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marzo, 1986:

La iglesia románica de Campisábalos

 

En el abanico enorme, variado de color, rico en formas que  ofrece  al viajero la provincia de Guadalajara, los Monumentos de estilo románico forman un, capítulo de especial relevancia. Quizás por ser el grupo más meridional de este arte en España, y quizás también porque en nuestra tierra adquiere un tono de sencillez y ruralismo tan acusado que le hacen distinguible y destacable del románico del resto de Castilla.

Si en él no descuellan obras muy señaladas, al menos son abundantes, tienen un carácter homogéneo, y se puede en ellas admirar el estilo y, sobre todo, el espíritu de una época. Es ése momento que abarca el siglo XII entero y primera mitad del XIII, en que los territorios entre la Sierra Central y el Tajo se van repoblando  tras el asentamiento definitivo frente a los árabes  con gentes venidas de la Vieja Castilla: entonces llega la oleada antigua de las formas francesas que entraron por el camino de Santiago, moduladas por lo autóctono, y matizadas con toques de sabor mudéjar que hacen en definitiva muy rico este arte.

En la provincia de Guadalajara son varias las decenas de ejemplos de estos edificios. Pero entre ellas hay un conjunto, breve y extraordinario, en la parte norte de la provincia, justamente en las estribaciones sureñas de la Sierra de Pela, en que se aprecia que una misma «cuadrilla» o escuela de canteros y decoradores actuó: Albendiego, Campisábalos; Villacadima, así como en Cantalojas y Galve (donde hoy ya no quedan sino restos mínimos de sus templos medievales), en, Tiermes (hoy provincia de Soria) y en Grado de Pico (hoy Segovia).

Llegamos especialmente hasta Campisábalos, pueblecito enclavado en el centro de una pelada y altísima meseta (ésta a 1.400 metros de altura), en cuyo centro asienta la iglesia parroquial, que guarda en toda su pureza y quinta esencia el estilo románico rural de esta parte fronteriza y meridional de Castilla.

Varias piezas, por sí solas valiosas, muestra este templo, en el que las sucesivas generaciones de gentes nacidas y vividas en tan altas parameras han orado y se han acercado a Dios en sus momentos de alegría y penas. Entre ellas destacan dos portadas, el ábside, una pila bautismal, el friso de los meses y la estructura interior del edificio, restaurado y bien hace no muchos años. De esas portadas, muy similares entre si, y a su vez con la de Villacadima, quizás destacaría la que corresponde no a la entrada del templo propiamente dicho, sino a la capilla del caballero San Galindo, aneja a esta iglesia en su  costado sur.

Es curioso que sobre dicha vertiente de la iglesia se pusiera, prácticamente al mismo tiempo, otro pequeño templo que era erigido por la piedad y el pecunio, particular de un caballero, de apelativo desconocido, y al que las sucesivas gentes, a lo largo de, los siglos, llamaron el «San Galindo» Sobre el muro de sillar grisáceo, a modo de saledizo, aparece un cuerpo en el que se abre la puerta de entrada a esta capilla. Se trata, en definitiva, de un arco semicircular con la variada y agradable decoración geométrica del estilo: el arco interno tiene diversos lobulillos entre los que se inscriben rosáceas, en un aire muy oriental que le caracteriza. Y los arcos externos, en gradación progresiva, tienen baquetones, zig-­zags, ramas, etc.

Todos ellos apoyan en un cimacio corrido, y éste, a su vez, sobre dos series  de capiteles con decoración de hojas. Es muy curiosa la decoración de canecillos y modillones que sujetan la comisa sobre esta puerta. A través de su majestuosa y a la vez sencilla solemnidad, se pasa a esta pequeña capilla del caballero San. Galindo, en la cual luce con pureza su galanura el arte románico: de una nave, delgadas columnillas adosadas se rematan en capiteles foliados, de los que arranca la bóveda de cañón. Al extremo oriental, un ábside pequeño, casi en miniatura, se ilumina por una calada celosía de piedra. Sobre un muro se ve el enterramiento sencillo del fundador. El arco de entrada al ábside descansa en uno de sus lados sobre un capitel especialmente curioso, de tradición silense, en el que aparecen centauros, aves y monjes en amigable compañía.

Aún sobre el muro externo di esta capilla resaltan, talladas sobre los sillares del mismo, diversas es­cenas de la vida rural (agrícola y ganadera) del pueblo en el remoto siglo XII, en que se levantó este edi­ficio. Allá están sus antiguos habitantes en la tarea de la  escarda, de la siega, de la siembra o del arado; allá están también representados, sus caballeros en lucha, y sus gentes sencillas en caza del jabalí. Todo un retablo pétreo, simple y, sonriente de una época qué es necesario revivir al contemplar esta imagen.

El templo propiamente dicho le va a ofrecer al viajero su estampa más grande y generosa de iglesia parroquial. Un breve atrio al sur del mismo cobija la puerta de­ entrada, del mismo estilo e incluso detalles ornamentales que la de la capilla antes reseñada, pero con unas dimensiones superiores. El interior del templo es amplio, con una pila bautismal de la época, en que se ven simples trazos geométricos.

El ábside es muy significativo. Al interior sirve para rematar la nave única del templo; sus muros de piedra desnuda, su bóveda de cuarto de esfera de lo mismo le confieren una solemnidad poco usada en este tipo de construcciones de Voluntad tan rural, Al exterior, este mismo ábside tiene una riqueza de ornamentación que se avalora sobre la estructura semicircular del mismo; se divide el muro por varias impostas en las que se desenvuelven lazos «sin fin» y otros motivos geométricos. Varias pequeñas ventanas que sirven para dar luz al interior se abren con arcos semicirculares con arquivoltas mínimas que descansan en sus respectivos capiteles en los que decoraciones tradicionales, arcaizantes, subrayan el carácter medieval del monumento. Son muy llamativos también los canecillos que escoltan la cornisa de este ábside: entre ellos vemos una escena de caza del conejo con palo verdaderamente graciosa.

El pueblo entero de Campisábalos está dominado por la silueta y el espíritu fuerte de su iglesia. Flota en torno a ella, como pegado e inamovible, un aire medieval que no dejará nunca. Vericuetos ornamentales, estructuras rígidas y ese color ceniza que despide y atrae, que la hace ser, entre el acervo de la arquitectura románica de la provincia de Guadalajara, uno de los más destacados motivos de ser su apasionado buscador.

Para quien desee lanzarse en pos de esta aventura, en razonada excursión de cosas con estilo y sello, «de garantía», este templo románico de Campisábalos puede ser guía y manantial, paso primero de un afán ya sin limites.

El paseo de las Cruces

 

Nadie duda que el paseo más importante, el entorno urbano más agradable y bien cuidado de la ciudad es el paseo de Fernández Iparraguirre, popularmente conocido como El Paseo de las Cruces. En nuestro repaso al callejero de Guadalajara, hablaremos hoy de este lugar, de su antigüedad e historia, y de la figura que le da nombre, popular en la Guadalajara de hoy y de siempre, pero desconocido para la mayoría de sus habitantes.

Como ya hemos visto en ocasión anterior, la muralla de Guadalajara ascendía el barranco de San Antonio desde la torre de Alvar Fáñez, y el puente de San Antonio bordeando lo que es hoy paseo del Cardenal Mendoza o del Matadero, doblaba la esquina en el lugar que hoy ocupa, más o menos, la Casa del Pueblo, Y se abría en amplio receptáculo para albergar el Mercado de los martes, delante de la puerta del Mercado, frente al convento de los dominicos, hoy San Ginés.

Pues bien, en el siglo XVII surgió un convento gigantesco, el de los padres Carmelitas descalzos de la Epifanía, lo que hoy es casa de franciscanos e iglesia del Carmen. Aprovechó este convento para vallas las antiguas murallas, ya por entonces casi arruinadas, de la ciudad, y a su costado meridional surgió un lugar que, como camino que bajaba hacia el barranco referido, y de allí al lejano Henares, empezó por entonces, y hablo del siglo XVII, a ser frecuentado como paseo por las gentes de Guadalajara. Los carmelitas pusieron, pegado a las vallas de su convento, un vía‑crucis formado por una larga hilera de cruces, que acababan en un humilladero al final de la valla conventual, cerca del barranco. La gente dio en llamar a aquel lugar el paseo de las Cruces. Y así se denomina aún.

Cuando en el siglo pasado fue tomando cierto auge este lugar, por la presencia de casas que iban levantándose a ambos lados, y que por rara excepción en las antiguas ciudades permitieron una calzada ancha y despejada, el Ayuntamiento pensó en dedicar un nombre oficial al paseo, ofreciéndolo a un personaje que, por su intenso trabajo por y para Guadalajara, y la temprana edad en que murió, cuando era admirado de todos, no admitió dudas para nadie. Este personaje era Francisco Fernández Iparraguirre.

Había nacido en Guadalajara, el año 1852. En los pocos años que duró su vida, este arriacense supo ganarse un puesto en la ciencia española, y una ferviente admiración de todos sus paisanos, por el entusiasmo, la inteligencia y la valía que demostró en todas cuantas empresas acometió. Dedicado a la botánica, química y ciencias naturales; a la enseñanza y teoría de los idiomas; y a un sin fin de actividades culturales que hicieron brillar nuevamente a la Guadalajara de la segunda mitad del siglo XIX con un empuje propio.

Fernández Iparraguirre cursó las primeras letras y el bachillerato en su ciudad natal, consiguiendo posteriormente la licenciatura y el doctorado en Farmacia, por la universidad de Madrid, a los 18 años de edad. Cursó también los estudios de profesor de Primera Enseñanza, de sordomudos y ciegos, y de francés, ganando la cátedra de esta asignatura en el Instituto de Enseñanza Media de Guadalajara, donde actuó a partir de 1880.

En su faceta de científico biólogo se ocupó de estudiar meticulosamente la flora de la provincia, obteniendo una medalla de bronce en la Exposición Provincial de Guadalajara, de 1876, con su trabajo titulado Colección de plantas espontáneas en los alrededores de Guadalajara, En esa tarea, descubrió una variedad de zarza (la «zarza milagrosa) a la que Texidor, profesor de Farmacia de la universidad de Barcelona, bautizó en su honor con el apelativo de Fernandezii. También dentro de su profesión universitaria participó en 1885 en el Congreso Internacional Farmacéutico, presentando varias ponencias al mismo.

En el campo de la investigación lingüística, Fernández Iparraguirre fue un trabajador incansable, abriendo nuevas vías al lenguaje. No solamente laboró en la parcela de las lenguas latinas, dejando varios libros escritos, uno de ellos, en dos tomos, es un interesante Método racional de la lengua, francesa, sino que se convirtió en adelantado para España de la primera lengua universal, ideada por Schleyer, y a la sazón propagada por Kerchkoff, llamada el volapuk. En ese espíritu de fraternidad universal y de búsqueda de caminos para el «desarrollo sin fin», propugnado por el positivismo del siglo XIX, Fernández Iparraguirre dedicó todos sus esfuerzos a la implantación de esta nueva lengua en nuestro país. Escribió una Gramática de Volapuk y un Diccionario Volapuk-Español, fundando la Revista Volapuk con la que intentaba difundir por España toda la bondad y el raciocinio de esta lengua de universales alcances. Antecesor del «Esperanto», la lengua del «Volapuk», de innegable tradición germánica, no llegó a cuajar nunca. Pero no fue, ni mucho menos, porque nuestro paisano Iparraguirre desmayara en su propagación.

Como incansable trabajador de la cultura arriacense, Fernández Iparraguirre fundó, en compañía de José Julio de la Fuente, Román Atienza, Miguel Mayoral y otros el Ateneo Científico, Literario y Artístico de Guadalajara, del que fue presidente y socio honorario, dirigiendo su revista, en la que por entonces se publicaron interesantísimos trabajos sobre la historia, el arte y la sociología de Guadalajara. La temprana muerte, que le alcanzó en 1889, cortó su entusiasmo, dedicado por entero a la ciudad y a sus paisanos. Hoy disfruta, en mudo homenaje de la posteridad, de un lugar público que es, sin duda, el mejor y más hermoso exponente del urbanismo de Guadalajara.

La muralla medieval de Hita

 

De las viejas villas alcarreñas que durante la larga Edad Media destacaron por su importancia urbana y señorial, o por su situación estratégica, una de las más señaladas fue Hita, dominante del valle del Henares, y codiciada de iberos, de romanos, de árabes y de castellanos. Sin entrar ahora en el análisis de su historia, que ya hemos hecho en otras ocasiones, hoy quisiera referirme exclusivamente a uno de sus aspectos monumentales más característicos, aunque ya por desgracia actualmente casi perdido. Se­ trata de su antigua muralla, medieval que en ocasiones pretéritas circundó totalmente a la villa y la confirió una fuerza y una seguridad únicas.

Como cabeza de un importante Común de Villa y tierra que era, Hita tuvo siempre una murilla circundante. Este era uno de los sig­nos expresos de la categoría de Vi­lla cabeza de Común. La fuerza de su Concejo medieval y el apoyo de sus señores, los Mendoza, a lo que se añadía la enorme y plural población que albergaba, hizo que Hita fuera mejorando paulatinamente a lo largo del Medievo. Sabemos, muy indirectamente, que la villa contaba con muralla desde poco después de la reconquista a los árabes. En lo alto del cerro un castillo. Y abajo el Poblado rodeado de cerca protectora. Pero en el siglo XV esta cerca se encontraba muy destruida y restaba seguridad al pueblo. Fue por­ ese motivo que se concertaron el se­ñor de la villa, que a la sazón era el marqués de Santillana don Iñigo López de Mendoza, con el Concejo y regidores de Hita, para entre todos poner nuevamente en pie elemento tan crucial en su fuerza y en su vida.

Del documento que se suscribió entre, ambas partes en 1441, hemos entresacado las Características de la muralla que entonces comenzó a construirse. Las expondré con brevedad y concisión, ayudándome de un gráfico sencillo que explique la estructura de esta muralla. Por otra parte, explicará también el sistema que se adoptó para sufragar los gasto de esta muralla, en la que colaboraron todos, pueblo y señor, con sus caudales dinerarios.

El documento habla de reconstruir “los muros e cerca de la dicha villa”. En un castellano sencillo y primitivo, el documento nos apunta cómo sería este edificio. Debería hacerse entera, desde los cimientos. Tendría en todo su circuito 5 tapias (medida de longitud). Encada tramo, esta altura se dividiría así: la parte más baja se­rían los cimientos, a base de cal y canto. Seguirían tres tapias hechas de tierra con cal. Arriba, la última tapia, estaría más elaborada a base de cal, canto y ladrillo. Encima de ella iría un pretil, y encima de éste las almenas, que serían de piedra. El grueso del pretil y muralla sería de 7 pies. Se añadirían saeteras entre las almenas. Y el pretil se haría de tapial delgado, de tierra «fasera­da».

La muralla, que rodearía por completo toda la villa, había de, tener un total de 10 torres, una por cada puerta de acceso. Las torres se construirían con esquinas de cal, canto y ladrillo, siendo los muros de tapial y tierra faserada. Esta obra había de llevar 10 años de trabajo, no sabemos si en ese tiempo se concluyó, o fue más deprisa, o si incluso quedó Incompleta. Lo cierto es que en 1441 dieron comienzo las obras con un caudal importante de dinero para ellas.

La financiación, de esta obra se estipuló hacerla del siguiente modo. Ofreció don Iñigo una modalidad que fue aceptada por el Concejo. Durante. 10 años se comprometía el pueblo y el marqués a aportar, cada uno de una forma diferente, el dinero necesario. Se intentó, de todos modos, evitar los impuestos directos, y así dice el documento «que se escusen de fazer derramas sobre los dichos vasallos». Pero hubo de acudirse a los impuestos indirectos. Estos consistían en unos recargos o «sisas» sobre el precio de algunos artículos de uso frecuente así sobre la venta de carne y pescado, se cobraría un arrelde por cada cuatro onzas. Los carniceros lo cobrarían para entregarlo luego al recaudador. Sobre el pescado, salado (bacalao, etc.) se pagarían dos meajas de maravedí por cualquier cantidad, comprada de dicha materia. Y finalmente se imponía también una «sisa» sobre el vino vendido y sobre el producido. Se pagarían 7, ducados por cada cántara de vino traficado. En, este punto el acuerdo invoca una real ordenanza que permitía el registro de casas y bodegas para comprobar el vino guardado por cada vecino.

La forma de recaudar todo este dinero, que procedería de los referidos impuestos indirectos de nueva creación, y que sólo podría aplicarse para la construcción de la mura­lla de la villa, sería a través de un recaudador, nombrado anualmente por los regidores d e la Villa y, los adelantados del Común, de acuerdo con el mayordomo del marqués. Los carniceros, pescaderos y los vinateros o, particulares productores de vino, entregarían las cantidades re­caudadas al recaudador, quien ad­ministraría estos dineros, entregan­do para las obras lo que fuera necesario y dando cuenta anual, ante escribano público de sus ingresos y gastos. El documento especifica los plazos para cobrar cada no de los impuestos, sus particiones y entregas, en un lenguaje muy “fiscal” propio de la época.

La contribución del señor era también muy importante. El marqués de Santillana destinó todo lo que le correspondería en esos 10 años por recaudación del impuesto del portazgo en Hita y su tierra. Ello suponía Una cantidad muy importante. Y las gentes del Concejo de Hita debieron ver muy justa la forma en que se acordó el pago de esta obra monumental, pues al, sa­crificio que todo el pueblo debía ha­cer, viendo cómo aumentaba el cos­to de su alimentación, observaban que el señor también prescindía de un importante nivel de ingresos par­ticulares.

Podemos añadir, como curiosidad, que en ese mismo, año decidió el marqués que también en TrIjueque se construyera muralla, dedicando las sisas y correspondientes y parte del portazgo para “el reparto e facimiento de la cerca del logar de la dicha villa de Trijueque”. En definitiva, una obra que pasé a la historia y que, a pesar de su, ruina actual, da fe de la vitalidad de una población y de una época.

En el Centenario de Martínez Izquierdo

Casa natal de don Narciso Martínez-Vallejo Izquierdo en el pueblo molinés de Rueda de la Sierra

 Hoy viernes día 18 de abril se cumplen cien años desde aquel otro Domingo de Ramos de 1886 en que, sobre las gradas de la catedral madrileña de San Isidro, y tiroteado por un clérigo, cayo herido de muerte quien a la sazón era Obispo de Madrid‑Alcalá, D. Narciso Martínez Izquierdo, natural de Rueda de la Sierra, en el Señorío de Molina y provincia de Guadalajara. Con este motivo centena­rio vamos a recordar en breves líneas la historia de su vida.

Fue una vida dedicada íntegramente al estudio y al bien. Nació, como he dicho, en el rocoso pueblecito de Rueda de la Sierra, en un luminoso enclave del Señorío de Molina, cargado de casonas con escudos y tradiciones sin cuento. En la casa que siglos atrás había sido de los Vallejo, y en el seno de una familia de sencillos agricultores, nació el 29 de octubre de 1831 Narciso Martínez Izquierdo. La familia le puso en estudios primarios, y luego a los 12 comenzó los de segunda enseñanza, que poco después tuvo que dejar por falta de recursos económicos.

Pero siete años más tarde los reanudó, en el Colegio escolapio de Molina de Aragón, donde enseguida alcanzó fama de muy estudioso y aun de sabio. Sus compañeros, luego algunos lo contaron, creían que Narciso tenía la «ciencia infusa», pues hasta las más complicadas materias de la Teología, solo con leerlas una vez, ya era capaz de explicarlas a los demás. «Recuerda, no aprende» decían los compañeros.

El caso es que no solo estudió en el Seminario conci­liar de San Bartolomé de Sigüenza, sino que al mismo tiempo fue profe­sor de diversas materias en el mismo, entre ellas de lengua hebrea y de Religión, siendo además bibliotecario de dicho Seminario. En cuanto a fechas y grados, debemos recordar como el 13 de abril de 1859 se ordenó de presbítero. El 29 de septiembre de 1860 se recibió de bachi­ller en Teología, en noviembre de 1864 ganó por oposición una plaza de canónigo en la catedral de Sigüenza, obteniendo los grados de licen­ciado en Derecho Canónico y Doctor en Sagrada Teología en el Seminario Central de Toledo en 1866.

De allí se lanzó Martínez Izquierdo a una carrera eclesiástica en la que por meritos propios, deslumbrando con su saber y su oratoria, fue escalando posiciones y arribando a cargos progresi­vamente de mayor importancia y responsabilidad. Tras marchar de Sigüenza, fue canónigo magistral en la Catedral de Granada, y arcediano de la misma. En aquella Universidad andaluza se licencio en Filosofía y Letras. De sus muchos saberes, de su erudición e inteligencia, no puedo hacer aquí reseña, pues no acabaría. Decir también que fue nombrado Académico correspondiente de la Lengua, y en 1879 fue conde­corado con la gran cruz de Isabel la Católica.

Aunque sin una vocación muy definida hacía la política, Martínez Izquierdo entro también en esta. Durante el sexenio revolu­cionario participó activamente en la cosa pública, y en las Cortes constituyentes destaco con algunas intervenciones. Fue elegido diputa­do por su distrito natal, el Señorío de Molina, en dichas Cortes constituyentes, en 1869. Y poco después, en 1875, a propuesta de Castelar, a quien había combatido políticamente, fue nombrado Obispo de Salamanca, cargo que ocupó durante 10 años.

También en la política de la Restauración actuó Martínez Izquierdo, como senador representando a la provincia de Vallado­lid. Tras la firma del Concordato con la Santa Sede por el gobierno canovista, fue creada una nueva diócesis en España, la de Madrid‑ Alcalá, siendo elegido para cubrir el puesto de obispo, y ser así el primero de la serie de eminentes personajes que por el han pasado, D. Narciso Martínez Izquierdo. Tomó posesión el 2 de agosto de 1885. Inicio de inmediato, llevado de su inteligencia y su capacidad de trabajo, la organización de su diócesis, nueva en todo. Pocos meses después, en abril de 1886, caía asesinado por el cura Galeote. Los dictámenes médicos, tras analizar la personalidad y circunstancias del asesino, le declararon perturbado mental, asegurando que había obrado de forma no responsable. Parece ser que, en la remodelación diocesana, el nuevo Obispo había decidido que este sacerdote dejara de prestar servicios en un oratorio donde cobraba por decir misa 18 reales. Y aseguran que ese fue el motivo de que Galeote se armara y ejecutara su propia justicia a tiros.

En Rueda de la Sierra, donde aun se ve la casa natal del prelado, sencilla pero señorial, con un escudo de armas sobre el portón, aun enseñan con orgullo una de las zapatillas que llevaba D. Narciso puestas al momento de su muerte. Y en una cajita muy pequeña tienen guardada la bala que acabo con su vida. Además pusieron un monolito de la misma piedra rojiza que envuelve al pueblo, delante de la iglesia, recordando al noble y virtuoso hijo de Rueda que con su trabajo y esfuerzo había escalado tan altas cotas de responsabilidad en la Iglesia Católica, muriendo trágicamente.

En este momento de cumplirse el centenario de aquella fecha lamentable, hemos aprovechado para recordar la vida y la perso­nalidad de este ilustre molinés, de quien todos debemos sentirnos orgullosos.

La alfarería de Guadalajara en el siglo XVI

 

Una de, las industrias artesanas de mayor antigüedad y raigambre en la ciudad de Guadalajara fue la de la alfarería y cerámica, hasta tal punto de que centró el movimiento de todo un populoso barrio, y durante largos siglos dio de comer y vivir a numerosas familias del burgo. Todos conocen probablemente el barrio de Cacharrerías de Guadalajara, e incluso el pasado año, con motivo del IX Centenario de la Reconquista, en esta misma sección dediqué un trabajo a dicho barrio, desde el punto de vista urbanístico.

Quisiera hoy dedicarme a recor­dar la industria alfarera de Guadalajara, especialmente a partir de un documento interesante por muchos otros motivos, como es el Inventa­rio de los bienes del caballero don Antonio de Mendoza, un segundón solterón de los Infantado, construc­tor nada menos que de un palacio, que luego fue convento de la Piedad y en el último siglo Instituto de En­señanza Media, que figura por méritos propios en la primera fila del estilo plateresco español.

El barrio de Cacharrerías, donde habitaron los alfareros, recibió su nombre nada menos que durante la época árabe. Es por ello que puede considerarse como uno de los más antiguos de la ciudad. Se encuentra situado frente al  Hospital Provin­cial, en la bajada hacia la Estación del FFCC, tras el edificio del Parque Móvil. Constituía un amplio espacio entre el puente y la orilla izquierda del río Henares, y los dos barrancos (la Merced y san Antonio), limitado­ res de la ciudad en sus cercanías del río. Por la parte más alta  limi­taba con la muralla de la ciudad, que se situaba donde hoy están las ruinas del alcázar y Cuartel de San Carlos, frente a la Escuela Universitaria de Magisterio.

Desde la dominación árabe se denominó a este barrio «de la: Alcallería». Es ésta una palabra que viene del árabe «qulla» (botijo o botija) o de «quIaliya» (lugar de alfareros). Desde un principio hubo allí gran cantidad de alfareros, que encontraron en los terraplenes del barranco del Alamín una excelente cantera de buen material para ‑su artesanía. Aquí se producían cerámicas y m charros en gran profusión, y Sin duda fue un centro floreciente de esta industria, hasta el punto de que sabemos que surtía a gran parte de la población árabe desde Toledo hasta Medinaceli. Por algo Wad‑al‑Hayara era la capital de la parte oriental de la Marca Media de Al‑Andalus.

Tras la reconquista de la ciudad por los cristianos en el mes de junio de 1085, en Guadalajara quedaron a vivir numerosas familias árabes. En diversos censos realizados en siglos posteriores, siempre aparecen los moros en número abundante. Desde el siglo XV al XVII hubo una media de 80 familias moras, que equivaldría a unos 500 individuos, viendo en Guadalajara. Y la mayoría de ellos habitaban, según el padrón de 1610, en el barrio de Cacharrerías. En unos documentos que halló el cronista Layna, se hablaba de cómo uno de los mejores Artesanos que trabajó en el palacio del Infantado fue el moro Muhammad de Daganzo, que hacía en su taller de la Alcallería de Guadalajara los azulejos «a la cuerda seca» para las habitaciones y patios de la casona mendocina.

Todavía durante la Edad Moderna siguió este barrio y su artesanal industria muy florecientes, viéndose en los documentos del Archivo Histórico Provincial la gran cantidad de personas, de transacciones y de talleres que existían en este barrio, plenamente activo. Los cacharreros de Guadalajara formaban uno de los gremios más potentes en la Guadalajara del siglo XVI, época de indudable despegue económico. Y ello se debía a que los cacharros aquí fabricados, bien fuera por su materia prima, bien por las técnicas desarrolladas en su manufactura, eran considerados como de primera calidad y Muy apreciados, especialmente entre la clase pudiente de Castilla la Nueva.

En el ya mencionado Inventario de los bienes de don Antonio de Mendoza, que a su muerte, en 1510, sus albaceas redactaron, encontramos una relación exhaustiva de sus pertenencias, y aparecen los, cacharros que en ese momento poseía el ajuar de su palacio; que no me resisto a copiar íntegro en lo que respecta a las piezas de alfarería y cerámica de Guadalajara. Dice así: «17 platos grandes blancos de barro de guadalajara, 13 platos medianos de barro de guadalajara, 12 platillos de falda de mogatez de guadalajara, 24 saleros de mogatez de guadalajara, 122 plateles de mogatez de guadalajara, 97 escudillas de falda de mogatez de guadalajara, 22 jarras de pico de mogatez de guadalajara, 23 escudillas de oreja e redondas de mogatez de guadalajara, 10 salsericas de mogatez de guadalajara, 4 vacinicas de mogatez de guadalajara, 3 vebederos de paxaros de barro de guadalajara, 1 potro de barro de guadalajara, otro plato grande barro de guadalajara, 9 plateles e cinco escudillas de falda de mogatez de guadalajara, 109 plateles de mogatez de guadalajara…» Y sigue luego enumerando otra serie de objetos de cerámica y alfarería de otras partes, de España, entre los que primaban los de Valencia, Talavera y Toledo, lugares también acreditados en este tipo de manufacturas.

Contando todos los cacharros de la casa de don Antonio de Mendoza, nos encontramos con la fabulosa cifra de 616 cacharros, de los cuales 467 eran de Guadalajara y el resto de otras partes de España, lo que significa, qué la artesanía local predominaba en una proporción de 3/1 sobre la foránea. De la alfarería arriacense de don Antonio, 283 eran platos de diverso tamaño, 120 escudillas, 24 saleros, 22 jarros y el resto piezas varias. Es evidente, por tanto, que la nobleza y la clase adinerada, prefiere la alfarería de Guadalajara sobre la oferta de otros lugares.

En el testamento de este caballero, extendido dos años antes de morir, en 1509, encontramos referencia a dos alcalleres o alfareros de Guadalajara a los cuales debía dinero. Eran Algundo y Hernando de Cuéllar.

Finalmente, y como un detalle accesorio, pero curioso, respecto a la personalidad de este personaje que tan honda y maravillosa huella de arte, dejó en su ciudad, referiré cómo en su Testamento desea que se considere a su cuerpo cuando muera. En contra de lo que es habitual en su época, no quiere boato de ningún tipo en lo del enterramiento, y se demuestra que cuando ya se veía morir, aún no había previsto nada respecto a como debiera ser y lo que debiera mostrar su enterramiento, cosa que la mayoría de gentes de su linaje ya lo habría elaborado una y mil veces. El dice así en el, comienzo de su carta última: «E mando que guando desta vida presente falesciere my cuerpo sea enterrado­ en la yglesia de Nra. Sra. de la fuente desta ciudad de guadalajara e que este depositado en la capilla mayor… fasta qué en esta mysma yglesia se haga e edifique lugar convenyble donde yo pueda estar, sin mirar en esto a la vana gloria del mundo más que se haga llanamente… e que mys albaceas myren más al provecho de my anyma que a la vana gloria…»

Palabras sabias, cristianas, humanas, de este hombre bueno y sencillo que fue don Antonio de Mendoza,  entusiasta, como hemos visto, de la artesanía del barro y la cerámica de su ciudad natal, de Guadalajara.