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diciembre, 1990:

Bonaval cisterciense, símbolo del románico alcarreño

 

Durante el año que ahora termina, de una forma callada pero muy efectiva, se han venido poniendo las bases que pueden significar la recuperación definitiva y la puesta en valor permanente de una parte muy significativa de nuestro patrimonio monumental. Concretamente del grupo de edificios que se pueden incluir en la denominación genérica de «románico de Guadalajara», y que por las circunstancias históricas a las que nuestro entorno provincial se vio sometido durante los siglos de la Edad Media, es numeroso y netamente superior al del resto de las provincias de Castilla‑La Mancha.

Por parte de la Consejería de Educación y Cultura de la Junta de Comunidades, se ha estado llevando a cabo un trabajo continuado de catalogación y descripción de muchos de estos templos. De un lado, con vistas a su restauración mas o menos inmediata, y de otro para centrar de un modo homogéneo sus características y sus aportaciones singulares al mundo de la arquitectura medieval hispánica.

Quizás donde más detenidamente se ha centrado este grupo de trabajo, dirigido por el arquitecto Nieto Taberné, ha sido en el grupo de iglesias románicas del norte de la provincia. Y muy concretamente en el monasterio cisterciense de Bonaval, que pudiera decirse es el símbolo de esta arquitectura y de este singular arte nuestro. Hoy, como homenaje a cuantos han estado laborando, calladamente pero con entusiasmo continuado, en este tema, recordaremos una vez más la singular pieza monumental que es el monasterio de Bonaval, junto a Retiendas, que está a la espera de esa restauración total que merece.

Está Bonaval en el término de Retiendas. Se llega hasta él tomando la carretera que sigue hacia la presa de El Vado, y a unos doscientos metros del pueblo sale un camino a la izquierda, que lleva directamente, tras media hora de andadura, hasta las ruinas de este cenobio medieval. Fue fundado por el rey Alfonso VIII de Castilla, en 1164, para los monjes cistercienses, y en 1175 vemos ya confirmado definitivamente a su primer abad don Nuño y a los monjes que vinieron de Valbuena, en Palencia. Les dio un ancho territorio para que vivieran de sus productos, y los reyes sucesivos lo fueron confirmando. Como lugar muy aislado, paulatinamente fue perdiendo su importancia, hasta quedar como residencia de monjes ancianos. En 1821 fue deshabitado, pasando sus ocupantes a Toledo. Más de 650 años estuvieron poblando Bonaval los monjes blancos. Lo que ahora puede el visitante contemplar es su situación en lo hondo de un estrecho valle poblado de árboles, cerca de su desembocadura en otro valle más ancho, el del Jarama.

La estructura del templo y monasterio es muy característica de los modos cistercienses de construcción en el siglo XII o comienzos del XIII. La forma actual del templo ofrece unas dimensiones similares de anchura y longitud. De sus tres naves, sólo queda cubierta la de la epístola. Las tres capillas de la cabecera, o triple ábside, comunicadas entre sí por pequeñas puertas abiertas en el fuerte muro, se conservan bastante bien, y cubiertas de sus primitivas cúpulas nervadas. Adosada a la capilla del Evangelio, se encuentra la sacristía, de encañonada bóveda semicircular. En lo que fué el crucero, se abre una escalerilla que asciende hasta la torre. Por el interior del templo, se ven numerosos capiteles de bella decoración foliácea.

Al exterior, en el muro del sur, se abre la puerta del templo, de estilo netamente cisterciense, con apuntado arco cargado de archivoltas, que a su vez descansan en sendos capiteles foliados. Sobre ella, y ligeramente descentrada, se abre una elegante ventana de estilo de transición. Junto a la puerta, se levanta la torre, de planta poligonal, rematada en almenas.

El aspecto de los tres ábsides en la cabecera del templo es magnífico. En ellos se abren grandes y estilizados ventanales de arco apuntado, con finísimas columnas que sostienen mínimos capiteles, y una cinta de puntas de diamante bordeando el conjunto. Rodeando a la iglesia por occidente y norte, se ven los altos muros, derruidos y sin interés, de lo que fue el convento.

Todo un enclave romántico en su apariencia y denso en su historia, que hoy concita las miradas de muchos amantes de nuestro pretérito patrimonio, y que está ya esperando la llegada definitiva de quienes han preparado meticulosamente su restauración. Mientras tanto, en este fin de año que nos ofrece la perspectiva de una nueva década, hacemos votos de ir nuevamente hasta su serena solemnidad solitaria, y allí evocar tantas horas, y tantos pensamientos, y tantos proyectos, siempre en la misma dirección puestos.

Torrecilla del Pinar: un monumento menos

 

Un alma sencilla, molinesa, enamorada de su tierra como solo cabe cuando se ha nacido en altura inhóspita como aquélla. El alma de Juan García Martínez, se me vuelca en lloros ante lo que él supone un «crimen» y no anda falto de razón. Ya conocía este cronista el tema con anterioridad, pero ha tenido que recibir las doloridas líneas de este hijo de pastor molinés, para conmoverse ante la magnitud, sentimental más que otra cosa, pero también sintomática de un grave problema que no cesa, de lo que ha ocurrido en este caserío de la sierra molinesa, escondido entre los montes de la orilla derecha del Tajo, a los que pone el contrapunto humano de sus edificios y sus monumentos. De sus antiguos monumentos.

Torrecilla del Pinar es hoy un grupo de casas que forman una propiedad particular. Pero antaño fue una población como cualquier otra. Uno de aquellos ochenta pueblos que conformaron, veinte mas veinte mas veinte mas veinte, las cuatro sesmas del Señorío de Molina. Repoblado en la ocasión de la entrada de los señores de Lara y de tantos castellanos y vasco‑navarros que pusieron la afirmación de una cultura y el sello de una raza a estas tierras frías. El propio nombre lo dice todo: lugar donde habría una pequeña torre antigua, en medio de un pinar frondoso, inigualable de pureza. Torrecilla del Pinar, un lugar más de Tierra Molina. Fue incluida en un principio en el territorio de Cobeta, y pasó con ella a los Condes de Molina, a los Obispos de Sigüenza, al Monasterio cisterciense de Buenafuente, y a la Casa de Tovar, llegando en tiempos más modernos a pertenecer a los marqueses de Baides. Tuvo Torrecilla, en algún momento de su historia que se nos escapa, la categoría de Villa con jurisdicción propia. Y de ahí que sus habitantes construyeran, hacia el siglo XVI, una picota de recia sillería tallada, que puesta en la entrada de la población denotaba con el grito severo de la gris materia el rango de la población y su capacidad de administrarse justicia a sí misma.

Pues bien, tanto lamento es ahora originado porque la picota referida, un ejemplar magnífico del siglo XVI, de polifacético fuste rematado en pirámide aguda y escamada, mas una bola, y cuatro extremos prominentes, puesta sobre un ancho apoyo de piedra, ha sido derribada y eliminada del paisaje, y por consiguiente, del catálogo de monumentos de la provincia de Guadalajara. En el magnífico estudio que José María Ferrer González hizo sobre los rollos y picotas de la provincia de Guadalajara en el año 1981, no incluyó ésta, posiblemente por no haberse llegado hasta Torrecilla, pero hace muy poco me llamó personalmente para advertirme también de su desaparición. «No entró entonces en el catálogo, por despiste mío  ‑me decía‑ y no podrá entrar ya nunca más por haberla derribado su dueño».

Y yo me pregunto ¿tienen los monumentos dueños como para que puedan con ellos hacer lo que quieran? ¿Derribarlos incluso? ¿Deteriorarlos a su capricho? Por supuesto que no. La propiedad última de un monumento, de un edificio o de un elemento cualquiera que tenga una singularidad y hable por sí de la historia de un pueblo, de una comarca, de unas gentes, de un grupo humano que ha existido a lo largo de los siglos, nunca es exclusiva de una persona. Pertenece a la sociedad. Y es ella la que quiere hablar, protestar enérgicamente, en estas líneas, ante tan grave atentado como el que aquí se denuncia.

La Ley del Patrimonio Artístico Español defiende la existencia y el cuidado de sus monumentos con un renovado empeño. Una de las formas de ejercer esa defensa, fue en su día la elaboración de un Inventario de edificios y elementos arquitectónicos que concretamente en Guadalajara realicé yo mismo. En él se incluyó, como un monumento interesante a conservar, la picota de Torrecilla del Pinar. Cualquiera puede ir a comprobarlo en la documentación que al respecto se conserva en el Ministerio de Cultura, o incluso en la Delegación Provincial de la Consejería de Educación y Cultura. Allí figura una ficha a nombre de este monumento, en la que se describe con detalle, y se pide para ella algo que luego no se hizo, y algo que finalmente ha ocurrido: que se hiciera, de un lado, un estudio de conjunto de los rollos y picotas de la provincia de Guadalajara, y que se evitara en cualquier caso su derribo o destrucción ¿Porqué estaría puesta allí esa frase? Diez años después, la picota ha venido con estruendo al suelo. Y no por abandono o mala suerte, no. Por un acto de consciente voluntad.

Este no es tanto un canto de dolor por la desaparición de otro monumento en nuestra tierra. Es una protesta pública ante un atentado al patrimonio y una súplica a las autoridades competentes para que en lo posible deshagan el entuerto y trabajen por conseguir que esa picota vuelva a su sitio y recupere su figura. Claro que, de paso, y por simple coherencia con la tarea de responsabilidad que se les ha encomendado, esas mismas autoridades, incluida la Comisión Provincial del Patrimonio Histórico‑Artístico, deberán de extremar su celo ante la actuación que amenaza a otro importante y crucial monumento de la ciudad de Guadalajara: el palacio de los Guzmán, junto a Santa María, para el que se ha realizado (por fin, y después de muchos años de voluntario abandono y progresivo deterioro largas veces denunciado) un proyecto arquitectónico que pretende derribar todo el edificio, eliminar su fachada y respetar única y exclusivamente su portada (si es que puede llamarse respeto el incluirla dentro de una estructura moderna que nada tiene que ver con ella). Pero en fin, este es otro tema que no ocupará en próximas semanas.

En definitiva, nuestro patrimonio artístico, tan rico y sugerente, se ve amenazado por varios frentes. Esperemos que cuantos, cordialmente, o por obligación, están dispuestos a defenderlo, actúen en cada caso conforme a su conciencia.

De iconografía románica: la trompa oriental de la Catedral seguntina

 

En este repaso que semana tras semana estamos haciendo del románico de Guadalajara, luego de ver estructuras de plantas y disposiciones de portadas, hoy nos toca detenernos en un tema muy puntual, en un detalle pequeño pero singularísimo en lo que toca a la iconografía que el estilo aquí nos ofrece. Concretamente en la trompa oriental de la catedral seguntina. Es este un detalle que poco abulta, pero que algunos buenos conocedores de la catedral y del arte románico provincial saben que es verdaderamente clave para la apreciación total de esta temática.

Porque el románico ofrece, como arquitectura, unas formas externas (espadañas, ábsides y portadas) y unas internas (naves, espacios, presbiterios) que le dan carácter y nos permiten clasificarlo, agrupar los monumentos en diversos tipos, en áreas de influencia, en talleres de trabajo, etc. Pero también nos da el arte del Medievo una palabra más en susurro, pero no menos explícita, como es la que nos llega desde los capiteles, desde los canecillos, desde los arcos tallados de las entradas: la iconografía, en suma, que vuelca ante nuestros ojos el mensaje simbólico del hombre medieval.

Y dentro de ese bloque iconográfico del románico de Guadalajara, que aunque no muy denso, sí reúne elementos de subido interés *, nos detendremos hoy a analizar la propuesta moralizante que un ignoto clérigo de finales del siglo XII cuajó en una serie de figuras puestas, y talladas con maestría, en el hueco que forma la trompa de bóveda creada en el ángulo suroriental del crucero catedralicio de Sigüenza.

Está formada dicha trompa por dos arcos, que apoyan sobre sendas ménsulas, y que albergan en su centro un trompillón. Los dos arcos se cubren de tallas de figuras que ahora comentaremos, y las ménsulas de apoyo son cabezas, femenina una, monstruosa la otra, y masculinas las dos restantes. El arco más externo presenta cuatro figuras. De izquierda a derecha consideradas se ve primero una figura femenina que tiene sobre sus rodillas apoyada otra figura como de niño, muy pequeña. A continuación aparece un acróbata o saltimbanqui que lanza palos al aire y los pasa por debajo de las piernas. Y finalmente otra figura femenina, vestida solemnemente con un brial y un gran manto sujetado por cinturón, que tiene entre sus manos un instrumento musical que parece una pandereta grande de forma cuadrada. El arco más interno de esta trompa seguntina presenta de cuerpo entero otras dos figuras de músicos que interpretan sobre los instrumentos de cuerda que sostienen entre sus manos: uno de ellos lo apoya sobre el hombro izquierdo, y el otro entre las piernas. Son instrumentos parecidos a vihuelas.

Estos arcos se apoyan en sus extremos sobre sendas cabezas. Las que sujetan el arco externo son a la izquierda un hombre con poblada barba, de aspecto apacible y bondadoso, y a la derecha un terrible monstruo que devora a un pequeño ser humano (un Leviatán muy caracterizado). El arco interno se sujeta a la izquierda por la cabeza de una mujer que se cubre de un velo todo el pelo, también con apariencia de virtuosa, y a la derecha por un rostro negroide, de pelo ensortijado y labios muy abultados (el negro como demonio).

En el trompillón, dos apacibles figuras de ancianos sentados y dormidos apoyando sus cabezas sobre sus manos.

A pesar de la brevedad de  este muestrario iconográfico románico, se funden en su estructura una serie de ideas maestras en la escultura simbólica medieval. De un lado, la representación de ese mundo de espectáculo y vanidad que son los acróbatas, los músicos y las cantantes que les acompañan. El hombre que centra el arco superior hace auténticos malabarismos con unos palos que lanza al aire, y en el inferior dos figuras se dedican a tocar instrumentos, mientras que arriba otra mujer toca el pandero y otra entretiene a su hijo. En cualquier caso, es una polimorfa representación del mundo civil irreligioso que sólo piensa en la fiesta y en la diversión, antítesis del ideal cristiano, espiritual y litúrgico.

Las ménsulas sobre las que apoyan los arcos son representaciones de seres. Ahí están equilibradas las dos tendencias que al hombre medieval se le ofrecen. De una parte, dos cabezas (femenina y masculina) de serena apariencia y exponentes de un comportamiento cristiano. De otra, el Leviatán engullidor de almas y el Diablo de negroide aspecto, ambos exponentes del mal y los peligros que éste genera.

Bajo tal cúmulo de contradicciones y batientes posibilidades, dos seres humanos, ya viejos, meditan o duermen. A ellos es a los que se propone la varia lección de arriba: la consideración del Bien y el Mal, tanto en la tierra como en el Más Allá después de la muerte. Y la necesidad de vigilar, de meditar, de no dormirse ante los peligros. Es, en cualquier caso, una equilibrada muestra de la iconografía moralizante del románico castellano, de neta influencia francesa, pues decoración tan prolija en trompas eclesiásticas no son muy frecuentes en el estilo románico de nuestro país. Esta de Sigüenza es un ejemplar verdaderamente singular, y que hemos querido traer esta semana a nuestra sección de Glosa y recuerdo, para que las mil y una vertientes del románico guadalajareño tengan su cumplida noticia y reciban la atención que merecen. 

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(*) En diversos artículos previos, incluso en algunos libros, ya hemos tratado la mayoría de los grupos iconográficos del románico alcarreño. Revisar especialmente nuestros estudios sobre los capiteles de Sauca, de Labros, de Pinilla, la revisión del mensario de Beleña, o los análisis de las portadas de Cifuentes, de Atienza o de Millana.