Castillos de Guadalajara: el de Pioz (y II)
En esta semana, y tras haber dado en la pasada un somero repaso a la historia de estas viejas piedras de Pioz, vamos a entretenernos en su admiración más pormenorizada.
Trátase de un castillo de llanura, dominante de amplios horizontes desde sus adarves, y visto a su vez desde lejanas posiciones en la plana meseta de la Alcarria baja. En leve altura sobre el pueblo, del que apenas destaca sobre sus tejados, se encuentra totalmente rodeado de un hondo foso que los siglos han ido rellenando. Por la parte meridional, tenía la entrada habitual y principesca: dos machones cilíndricos fuera del foso servían para que apoyara el puente de madera, levadizo, que se dejaba caer desde el correspondiente hueco abierto en la barbacana o recinto exterior de la fortaleza. Por la parte septentrional, una estrecha puertecilla a modo de poterna permitía la entrada, o salida, del castillo directamente sobre la profundidad del foso. La escalerilla de acceso de esta poterna al recinto de ronda, es estrecha, empinada y en zig‑zag, de modo que se encuentra perfectamente defendida desde el interior.
El muro externo de la fortaleza es enormemente grueso, construido en escarpa poco pronunciada, que ha sufrido con mayor crudeza la rapiña de los aldeanos. Culmina en muralla poco elevada, con almenas y adarve al que se accedía por escalerillas desde el camino de ronda. Se completa con torreones esquineros cilíndricos en los que podían albergarse piezas de artillería, para cuyo uso aparecen orificios en forma de troneras con vanos circulares rematados en cruz, algunos de perfecto perfil. El castillo propiamente dicho, o recinto interior, es de planta cuadrada, con altos muros lisos en los que, a la altura de los pisos interiores, se abren algunos ventanales amplios. El resto del paramento solo se abre para ofrecer estrechas y alargadas saeteras que, especialmente desde las esquinas, cubren el paso de la ronda, y especialmente la entrada principal y la subida desde la poterna.
En las esquinas del castillo se alzan fuertes torreones de planta cilíndrica, rematados en leve moldura sobre la que muy posiblemente en su momento inicial se alzaban esbeltas almenas, hoy totalmente desaparecidas. En la esquina noroeste álzase la torre del homenaje, de irregular planta, cuadrada por un lado y circular por otro, en la que se preparaba el sistema defensivo último, de emergencia. Para entrar en esta torre, debía hacerse a través de otro puente levadizo, de los de tipo de brazo con contrapeso y eje central, complicado sistema que hacía muy segura la torre, a la que luego debía aún ascenderse a través de escalera de caracol interior.
El recinto interno del castillo está hoy totalmente vacío, ofreciendo los pelados muros, y las torres que ofrecen en su nivel inferior sendas puertecillas estrechas que permiten la entrada a sus cuerpos bajos, en los que sucintas saeteras cumplían la misión de vigilancia y defensa típicas.
Es muy de destacar, aunque de todos modos era algo habitual en los castillos medievales, la obligación de discurrir en zig‑zag desde la entrada a la fortaleza por el puente levadizo, hasta poder acceder a la puerta principal del recinto interior o castillo propiamente dicho. Ello obligaba a los visitantes a recorrer un buen trozo de camino de ronda, lo que permitía su reconocimiento y la defensa desde dentro.
Destacamos nuevamente, tratándose de un castillo iniciado en sus fundamentos por uno de los Mendoza más aficionado a la arquitectura, que la función de este castillo, aunque muy volcada hacia la defensa frente a un posible ataque guerrero, guarda al mismo tiempo una intención residencial, y es muy parecido, incluso en el nombre de la localidad en que asienta, al de la Rocca Pia, en Tívoli (Italia), que se levantó en 1459, y al que el arquitecto que diseñara el de Pioz, muy posiblemente Lorenzo Vázquez, italianizante al servicio de los Mendoza durante largos años, copió en muchos detalles y aun en su estructura general. No es de extrañar este hecho, máxime teniendo en cuenta que el hijo del Cardenal Mendoza, el marqués del Zenete don Rodrigo, llamó a este Lorenzo Vázquez (que luego habría de construir los palacios de Antonio de Mendoza en Guadalajara, de los duques de Medinaceli en Cogolludo y el convento franciscano de San Antonio en Mondéjar) para construir el castillo‑palacio de La Calahorra en Granada, en el que tras los severos muros de tono medieval y guerrero, escondió un delicadísimo patio y estancias cuajadas de decoración plateresca muy hermosa. Es más, no sería excesivo aventurar que para este castillo de Pioz, el Cardenal don Pedro González de Mendoza hubiera concebido un patio de estilo plateresco que, por las circunstancias del cambio de esta posesión por la de Maqueda, ya no llegó a construirse.
En cualquier caso, lo que hoy queda a la admiración del viajero y del curioso enamorado de estos viejos conjuntos de piedras remotas, es lo suficientemente espléndido como para merecer con creces una visita detenida.
La llegada al castillo, andando desde la plaza del pueblo, es sencilla y breve. La entrada a la fortaleza, a través de la abierta poterna en el muro del norte, no encierra ninguna dificultad. Puede ser visitado en cualquier época sin peligro, incluso por personas que no tengan la agilidad suficiente que otras fortalezas de la región requieren. Es, por ello, muy recomendable la visita de Pioz para quienes deseen ver castillos «en plan comodón».
Y en último lugar, me gustaría hacer una consideración sobre el destino actual y el destino ideal de este edificio. Dado que para sus propietarios actuales, gente sencilla del pueblo de Pioz, este castillo solo representa una carga fiscal sin ningún otro carácter de utilidad, es lógico que estén deseando desprenderse de él. La Administración debería adquirirlo y una vez restaurado, dedicarlo a cualquier función de dimensión pública. No hace falta dar muchas vueltas en la cabeza para recordar lo que de las ruinas de un Castillo de La Mota, en Medina del Campo, o de un Castillo de San Servando, en Toledo, se ha podido conseguir.
No hablo ya de utilizarlo para un destino cultural, pues parece que siempre es obligado referirse a ello, y no solo a estos fines pueden dedicarse estos elementos, aunque poner en él el «Museo de los Castillos de Castilla‑La Mancha», por parte de la Junta de Comunidades, no sería ninguna tontería. Podría hacerse en él algún centro de estudios, una colonia de vacaciones infantiles, o un asilo… solo hace falta imaginación y ganas.