzo de la Guerra, y los de la familia Cárdenas. Además, en el mismo siglo XVII recibió una buena suma del licenciado Diego Gómez, cura de Centenera, que debía ser millonario; de don Diego Espinosa de los Monteros, y de los Infantado y Pastrana, más la atención de los cabildos de curas y caballeros de la ciudad. Decía el autor de este libro que hoy comento que son las enfermerías muy buenas y muy espaciosas, y lo demás del convento y oficinas, lo que basta para quien se contenta con poco, como los pobres enfermos tengan lo mejor. Se construía por entonces una iglesia que iba para ser «de las curiosas que tenga esta provincia de Castilla». En cualquier caso, el Hospital de la Misericordia, que terminó de alzarse en la que es hoy (en su recuerdo) calle de San Juan de Dios, tuvo su momento de mayor esplendor en el siglo XVIII, en el que llegó a ser utilizado su gran patio como «Corral de Comedias» de la ciudad. Cayó no hace muchos años su antiguo edificio, en el que había estado, desde la Desamortización de Mendizábal, el Instituto de Enseñanza Media unas épocas, y la Escuela Normal de Maestros otras. Ahora es, simplemente, un recuerdo. Que hoy hemos tenido gracias, redobladas, a la amabilidad de mi buen amigo y siempre atento a búsquedas históricas relacionadas con Guadalajara, don Gaudencio García García, por tantos motivos parte misma de la historia de nuestra ciudad.