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octubre, 1990:

Recuerdos de Pastrana

 

Para el viajero, Pastrana levantará, siempre que llegue a ella, imborrables recuerdos. Unos serán personales, de esos que marcan sin regreso la biografía, y otros serán históricos, de aconteceres milenarios, seculares, universales ó mínimos pero con aliento de estatua y flujo de manantial: severos ó sonrientes, alegres o espeluznantes. Pastrana es una de las pocas villas de nuestra provincia que es capaz de arrancar a la memoria de los hombres su aplauso y su añoranza. Por eso, no estará de más que hoy nos detengamos un momento a rumiar los recuerdos de Pastrana.

Nunca llegó a hacerse una completa y racional historia de la villa alcarreña de Pastrana. Los intentos se hicieron. Y ahí está ese libro magnífico, curioso y evocador que redactara a mediados del siglo pasado el presbítero don Mariano Pérez y Cuenca, y que llegó a alcanzar, en su época, dos ediciones, la primera en 1856 y la segunda y última en 1871. Hoy es un «libro raro y curioso» de los que se enseñan a las amistades como extraño espécimen de mariposa selvática.

Este libro pastranero se acerca a la historia «seria y real» de la villa. La trata con amplitud y con toda la responsabilidad crítica que se puede esperar de la época. Pero el valor de la obra se hace fundamentalmente por detenerse en la historia mínima, en la más íntima, en la que detalla las cosas que ocurrían en su momento, y que hoy es quizás la parte que mayor curiosidad despierta.

Así, el presbítero Pérez y Cuenca se entretiene en uno de los capítulos hablando de la venida a menos de la villa. Pastrana había sido, desde la Edad Media, un burgo de importancia creciente, que había recibido primeramente el calificativo de villa por parte de los maestres calatravos, sus señores. Y que luego, ya en el siglo XVI, bajo el dominio de los Silva y Mendoza, duques de Pastrana, y más concretamente del primero de ellos, don Ruy Gómez de Silva, primer ministro con Felipe II, había optado al título de ciudad, y había incluso picado más alto, pues el aristócrata la ofreció al Rey como posible sede de la capital de España, que entonces buscaba el monarca Felipe colocar en algún punto de la Meseta inferior.

Pero Pastrana comenzó su decadencia, después de haber sido centro carmelitano, lugar comercial y fabril, sede de fábricas de tapices, y lugar de asiento de sabios y teólogos. La marcha de sus grandes señores a la capital madrileña, les dejó (pasó igual en Guadalajara con los Infantado) huérfanos de ayudas y estímulos. Al llegar el siglo XVIII, después de haber sufrido diversas guerras, y con especial dureza la primera de los Carlistas contra los Cristinos, Pastrana se encontraba en un estado de progresivo hundimiento, pobreza y languidez social.

Lo mejor sería reproducir las palabras del propio historiador, que nos dice así de la Pastrana de 1856: Triste es el estado que presenta esta villa en todos conceptos: si atendemos a lo material, do quiera que volvamos la vista no descubrimos sino ruinas. Desde que a esta iglesia se le despojó de sus bienes, principió la decadencia del pueblo. Muchas casas de las que aquella poseía se han reducido a escombros, ya por abandono, ya por mezquinas especulaciones. Pastrana nada tiene ya que la dé nombradía: desaparecieron sus fábricas de sedas, desapareció su comercio, y desapareció su iglesia Colegial, y con esta todas sus glorias… Al presente solo cuenta esta villa unos 500 vecinos y unas 2.304 almas. A principios del siglo XVII contaba cerca de 2.000 vecinos. En 1752 tenía 574. No es grande la diferencia con los que hay ahora; mas en esta última época aún era rica, y actualmente es pobre, pues de los trece tornos de seda y tres tintes que entonces contaba, y que eran su riqueza, no ha quedado sino la memoria.

Por esa época, hace algo más de cien años, Pastrana tenía un Ayuntamiento constitucional (libre ya del sistema de señorío, en el que el duque nombraba los cargos del Concejo) dirigido por un alcalde, dos tenientes y nueve regidores, mas el escribano y dos alguaciles. En el tema de la justicia, había un juez, dos escribanos y cuatro procuradores, más otros dos alguaciles. Una oficina de estadística con un empleado, un administrador de los Correos, otro de las rentas estancadas, una cárcel con su alcaide, y un destacamento de la Guardia civil constituían el resto de las fuerzas vivas y elementos de la Administración pública que se encargaban de decir al Gobierno central que Pastrana existía. Además había, en el plano religioso, un sacerdote que tenía el título de Arcipreste, y los frailes franciscanos que vinieron por entonces a ocupar el antiguo convento carmelita de San Pedro, fundando en él un Seminario para misioneros en Filipinas.

Ante tal estado de cosas, que Pérez y Cuenca refiere con ciertos tintes pesimistas, sorprende el momento actual, el que hoy encuentra el viajero al llegar a esta riente y emocionante villa alcarreña. Parece que hoy en Pastrana todo canta y florece. No solamente el aspecto del lugar, mejor cuidado y arreglado, con sus viejos edificios en pie, con sus callejas adecentadas y olorosas, con la luz del verano cayendo firme y solemne sobre todos los perfiles. Es la fiesta anual, el grupo continuo de turistas que repasa sus calles, son los programas sociales que de continuo se alientan para la población toda. Un contraste afortunado con el siglo pasado.

La historia de don Mariano Pérez y Cuenca, la única que hasta ahora hay escrita en torno a Pastrana, debería reeditarse para entretenimiento y solaz de sus actuales habitantes. Sería una forma de recuperar esa facies del pasado que se escapa por muchas vueltas que se le dé a un pueblo, a sus monumentos cuidados, a sus rincones limpios. Esa historia íntima de la villa ducal, que está en los viejos papeles esperando que se la saque a la luz. Ojalá pronto podamos contar con ella entre nuestros libros alcarreñistas. Sería sin duda una de las más señaladas joyas de cualquier biblioteca guadalajareña.

De todos modos, la historia de Pastrana está para algunos metida en su tuétano, y para otros, entre los que se incluye este viajero, tiene caras, colores y voces definidos, inolvidables y eternos.

A punto de perderse por desidia. El emblema heráldico de Fernando de Mendoza, en Hita

 

La villa de Hita, que fue una de las primeras de la historia alcarreña, por su longevidad y sobre todo por su dinamismo social durante la Edad Media, es de esos lugares venidos a menos en nuestra tierra, que aún ofrecen, como un esqueleto, los blanquinosos restos de su vida antigua. La Guerra Civil española dejó sembrado de cadáveres y de ruinas el hermoso cerro donde Juan Ruiz hiciera gala de su arciprestería y su buen «fablar». Solo una restauración posterior, y el amor de sus hijos hacia el pueblo, han posibilitado que aquello no quedara, como tantos otros lugares de nuestra provincia, desierto y para siempre muerto.

Tuvo Hita, en la Edad Media, una importancia capital como cruce de caminos, y señalado puesto vigía y estratégico. Los Mendoza lo sumaron a sus posesiones desde el siglo XIV. Y el marqués de Santillana, en el XV, la cercó de estupendas murallas, la reconstruyó su altivo castillo y puso en sus casas y palacios a un buen número de allegados, de parientes y de conocidos de las tierras montañesas y vascas que aquí fundaron estirpes hidalgas. De muchos de ellos ha quedado la memoria en las talladas piedras de sus lápidas mortuorias, instaladas hoy en la iglesia parroquial de Hita, dedicada a San Juan, en la altura de la villa, trasladadas allí después de la guerra, desde el solar que quedó de la que fue iglesia arciprestal de Santa María, desbaratada en los bombardeos.

Con todas esas lápidas reunidas, dibujadas y analizadas meticulosamente, he escrito un libro, el sexto de la Colección «Archivo Heráldico de Guadalajara» que en los próximos meses saldrá a la luz. Pero las andanzas últimas por las cuestas de Hita con este objeto de examinar y estudiar emblemas heráldicos me han deparado una desagradable sorpresa que suma a mi disgusto el de muchos vecinos del pueblo, que sensibles a lo que son los escasos testimonios que la historia dejó en Hita, no pueden soportar que todavía se estén perdiendo ante la impasible mirada de quienes más obligación tienen de protegerlos.

Y me estoy refiriendo concretamente a la lápida que cubrió los restos de don Fernando de Mendoza, el que fuera alcaide de la villa y castillo de Hita a finales del siglo XV y comienzos del XVI, que se dejó sin trasladar al interior de la iglesia de San Juan, permaneciendo a la intemperie en el solar de la antigua iglesia de Santa María. A ese abandono se han sumado los malos tratos que, inexplicablemente, gentes en grupo o solitarias le han infringido, hasta el punto de que en los últimos diez años la lápida de don Fernando de Mendoza ha quedado rota en tres fragmentos, y de seguir las cosas como hoy están, dentro de otros diez no quedará de ella sino el añorante recuerdo.

Para el viajero que se acerque a Hita, subir hasta el solar de la que fue iglesia arciprestal de Santa María no tiene mayor complicación. Allá verá, apoyada en un murete bajo, esta lápida de piedra caliza, verdadera joya de la emblemática heroica de nuestra provincia. Esta hermosa representación heráldica reúne algunas características que la hacen ser, no solamente uno de los ejemplares más bellos del conjunto de la villa de Hita, sino uno de los más curiosos de toda la provincia de Guadalajara. Centrando la lápida del caballero Fernando de Mendoza, aparece un doble escudo, unidos los dos ejemplares, iguales, por sus puntas, de las que salen sendas flores y hojas de cardo. El doble emblema se rodea de una leyenda en letras góticas que dice así: AQUI ESTA SEPULTURA MANDO FAZER LA SEÑORA DOÑA ELVIRA DE MENDOZA MUJER SEGUNDA DEL ONRRADO CAVALLERO FERNANDO DE MENDOZA ALCAIDE DE YTA SANTA GLORIA IA FECHA A X DE ENERO …. FINO AÑO MD … No es difícil identificar al personaje que ocupó el fondo de la fosa que cubría esta lápida. Don Fernando de Mendoza fue alcaide de la villa de Hita y de su castillo durante los años finales del siglo XV, cuando se produjo el edicto de expulsión de los judíos, y siguiendo las normas de su señor el duque del Infantado, favorable a los judíos y a las minorías, como probaron siempre sus antecesores, trató lo mejor posible a los miembros de la poderosa y numerosa judería de Hita. Era de la familia mendocina, lo mismo que su mujer, y usaron el escudo primitivo del linaje, la banda simple, en este caso bellamente engolada por dos cabezas de mastines.

Esta pieza singular, hermosa y muy significativa para la historia de la Alcarria y muy especialmente para la historia de Hita, se encuentra como digo tirada y completamente desprotegida. Las humedades y los hielos, sumados a los abrasadores calores del verano, serán capaces de convertirla en poco dentro de muy poco. Mientras tanto, las personas que tienen la responsabilidad de velar por la conservación de este patrimonio histórico y cultural, que en definitiva es de toda la comunidad, no hacen el más mínimo esfuerzo por evitar su deterioro. La propiedad de la lápida es de la parroquia. El Ayuntamiento tiene, sin embargo, la obligación de velar por todo cuanto sea patrimonio de la villa. Algunos vecinos, especialmente los encuadrados en la Asociación Cultural de Hita, mas sensibilizados y preocupados por estos temas, ya han dejado oír su voz, a nivel local, en este tema. Y han pedido que se salve esta lápida, este significativo testimonio del pasado del pueblo, al que ya tan escasos monumentos le van quedando.

Sirvan estas líneas, esta protesta sumada, a un nivel más amplio, y ojalá que mas contundente, para que las autoridades «cívico‑ religiosas» de Hita, responsables de salvaguardar el patrimonio cultural de la villa, pongan «manos a la obra» y en pocas fechas la lápida del alcaide Fernando de Mendoza, su enseña heráldica y su leyenda gótica queden a buen recaudo y permanezcan por lo menos otros cinco siglos para memoria de la grandeza de este rincón castellano.

E Museo Municipal de Guadalajara

 

No hace todavía muchas fechas que mi buen amigo el catedrático de Historia Moderna Teodoro Martín Martín, director del «Centro Madrileño de Investigaciones Pedagógicas» de la capital de España, me enviaba el folleto que, escrito por él, ha publicado el Servicio de Educación del Ayuntamiento madrileño, y que lleva por título «Museo Municipal de Madrid», constituyendo el primer número de la Colección de «Cuadernos Madrileños».

Lo confieso: me moría de envidia. Por ver cómo en la ciudad del Manzanares, y en un edificio tan maravilloso como el antiguo Hospicio, está instalado un Museo ciudadano que reúne todas las características que un centro de esta clase debe tener. Un edificio con solera, aglomerando en sus salas maquetas, cuadros relacionados con la ciudad, documentos importantes, libros sobre la urbe, retratos de personajes, y un sin fin de elementos que, bien ordenados, permiten la reconstrucción de la historia de la Villa y Corte, con un sentido además muy didáctico, ideal para que los jóvenes tomen por los ojos el pulso a la ciudad, y se hagan con la esencia de su devenir, de su historia, de su presente, de sus peculiaridades.

Guadalajara, evidentemente, carece de un Museo de este tipo. Hoy está demostrado que los Museos son elementos claves para la educación y el fomento del respeto por el pasado. En nuestra ciudad (y lo veo por mis propios hijos) están continuamente los Colegios y Centros de educación haciendo viajes a otros lugares para enseñarles los Museos que mas o menos modélicos, exponen fragmentos bien conjuntados del pasado o de temas interesantes a la juventud: desde el Arqueológico de Madrid al del Prado; desde el de Ciencias Naturales, al de Santa Cruz en Toledo. Alguna vez, incluso, han ido al Museo Provincial de Guadalajara que vive (o sobrevive, según se mire) en los bajos del palacio del Infantado. Pero el encuentro con la historia, con las raíces y la esencia auténtica de la tierra en la que han nacido y viven, no pueden conseguirlo hoy por hoy.

Es necesario crear este Museo: el Municipal de Guadalajara, el de Historia de la ciudad, el que ofrezca en una panorámica densa y fidedigna, bien montada, clara y cierta, la evolución de Guadalajara, de su historia, de sus gentes, de sus monumentos y de sus costumbres. Es una tarea de orden cultural que se impone acometer. Si no en un sólo año, sí al menos en una legislatura, por ejemplo en la próxima que se avecina.

Es necesario primeramente buscarle el local. El lugar ideal (el retrato robot del Museo Municipal de Guadalajara), está bien claro: un edificio céntrico, en la parte vieja, necesitado de restauración, mejor si es él mismo un monumento, y que pueda adecuarse a esta función mostrativa. Existe un edificio que responde a estas características, y que hasta hace poco hubiera sido el candidato principal: el antiguo palacio de los Guzmán, en la calle del Dr. Creus, frente a Santa María. Pero la inminencia de su ruina hizo que hace unos meses se anunciara su destino futuro como Residencia de Estudiantes que la Junta de Comunidades va a costear y construir en él. De todos es sabido que YA existe una Residencia de Estudiantes en Guadalajara: la que tiene la Excma. Diputación Provincial en su Centro «Príncipe Felipe» del paseo de las Cruces. Pues la Junta va a construir otra. Prefiero no opinar sobre el tema, no vaya a incurrir en desacatos. Lo que con seguridad todavía no hay ninguno es Museo Municipal. Una ocasión perdida…

Así es que pocos más edificios cumplen las características del «retrato robot». Quizás el espacio cerrado del Mercado de Abastos, que antes o después debe dejar de cumplir su agobiante misión en ese lugar. Quizás el antiguo palacio de los Dávalos y Sotomayor, en la plaza (hoy aparcamiento) de Dávalos. O algún viejo edificio de la Plaza del Concejo, que aún pueda ser salvado en su tradicional estructura urbana. O alguna de esas magníficas y sencillas casas que se alinean en el costado norte de la Plaza Mayor, pegadas al Ayuntamiento…

Los materiales para formar el Museo son abundantes: unos existen, otros habría que hacerlos. Un equipo de especialistas, tanto en historia de la ciudad como, sobre todo, en instalación de museos, podrían ir agrupando en salas los planos que ofrecieran la evolución del burgo, las maquetas que representaran sus murallas, sus viejos edificios desaparecidos, los documentos del Archivo en que los Reyes del Medievo concedían fueros y privilegios, las Ordenanzas municipales, los libros que tratan de su historia, los cuadros que plasman sus imágenes, los escudos tallados en piedra que, recogidos de casas derribadas aún se conservan en almacenes municipales, los carteles de las Ferias y Fiestas, las fotografías que don Tomás Camarillo hizo a un tiempo ido. Y, por supuesto, las «tablas de San Ginés» que hoy se acurrucan por despachos y escaleras del edificio concejil, sin apenas sitio para respirar y, por su puesto, con la dificultad que su admiración padece.

En definitiva, una idea que está lanzada y que algún día algún equipo municipal tendrá que recoger. En este tiempo de cultura, de cultivo de la razón local, de estímulo para la conservación de las raíces esenciales de los pueblos, el Museo Municipal de Guadalajara está pidiendo a gritos su nacimiento. A ver quién le escucha.