La heráldica en la Catedral de Sigüenza: Signos de poder y fama

viernes, 19 julio 1991 0 Por Herrera Casado

 

El pasado martes día 16, y en el desarrollo del Curso que la Universidad de Alcalá de Henares ha impartido en Sigüenza sobre la Historia y el Arte de su Catedral, bajo la dirección del profesor Davara, tuve ocasión de intervenir con una conferencia que llevaba por títulos los que encabezan este artículo. Porque algunos lectores habituales que no han podido asistir a dicho Curso así me lo han pedido, doy en estas líneas un brevísimo resumen de cuanto dije en esa ocasión, esperando que pueda ser de interés para todos.

La Catedral de Sigüenza es uno de esos lugares rituales donde la expresión del espíritu humano y su vertiente social y religiosa se han expresado con mayor intensidad. A lo largo de ocho siglos (pues comenzó a construirse a finales del XII), múltiples grupos y personas han ido poniendo ilusiones, trabajos y esfuerzos en hacerla grande, alta y cuajada de mensajes. El propio Davara, en un memorable trabajo que le sirvió de Tesis Doctoral, revisó el sentido comunicacional que la ciudad de Sigüenza, y muy especialmente su catedral basílica, han tenido a lo largo de los siglos.

Uno de esos contenidos es, sin duda, el de transmitir al pueblo que la ha usado, los mensajes que algunos hombres determinados le han querido enviar. En muchos casos de Fe, de religiosidad, de belleza. Pero en algunos otros de meditada razón propagandística de sus excelencias. De ese modo, y aunque parezca un tanto exagerada la frase, la catedral de Sigüenza ha servido de gran «cartel publicitario» para algunas misiones diseñadas de forma muy premeditada por sobresalientes personajes de nuestra historia.

Por otra parte, no es nada nuevo decir que cualquier edificio, cualquier adorno que en ese edificio se encuentra, tienen una intención comunicacional determinada. Tanto en la Edad Media como hoy en día, así ha sido. El pueblo que pasa delante, que ve siglas, dibujos o jeroglíficos, trata de encontrarles sentido, y, a veces sin quererlo, se lleva clavado en el cerebro el intencionado mensaje de potencia que encierra. Ese poderío de la sigla, del esquema, del logotipo, que hoy ostentan las marcas, los bancos y los políticos, han sido utilizados durante siglos por las clases dirigentes, para reafirmar su poder en cualquier instancia.

Y esa forma de poder, rebozada con la sonriente camisa de la fama, se ha expresado durante muchos años a través de la heráldica, el sistema de señales que a través de complicados códigos expresaba linajes, grados, legitimidades, herencias y poderíos. Los escudos de armas, cada vez mejor conocidos, apreciados y respetados como elementos imprescindibles para el conocimiento de la historia, han sido en múltiples ocasiones auténticos elementos de poder y de fama. Sus signos seguro.

En la catedral de Sigüenza se repiten por doquier esos elementos. He llegado a contar más de quinientos por sus muros y techumbres repartidos. Algunos de ellos, pertenecen a un mismo personaje que se ha encargado de distribuirlos a base de bien. Así por ejemplo el Cardenal don Pedro González de Mendoza, el cardenal Bernardino López de Carvajal, el obispo don Fadrique de Portugal, etc. Quizás fueran ellos, hombres plenamente renacentistas, quienes mejor consideraran el valor clásico del escudo: seña de identidad, mensaje afirmativo de poder y de gloria, dura piedra tallada para siempre en la que los símbolos de un linaje glorioso se eternizan. Quien pone un escudo ha hecho algo grande, algo por los demás. Bajo un blasón se abre una portada, el acceso a un lugar nuevo y hermoso, o se firma un retablo, una bóveda, un obrón. Es, entonces, el signo de la grandeza, la irrefutable prueba de que ese personaje es magnífico, de que durará su nombre tanto o más que ese escudo de piedra y bronces.

Quien pone un escudo, lo hace porque es poderoso, y tiene fama. Esos signos, pues, del poder y la fama, que son los escudos de armas, en la catedral de Sigüenza se repiten con la fuerza telúrica y sonora de un grupo numeroso de hombres fuertes. Los constructores, los que deciden, los que han acompañado a reyes y han puesto y quitado cargos y prebendas a quienes han querido.

No solamente han sido obispos quienes han dejado sus escudos repartidos por los altares y los suelos de la catedral seguntina. Es verdad que la mayoría de esos escudos son episcopales. Y también que muchos de ellos solamente muestran sus armas sobre la losa fría que cubre sus restos mortuorios. Una fama que abarca la muerte. Pero también hay emblemas de civiles. De hombres y mujeres que hicieron su carrera fuera de la liturgia: están las armas del caballero Martín Vázquez de Arce, el Doncel; y de su padre el comendador don Fernando; o las de los caballeros Mora, Torres y Gamboa, que en su capilla de Santiago el Zebedeo en el claustro catedralicio (uno de los ámbitos más inquietantes y mágicos del templo) pusieron sus cuerpos derrotados bajo lápidas talladas de lambrequines y celadas. Hay, incluso, emblemas de instituciones: y allí están las azucenas dentro del jarrón, signo del poderoso Cabildo Catedralicio, señor con el Obispo de la Ciudad y su territorio; o las de Castilla y León que puso Pedro I el Cruel sobre la torre del mediodía; o incluso las armas del Estado Español que el «hispaniarum Duce» Francisco Franco, ‑según reza la leyenda que lo circunda‑ puso en el remate de la bóveda del crucero, reconstruida en 1946 tras la acometida de sus aviones contra la catedral.

Todo un repertorio de personajes, de leyendas, de mitos y realidades que en las piedras de estos escudos se resumen y aún incitan a conocer mejor, uno a uno, a estos seres y sus pasos por el pretérito mundo de esta catedral impar. Como complemento a estos recuerdos, puedo indicar, por si a alguno interesa, que hay un libro que escribí hace tiempo (Heráldica Seguntina se titula) en el que trato con alguna amplitud de todos estos temas. Especialmente los escudos más sobresalientes, los de obispos y caballeros, dibujados y explicados meticulosamente, nos permiten volver a evocar aquellos fastos, aquellas leyendas que salen al paso por Sigüenza, por sus callejas oscuras, por sus rincones evocadores. Un mundo este de los escudos que siempre creí interesante y que he tratado nuevamente de llevar al ánimo y consideración de cuantos piensan que la cultura y el conocimiento no ocupan lugar en nuestras vidas.