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diciembre, 1989:

En el Centenario de un seguntino ilustre: José de Villaviciosa

 

En este año que ahora concluye, se ha cumplido un centenario que ha pasado desapercibido y ha dejado a su protagonista sin la celebración que merecía. Se trata del seguntino José de Villaviciosa y Martínez, que fue, aunque inquisidor, poeta, y nos dejó, como parido sin trabajo pero arrullado por una vida dedicada a las leyes, el poema de la Mosquea, uno de los mas ingeniosos y grandilocuentes de la historia literaria española. Estas líneas quieren, simplemente, y al hilo de ese cuarto centenario de su nacimiento, dejar constancia de su existencia y poner su busto en la galería de los seguntinos ilustres y afamados.

Nació José de Villaviciosa y Martínez en Sigüenza, en la primavera de 1589. El dato definitivo que corrobora este aserto es la nota que aparece en el primero de los libros de bautismo de la parroquia de San Pedro de Sigüenza, y que dice así: En primero de abril de 1589 se baptizó Joseph de Villaviciosa, hijo de Bartolomé de Villaviciosa y María Martínez sus padres. Fueron compadres Eugenio Rodriguez y Juan de Villaviciosa (D. Velásquez).

Fueron sus padres don Bartolomé de Villaviciosa, también natural y entonces vecino de Sigüenza, y doña María Martínez Araballes, natural de Fuentelencina. El padre era a su vez hijo de un Francisco de Villaviciosa, natural de Cardenete (Cuenca). Cuando aún era pequeño nuestro personaje, la familia toda se trasladó a Cuenca, por tener que hacerse allí con una herencia muy sustanciosa que les había dejado un lejano pariente. Y allí en Cuenca sentaron sus reales y afincaron hasta el punto de que muchos autores, al considerar la vida de este poeta, le hicieron conquense.

Pero él estudió, además en Sigüenza. Se hizo doctor en leyes y practicó su profesión de abogado en Madrid. Entró joven en contacto con la Inquisición, pero en el nivel de arriba, de los del Tribunal. Su padre había sido en Cuenca secretario del Santo Oficio, y él mismo en 1622 fue nombrado Relator del Consejo General de la inquisición. Se hizo clérigo y obtuvo pronto una serie de prebendas y canonjías de las que, con seguridad, no conocemos todas. Porque su riqueza debió ser mayúscula, como luego veremos. Fue racionero de la catedral de Burgos, y canónigo de la catedral de Palencia con el cargo de Arcediano de Alcor. Poco después, en 1638, le llegó el nombramiento de Inquisidor de Murcia, cargo de mucho renombre y poder, pasando finalmente en 1644 a ser inquisidor de Cuenca, y añadiendo a su cargo el de arcediano de Moya dentro del Cabildo de la catedral de esa misma ciudad.

Tanto dinero personal acaudaló, que se llegó a comprar un pueblo: Reillo, cercano a Cuenca. Tuvo en ese lugar el señorío jurisdiccional, creando un mayorazgo para el que nombró heredero a su sobrino don Francisco Luis de Villaviciosa. En ese pequeño lugar levantó un palacio, construyó una fuente pública y pasó largas y agradables temporadas, dedicándose a la rebusca arqueológica, pues sabemos encontró algunos restos y epigrafías romanas que colocó luego en la iglesia del lugar.

Murió José de Villaviciosa el 28 de octubre de 1658, viviendo en Cuenca. Fue enterrado en la catedral, en un lugar preferente entre los dos coros, pues en esos momentos gozaba de un gran prestigio y poder en la ciudad. Pero poco después sus restos fueron trasladados a la iglesia parroquial de Reillo, señorío de su propiedad, según había dispuesto en su testamento. Allí quedó enterrado, en el pavimento de la nave del Evangelio, y allí seguirán, confundidos con la tierra, sus restos.

Si José de Villaviciosa está catalogado como un personaje seguntino, de los verdaderamente relevantes en los anales de la ciudad del Henares, es por una obra tan sólo, que le ha hecho entrar con todos los honores en la historia literaria hispana. Titula su obra del modo siguiente: La Mosquea poética inventiva en octava rima. De ella dice don Juan Catalina García López, el que fuera cronista provincial de Guadalajara, que es, sin duda, una de las obras poéticas mas notables de la literatura española, y revela muy fácil inventiva y la frescura de ingenio de un autor joven, aunque ya de bien adoctrinado espíritu.

Conoció esta obra tres ediciones primitivas. La primera, en vida del autor, se hizo en Cuenca, en 1615, en la imprenta de Domingo de la Iglesia, en la calle Ancha. La segunda en 1677, ya en Madrid, en la imprenta de Antonio de Sancha, en la calle de la Aduana Vieja. La tercera fue también hecha en Madrid, en 1732, por la viuda de Francisco del Hierro. Posteriormente, ya en este siglo, y en el pasado, se ha publicado completa dentro de la «Biblioteca de Autores Españoles», por lo que es más accesible su consulta. Relata este larguísimo poema de miles de versos, la lucha entre las moscas y las hormigas, haciendo una parodia de la vida humana, algo similar a lo que hizo Lope de Vega con su Gatomaquia. Es curioso y elegante cuanto Villaviciosa dice en su libro, y a pesar de lo «trivial» de su asunto, el resultado es magnífico, pues ofrece una sonoridad y una fuerza en la construcción y las imágenes que le hacen hoy relevante. Sería una tarea interesantísima la de estudiar esta Mosquea de Villaviciosa, a la luz de los nuevos conceptos de la crítica textual y literaria, especialmente desde el punto de vista simbólico, pues a buen seguro saldría una visión interesante y sorprendente de la vida española durante el Siglo de Oro.

Y esta es, en breves líneas, la visión que hemos querido hacer, en esta última semana del año, en torno a don José de Villaviciosa y Martínez, ese gran poeta e interesante personaje seguntino del que ahora se ha cumplido el cuarto centenario de su nacimiento. En la segunda edición de su Mosquea poética aparece el retrato del inquisidor y festivo pensador, y don Juan Catalina García le describe, para todos nosotros, con estas palabras: de edad de unos cincuenta años, bien puesto de carnes, con frente muy despejada, nariz algo roma, pelo, bigote y mosca canos, y se distinguen sus ojos por ser de notable viveza y expresión, como debían ser para mostrar el singular ingenio del alma que por ellos se asomaba. Es una foto breve y oportuna, un retrato único surgido del más allá de los siglos y de los olvidos.

Los hospitales en Sigüenza

 

Como todas las villas y ciudades importantes, desde la Edad Media tuvo Hospitales la ciudad de Sigüenza, especialmente con el objeto de recoger pobres y peregrinos. Progresivamente fueron adoptándose sus usos a la sanidad y curación de enfermos.

Las primeras noticias sobre hospitales de Sigüenza datan del siglo XII, bajo el obispo don Rodrigo. En septiembre de 1197, este obispo concedió a perpetuidad al Cabildo unas casas que tenía cerca de la catedral, para que fueran destinadas a hospital de recepción y mantenimiento de pobres. Este fue el llamado «Hospital de la estrella» que duró hasta finales del siglo XVIII.

El hospital de San Mateo fue fundado por Mateo Sánchez, canónigo con dignidad de chantre, en tiempos del obispo Alonso Carrillo de Acuña, a mediados del siglo XV. Su testamento es de 1445. El patronato del hospital se entregaba al deán y cabildo catedralicios. Se encontraba situado al lado del Hospital de la Estrella, entre las actuales calles del Hospital y la Estrella, y sobre la puerta había una lápida con el escudo heráldico del fundador, una imagen de San Mateo, y esta inscripción: «Los que en esta casa mueran absueltos quedan de culpa y pena: por bula del Papa Alejandro VI». La farmacia o botica de este hospital era muy notable, y fue fundada también en el siglo XV por otro canónigo, don Mateo Sánchez Bravo. En la lauda sepulcral de este individuo, que todavía se conserva en la catedral de Sigüenza, se lee: «fundó y dotó a su costa el cuarto y botica del Hospital de San Mateo». Existió este ámbito hasta 1936 en que los bombardeos acabaron con ella. Doña Dorotea Ribera escribió un artículo sobre esta botica que nos ha sido imposible localizar. La describe con detalle Blázquez Garbajosa en su obra sobre el Señorío episcopal de Sigüenza (*).Los obispos cuidaron siempre de su hospital. En 1215 el obispo don Rodrigo le declaró exento de impuestos. En 1649, el obispo don Pedro de Tapia lo amplió, entregando la suma de 6.000 ducados para hacer dos habitaciones grandes con sus camas y dotaciones. Y en 1688 el obispo Carbonell hizo lo mismo, para separar los enfermos de distintos tipos en su interior.El cabildo administraba el Hospital, y se preocupaba de mantener un cuerpo de facultativos al cargo. Este se componía habitualmente de un médico, un cirujano y varios boticarios, lo que queda reflejado en los padrones sucesivos de la ciudad. Pero también el Concejo o Ayuntamiento contrataba a veces sus médicos y cirujanos para que trabajaran en este hospital. El contrato solía ser por tres años, y las condiciones que en dicho contrato se le imponían al médico eran las siguientes: vivir en la ciudad, no ausentarse de ella sin la licencia de los alcaldes, asistir a todos cuanto lo solicitasen (clérigos y legos) y a los pobres debía atenderles gratuitamente, pudiendo cobrar sus honorarios normales al resto de personas. Por estos servicios, el médico del Concejo recibía un salario, cuyas cifras orientativas eran éstas: 24000 maravedises en 1563; 34000 mrs en 1598; 1875000 mrs en 1638.

Respecto a la asistencia de los hospitales seguntinos, especialmente los de San Mateo y la Estrella, según vemos en un documento de 1751 que publica Blázquez en su citada obra, era de la siguiente manera: 

«En dos Hospitales se egercita diariamente la caridad christiana con la más prolija asistencia y policía: el uno llamado de la Estrella, solo admite pobres pasageros de todas clases y por tiempo limi­tado, esto es el que baste al reparo para proseguir su viaje, segun la mayor o menor causa del paciente y el juicio prudencial del Administrador.

El otro es general para toda especie de en­fermedades a reserva de las incurables y de otras vergonzosas a la modestia christiana, consta esta utilísima fundación de quatro entre sí distintas porque llevando su quenta separada de sus caudales concurre a un mismo fin, supliendo las sobrantes a las alcanzadas y manteniendo siempre con este eco­nómico gobierno el objeto a que se dirigen, que es la curación de los enfermos y crianza de niños Expósitos; el Cabildo de la Santa Iglesia tiene a su cargo el Patronato absoluto; y lo desempeña nombrando para administradores uno de los prebenda­dos timorato, caritativo y de buena conducta.

Son muchas las personas de ambos sexos que se ocupan en la asistencia de pobras por ser estos en número muy crecido y no salir del hospital asta su total restablecimiento.

Dos de las cuatro obras pias son para enfer­mos y combalescientes; y en ambas cuadras separadas para mugeres y sacerdotes, la tercera de Niños Expósitos administrada con suma diligencia, así en la elección de nodrizas de buena salud y costum­bres, como en velar sobre el modo con que estas los tratan; por estar averiguado atienden mas las tales mugeres a el interes que a la piedad y obliga­ción…»

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(*) BLAZQUEZ GARBAJOSA, A.: El Señorío Episcopal de Sigüenza, Guadalajara, Institución Provincial de Cultura «Marqués de Santillana», 1988, Colección «Alfoz», nº 1

Durón y Alvar Fáñez de Minaya

Todos los pueblos, por pequeños que sean, y aun por insigni­ficantes que a algunos parezcan en orden a su presencia en el discurso de la historia, tienen su importancia y su protagonismo. No tanto el pueblo en tanto que acumulo de edificaciones y pai­sajes, sino la gente que en algún momento de su historia, o grupos del mismo a lo largo de siglos, son quienes han tenido realmente ese protagonismo.

Entre los varios centenares de pueblos que constituyen la comarca de la Alcarria, surge uno, cual es la Villa de Durón, que ofrece algunas características históricas que le hacen interesan­te de considerar. Sería una de ellas la de haber sido punto de asentamiento de ese gran capitán medieval que fué Alvar Yáñez de Minaya, primo del Cid y colaborador suyo en aquellas difíciles campañas de conquista y asentamiento de la Transierra castellana, a lo largo de la segunda mitad del siglo XI.

La tradición de Durón dice que uno de los cerros que limitan por el norte al caserío lleva por nombre el de «cerro» o «atala­ya» de Alvar Fáñez de Minaya, por haber tenido en lo alto de ella un castillo este general victorioso. No tanto, pensamos, por este dato concreto, al que quizás le falten los asientos del verismo, y le sobre algo, bastante, de fantasía. Pero sí en el fondo de toda leyenda late una remota realidad que posibilita el que por los historiadores más rigurosos sea atendida esa «conseja» y analizada en lo que vale.

Es evidente que Alvar Fáñez colaboró con Rodrigo Díaz de Vivar en su conquista de Castejón de Henares, y que por su cuenta aún hizo algunas algaradas o «razzias» de castigo hasta Guadala­jara y Alcalá. Luego colaboró en las campañas de conquista de las serranías conquenses, quedando alguna temporada de alcaide del castillo de Zorita, y de Teniente de algunas ciudades como Huete y varias más sureñas. Siempre, Alvar Fáñez a la sombra del Cid, y siempre, en esta Alcarria en la que, de un modo u otro, han quedado anclados sus recuerdos, los ecos remotos de su paso y su estancia.

Durón bien puede enorgullecerse de haber figurado en el periplo viajero y conquistador de Alvar Fáñez de Minaya. Pero también puede hacerlo por haber estado en los anales de otra gran familia de nombres sonoros bien repleta: los Mendoza.  Aunque con todo el territorio sur del Común de Atienza estuvo en poder de la familia Carrillo durante el siglo XV, sería en 1478, ahora hace poco más de quinientos años, que pasaría mediante cambios a la familia de Mendoza.

Y en ella perteneció concretamente al que fuera gran Carde­nal de España, don Pedro González de Mendoza, personaje histórico siempre de actualidad, pero en estos días aún más porque en derredor de él, y de su gran influjo como primer ministro de los Reyes Católicos, participó en los prolegómenos del Descubrimiento de América, en la fundación de la Universidad de Sigüenza, en la construcción del convento de San Antonio de Mondéjar, y en tantas otras cosas de las que ahora, en 1989, estamos cumpliendo «quin­tos centenarios» a cada hoja del calendario que pasa.

El Cardenal Mendoza legó Durón, y todos los pueblos que constituían su sexmo (Budia, El Olivar, Gualda, Picazo y Valdela­gua) a su hijo preferido, al mayor de todos ellos, don Rodrigo de Mendoza, a quien había puesto ese nombre en recuerdo de su pre­tendido antepasado, el Cid Campeador, y que era por ello el más hermoso y altanero. Rodrigo fue denominado por los Reyes Católi­cos como «uno de los bellos pecados del Cardenal», y consiguieron para él la declaración papal de legitimidad, para que así pudiera heredar bienes y prebendas. Don Rodrigo heredó el condado del Cid, que estaba constituido por Jadraque y sus tierras, entre las que se incluía Durón.

Llegamos ahora, tras haber dado algún rodeo que no ha sido en vano, a la conclusión de que la historia de España está engar­zada íntimamente en todas sus expresiones y páginas. Y que la historia, lo decíamos al principio, de sus pueblos, con ser personal e intransferible, está también enlazada en mil expresio­nes. Durón nos aparece hoy como un eslabón decisivo, por realida­des y leyendas, en la historia de España. Mientras Alvar Fáñez escala los cerros de en torno al pueblo, los Mendoza que se dicen descendientes del Cid lo acaparan en señorío y la colman de atenciones y monumentos. Un soplo de siglos, remotos pero bri­llantes, que hoy se columpia por las esquinas todas de la Villa, diciéndonos que nada acaba ni desaparece totalmente, sino que viene, a cada latido, a dar dimensión nueva a la vida.

A propósito de una excelente exposición: El Panteón de la Condesa

 

Se ha celebrado estos pasados días en nuestra ciudad una excelente exposición de arte que ha sido organizada por la delegación de Guadalajara del Colegio Oficial de Arquitectos de Castilla‑La Mancha, y patrocinada por la Caja de Ahorro Provincial, en cuya sala de exposiciones ha sido mostrada al numeroso público arriacense que ha acudido durante su celebración a admirarla.

Trataba la exposición de Ricardo Velázquez Bosco: su obra en la ciudad, y venía a mostrar fundamentalmente la tarea encomiable que un grupo de alumnos de la Escuela Técnica Superior de Arquitectura de Madrid, dirigidos y asesorados por el profesor Miguel Ángel Baldellou, ha realizado durante los pasados meses en orden a estudiar, dibujar y componer unos extraordinarios dibujos que dan una visión nueva y sorprendente del conjunto arquitectónico de Velázquez en Guadalajara: la fundación de la Condesa de la Vega del Pozo, su iglesia aneja y su Panteón, así como el poblado de Villaflores, el palacio de la familia Desmaissiéres y algunos otros detalles en nuestra ciudad.

Es justo que figuren aquí los nombres de quienes han realizado, con arte, paciencia y conocimientos tan esmerado trabajo: Fernando García Lozano, Juan Antonio García Millán, Juan Pablo de Gaspar y Simón, Luis Miguel Martín López, Santiago Martín Ruiz, Rita Muñoz Ortega y Carolina del Peso Cobeña. Numerosas fotografías y algunos elementos complementarios han ilustrado esta muestra que ha abierto, a muchos alcarreños, los ojos del espíritu hacia una serie de obras de arte insuficientemente apreciadas hasta ahora. Servirá además, eso esperamos, para que ese conjunto inigualable del Panteón, la iglesia de Santa Micaela y la fundación de la Duquesa del Sevillano sean respetadas en el futuro como lo han sido durante el siglo que tiene de vida.

Ricardo Velázquez Bosco, uno de los mejores arquitectos del siglo XIX español, nació en Burgos en 1843, estudió su carrera en Madrid, en 1874, y murió en la capital de España en 1923. Fué desde 1881 catedrático de la Escuela Técnica Superior de Arquitectura, y su director hasta 1918. Entre sus grandes obras deben citarse el actual Ministerio de Agricultura en Madrid, y el palacio de Cristal más el pabellón Velázquez en el Retiro madrileño. En Guadalajara se encargó, a pedimiento de doña Maria Diega Desmaissiéres, condesa de la Vega del Pozo y duquesa de Sevillano, de construir una gran Fundación, una iglesia aneja y el panteón funerario de dicha señora, además de restaurar el palacio de esta familia en Guadalajara, de construir un hermoso conjunto agrícola en lo alto de la meseta alcarreña, en el camino de Horche, en el poblado denominado de Villlaflores, así como de restaurar (aquí con poco acierto, todo hay que decirlo) el antiguo convento de la Piedad para Instituto de Enseñanza Media, y la capilla de Luis de Lucena.

El conjunto de la Fundación y Panteón de la Condesa de la Vega del Pozo es una de las obras más singulares de la arquitectura española del siglo XIX. En estos años se ha cumplido el centenario de su construcción, y en la exposición que comentamos ha quedado bien patente la grandiosidad y la originalidad de esta obra de Velázquez Bosco, llevada a cabo gracias a la filantrópica magnanimidad de doña Diega.

Las obras para el Panteón se iniciaron en 1887 y fueron concluidas en 1916, año en el que se depositaron en su cripta los restos de la fundadora. En la magna construcción contó Velázquez con la colaboración de Benito Ramón Cura y el escultor local Ángel García Diez. La riqueza de la ornamentación y de los materiales empleados hacen de esta obra, por lo menos en su interior, un remedo de los antiguos templos bizantinos. Es ejemplar típico del eclecticismo arquitectónico de la segunda mitad del siglo XIX, y en este caso el constructor tomó referencias formales de diversos estilos orientales y occidentales. Hay netos elementos del románico lombardo, como los arquillos ciegos bajo los moldurajes de las cornisas, pero también pueden encontrarse referencias renacentistas, especialmente en el ámbito de la planta y simetría de las proporciones. La gran cúpula recuerda a la de Santa María del Fiore de Florencia, y el interior con su gran cúpula cuajada de mosaicos evoca inmediatamente la solemnidad de los edificios religiosos bizantinos (Rávenna, Constantinopla…)

Al panteón de la Condesa se añade el valor de la escultura que García Diez puso en la pseudo‑cripta. El grupo de ángeles que porta, en dinámica actitud, el féretro de la señora, es de lo mejor de la escultura modernista española. La planta cruciforme y la bóveda plana de cristal que sirve de techo a la cripta y de suelo al templo es otro de los magníficos resultados del arquitecto Velázquez. La pintura del altar mayor, debida a Ferrant, y las tallas de capiteles y columnas, añaden color y movimiento a este monumento. Conocido, al menos en su silueta, de todos los alcarreños, pero necesitado de su valoración precisa.

Esa valoración que la referida Exposición del Colegio de Arquitectos ha pretendido, y conseguido en buena parte, y que por añadidura es ahora la población de Guadalajara la que debe hacer valer frente a cualquier intento (y puede haberlos) de destruir en cierto modo el ámbito donde se ubica esta joya única de nuestro patrimonio, de un patrimonio histórico‑artístico que estamos obligados a defender por cualquier medio a nuestro alcance.