Don Antonio de Mendoza, el primer virrey de Méjico

viernes, 30 septiembre 1988 0 Por Herrera Casado

 

Al Club de Mujeres Hispánicas de Santa Juliana, en West Palm Beach (Florida, U.S.A.)

En estas fechas en las que toda España, y toda América, se da al recuerdo de la gesta del Descubrimiento y mutuo Encuentro de las Culturas europea y americana, en ese punto mágico del 12 de octubre de 1492, quisiera desde estas páginas de un periódico local, de un periódico alcarreño y castellano, dedicar un recuerdo a un personaje que, íntimamente entroncado con esta tierra en la que vivimos, fué columna fundamental en la forja de un estado tan grande y magnífico como fué, primero Nueva España, y ahora México. Me voy a referir a don Antonio de Mendoza, su primer Virrey, allá por los inicios del siglo XVI, y hombre extraordinariamente inteligente y capaz, relacionado familiarmente con los Mendoza arriacenses.

Aunque Antonio de Mendoza nació en Valladolid, estaba íntimamente emparentado con la familia que durante siglos marcó el rumbo de la tierra alcarreña: era nieto de don Iñigo López de Mendoza, primer marqués de Santillana, poeta de los más puros del Renacimiento castellano; era hijo del conde de Tendilla, hermano de don Bernardino de Mendoza, del diplomático y escritor don Diego Hurtado de Mendoza, y de María Pacheco, mujer del comunero Padilla. Nuestro personaje, sin embargo, en aquella singular lucha civil que se desarrolló en Castilla en 1520 y aledaños, fué un leal al emperador, y por ello aún muy joven fué nombrado comendador de la Orden de Santiago, embajador en Hungría y compañero de batallas del emperador Carlos I.

Cuando el monarca hispano tuvo ciertas dificultades para poner orden en su más importante colonia de la América recién descubierta, en México, donde la primera Audiencia nombrada fué muy contestada por los colonos, pensó a instancias de Zumárraga en la creación de un Virreinato que, encabezado por la figura de un Virrey, sirviera para la gobernación de aquellos lejanos territorios con la eficacia con que Castilla, cercana y doméstica, era gobernada. Y pensó (y aún acertó), nombrando a Mendoza para ese cargo, para ese histórico estreno.

Sería muy largo de enumerar todo cuanto entre 1535 y 1549 realizó don Antonio en el territorio mejicano. En el aspecto de gobernación, dictó unas «Ordenanzas del buen tratamiento» en 1536 para el mejor trato de los indios, y ayudó en cuanto pudo la misión del visitador real Francisco Tello de Sandoval al objeto de poner en marcha las Leyes Nuevas dictadas por el emperador Carlos a instancias de Bartolomé de las Casas, y que tantas resistencias levantó entre los tradicionalistas encomenderos. Puso en marcha un ambicioso plan de explotaciones mineras en Zacatecas, donde llevó buen número de alcarreños (los Ibarras, los Oñate, los Tolosa y los Medrano) que levantaron aquella industria. Creó tribunales de la Mesta para el aprovechamiento de pastizales, elaboró otras ordenanzas para el manejo de la seda, inició las obras del puerto de Veracruz, estableció la imprenta en Méjico (el primer libro fué la Doctrina christiana de Juan de Zumárraga, en 1539). Dio los primeros pasos (con la creación de los colegios mayores de Tlaltelolco y San Juan de Letrán) para la inmediata instauración de la Universidad mexicana, etc.

Otro aspecto muy interesante de Mendoza fué su deseo de continuar las investigaciones geográficas y los viajes de reconocimiento por todo el continente americano en su porción norteña. Y así, él protegió y ayudó económicamente a Cortés y Ulloa para sus navegaciones por el golfo de California; a fray Marcos de Niza por Cíbola y el Nuevo México; a Hernando de Alarcón para explorar el río Colorado; a Rodríguez Cabrillo para sus viajes por la Alta California; a Quivira para sus descubrimientos por  el centro de los actuales Estados Unidos de Norteamérica, etc. En este sentido, Mendoza alentó la labor española de descubrimientos y evangelización de una forma máxima, casi bíblica, pues su idea de que una nueva Humanidad, la depositaria de un cristianismo nuevo y puro, en la línea del ascetismo erasmista y franciscano, tendría su nacimiento en el Nuevo Continente, le animaba cada día a marchar por el sendero de esas rutas descubridoras.

Tuvo que poner lo mejor de su inteligencia y energía en acabar con revueltas de españoles indóciles (del mismo Nuño de Beltrán, también alcarreño, quien tras hacerse con el gobierno de la Nueva Galicia, en el actual Jalisco, y fundar la Guadalajara de Indias, tuvo que ser encarcelado y residenciado por el Virrey) y de indios que en ocasiones hicieron peligrar algunos territo­rios ya plenamente asentados.

A don Antonio de Mendoza, ya mayor y achacoso, le propuso el emperador hacerse cargo del recién creado y difícil virreinato del Perú, que él aceptó. Allá marchó en 1549, implan­tando también las Leyes Nuevas contra la resistencia de los antiguos encomenderos, y dando sabias y benévolas normas para el mejor desarrollo de aquel inmenso territorio, respetando siempre al indio, del que se preocupó notablemente en sus formas de vida y trabajo.

En definitiva es éste un recuerdo a una figura máxima que, muy emparentada con la tierra de Guadalajara, don Antonio de Mendoza, dejó una amplia estela de bondad e inteligencia en el gobierno más remoto de la Nueva España, semilla aún virgen de lo que hoy es ese extraordinario país al que llamamos México.