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mayo, 1990:

Santa María se despereza

 

Nos ha cogido a todos como de sorpresa. Un buen día, hace escasas fechas, la iglesia de Santa María, la de la Fuente, la de la Mayor, la Concatedral, la capitana de las iglesias arriacenses, ha despertado de un largo sueño. Como estirando los brazos, en un leve contorsionismo, abriendo la boca y frotándose los ojos, se ha quitado de enmedio las sábanas que la cubrían y se ha puesto en pie, dispuesta a vivir ese nuevo día resplandeciente que a las figuras hermosas les corresponde.

Tanta figura literaria pretende sólo demostrar nuestra alegría por algo que ya no es noticia, que ya todos saben: cayó por la piqueta la casa que durante mucho tiempo había cubierto la portada y el atrio de la iglesia de Santa María, y el aspecto del templo ha cobrado una nueva dimensión. Cuando la mañana del domingo pasado, que era brillante y única porque reía por tus ojos, pasamos delante del templo, sonando las campanas y dando voces los capiteles, los ladrillos y los portalones de arabesco diseño, fué como un descubrimiento, como si a nuestra alegría se añadiera la voz de terciopelo y rasos de este viejo edificio.

La oportunidad de poner en valor un nuevo elemento de nuestro patrimonio artístico, le viene al Ayuntamiento como a las manos, dulce como un perro agradecido. Sacar a la luz la figura completa de este templo peculiar y único, dar en estampa viva la línea de su atrio porticado, de su portada occidental tan aparente, y ofrecer desde nuevos puntos de vista un edificio que define la silueta del burgo, es la posibilidad que ahora se ofrece. El Ayuntamiento, que tiene una responsabilidad trascendente (que se entienda bien esta palabra) y que ha de atender antes a los intereses generales que a los particulares, ahora puede demostrar su voluntad de ejercer el poder como le corresponde. Y evitar que en ese solar se construya otra vez, tapando quizás para siempre un monumento que acaba de recobrar su multisecular esencia al ser mostrado completo y en su jsta dimensión de grandiosidad.

Se añadió el hecho anecdótico que, en el derribo de la referida casa, han aparecido algunos nuevos capiteles de ese «estilo renacimiento alcarreño» que forman el remate de las columnas de la galería del templo, y que también existen en otras casas (antiguas) de la cuesta de San Miguel y de la calle de Creus. Pertenecían al palacio del Cardenal Mendoza, que ocupaba frente a Santa María el esquinazo donde hoy se levanta el Colegio Público y Escuela de Idiomas, y que se destruyó por un incendio en el siglo XVIII. Esos capiteles bien pueden ser un obsequio del azar ante el dominio que el hombre (el Ayuntamiento en este caso) puede demostrar frente a la contingencia.  

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Y ahora, por si quieres recordar el valor eterno, renovado siempre, y a punto de ser descubierto, de la iglesia de Santa María, esta descripción de su corpacho ladrillero y mudéjar. Su torre es un emblema, sus puertas una expresión de veteranía y raíces. Si silueta un escorzo definitorio y aprovechable.

Se trata de una iglesia mudéjar, del siglo XIII. Su nombre es de Santa María de la Fuente la Mayor, pues tuvo una fuente delante, hoy trasla­dada a la plazuela que la flanquea en su costado norte, y es la iglesia principal de la ciudad, hoy elevada a categoría de Concate­dral. Conserva de la primitiva construcción gran parte del exterior del templo. Sobre el muro de poniente está la puerta de ingreso al templo. Sobre el muro meridional, otra puerta, apareciendo un tercer ingreso, hoy condenado, en el muro de la antigua sacristía, que se adhería a este costado del templo. Estas puertas constituyen unos magníficos ejemplos de estilo mudéjar, y se forman con arcos de herra­dura apuntados o aquillados, de tradición siria. De ladrillo visto, en toda su estructura, el arco propiamente dicho se forma con resaltes de ladrillo en disposición radiada, contorneándose por una hilada de ladrillo que a trechos forma lazadas sencillas, incluyendo en el interior de ellas fragmentos cerámicos de color verde, el color del Profeta. Se flanquean de aplanadas pilastras, y en el alfiz muestran, la occidental, una deco­racion en resaltes de ladrillos dispuestos en radiación convergente hacia el centro de la puerta, mientras que en la meridional este alfiz se constituye por tres pequeños arquitos que repiten la misma disposi­ción que la portada, marcando una imposta del mismo material. La puerta de la antigua sacristía repite la estructura de la principal.

La torre, tan airosa y expresiva, se adosa al muro meridional, cerca de la cabecera del templo. Existen indicios de que antiguamente estuvo aislada del resto del edificio. Es de planta cuadrada, con gruesos muros de mampostería revestidos de ladrillo, horadados solamente, en sus dos cuerpos inferiores, por estrechas saeteras que iluminan una interesan­te escalera que asciende hasta el cuerpo de las campanas, en que estas aparecen cobijadas por arcos de medio punto, muy elevados, enmarcados por líneas de ladrillo profusamente decoradas a base de juegos y combinaciones con este material. Rematando este cuerpo, airosa cornisa también de ladrillo, y encima otro cuerpo, más moderno, del siglo XVI, que remata en chapitel de estilo madrileño.

Ambos muros se circuyen por airosa porticada sostenida por altas columnas que rematan en capiteles de estilo Renacimiento alcarreño. El resto de los muros del templo se forman por hiladas de ladrillo entre el mampuesto, con enfoscados de diversos tipos. Sobre el crucero resalta una linterna, cuadrada, también de ladrillo, puesta a comien­zos del siglo XVII, y encima la veleta que generalmente dice donde está el Sur, porque es de ahí donde en Guadalajara sopla el viento.

Ahora que la hemos visto así, en pie y completa, todos queremos a Santa María desvelada, desperezada y riente. Nueva otra vez, generosa de color, de siglos, con esa danza que tiene en su sonoridad tan pura. ¿Será ésta una parte de nuestra búsqueda? El sentido de la vida está en buscarle el sentido. Delante de la iglesia de Santa María en Guadalajara, hoy y el domingo pasado se lo hemos encontrado un poco.

Pairones de Molina

 

En los caminos de Molina hay muchas piedras que vigilan, hoy como hace siglos, los pasos resonantes. Son los llamados hitos o pairones, aunque existen otras modalidades de apelación, con inflexiones de pronunciación que llegan a variar de pueblo en pueblo. Hoy los encontramos a decenas por toda la comarca de Molina. La costumbre, heredada de antiguo, es mantener uno de estos monumentos en cada uno de los caminos que llegan al pueblo. Así, lo normal es que cada municipio tenga seis o siete de estos pairones. Todos tienen dedicación a un santo, advocación de la Virgen o figura cualquiera del celeste imperio.

Lo normal es que pongan, sobre la columna pétrea, y dentro de breves hornacinas que la rematan, las imágenes de alguno de los santos que más devotamente son venerados en el pueblo. Y, en gran número de ocasiones, esos pairones están dedicados a San Roque (que fue un santo caminero) o a las ánimas del Purgatorio, por lo que luego veremos. Cada uno, pues, tiene su apelativo, y como digo, es raro el pueblo molinés que no tiene alrededor de la media docena de estos elementos, con lo que nos viene a salir una cifra que ronda los 500 pairones en todo el Señorío.

No es exagerada, y de ellos hay algunos ejemplares realmente hermosos. La mayoría están construidos en los siglos XVIII y XIX. Hay alguno que sobrevive desde hace varios siglos. Y otros relativamente recientes. La costumbre, en realidad, es de raíz celtibera, como todo lo profundamente molinés, luego influenciada por los romanos. Y dorada con el manto cristiano que hasta hoy sobrevive. Pero es algo tan realmente nacido de la esencia de la raza, que aunque pasen miles de años, yo diría que lo último que se perderá en Molina son sus pairones En cuanto a su origen primitivo, podernos remontarnos a la costumbre romana, y muy posiblemente celtíbera, de que cada caminante que pasara por un lugar de frontera o por un cruce de caminos, debía ir echando una piedra en un montón ya previamente formado. Al pasar de un dominio a otro, al dejar un territorio y entrar en otro, o simplemente al llegar a un cruce de caminos: todo lo que podía suponer una novedad, un cambio en la marcha, se recordaba echando una piedra que pasara a engrosar un montón que, poco a poco, iba creciendo. Es curioso comprobar como esta costumbre aún permanece hoy en día. Al atravesar la raya de Castilla con Aragón, entre Milmarcos y Campillo, los habitantes y caminantes suelen echar pedruscos a lo que ya casi es una montaña de piedras sueltas, tras siglos de práctica y viene a ser el antecedente del pairón, que fue considerado como pieza definitiva, montón de piedras reglamentado y permanente, de separación de municipios y de señalamiento de cruces de caminos.

Quizás de esta costumbre puede derivar el controvertido nombre de Milmarcos, pueblo de los más grandes de la sesma del Campo, en el Señorío de Molina. El prefijo Mil (que en los documentos antiguos se escribe Mill, con dos eles) puede derivar de la palabra latina Millarium (piedra que señala distancias en los caminos) y el resto de la palabra, Marcos, podría ser transformación de la latina Martius que significa: dedicado al dios Marte. De hecho, generalmente los Miliarios que se ponían en los caminos solían estar dedicados a algún dios, y a Marte, el de la guerra, eran especialmente numerosos. Así, Milmarcos vendría a significar: piedra dedicada a Marte, y en ese nombre veríamos una prueba del antiguo origen de los pairones, que podrían ser derivaciones domesticas, estrictamente rurales, de los Miliarios de las calzadas romanas. En Milmarcos se han mantenido en pie los correspondientes pairones de todos sus caminos. Y así recordarnos el de San Antonio, tras la ermita de Jesús Nazareno; el de San Blas, en los caminos de Calmarza y Algar de Mesa; el de Santa Lucia, en el camino de Campillo de Aragón; el de San Miguel, en el camino vecinal que enlaza con la carretera de Cillas a Alhama de Aragón; el de Nuestra Señora de la Cabeza, en la carretera de Hinojosa, y el de Jesús Nazareno, en el camino de Jaraba. Todos ellos son grandes ejemplares, bien cuidados, merecedores de un recuerdo.

Pero aun hay otro aspecto de interés relacionado con estos monumentos. Es evidente que muchos de ellos, podríamos decir que la mayoría, están dedicados a las animas del Purgatorio, que se representan en populares azulejos, tallas simples, o el nombre exclusivamente. Es, en definitiva, un recuerdo a los muertos, a los hombres y mujeres del pueblo que vivieron en épocas anteriores. Los romanos enterraban sus muertos a la orilla de los caminos, a la salida de las poblaciones. Allí, unas simples lapidas o estelas ponían el nombre del muerto, y tras él aparecía la frase simple Seate la tierra leve que como plegaria todos recibían.

Esos pairones molineses, a la orilla de los caminos, a la salida de las poblaciones, en que se pide un recuerdo y una oración cristiana para las ánimas del Purgatorio, son claros herederos del culto a los muertos practicado en nuestra tierra desde lejanos siglos. En definitiva, todos estos datos vienen a demostrar el antiquísimo e hispano origen de los pairones molineses, que tan honda raíz meten en el pretérito.

Son centenares los que todavía quedan distribuidos por los 3000 kilómetros cuadrados del Señorío de Molina. Es curioso que fuera de él, son rarísimos de encontrar en el territorio de la provincia de Guadalajara. La costumbre queda, pues, como una prueba más de la autóctona cultura molinesa, con razones prehistóricas incluso que prueban su idiosincrasia. Los hay entre ellos muy hermosos. Estas palabras quisieran ser un acicate para que tu, lector amigo, pruebes a descubrir estos pairones, recrearte en el hallazgo de los mas grandes y pulcros, admirarte por la visión sencilla de los mas austeros y populares. Algunos de ellos son tan peculiares, que han quedado registrados incluso como elementos conformantes del patrimonio artístico de Guadalajara. Entre estos valiosos, recordarnos ahora el dedicado a las ánimas a la entrada de Tortuera, o el mismo que hoy adorna una de las plazas de este pueblo. En Rueda de la. Sierra hay otro magnifico, del siglo XVIII. En Cillas también hay pairón barroco, lo mismo que en Cubillejo del Sitio, muy bien cuidado, y que sirvió de modelo para el que se puso en Madrid hace unos años, en la calle María de Molina, como un homenaje de la capital de España a la tierra molinesa. En Milmarcos destaca el de San Antonio, tras la ermita de Jesús Nazareno, y son especialmente curiosos los que en termino de Tordesilos se esparcen por los campos señalando en medio de las extensiones de cereal el trazo de sus caminos. En El Pedregal también hay unos cuantos, aunque recientemente bastardeados al haberlos pintado, de arriba a abajo, con densa capa de cal blanca.

Será, de todos modos, su descubrimiento y admiración, uno a uno, por el viajero interesado, lo que le haga cobrar un valor real e inolvidable a estas piezas sencillas y hermosas del patrimonio molinés: los pairones.

Martín de Vandoma, una artista integral en Sigüenza

 

En nuestra galería de personajes famosos que, en cualquier época, y por cualquier motivo, han trascendido su vida y ha llegado tras su muerte de algún modo sublimada y aplaudida, no podía faltar Martín de Vandoma, el escultor, tracista, pintor y decorador que hizo, a lo largo del siglo XVI, y en la ciudad de Sigüenza, un buen puñado de obras en las que dejó grabada su inspiración, su técnica y su buen gusto.

Aunque toda su vida artística la desarrolló en la Ciudad Mitrada, no conocemos documento alguno que demuestre haber nacido en Sigüenza. Ni en ningún otro lugar concreto de la provincia. Sabemos, eso sí, que vivió toda su época de aprendizaje y trabajo maduro en la ciudad del alto Henares, y que allí murió y fué enterrado, en 1578. De su nombre y apellido colegimos su origen europeo. Es muy posible que fuera originario de los Países Bajos, (Flandes, Borgoña), y es indudable que vino a Sigüenza atraído por la riqueza de la ciudad, y por el plantel de magníficos artistas que en ella estaban trabajando durante la primera mitad del siglo XVI. Alonso de Covarrubias, Francisco de Baeza, el maestro Pierres, Juan Francés, y otros muchos, estaban dando en esas fechas el más claro grito renacentista en Castilla. Con ellos el estilo plateresco se imponía en un edificio que parecía hasta poco antes que no iba a salir jamás de la impronta gótica.

De tan abultada y lujosa nómina surge, en 1554, el nombre de Martín de Vandoma, quien tras un inconcreto periodo de formación, pasa a tener un cargo de responsabilidad en las obras catedralicias. A la muerte de Nicolás Durango, maestro de obras de la iglesia, en septiembre de 1554, es nombrado nuestro personaje para seguir dirigiendo la obra «del sagrario nuevo» o Sacristía de las Cabezas, que por entonces avanzaba a buen ritmo. El proyecto había sido hecho años antes por Alonso de Covarrubias. Pero solo estaban levantadas las paredes, y aun quedaba poner la bóveda, y recubrirla con su portentosa colección de esculturas. Esto lo haría, magistralmente, Martín de Vandoma. Durante cinco años trabaja en ello, y ejercita el cargo de Maestro de obras de la catedral. En 1559 surgen desavenencias entre el escultor y los canónigos, quedando desprovisto de trabajo y salario durante un año. En 1560 lo recobró, y hasta su, muerte siguió ejerciendo sus facultades en la ciudad y en toda la diócesis seguntina.

En la sacristía de las Cabezas trabajó Vandoma ayudado de un, equipo numeroso. La elegancia y el concepto del recinto, si en principio debe considerarse plenamente diseñado por Covarrubias, luego es modificado y puesto en su definitivo aspecto por nuestro artista. A él se debe la dirección y talla directa de los medallones del techo, de las cajonerías, de las contraventanas, de la puerta de ingreso. Allí es donde pone lo mejor de su arte, y donde forma una verdadera escuela que extenderá sus formas por la comarca, dando al Renacimiento seguntino un sello propio, con un tanto de italiano y un mucho de fuerza hispana que le hace inconfundible.

La tarea artística de Martín de Vandoma se manifestó también muy pujante por el resto de la diócesis. En la Colegiata de Berlanga del Duero, en las iglesias parroquiales de Caltójar (Soria) y Pelegrina (Guadalajara) talló púlpitos, sillas de coro y retablos magníficos.

Todavía en la catedral de Sigüenza, en 1574, ejecutó algunas sillas del coro que, faltaban para completarle, y que él talló, olvidando su personalidad, en el estilo gótico del resto del recinto. Pero donde quizás se expresó con mayor soltura, dejando bien alto el renombre que siempre le acompañó, fué en su obra magna del púlpito del Evangelio, en el templo mayor de Sigüenza. Desde el 5 de mayo de 1572 al 19 de octubre de 1573. Vandoma ejecutó esta singular obra de arte, tallada en alabastro de Cogolludo, componiendo un conjunto donde lo renacentista se explaya en expresiones paganas junto a dramáticos pormenores de la Pasión de Cristo. Es en estos días de la Semana Santa en los que la admiración de’ la obra de Martín de Vandoma, a través de esta su obra blanca y pulcra, puede realizarse con mayor justeza. La Pasión de Jesucristo se expresa en cinco tableros, en los que vemos, con patetismo marcado, las escenas siguientes: el prendimiento de Jesús en el Huerto de los olivos; Jesús ante el Tribunal de Caifás; Jesús conducido al Tribunal de Pilatos; Jesús expuesto al pueblo y soldados, que le insultan, y Jesús expuesto por Pilatos a la puerta del Pretorio. Fué bien pagada esta obra de arte en 450 ducados. Hoy está totalmente restaurada de las mutilaciones y daños que sufrió en la pasada guerra civil.

Durante veinticuatro años, Martín de Vandoma se mantuvo activo, poniendo el sello de su personal concepto del arte por Sigüenza y su tierra. El último episodio del Renacimiento lo trata él con un sentido clasicista, hispano y personal a un tiempo. Hereda de todos y crea estilo propio, escuela seguntina. Aunque no nacido, quizás, entre nosotros, Martín de Vandoma ha de ser considerado, estudiado y exaltado, entre la nómina preclara de los artistas de nuestra tierra. Porque aquí dejó, con su vida, lo mejor de su espíritu.