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abril, 1989:

Historia de un convento: El de San Antonio de Mondéjar

 

Recordábamos la pasada semana cómo en los próximos días, concretamente el 4 de mayo, se celebrará el quinto centenario de la fundación del convento franciscano de San Antonio en Mondéjar. Y tomábamos la primera referencia de esa efemérides personificada en su fundador, el noble alcarreño don Migo López de Mendoza, impar figura de la mendocina estirpe que está hoy considerada como el auténtico introductor del Renacimiento en la Península Ibérica.

La construcción de este monasterio franciscano se desarrolló entre 1489, año de su fundación, y 1509, en que el Conde de Tendilla, al hacer un nuevo testamento, afirma tener ya totalmente terminada su fundación franciscana de Mondéjar, Esta familia, a lo largo de los siglos, permanentemente se ocupó de proteger con limosnas y atenciones a la comunidad de menores, y en muchos documentos y testamentos de los sucesivos marqueses aparecen referencias al convento de San Antonio Extramuros de la villa de Mondéjar, pidiéndoles misas y donando joyas, cantidades en metálico e incluso tierras.

También los acaudalados vecinos de Mondéjar, a lo largo de los siglos, fueron haciendo sustanciosas donaciones a la comunidad francisca. Así, vemos cómo los potentados López Soldado, a lo largo del siglo XVII, entregan bienes y posesiones, en forma de memorias pías, al convento de San Antonio. Don Juan Bautista Celada hizo en ese mismo siglo una fundación de capellanía muy generosa, en la que dejaba todos sus bienes al cuidado de los franciscanos. Antes, en 1639, el Comisario del Santo oficio en Mondéjar, don Marcos Alonso Sánchez, había dejado también sus bienes a beneficio del convento. Durante los siglos XVII Y XVII se puso de moda en toda la comarca enterrarse en el templo de los franciscanos de Mondéjar, que había sido construido con la idea de servir de panteón familiar a los marqueses, pero que luego por circunstancias varias solamente acogió a muy pocos de ellos. Esa costumbre hizo aún aumentar los bienes de la .comunidad, que se extendían a numerosas huertas, campos de labor, censos y juros de heredad, y un buen paquete de dineros en metálico fruto del encargo de misas.

En el siglo XIX se sucedieron diversas circunstancias históricas que acabaron con el monasterio de San Antonio. Fue la primera la Guerra de la Independencia. En Mondéjar se libró una dura batalla entre la guerrilla de El Empecinado y el ejército napoleónico, con pérdida de vidas y bienes. Los mandos franceses acamparon en el convento, arruinándolo en parte. Luego, en 1836, la Desamortización de los bienes eclesiásticos decretada por el ministro Mendizábal hizo que la comunidad de frailes abandonara el cenobio, desprovisto de buena parte de sus riquezas, quedando desierto y en progresiva ruina. La nueva desamortización de Madoz en 1851 supuso la venta definitiva de los bienes que aún quedaban a nombre de la Orden en Mondéjar.

El total abandono de bienes y edificios hizo que su desmoronamiento fuera progresivo. Tan arruinado estaba en 1916 que sus piedras se utilizaron para construir con ellas la nueva Plaza de Toros de la Villa. Ante la posibilidad de perderse lo poco que quedaba de tan bello e importante edificio, en 1921 el gobierno de Alfonso XIII declaró sus ruinas como Monumento Histórico‑Artístico, lo cual no le ha supuesto otra ventaja que el evitar su derrumbe total, pues todavía hoy deja mucho que desear el estado en que se encuentran estas ruinas del convento de San, Antonio, que deberían ser cuidadas y adecentadas con mimo, pues sin exageración puede calificarse a este templo como la primera construcción renacentista existente en España.

En el Quinto Centenario del Convento de San Antonio de Mondéjar: Iñigo López de Mendoza, fundador en Mondéjar

 

Se cumple este año, y más concretamente en el próximo mes de mayo, el quinto centenario de la fundación del monasterio fran­ciscano de San Antonio en Mondéjar (Guadalajara). Fue precisamen­te en 1489 que el señor de la villa, don Iñigo López de Mendoza, tras conseguir del Papa una Bula fundacional para levantar en su enclave alcarreño un convento de franciscanos, ordenó llevarlo a efecto tan pronto regresó a su patria, erigiendo para ello un edificio suntuoso, una joya de la arquitectura, entonces novedo­sa, que trataba de imitar «a lo romano», y del que hoy solamente quedan los triste vestigios ruinosos.

El fundador del convento de San Antonio de Mondéjar era Iñigo López de Mendoza, hijo primogénito del primer conde de Tendilla, también llamado Iñigo López de Mendoza, y éste hijo a su vez del primer marqués de Santillana, que usó el mismo nombre. Nació en Guadalajara, en 1442, y desde muy joven aprendió las normas y modos de la corte mendocina, acompañando a su padre en embajadas a Italia ante Pío II y Nicolás V. Al título de Conde de Tendilla heredado de su padre, añadió en 1512 el de marqués de Mondéjar, que Fernando I le diera en premio a su lealtad a la Corona.

Tuvo todos los rasgos propios de los Mendoza clásicos: valeroso y lleno de orgullo, con viva inteligencia, ingenio agudo, prudencia en sus acciones, tesón y un trato llano y agra­dable, a lo que nunca faltó la sagacidad en las acciones de guerra y en las escaramuzas políticas. Todo ello lo demostró, de un lado, en la guerra de Granada, en la que participó activamente junto al resto de sus familiares, formando un ejército mendocino de brillante aspecto y efectividad cierta. Es muy conocida la defensa que hizo del castillo de Alhama, en 1485, o la invención del papel moneda. Y de otro lado, en la embajada que capitaneó a Italia, en representación de los Reyes Católicos, en 1486, diri­giéndose ante Inocencio VIII, con diversos objetivos, nada fáci­les: un tratado de paz entre el Papa y el Rey de Nápoles; la renovación de la bula de Cruzada de 1482 a perpetuidad; una licencia pontificia otorgando el patronato de todos los oficios eclesiásticos en las catedrales del reino de Granada a la corona de Castilla, y la confirmación de otra bula prohibiendo el nom­bramiento de extranjeros para beneficios españoles.

De aquella estancia en Italia, que se prolongó casi dos años (1486‑87), trajo don Iñigo diversas cosas a su Guadalajara natal. Fue una la presencia del humanista italiano Martín d’Anghiera en la corte castellana; otra el gran estoque de orfebrería itálica que marcó una época en el arte español; otra a diversos artistas que iniciaron la moda de un nuevo estilo arquitectónico (el Renacimiento); y finalmente diversas bulas y concesiones particu­lares con destino a sus posesiones alcarreñas. Una de esas bulas, era la del Papa Inocencio VIII que, extendida en el transcurso de su famoso viaje a Italia, le permitió en 1489 la erección de un monasterio franciscano en su villa de Mondéjar.

Siguió López de Mendoza interviniendo, con todo su peso y saber, en la guerra de Granada. Y desde el mismo momento de su culminación, con la toma de la ciudad del Darro, en enero de 1492, fue nombrado Capitán General del nuevo Reino de Granada, y alcaide perpetuo de la Alhambra, siendo estos cargos vitalicios y hereditarios en sus descendientes. Casó primero con doña María Lasso de Mendoza, y luego, en 1480, con doña Francisca Pacheco y Portocarrero, hija de su contrincante el marqués de Villena. Tuvo, entre otros hijos, a don Antonio de Mendoza, primer Virrey de Nueva España, y a don Luis Hurtado de Mendoza, que además de heredar sus títulos, fue presidente del Real Consejo de Indias. 

Hablando de la fundación propiamente dicha de este convento franciscano, aunque la Bula pontificia que autorizaba la erección de un monasterio en Mondéjar, fue entregada en 1486, en Roma, la fundación real del cenobio ha de fecharse en 1489, pues fué el 4 de mayo de ese año cuando don Iñigo López de Mendoza, segundo conde de Tendilla desde la muerte de su padre, en 1487, extendió su primer testamento, en el que ampliamente refiere haber ganado dicha Bula en su reciente viaje a Italia, y con ella ha fundado en su villa de Mondéjar un monasterio para frailes de la Orden de San Francisco. Su idea en principio fue hacer algo pequeño, que pudiera servir de mausoleo familiar, a imitación de algunas capillas de uso privado asistidas por frailes, al estilo de la Toscana, y de ese modo en alguna carta llegó a referirse a su fundación como un «hermitoruelo».

Además de la fundación y coste de la obras, don Iñigo entre­gó a la comunidad de frailes un crecido número de obras de arte muebles, pues en su testamento dice que se dé al dicho monasterio toda la plata y ornamentos de capilla que yo tengo en mi capilla y en mi cámara, así cálizes como cruz, como candeleros y porta­paçes y ostrario y ampollas y campanilla y otras cosas. Ello evidencia además el gran cariño que profesaba a su fundación alcarreña.

Glosario Provincial  28 abril 1989

En el quinto centenario del convento de San Antonio de Mondéjar

HISTORIA DE UN CONVENTO: el de San Antonio en Mondéjar      

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por Antonio HERRERA CASADO, Cronista Provincial

Recordábamos la pasada semana cómo en los próximos días, concretamente el 4 de mayo, se celebrará el quinto centenario de la fundación del convento franciscano de San Antonio en Mondéjar. Y tomábamos la primera referencia de esa efemérides personificada en su fundador, el noble alcarreño don Iñigo López de Mendoza, impar figura de la mendocina estirpe que está hoy considerada como el auténtico introductor del Renacimiento en la Península Ibérica.

La construcción de este monasterio franciscano se desarrolló entre 1489, año de su fundación, y 1509, en que el Conde de Tendilla, al hacer un nuevo testamento, afirma tener ya totalmen­te terminada su fundación franciscana de Mondéjar. Esta familia, a lo largo de los siglos, permanentemente se ocupó de proteger con limosnas y atenciones a la comunidad de menores, y en muchos documentos y testamentos de los sucesivos marqueses aparecen referencias al convento de San Antonio Extramuros de la villa de Mondéjar, pidiéndoles misas y donando joyas, cantidades en metá­lico e incluso tierras.

También los acaudalados vecinos de Mondéjar, a lo largo de los siglos, fueron haciendo sustanciosas donaciones a la comuni­dad francisca. Así, vemos cómo los potentados López Soldado, a lo largo del siglo XVIII, entregan bienes y posesiones, en forma de memorias pías, al convento de San Antonio. Don Juan Bautista Celada hizo en ese mismo siglo una fundación de capellanía muy generosa, en la que dejaba todos sus bienes al cuidado de los franciscanos. Antes, en 1639, el Comisario del Santo Oficio en Mondéjar, don Marcos Alonso Sánchez, había dejado también sus bienes a beneficio del convento. Durante los siglos XVII y XVIII se puso de moda en toda la comarca enterrarse en el templo de los franciscanos de Mondéjar, que había sido construido con la idea de servir de panteón familiar a los marqueses, pero que luego por circunstancias varias solamente acogió a muy pocos de ellos. Esa costumbre hizo aún aumentar los bienes de la comunidad, que se extendían a numerosas huertas, campos de labor, censos y juros de heredad, y un buen paquete de dineros en metálico fruto del encargo de misas.

En el siglo XIX se sucedieron diversas circunstancias histó­ricas que acabaron con el monasterio de San Antonio. Fué la primera la Guerra de la Independencia. En Mondéjar se libró una dura batalla entre la guerrilla de El Empecinado y el ejército napoleónico, con pérdida de vidas y bienes. Los mandos franceses acamparon en el convento, arruinándolo en parte. Luego, en 1836, la Desamortización de los bienes eclesiásticos decretada por el ministro Mendizábal hizo que la comunidad de frailes abandonara el cenobio, desprovisto de buena parte de sus riquezas, quedando desierto y en progresiva ruina. La nueva desamortización de Madoz en 1851 supuso la venta definitiva de los bienes que aún quedaban a nombre de la Orden en Mondéjar.

El total abandono de bienes y edificios hizo que su desmoro­namiento fuera progresivo. Tan arruinado estaba en 1916 que sus piedras se utilizaron para construir con ellas la nueva Plaza de Toros de la Villa. Ante la posibilidad de perderse lo poco que quedaba de tan bello e importante edificio, en 1921 el gobierno de Alfonso XIII declaró sus ruinas como Monumento Histórico‑ Artístico, lo cual no le ha supuesto otra ventaja que el evitar su derrumbe total, pues todavía hoy deja mucho que desear el estado en que se encuentran estas ruinas del convento de San Antonio, que deberían ser cuidadas y adecentadas con mimo, pues sin exageración puede calificarse a este templo como la primera construcción renacentista existente en España.

Glosario Provincial  5 mayo 1989      

En el quinto centenario del convento de San Antonio de Mondéjar

CUERPO Y FIGURA DEL CONVENTO FRANCISCANO DE MONDEJAR

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por Antonio HERRERA CASADO, Cronista Provincial

Sabemos por ciertas referencias documentales cómo era el monasterio de San Antonio de Mondéjar, del que ayer se cumplía exactamente su Quinto Centenario,  en las épocas en que se mante­nía íntegro. Realmente era pequeño, como lo atestiguan los ruino­sos cimientos que de él hoy permanecen, y la propia iglesia, que a pesar de su belleza ornamental y estilística, formaba un recin­to de escuetas proporciones.

De esa minúscula apariencia tenemos la primera referencia en la carta que el 10 de noviembre de 1509 dirigía el fundador don Iñigo al Cardenal Cisneros, en la que le decía que mi monasterio es bonito, bien labrado e ordenado, pero tan poquita cosa que no paresce syno que se hizo para modelo (como dicen en Italia) de otro mayor, para el lugar basta como la mar para el agua. En las intenciones del segundo conde de Tendilla no estaba prevista la existencia de más de 10 ó 12 frailes para habitarle, y en las Relaciones Topográficas del siglo XVI se decía que este cenobio contaba con el edificio de la Yglesia… con su huerto y lo demás necesario. Ello era un claustro mínimo, ciertos espacios para la vida comunitaria, las celdas de los frailes, y la iglesia con su sacristía. Poco más.

La iglesia del convento de San Antonio de Mondéjar era una verdadera joya del primitivo grupo de edificaciones protorrena­centistas, con las cuales se introdujo en España el nuevo estilo nacido en Italia un siglo antes. Orientada clásicamente, con el ábside a levante y la portada principal sobre el hastial de poniente, era de una sola nave, planta rectangular, y bóvedas de crucería completadas con terceletes, mas un coro elevado en la zona de los pies del templo. Incluido este templo en la tipología de lo que todavía puede calificarse como «arquitectura isabeli­na», la nave única, de reducidas proporciones, con capilla en el testero y coro a los pies, mas ventanales gotizantes en los muros, con capiteles de bolas, y la decoración centrada exclusi­vamente en la portada, dejando asomar leves detalles novedosos en capiteles y molduras, en ventanales y escudos nobiliarios, compo­nen un conjunto propio de ese final del siglo XV, de ese «otoño de la Edad Media» en el que juega tanto papel el declive de una ideología como el nacimiento, el renacimiento, de otra nueva.

En el centro de la nave existía, cubierta por el enlosado de su pavimento, una gran cripta que diseñó el arquitecto Adonza por encargo del marqués de Mondéjar, mediado el siglo XVI, y que tenía por objeto constituir un ámbito sagrado donde poder ente­rrarse, en pequeño panteón familiar, los titulares del marquesado alcarreño. De bóveda y muros de ladrillo, hoy sólo queda el hueco, que llama la atención por lo grandioso, ocupando buena parte de la planta del templo.

El material con que se construyó, en los años finales del siglo XV, fué de una piedra caliza de basta calidad, en forma de mampuesto poco fino, que solo dejaba la aparición de sillares bien tallados en las esquinas, y por supuesto la decoración principal de la portada y los escudos o capiteles sobre piedra de Tamajón. También al interior se utilizó la mampostería en los muros, aunque usando piedra caliza para los elementos más nobles, como el entablamento corrido a lo largo de la nave, las pilas­tras, los nervios bien moldurados de las bóvedas, los arcos, capiteles y columnillas de las ventanas e incluso los escudos heráldicos del hastial del testero.

De la gloria pasada quedan hoy, tal como puede comprobar quien hasta el lugar del monasterio acuda, tristes ruinas que evocan como pueden la grandeza de otros días. Entre maleza y derrumbes, rodeado el conjunto de una alambrada metálica que trata de impedir se sigan arrojando sobre las ruinas las basuras y desperdicios que se generan en las cercanías, surgen los altos muros de la portada y el testero, que a la luz del atardecer, cuando el sol los ilumina directamente, cobran relieve y casi adquieren vida, ofreciendo al espectador de hoy la valentía de formas y la elegancia de ornamentos que hacen de este monumento uno de los más bellos de la provincia de Guadalajara.

Los dos elementos que hoy fundamentalmente podemos admirar son la portada y el hastial de la cabecera. En ellos quedan las piedras talladas que componen los elementos que, lógicamente, tenían mayor relieve en el concepto general del templo. Aparte, claro es, del retablo principal que albergaba en su interior, rematando la capilla mayor y presbiterio, y que sabemos por diversos cronistas franciscanos que existía y era bellísimo, de lo mejor de su tiempo, compuesto de pinturas y esculturas de gran calidad.

La portada tiene, en esquema, una estructura sucinta de bocina con arco de medio punto. Ese arco se adorna con múltiples detalles que llegan a recubrirle de «plateresca» ornamentación protorrenacentista, en un estilo netamente toscano, con grandes similitudes respecto a las portadas del Colegio de la Santa Cruz de Valladolid y del palacio de los duques de Medinaceli en Cogo­lludo, obras que como hoy se sabe fueron diseñadas por el arqui­tecto Lorenzo Vázquez de Segovia.      

Consta esta portada, como acabamos de decir, de un gran arco semicircular con varias arquivoltas cuajadas de fina decoración de rosetas, hojas, bolas, etc., apoyadas en casi desaparecidas jambas con similar ornamento. En las enjutas del arco, y acompa­ñados de plegada cinta, aparecen los escudos del matrimonio fundador, don Iñigo López de Mendoza y doña Francisca Pacheco. Todo ello se escolta por dos semicilíndricos pilastrones cubier­tos de talla vegetal y rematados en compuestos capiteles.

El entablamento de este arco es riquísimo, ocupado por un friso con delfines, que aparecen atados en parejas por sus colas, y cabezas de alados querubines, añadidos de series de bolas y dentellones. Encima va un amplio arco, de tipo escarzano, que forma un tímpano, con candeleros a sus lados y por frontispicio se ve una especie de gablete con molduraje de cornisa. Dicho arco está ocupado por una pequeña imagen de la Virgen con el Niño en brazos, sedente, sobre gran medallón circular de fondo avenerado, al que ciñen cornucopias con estrías y cintas plegadas. El fondo del gablete se llena de robusto follaje que orla el arco del tímpano. Se trata de una especie de cardo espinoso, muy revuelto y con una gran palmeta en medio, cargada de grano, quizás una mazorca de maíz, similar en todo a las que circuyen el arco de la puerta en el palacio ducal de Cogolludo.

Esta portada, cuyos elementos son plenamente italianos, es una de las primeras aportaciones del estilo renacentista en España. En todos sus detalles puede leerse la novedad venida de la Toscana. Es más, su simbolismo parece claramente referido a la devoción que los Mendoza, y concretamente el primer marqués de Mondéjar, tienen hacia la Virgen María, a la que colocan sobre un fondo de venera en el que clásicamente se sitúa a Afrodita na­ciendo del mar, junto a los cuernos o cornucopias de la abundan­cia, rodeado todo de cintas que simbolizan el triunfo, dando en conjunto el mensaje de una victoria emparejada de la Madre de Dios y de los Mendoza sobre el entorno.

El otro resto conventual que hoy podemos admirar, es el muro del testero, en el que se ven como los apeos superiores se cons­tituyen por pilastras finísimas, recuadradas con molduras, y corrido encima va un entablamento muy pobre y sin talla; los capiteles llevan estrías, volutas acogolladas y una flor en medio. Los tímpanos de dicho testero, de arcos muy apuntados, aparecen ocupados por grandes escudos dentro de láureas: el central muestra la cruz de Jerusalem, quizás en recuerdo del título cardenalicio del tío del comitente, el Cardenal don Pedro González de Mendoza, vivo aún cuando este templo se construía, y a los lados, las armas del fundador, don Iñigo López, que son las de Mendoza sobre una estrella y con la leyenda BVENA GVIA adopta­da por los Mondéjar, más las de su mujer doña Francisca Pacheco.

Glosario Provincial 12 mayo 1989

En el quinto centenario del convento de San Antonio de Mondéjar

EL AUTOR DE LA MARAVILLA: EL ARQUITECTO LORENZO VAZQUEZ

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por Antonio HERRERA CASADO, Cronista Provincial

Aunque no existe documentación que acredite justificadamente la autoría de la obra arquitectónica que vamos comentando a lo largo de las pasadas semanas, y que no es otra que el convento franciscano de San Antonio en Mondéjar, todos los indicios apun­tan a que fué diseñada y dirigida por el arquitecto o maestro de obras de los Mendoza, el segoviano Lorenzo Vázquez. Hasta 1588 estuvo trabajando para el Cardenal don Pedro González de Mendoza dirigiendo el Colegio de Santa Cruz en Valladolid. Al terminar las obras allí, vino a Mondéjar, donde dio las trazas del conven­to de San Antonio, marchando luego, al llamado de los mismos Condes de Tendilla, a Granada, donde participó como maestro de cantería en la Capilla Real, y posteriormente a Guadix, mas concretamente a La Calahorra, donde diseñó el castillo‑palacio del marqués de Cenete, auténtica joya de la arquitectura civil del primer Renacimiento hispano. Poco después realizaría el pala­cio de los duques de Medinaceli, en Cogolludo, donde le vemos residiendo en 1503.

Aunque casi nada se conoce de su peripecia vital, solamente sus obras, debemos colegir que Lorenzo Vázquez viajó a Italia, y allí se formó y tomó sus modelos estructurales y de ornamenta­ción, trayéndole de allí muy probablemente don Iñigo López de Mendoza, a su vuelta en 1487 de su embajada por Roma. De ese modo entraría a trabajar como arquitecto de la familia Mendoza, ha­ciendo obras tanto para el propio conde de Tendilla (este monas­terio de Mondéjar), como para su tío el Cardenal González de Mendoza (el Colegio de Santa Cruz en Valladolid), el hijo de éste don Rodrigo de Mendoza, marqués de Cenete (el castillo‑palacio de La Calahorra), el tío del conde de Tendilla, don Luis de la Cerda, primer duque de Medinaceli (palacio ducal de Cogolludo), y el primo carnal de dicho conde, don Antonio de Mendoza (palacio mendocino hoy Instituto de Guadalajara). Aun trabajó para diver­sas obras en Alcalá de Henares por mandado del señor de la ciudad y Cardenal‑Arzobispo de Toledo el mismo don Pedro González de Mendoza.

Los elementos ornamentales y estructurales utilizados por Vázquez en sus obras, y más en concreto en este monasterio de Mondéjar, están tomados de diversos autores italianos. Así, las exuberantes mazorcas o flores rellenas de grano que culminan las portadas del palacio de Cogolludo y de este monasterio, están tomadas del Brunelleschi y de Desiderio. Para Prentice y Kubler, Lorenzo Vázquez debe ser calificado así, como el Brunelleschi español. Sus temas están extraídos de prototipos boloñeses y toscanos, como por ejemplo el uso de los escudos heráldicos en las enjutas, las parejas de delfines y las cabezas de serafines, las cornisas y rosetas de soplo clásico, o las palmetas y veneras tan del gusto del Brunelleschi.

La obra arquitectónica y decorativa de Lorenzo Vázquez, que en este monasterio de San Antonio de Mondéjar pone lo mejor de su saber, está caracterizada por un purismo itálico total, por una importación masiva de estructuras y ornamentos que, años después, y tras la elaboración de otros muchos artistas hispanos, permiti­ría el nacimiento del primer plateresco español y las sucesivas corrientes del Renacimiento en nuestro país. Es Vázquez, pues, un auténtico precursor, y esta obra suya de Mondéjar prácticamente lo primero que diseña en nuestra tierra. Todo un monumento que, en la brevedad con que ha sido expuesto en las líneas anteriores, viene a ofrecerse como una joya singular y preciadísima de nues­tro patrimonio artístico provincial, cumpliendo ahora, en estos días del riente mayo, el Quinto Centenario de su creación. Ojalá alcance otros tantos, o aún más siglos, para deleite y asombro de futuras generaciones.

Apéndice de Bibliografía

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Como una ayuda a cuantos se interesan por la historia y el arte de Guadalajara y quisieran estudiar sus elementos más a fondo, a continuación algunas referencias bibliográficas que ayudarán al curioso a completar su visión del monumento y su circunstancia que a lo largo de las pasadas semanas hemos recordado.

CEPEDA ADAN, J.: El gran Tendilla, medieval y renacentista, en «Cuadernos de Historia», 1(1967):159‑68

FERNANDEZ Jiménez, Anastasio: Historia de Mondéjar, Mondéjar, 1981

GARCIA LÓPEZ, J.C.: Catálogo Monumental de la provincia de Guada­lajara,  manuscrito en la Biblioteca del Centro de Estudios Históricos del Consejo Superior de Investigaciones Científicas de Madrid, 1911.

GOMEZ‑MORENO, Manuel: Estudios sobre el Renacimiento en Castilla: Hacia Lorenzo Vázquez, en «Archivo Español de Arte»,1 (1925):1‑40

HERRERA CASADO, Antonio: Glosario Alcarreño, tomo I, «Por los caminos de la Alcarria», Guadalajara, 1974

HERRERA CASADO, Antonio: Inventario de los elementos arquitectó­nicos de interés histórico‑artístico de la provincia de Guadala­jara. Inédito. Un original en la Delegación Provincial de Cultura de la Junta de Comuni­dades de Castilla‑La Mancha, en Guadalajara.

HERRERA CASADO, A.: Crónica y Guía de la provincia de Guadalajara, 2ª edición, Guadalajara, 1988, pp. 308‑315

LAYNA SERRANO, F.: Historia de Guadalajara y sus Mendozas en los siglos XV y XVI, Madrid, 1942, Tomo I

LAYNA SERRANO, F., y CAMARILLO HIERRO, T.: La provincia de Guadala­jara, Madrid, 1948.

MENDOZA IBAÑEZ DE SEGOVIA Y ARÉVALO, Gaspar, Marqués Consorte de Mondéjar: Historia de la Casa de Mondéjar, inédita, 3 volúmenes. Biblioteca de la Real Academia de la Historia, Madrid. 

MENESES GARCIA, E.: Iñigo López de Mendoza, Correspondencia del Conde de Tendilla, I (1508‑1509): Biografía, estudio y trascripción, en «Archivo Documental Español», XXXI, Madrid, 1974

NADER, H.: Los Mendoza y el Renacimiento Español, Institución «Marqués de Santillana», Guadalajara, 1986

RELACIONES TOPOGRAFICAS enviadas a Felipe II por la Villa de Mondéjar en 1580. El original se conserva en la Biblioteca del Real Monasterio de San Lorenzo de El Escorial. Cf. GARCIA LÓPEZ, J.C.: Memorial Histórico Español, Tomo XLII, Madrid, 1903, pp.309‑337

Atanzón, un soplo del Renacimiento

 

Han llegado los viajeros, en nuevo caminar por las altas parameras de la Alcarria, hasta el lugar de Atanzón, en meta que apareció de casualidad cuando sin rumbo se movían por este mundo de los entrecruzados caminos de Guadalajara. Y lo han hecho en buena hora, en esa del mediodía primaveral, cuando en las solanas se adensa el calor luminoso, y en los paredones del norte crece un punto la fresca cuchilla de la escarcha. Ha sido, sin duda, el momento ideal. Sus miradas, que saben con seguridad donde está la raíz de esa planta milagrosa que es la Felicidad, la buscan y la encuentran a cada instante.

Atanzón está situado en una suave hondonada de la meseta alcarreña, cayendo su caserío en declive hacia el profundo y pintoresco valle del Ungría, que riega su término, y tiene tantas historias, decires y siluetas, que uno de sus más sabios hijos, Felipe Maria Olivier López de Merlo, el narrador de la memoria prodigiosa, escribió no hace mucho un libro que así se titulaba, Historias de Atanzón, en el que cuenta todo lo que puede decirse, y es mucho, de este alto enclave alcarreño.

Su nombre deriva del árabe, y viene a significar la existencia primitiva de un «molino» en aquel lugar. Reconquistada la zona, perteneció desde su principio a la Tierra y Común de Guadalajara, gozando de su Fuero y acudiendo con sus impuestos a la mejora de las fuentes y puentes de la villa cabeza del territorio, lo cual fue causa de largos y enojosos pleitos en siglos posteriores. De siempre dedicada a la agricultura de secano y huertas, durante varios siglos una parte de su población se dedicó a la industria de la fabricación de paños, que llegaron a alcanzar cierto renombre por Castilla.

Adquirió la villa en el siglo XIII don Fernán Rodríguez Pecha, camarero de Alfonso XI, pasando posteriormente a sus hijos y descendientes, que por enlaces matrimoniales vinieron a traer al pueblo a la nómina de pertenencias de la casa de Mendoza. El gran cardenal, don Pedro González, en 1469, se la cedió junto a otros lugares de la tierra de Guadalajara, como los Yélamos, el Pozo y Pioz con su castillo, al secretario de Enrique IV, don Alvar Gómez de Ciudad Real, a cambio de la villa de Maqueda. En esta familia ilustre de los Gómez de Ciudad Real, en la que sobresalieron famosos guerreros y poetas, permaneció varios siglos Atanzón.

Los viajeros han llegado, tras deambular sin prisa por las cuestudas callejas de la villa, hasta su edificio más severo y lujoso, hasta la iglesia parroquial,  que está dedicada a Nuestra Señora de la Zarza. Es un edificio majestuoso, crecido en lo alto del caserío, con un pétreo armazón que le confiere un tono brillante entre amapola y zanahoria, de clasicista arquitectura propia de la segunda mitad del siglo XVI. Sus muros son de piedra basta y en las esquinas y cercos de vanos y puertas, surge el sillar bien tallado. Los viajeros se quedan un buen rato mirando para la portada principal de este templo, que es grandiosa y severa de líneas, en un innegable estilo heredado de Serlio, trazada por ignoto arquitecto que copió una de los modelos que este autor boloñés puso en su De architectura libri Quinque, editado en Venecia allá por 1569, por lo que de muy poco después debe ser el trazado de esta portada atanzonense. En las enjutas del arco de entrada, se ven los escudos de los señores del pueblo, los Gómez de Ciudad Real: un león bermejo en campo de plata y tres puñales de oro sobre el azur. No pudieron ver el interior, por estar en obras de restauración y limpieza, y tener desmontada por completo la cubierta, pero saben porque así se lo han contado otros que lo vieron, que sorprende también por su grandioso aspecto, con tres naves separadas de gruesos pilares, quedando un bello artesonado mudéjar sobre la capilla mayor, y bóvedas de crucería en las dos capillas laterales de la cabecera del templo. Dentro de pocos meses estará sin duda terminada y dispuesta su forma y espacio a la admiración de todos.

A la salida del pueblo, camino de Caspueñas, se encuentra el antiguo rollo o picota, símbolo del villazgo, que hoy aparece como un monolito pétreo de perdidas formas. También en los aledaños del lugar, en el camino de Lupiana, se encuentra un curioso crucero o humilladero del siglo XVIII, todo él tallado en piedra, que ha sido restaurado e inaugurado en los pasados días de la Semana Santa. Una simpática ermita dedicada a la Concepción, se encuentra a la entrada de la población según se llega desde Centenera, y allí, entre las yemas de las acacias y el apuntar de los trigos, los viajeros vuelan por los aires, que son serenos y gratificantes, limpios y abiertos como sus corazones, y se permiten un nuevo instante de dicha, que es eterna por se grande, y ser suya.

Una parada en Centenera

 

Otra vez la mañana del invierno se ha dispuesto abierta y luminosa, y se ha ofrecido a los viajeros para que la pueblen con sus ganas de andar y ver, con su probado entusiasmo de conocer juntos la tierra en que habitan. Así han llegado, como en un vuelo, hasta Centenera, el pueblo que habita en el estrecho y poco profundo valle del arroyo Matayeguas, y que viene a formar una erosión de la meseta alcarreña, alargando sus aguas y su distancia pálida hasta el Ungría y luego hasta el Tajuña.

El breve caserío asienta entre los montes, abrigado de arboledas, y rodeado de huertecillos y olivareras cuestas. La historia nos dice, en los libros que saben de ella, que fué antiguo enclave formado en la reconquista, aldea de la Tierra y Común de Guadalajara, ciudad de la que dependía en lo jurisdic­cional, siendo de realengo en cuanto al señorío.

En 1628, el rey Felipe IV vendió la ya declarada Villa a don Carlos de Ibarra, noble vizcaíno que pertenecía al Consejo de Su Majestad, y era gentilhombre de la Cámara del Rey. Fué Capitán General de la Real Armada,  Almirante de la Armada de Cantabria, de la Guardia de la carrera de Indias, y Capitán de las naves de Nueva España, destacando en viajes y hazañas diversas en América. Fue por todo ello nombrado Comendador de Villahermosa, de la Orden de Santiago, recibiendo del Rey el título de vizconde de Centenera, y el señorío añadido de las villas de Taracena, Villaflores (Iriépal) y Valdefuentes (Valdenoches). En 1639 añadió por concesión real el título de marqués de Taracena. Tomó gran cariño a la villa alcarreña, adquiriendo enseguida, en 1629, el derecho de patronato de la capilla mayor de su parroquia, haciendo en la iglesia numerosas reformas, y donando el retablo y otras obras de arte. Fundó don Carlos de Ibarra la «Congregación del Santísimo» en su villa de Centenera, que debía constar de 12 sacerdotes y un rector, siendo los patronos de la misma el poseedor del mayorazgo de la casa Ibarra, y el prior de San Bartolomé de Lupiana. Entre otras actividades religiosas, disponía la celebración de animadas fiestas populares, con teatro y danzas, en la jornada del Corpus Christi. En su testamento de 1637, dispuso ser sepultado en la capilla mayor de la parroquia de Centenera, en una cripta subterránea que en el centro de ella había mandado construir, trasladando allí los restos de sus padres y antecesores. Murió en 1639, y le sucedió en el señorío y título su hijo don Diego de Ibarra. El primer señor inició también la construcción de su palacio en la villa, así como varias viviendas para los sacerdotes de la Congregación, y una hermosa fuente pública. La villa de Centenera prosiguió en poder de los Ibarra, aunque ya en 1752 pertenecía al marqués de Valdecorzana y de Peñaflor, hasta la abolición de los señoríos en 1812.

Los viajeros, tras recordar en brevedad esa historia que cuentan las viejas piedras y los domésticos horizontes, se lanzan al descubrimiento de los monumentos que puedan dar, con su contenida belleza, la razón de ese avatar pretérito. Y suben despacio hasta la iglesia parroquial, que está dedicada a la Asunción de la Virgen, y aparece como un edificio de la segunda mitad del siglo XVI, mostrando en su exterior una torre coronada de agudo chapitel, que les recuerda los de las torres madrileñas del palacio de Santa Cruz y de la filipina Plaza Mayor. El templo es en realidad una sencilla construcción a base de sillarejo y sillar en las esquinas. Se reparó y aumentó en el siglo XVII, a instancias del señor de la villa, don Carlos de Ibarra, colocando entonces nueva portada, de severas líneas clasicistas, en la que se lee el nombre del señor de la villa, don Carlos de Ibarra, luciendo una magnífica guarnición de clavos de la época. El autor del diseño de esta portada, evidentemente incompleta, fué el afamado arquitecto madrileño Gaspar de la Peña. La realizó en 1634, y se forma de pilastras almohadilladas y dintel con resaltes del mismo tipo, culminando en gruesa moldura sobre la que ha quedado un pequeño cartel tallado donde se puede leer el nombre del comitente. De aquel momento surgió un apunte y luego el dibujo que acompaña a estas líneas. Esa portada, en su sencillez, sirve para que los viajeros recuerden otras recientemente vistas, y comparen sus estilos y sus soluciones estéticas.

También son de admirar en este pueblo, los restos ya muy alterados del palacio que sus señores los Ibarra alzaron en el siglo XVII. Era obra barroca, popular, con profusa utilización del ladrillo y esquinas de sillar. Tenía la típica disposición de las casas señoriales madrileñas del siglo XVII: una crujía principal con torres en los extremos, cerrado el muro norte, y abierto frente a su costado meridional, donde estaría la portada principal blasonada, un patio que servía de recreo y daba perspectiva a la edificación. Su interior no muestra ya nada de interés. Fué su autor el arquitecto cántabro Gaspar de la Peña, autor de numerosas obras de este tipo en Madrid.

En la plaza de Centenera, a la media mañana de un día cualquiera del invierno, se arraciman las mujeres en torno a unas furgonetas que venden telas y frutas. La fuente, hecha con prefabricados bloques de cemento, canta sin embargo su canción perenne y risueña. Los viajeros, que como siempre han roto las amarras de lo cotidiano, se sorprenden de estar dentro de un cuadro rural, en el centro de un tranquilo instante en el que su felicidad es aceptada, y comprendida.