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abril, 1987:

El castillo de Horche

La ermita de San Sebastián ocupa el lugar donde se supone estuvo el primitivo castillo de Horche

 

 La cercana y populosa villa de Horche tiene una historia interesante y densa que no es conocida en toda su dimensión real por sus actuales vecinos. Sirvan estas notas para dar fe de uno de sus monumentos más sonados y llamativos que durante siglos pasados tuvo, y del que hoy no queda casi ni el recuerdo. Se trata del castillo de Horche, que al menos ha quedado en la presencia del escudo heráldico municipal, que muestra en su cuartel superior una fortaleza rodeada de un par de olivos. 

Los historiadores de Horche, entre ellos el mas señalado, el fraile mercedario fray Juan de Talamanco, han puesto en los orígenes del pueblo la llegada de Alvar Fáñez de Minaya y su hueste de valientes caballeros como puntal primero de su reconquista a los moros y creadores del primer núcleo de convivencia. Las leyendas han continuado luego adornando el hecho y la secuencia primera de los anos. Y así nos dicen que, por el problema de los múltiples asaltos que a la zona daban los árabes desde el próximo valle del río Tajuña, los pobladores de Horche, la Magdalena y Valverde decidieron unirse para construir un castillo donde poder refugiarse en caso de ataque por parte de la morisma. 

Se decidió construir el castillo en lo más alto de la cuesta, y por hacerse en terrenos que pertenecían a dama principal llamada popularmente María Reina, de este modo se nombró desde el primer momento, allá por el siglo XII, al castillo de Horche, «el castillo de María Reina», que luego fue abreviado con el apelativo de Mairena con el que todavía hoy los viejos del lugar le recuerdan. Dice la leyenda también que esta benefactora mujer costeo de modo muy principal la construcción del castillo. 

El caso es que en lo alto del pueblo, allí donde hoy queda la ermita de San Sebastián, y restos mínimos de fortaleza, por el barrio que también llaman de Trascastillo, se puso un enorme edificio todo el construido con piedra arenisca y caliza, propia de la comarca, en forma de receptáculo cuadrado con torres en sus cuatro ángulos, y una barbacana o pequeña muralla baja en su derredor, que serviría de primera defensa del edificio. En cualquier caso, y a pesar de las pasajeras descripciones que nos han llegado, procedentes de escritores y cronistas antiguos, el castillo de Horche debió ser un pequeño edificio con estructura similar al de Torija, pero a una escala mucho mas reducida, mas domestica. 

Dice Talamanco que luego tomó el valle el nombre de Armuñuela, en recuerdo del vocablo «Arx Munita» que quiere decir «alcázar» o «casa fuerte». El deseo continuo de este historiador de encontrar en todos los nombres, aun en los de origen castellano y popular, un ascendiente culto de latín o el griego, le hace exagerar no pocas veces, como en este caso. 

Lo que si es interesante es la noticia que aporta en el sentido de haber existido en el valle del rió Ungría otro castillo, que se llamo de Rocha‑Frida, en bella denominación medieval que parece salida de un cuento de hadas. En un risco o cantil de cortados perfiles que preside la unión de los ríos Matayeguas (el que viene desde Centenera y Lupiana) y Ungría, se levantó este castillo, a iniciativa de los vecinos de los pueblos de La Magdalena y Pinilla, para en un momento determinado de peligro poder reunirse y protegerse de los ataques de los árabes. La verdad es que muy poco uso debió tener, y así es que hasta hoy no ha sobrevivido el más mínimo resto de esta fortaleza, que era más tallada por la Naturaleza que por la mano del hombre. 

Para concluir, solo me queda insistir en el hecho que ha provocado este recuerdo de hoy en torno al castillo de Horche: que en este bello y típico pueblo de la Alcarria se levanto también, en remotos siglos de la Edad Media, un castillo que si hoy no nos ha entregado su imagen ni su sombra, si que ha conseguido enviarnos el recuerdo de su existencia, de su emplazamiento y de su nombre. Esa fortaleza horchana de Mayrena es, además, el símbolo principal del escudo heráldico municipal, en el que se funde, como en una sola voz, la historia toda de la Villa. Queden en estas líneas el recuerdo de tal monumento y la constancia de que, en esta Alcarria densamente poblada de castillos, hubo además muchos otros, como el de Horche, del que solo la evocación nos ah quedado.

Galaría de notables: Antonio Buero Vallejo

 

Reciente aún la concesión a Buero Vallejo de la Medalla de Oro de la ciudad de Guadalajara, y del Título honrosísimo de Hijo Predilecto de la misma, creo que nadie con más derecho que él a ocupar por unos momentos este hueco de la «Galería de Nota­bles» de la tierra alcarreña. Un paisano a quien en vida se le ha reconocido su trabajo, su inteligencia y su grandeza de espíritu (que también han demostrado, por supuesto, quienes han decidido premiar con tales títulos a quien de este modo se los ha mereci­do. Hay que ser justo. Un aplauso a todos).

Antonio Buero Vallejo conseguía a finales del pasado año el Premio Cervantes de Literatura, que aparte de estar dotado con una importante cantidad en metálico, tiene sobre sí el inmen­so prestigio de haber sido concedido hasta ahora a las máximas figuras vivas de la literatura en castellano. Este detalle puede encuadrar el inicio de la visión que sobre nuestro paisano quiero aportar en estas líneas, forzosamente breves.

Nació Antonio Buero en Guadalajara, el año 1916, y aquí creció, estudió, fué al colegio y al Instituto, y finalmente, a los 18 años, en el de 1934, se trasladó a Madrid donde inició los estudios en la Escuela de Bellas Artes, pues su vocación, ese aspirar a la vida, entre ingenuo y temeroso que tienen los jó­venes cuando les apunta el bigote, le pedía dedicarse al dibujo, al arte de las formas. Vino la guerra y Buero, en plena juventud, se vio envuelto en su vorágine. Aparte de diversos hechos peno­sos, para él y su familia, que le sucedieron con motivo de la contienda bélica (todos los españoles que la vivieron quedaron, como él, marcados de un modo u otro), en los años cuarenta se dedicó a escribir y preparar obras de teatro, que desde un prin­cipio nacieron con una clara voluntad de denuncia social, camino por el que ya discurrió claramente su posterior actividad.    

Aunque Buero ha escrito poesía, y ha participado en el periodismo creativo con estimables ideas, su fama internacional ha quedado afirmada por sus escritos dramáticos, por sus cons­trucciones escénicas, pues escribe siempre sobre un escenario, viendo discurrir la trama sobre las tablas, con la idea de la representación en una embocadura. Es, por lo tanto, un creador muy especial, un hombre para quien el mensaje literario se con­creta sobre el espacio tasado, pero lleno de posibilidades, de un escenario teatral.

Se inició Buero con una obra que ya figura en todas las antologías del teatro español: la Historia de una escalera, estrenada en Madrid en 1949, le dio a conocer como un dramaturgo de excepción. Siguieron muchas otras, todas de vocación dramática y con un mensaje social muy marcado: En la ardiente oscuridad, de 1950; Irene o el Tesoro que fue estrenada en 1954; Un soñador para un pueblo, puesta en escena en 1958, y Las Meninas, apareci­da en 1960, marcan la esencia de sus inicios, las obras que en poco más de una década, la de los años cincuenta, puso a Antonio Buero, junto con Alfonso Paso y pocos más, en las carteleras más populares del país.

Siguieron después sus obras de más profundo mensaje, de más difícil lectura, pero también con connotaciones sociales y preocupaciones relativas a la forma de convivir los españoles en su más reciente peripecia histórica: El Concierto de San Ovidio, estrenada en 1963; El Tragaluz, de 1967; La doble historia del Valmy, puesta en escena por primera vez en 1967, y El sueño de la razón, aquella obra relativa a Goya que se estrenó en 1974. Sigue una serie de obras, que según la crítica han ido bajando en intensidad dramática, y que concretamente la de Diálogo secreto no tuvo ni mucho menos el éxito de público que todas las ante­riores.

La serie ininterrumpida de premios que Antonio Buero Vallejo ha ido cosechando a lo largo de su actividad literaria es muy amplia: destacar al menos los Premios Nacionales de Teatro, que le fueron concedidos en los años 1957, 1958, 1959 y 1980. El Premio de la Crítica de Barcelona lo consiguió en 1960 y el Premio Larra en 1962. Últimamente ha sido la consecución del importantísimo Premio Cervantes, a finales de 1986, lo que ha lanzado a Buero a la fama internacional más consumada.

Siempre ha considerado a Guadalajara, su ciudad, con gran cariño, y en cuantas ocasiones se le ha solicitado, ha acudido a hablar o compartir con sus paisanos diversos aconteci­mientos. La antigua Arriaca ha querido, de diversas formas, rendir tributo de admiración a este personaje de entre los más ilustres con que cuenta su historia. Y así hace unos años puso su nombre a un Instituto de Enseñanza Media, el segundo que se creaba en la ciudad; le ponía una calle en un barrio popular, y aun le hacía, muy recientemente, objeto de la concesión de dos de los más altos galardones que el Ayuntamiento entrega, conjunta­mente: la Medalla de Oro de Guadalajara, y el título de Hijo Predilecto de la misma. Ambos con total merecimiento y aplauso unánime.

Queden pues estos breves retazos de la biografía y la obra de un paisano que, pocas veces con tanto merecimiento, se ha subido hoy a esta galería de los Alcarreños ilustres por la que tantas figuras del pasado se han visto recordadas.

El ábside mudéjar de Santiago

 

Ha ido nuestra ciudad, lentamente, rescatando del olvido algunos monumentos (léase el ábside mudéjar de San Gil, tan bellamente reconstruido y presentado), y demoliendo sin miramien­tos otros (recordar el lavadero renacentista del Alamín, que hace pocos años, y con motivo de las obras de los colectores, pasó a mejor vida). Pero en general podemos decir que la sensibilidad hacia esas viejas piedras, testimonios vivos de nuestro pasado, se ha ido afirmando y va dando sus frutos. Lo cual ha de alegrar­nos a todos.

En estos días se plantea un problema que estamos seguros ha de tener, por la voluntad y sensibilidad de las autoridades competentes, desde el mismo alcalde de la ciudad hasta los res­ponsables concretos de la Delegación Provincial de la Consejería de Cultura, una solución satisfactoria. Me estoy refiriendo al ábside mudéjar de la iglesia de Santiago de nuestra ciudad, que al hilo de unas obras de construcción que se están realizando junto a él, vive la posibilidad de su restauración y de un remo­zamiento que está pidiendo a gritos desde hace muchos años.

Al ábside mudéjar de Santiago le ha pasado lo mismo que al retablo del marqués de Santillana que estas pasadas semanas he estudiado en esta misma sección: que a pesar de tenerlo ahí mismo, entre nosotros, era poco menos que imposible visitarlo y admirarlo. Se encuentra encerrado entre construcciones, y fue concretamente la edificación de la casa‑curato de Santiago, a principios de este siglo, la que cerró su visión desde la calle Teniente Figueroa, mientras que los almacenes y construcciones de la calle Francisco Cuesta evitaban totalmente su contemplación desde la parte norte. A ello se añadía la construcción de un añadido sin estilo para subir a la espadaña, que le ocultaba y afeaba en gran manera. Puede decirse del conjunto de esta pieza arquitectónica que es un elemento magnífico de la arquitectura mudéjar.

Una fotografía que nos ha facilitado el actual párroco de Santiago, y que junto a estas líneas ofrecemos, da idea somera de la riqueza de arquerías y ornamentos que posee esta pieza del arte arriacense, en especial lo que rodea a una de las ventanas que aún se mantiene tapada por esa construcción que se hizo para permitir la subida a la espadaña. Viene a ser, sin duda, una muestra muy elegante del estilo mudéjar, al menos en lo que se refiere a los actualmente existentes en nuestra provincia. Porque el ábside de San Gil es más sencillo, más elemental, resuelto de una forma más rural; lo mismo que podría decirse de los ábsides de las iglesias de Galápagos y el Cubillo de Uceda, que aún siendo cabales representantes de la arquitectura mudéjar, tienen una sencillez excesiva. Y no digamos ya nada de los templos parroquiales de El Pozo y de Aldeanueva de Guadalajara, piezas simplísimas de esta modalidad. Así y todo, fue una lástima que en los siglos XV y XVI, a la hora de adosar las capillas del regidor Diego de Guadalajara (la capilla gótica de la Virgen del Pilar) y de los Zúñigas (pieza surgida del genio de Covarrubias), se eliminara de forma irrecuperable una parte importante de este ábside.

La magnificencia del ábside de Santiago se corresponde per­fectamente con la hermosura del interior del templo. Hay que recordar que este fue el oratorio, de protección real, del con­vento de monjas de Santa Clara, construido en el siglo XIV, aunque había sido fundado bastante antes por doña Berenguela, hija de Alfonso X el Sabio, a mediados del siglo XIII, y algo más tarde, en 1299, asentado en el lugar definitivo, en medio de la antigua judería arriacense, gracias a la munificencia de la infanta doña Isabel, hija de los monarcas Sancho IV de Castilla y María de Molina.

El interior de Santiago, restaurado a comienzos de los años setenta con exquisita sensibilidad y gusto, es hoy uno de los más señalados monumentos de nuestra ciudad, de esos que se enseñan con orgullo y hacen exclamar admiraciones sin fin a los visitan­tes. Es, además, la expresión más cumplida de un templo cristiano mudéjar, de los que llegó a haber varios, sorprendentes, en Guadalajara, como manifestación de la fuerza y vitalidad de la cultura islámica que, a pesar de la reconquista en 1085 por los cristianos, se respetó y permaneció viva. De aquellas edifica­ciones realizadas en la Baja Edad Media por los alarifes mudé­jares alcarreños han quedado escasos vestigios: el ábside de San Gil ya mencionados, los torreones de Alvarfáñez y Alamín, parte del ábside de la Antigua, y poco más. Por supuesto, como el más espléndido de todos, este templo de Santiago que ahora nos ofrece la posibilidad de rescatar su ábside.

La idea, al parecer, sería la de habilitar un espacio, aunque pequeño, que posibilitara a los visitantes y curiosos la admiración de este ábside desde un aparcamiento de vehículos y un espacio abierto que se va a reservar en el interior del edificio en construcción actualmente en la calle Francisco Cuesta. Al tiempo que el propietario de ese edificio parece tener buena disposición para permitir esa contemplación, es necesario además iniciar las tareas de restauración, consolidación y limpieza de este ábside. Pasando todas ellas previamente por la del derribo del feo pegote que sirvió en su día para subir a la espadaña, de la cual al parecer sería muy difícil prescindir dado el mecanismo eléctrico instalado para controlar el sonido de sus campanas.

Esas ayudas que necesita, por parte de la Consejería de Cultura de la Junta de Comunidades y por parte, quizás, del Excmo. Ayuntamiento de Guadalajara, y aún de la Excma. Diputación Pro­vincial, serían fundamentales para de una forma definitiva resca­tar, en una alarde de sensibilidad por el pretérito y sus monu­mentos, un elemento de los más hermosos y característicos del patrimonio artístico de Guadalajara. Estamos seguros que esta nueva oportunidad no va a ser desaprovechada.

El retablo del Marqués de Santillana (yIII)

 

Hemos de terminar esta rápida visión del retablo del Marques de Santillana con una valoración de su conteni­do, de su esencia misma. En esta semana vamos a realizar un intento de explicación no solo del significado de sus imágenes, sino de la función que le estuvo encomendada en el momento social en que es proyec­tado y realizado. Creo que, unas mas claras que otras, esta obra de arte tiene varias motivaciones: es la primera una alaban­za de la Virgen María, pues hacia ella confluyen miradas, ora­ciones, versos y ángeles. Desde el lugar central de la obra, María recibe ese homenaje de admiración y amor que el marqués, su familia, su obra poética, su corazón en suma, le ofrecen. Es por otra parte un intento de lucimiento personal de don Iñigo, para mostrar desde la pintura su producción poética, pudiendo llegar a un nivel más amplio que el de los simples lectores de libros. Incluso ha de verse en este retablo una motivación de trascenden­cia huma­nista, en intento de eterización en el mundo de la figura del marqués y su mujer. No solo quedará su imagen corpo­ral, su rostro reflejo del alma, su apostura, sino también su inequívoca intención piadosa, su ánimo caballeresco. Perma­nencia, trascendencia, salvación en el mundo de los hombres.

La lectura de este retablo tiene, de todos mo­dos, y como cualquier obra de arte, diversas lecturas. Su capacidad de comunicación, que es en definitiva lo que le confiere valor social, interés para nosotros, más allá de su innegable belleza y fuerza estética, se expresa por diversos mecanismos. Aquí propo­nemos, en mera oferta sintetizada, cuatro modos por los que acercarse a este retablo, para captar su sentido último. Una primera lectura formal nos puede dar la valoración clásica del retablo: es obra valien­te, moderna, en cuanto que ofrece unas imágenes absolutamen­te realistas, en un ambiente inédito, con proporciones y perspectivas de gran valor real. El arte hispano‑flamenco en que se inserta esta obra es la mejor alternativa al medievalismo gótico o mudéjar imperante todavía en la mitad del siglo XV. Serán los Mendoza quienes, patrocinando ese arte, ejerzan tal intento diferenciador que surge desde una clase aristocrática frente a un entorno clerical y escolástico. Este realismo permite la introducción del retrato auténtico en el arte: de ahí que sean los Mendoza también quienes inicien, al decir de Checa Cremades, la «secularización plástica de la España medieval», y con ello pongan uno de los pilares del Renacimiento humanista. En este retablo, los retratos son sin duda el elemento capital. Cobran fuerza y tamaño respecto a todo lo anterior. Ningún comitente de retablo ha llegado hasta donde el marques de Santillana lo ha hecho. Aquí radica, sin duda, todo el valor de este retablo: en la primacía que el retrato del noble adquiere. El «donante» ha aumentado de tamaño, siendo mayor que cualquier otra figura, incluso religiosa, del retablo; se acompaña de pajes, no de santos; se encuentra en un ambiente de claridad, de orden; en su torno establece un espacio propio, con caracteres de secularidad y racionalidad. Todo diría que ha buscado inclu­so pasar a la categoría, él mismo, de santo. Nunca hasta ese momento el arte había alcanzado esa meta: en un retablo, el lugar de los santos es ocupado por un aristócrata poeta. Que además pone todos los medios para que estas características, su riqueza, su caba­llerosidad, su ingenio, queden bien pa­tentes.

Pero hay otras lecturas de esta obra de arte que aquí voy simplemente, a apuntar: la lectura estructura­lista, basada en los fundamentos filosóficos de Cassirer, los antropológicos de Levy‑Strauss y los lingüísticos de Saussure, nos permite el análisis fragmentado de las partes y su reconstrucción final como objeto material, realizado por un artista, encargado por un magnate, poseedor de una belleza formal y de un mensaje múltiple. La tercera es una lectura comunicacional, hecha desde la perspec­tiva de consi­derar la obra de arte como un intento de transmitir ideas, mensajes, noticias, lecciones incluso. Existe, primeramen­te, una realidad a comunicar, la de que el marqués existe, es el señor de un territorio y de una población. Y la de que este señor es sabio, bueno, ingenioso, poeta, valeroso y muy piadoso. Además existe la necesidad de realizar esa comunicación, y por parte de don Iñigo está claro  que su imagen debe ser transmitida al mayor número posible de súbditos. Existen medios adecuados para hacer esa comunicación: la pintura, un retablo, algo que todo el mundo pueda ver en lugar muy público y frecuentado: un templo. Tiene, además, un lenguaje propio para enviar ese mensaje: La pintura del retrato, y ello es la forma mas sencilla y directa de alec­cionar a quien poco mas que sus ojos y oídos sabe usar. Se busca, en fin, el público al que se trata de enviar la comunicación: los súbditos de la estirpe mendocina. Si pri­mero estuvo puesto en un oratorio privado, durante siglos pregonó el recuerdo del magnate desde un templo abierto a todos los habitadores de Buitrago, la villa cuyo señorío ostentaba la familia de Mendoza desde más antiguo en todo el territorio castellano.

Una cuarta lectura, iconográfico‑iconológica, confor­me a las pautas establecidas por Panofsky, es sucepti­ble de realizar en este retablo. En ella se encadenan los niveles for­mal, iconográfico simple e iconológico final, dando por resultado un análisis meticuloso del estilo, los personajes y la intencio­nalidad del conjunto.

Este análisis que ha sido forzadamente sucinto debido a las características de la publicación en que se realiza, viene a completar la visión del Retablo del Marqués de Santillana que a lo largo de tres semanas hemos realizado. De todos modos, y aparte del hecho primero que perseguíamos, como era el que nues­tros lectores se informen adecuadamente del valor y el significa­do que en la historia del arte tiene esta pieza, era nuestra intención apoyar, en lo que valga esta palabra, las gestiones que puedan realizarse para que esta joya, hasta ahora olvidada, de nuestro patrimonio histórico‑artístico, no sólo permanezca en Guadalajara, sino que, muy especialmente, sea expuesta al público de una forma definitiva.